—15→
Los años sesenta conocieron una auténtica revolución en los estudios literarios en lengua española, pues el formalismo/estructuralismo entró a formar parte del pensamiento crítico. El texto adquirió un estatuto nuevo, se convirtió en el centro de interés de los trabajos, mientras el contexto, la atención concedida al autor, pasó a ocupar un lugar secundario. Los nombres de los principales críticos de la entonces innovadora tendencia son de sobra sabidos: en la orilla continental, Mariano Baquero Goyanes y Fernando Lázaro Carreter, por citar dos nombres destacados; al otro lado del océano, y selecciono entre un granado grupo de académicos, Leon Livingstone, John Kronik, y Ricardo Gullón, quien por ser un español hispanista se movió siempre con agilidad en ambas orillas. Todos estos maestros educaron en seguida a un gran número de discípulos, cuyas publicaciones empezarían a aparecer en los años setenta, y pienso en Kay Engler, Harriet Turner, y tantos otros, quienes a través de artículos y libros, de participaciones en congresos, simposios, y reuniones profesionales, divulgaron una forma de trabajar, muy en consonancia con lo que se hacía en otros departamentos de lenguas extranjeras en USA. Podríamos decir en rúbrica que la principal aportación del formalismo fue el desarrollo de una autoconciencia de los métodos de estudio, un interés por la teoría, por la filosofía de la literatura.
La integración de los estudios teóricos en el ámbito del hispanismo no resultó fácil; de hecho, toda innovación en el paradigma crítico sigue siendo dificultosa, incluso y a pesar de la creación de importantes departamentos de teoría de la literatura en las universidades españolas (Murcia, UNED, Santiago), y de que los departamentos de literaturas hispánicas en la América anglófona incluyeron en su currículo cursos de teoría. Las prácticas filológicas clásicas, tan necesarias para la edición de textos, se habían institucionalizado en nuestra especialidad y dejaban poco espacio para otro tipo de prácticas. Este contencioso, aquí esbozado muy someramente, sigue vigente en muchos departamentos de ambos lados del Atlántico, aunque el agotamiento y el desinterés por la temática inspirada por el esteticismo hace que se recurra a la teoría de la literatura cada vez con mayor frecuencia.
Ricardo Gullón (1908-1991) aparece en el ámbito del hispanismo norteamericano con una larga trayectoria como escritor, tanto de novelista (Fin de semana [1934], El destello [1948)], crítico de arte y de literatura, y de articulista; solamente al periódico Alerta de Santander contribuyó entre 1945-1960 por encima de los ochocientos artículos. Ya de joven había pertenecido a la denominada Escuela de Astorga, el grupo de amigos de su ciudad natal, en el que se incluyen, Juan y Leopoldo Panero, Luis Alonso Luengo, y él, que desde muchachos compartían una decidida afición a las artes y a las letras, que los llevó a escribir guías artísticas de su ciudad natal (Guía sentimental y artística de Astorga [1929]), y a publicar revistas. Había vivido de cerca la época de las vanguardias, contribuido a la Revista de Occidente, editado su propia revista, Literatura, dirigido una —16→ colección de novelas, donde apareció el San Alejo, de Benjamín Jarnés, y su propia Fin de semana. Entre sus estudios importantes se contaban también Vida de Pereda (1944), Novelistas ingleses contemporáneos (1945), Galdós, novelista moderno (1957), Balance del surrealismo (1961), y varios sobre diversos escultores y pintores, Ángel Ferrant (1951), La pintura de Eduardo Vicente (1956), y su exitoso De Goya al arte abstracto (1952). Basta y no agoto la nómina. Tampoco me detengo en estas obras, pero creo que conviene mencionarlas porque conforman un trasfondo que ilumina y confiere una textura peculiar a su figura literaria.
La transición entre su dedicación al derecho -había sido fiscal por oposición en Soria y Santander- a la de profesor universitario de literatura se llevó a cabo cuando estudiaba a Juan Ramón Jiménez, a cuyo llamado había acudido a Río Piedras, Puerto Rico, donde pasaría un año explicando derecho y conversando con el poeta. A partir de entonces, y desde Texas, su profesión sería la de profesor universitario de literatura española. Sin tener el preceptivo doctorado -años después los conseguiría «honoris causa»- accedió al profesorado, con una capacidad excepcional de explicar varios géneros y diversas literaturas, como la francesa, cuya lírica conocía tan bien como la española, o la inglesa.
La década de los sesenta fueron años de extraordinaria productividad: no sólo publicó varias ediciones universitarias, de Galdós, Rubén Darío, sino también con George Schade una espléndida Antología de literatura española contemporánea que tuvo gran éxito, y que aún no ha sido superada. Desde el punto de vista de la teoría fueron años de intensísima labor: comenzó leyendo con cuidado a los autores del «New Criticism», para hacer puente con Vladimir Propp, y su famoso Morphology of Folktale (1958), para luego pasar a los formalistas a través de Tzvetan Todorov, Roland Barthes, y de los colaboradores de la revista Poétique. Por aquellos años, los sesenta, el período de la guerra del Vietnam, Noam Chomsky, Roman Jakobson, Michael Riffaterre, Paul de Man, eran algunos de los teóricos que pasaban por la Universidad de Texas, institución que llegó en aquellos años a convertirse en uno de los centros de estudios graduados de letras de mayor prestigio del país.
Las lecturas sugirieron los acercamientos iluminadores, el examinar el texto literario con la atención centrada en la convergencia de fuerzas, lo que la nueva terminología denominaba estructura. La narratología, desde la aparición del libro de Wayne C. Booth, The Rhetoric of Fiction (1961), y de la obra del mencionado francés Roland. Barthes, fueron puntos de referencia, importantes, a los que se sumaría hacia la mitad de los setenta la teoría de la recepción, los libros de Wolfgang Iser y de Hans Robert Jauss, que cierran el círculo. Suponían una concentración en el texto, en su funcionamiento, tendencia que seguiría en plena ascendencia hasta finales de los setenta, cuando lo que hoy podemos denominar con el término muy general, la crítica pragmática, hizo su aparición en el horizonte cultural.
Sin embargo, Ricardo Gullón fue un crítico en parte infiel a su dedicación teórica, pues nunca dejó de practicar un tipo de crítica de amplia difusión, para la que estaba bien dotado, además de por su larga práctica y afición, que arranca de la más tierna juventud, cuando soñaba con la gloria literaria en su Astorga natal, o en el Madrid estudiantil de los años veinte, o en el Santander de los años cuarenta, cuando desplegó una impresionante labor de escritor en diarios, revistas, y libros, a la vez que desempeñaba con distinción su cargo de jefe fiscal de la Audiencia Territorial. Me refiero a un tipo de artículo —17→ realizado con propósito divulgador, encaminado a fomentar el interés por el arte y por la literatura, a abrir caminos ignotos, a explorar la literatura naciente. Esta última faceta le hizo ser, por ejemplo, uno de los pioneros en interesarse por la obra de Juan Benet o años después en la narrativa del grupo leonés, de Juan Pedro Aparicio, Luis Mateo Díez, José María y Margarita Merino, Antonio Pereira, Julio Llamazares, Antonio Colinas, y demás. Esta labor se cumple no escaneando las bibliografías de la MLA o similar, sino viviendo la cultura, sumergiéndose en ella, e interesándose por toda novedad cultural, buscándole el mérito, la aportación, el metal subyacente entre la ganga de lo novedoso.
Incluso el estilo de Ricardo Gullón variaba entre una veta, la crítico-literaria profesional, fuertemente marcada por el formalismo, y la vocacional, la del escritor y lector de siempre, el motivador. Sus libros Una poética para Antonio Machado (1970), Técnicas de Galdós (1971), Psicologías del autor y lógicas del personaje (1979), representan cumplidamente su dedicación a la crítica profesional. El crítico profesor suele ser descriptivo, ordenado, seguidor de esquemas, decidido a insertarse en la bibliografía sobre el tema, mientras el vocacional, que había saboreado el gusto de la creación, escribía con inusual soltura, y se permitía perseguir temas, avenidas discursivas personales. Su libro La juventud de Leopoldo Panero (1985) supuso un retorno definitivo a la veta vocacional, y una delicia para todos cuantos lo han leído, por la levedad estilística con que está escrito.
Le nació en la más tierna mocedad, leyendo tomos de los Episodios nacionales, propiedad de su padre, Germán Gullón Núñez, contemporáneo del canario y discípulo y vecino de Leopoldo Alas en Oviedo. Las obras de nuestro genial canario nunca dejaron de estar presentes en su mesa de trabajo o mesilla de noche. Todos los veranos, en la casona asturiana donde la familia se reunía en pleno durante los meses estivales, Galdós era un plato obligado, incluido para los yernos, quienes, forzados por las obligaciones de los negocios, vivían durante el año de espaldas a la literatura, pero que mataban el ocio caluroso con un episodio entre las manos. Y muchas noches las luces seguían prendidas a altas horas, cuando La corte de Carlos IV o Zumalacárregui había enganchado al lector estacional. Recuerdo numerosas mañanas oír decir a mi padre «terminé tal episodio», «qué don Benito», mientras colocaba el tomito, con la bandera roja y gualda en la estantería, y cogía el siguiente. A la noche después, el que esto escribe veía la aurora disputando una carrera lectorial que nunca ganaba.
Y estas lecturas no eran efectuadas por el meto placer estético, sino que suponían una vivencia. No se olvide que hablo en general de la época de Franco. Entonces la obra del escritor insular se entendía de otra manera: se respiraba en ella con mayor fuerza los aires de la democracia, del espíritu liberal, de todo lo que se echaba de menos, por los que lo habían conocido o anhelábamos los que nunca lo habíamos experimentado. Recuerdo un viaje a las Palmas en el año 1961, cuando mi padre acudió a la tierra natal del escritor invitado por el Cabildo Insular a pronunciar una conferencia sobre Galdós. El famoso obispo Pildáin fue convencido a última hora de la necesidad de la conferencia, y una de las razones fue que no se le olvidase a su eminencia que a don Francisco (Franco) le encantaban los Episodios. El auditorio rebosaba de gente, en primera fila recuerdo a —18→ Sebastián de la Nuez, al catedrático de lingüística de Salamanca, José Luis Pensado; la presentación corrió a cargo de Alfonso de Armas.
Cuando mi padre empezó a hablar de los Episodios todos comprendimos emocionados su significado, como en ellos se conservan esos valores del liberalismo español y de la tradición nacional, la libertad y el amor al prójimo, es decir, esa mezcla de valores que descienden de la riqueza ideológica del racionalismo, de la Ilustración, y la tan española y rica vertiente del tradicionalismo anímico nacional en que el sensualismo de los andaluces, heredado de los árabes, se hermana con el misticismo y la constancia de carácter castellano, la exuberancia levantina, la tenacidad aragonesa, el fino sentir gallego, la universalidad catalana, el temple de los vascos. Todos estos rasgos diferenciadores aparecen en las novelas históricas y se mezclan anudados por la afinidad de un grupo de gentes que se sienten unidos por el valor que conceden a la riqueza de su diversidad, de la humanización de todos los principios y valores que ordenan la sociedad. La palabra del entonces aprendiz de profesor cautivó al auditorio, porque supo sacar de la página impresa la entraña, lo entrañable.
Pasados unos siete años, recuerdo al profesor Ricardo Gullón impartiendo clase graduada sobre Galdós en Austin (Texas). El tema concreto era Doña Perfecta. Los estudiantes escuchábamos atentos al maestro, quien hablaba de la estructura de la novela, las fuerzas en equilibrio, los distintos niveles, argumentales o simbólicos, mientras pensábamos eso -así es-: «por fin alguien me dice algo sobre la novela que no dicta el meto sentido común». Y el maestro se deleitaba en nuestra sorpresa, en la atención, porque era una lectura hecha para nosotros, los estudiantes, cuidando que fuera fácil, pero profunda, estricta, ajustada al texto, que abriera horizontes, que nos enseñara un modo de analizar. Y así era, pues los discípulos, como Harriet Turner, Kay Engler, Agnes Moncy, Elisabeth Doremus Sánchez, Charles McBride, quien esto redacta, aprendimos a leer de otra manera, una que nos serviría para elaborar trabajos para congresos, tesis doctorales...
Sin embargo, en la conversación de su despacho, la zona de mediación, convergían los dos Gullones; cuando aparecía por su despacho de la Universidad de Texas un estudiante, un colega, como Douglass Rogers, gustaba de intercambiar chismes de lectura de Galdós o algún dato bibliográfico, una sugerencia de estudio. En su despacho, no importaba cuál fuera el tema del libro que estuviese redactando en el momento, el Unamuno, el Machado, o uno de los múltiples juanramones, Galdós estaba siempre presente, era una referencia vital, histórica, y profesional. Bien lo prueban la cantidad de tesis, de libros sobre el XIX, de traducciones, de simposios, que su presencia en la universidad de Texas propició.
En fin, pienso que el impacto de Ricardo Gullón en los estudios literarios, tanto entre los hispanistas norteamericanos como entre los españoles, fue de onda expansiva. Desde el centro, en las universidades de Texas, de Chicago, y de California (Davis), donde impartió cursos sobre Galdós, allí hizo brotar aficiones al escritor y enseñó a acercarse a su obra con rigor formalista y el espíritu abierto. Sus libros, conferencias, y contribuciones de todo tipo constituyen un legado cuyo efecto se seguirá sintiendo en los años venideros, pues todos cuantos gocen de la lectura del Galdós, novelista moderno, de Técnicas de Galdós, o simplemente lean la «Introducción» a su edición de Tristana, publicada por Alianza, se verán afectados por una actitud singular, una que hoy, a quienes vivimos en esta era del vacío, casi empieza a resultarnos pasada de moda, de compartir el gusto y la disciplina, aliviar al yo con la comunicación e intercambio con los demás.
—19→Ricardo Gullón se tomó el deber gustoso de enseñar a varias generaciones a «galdosear», neologismo que en el diccionario aparecerá con la siguiente definición: actividad a la que se dedican determinados lectores de novelas, que tienen como Biblia las Obras completas de Benito Pérez Galdós, y que se reúnen a modo de secta a comentar pasajes del mencionado libro, lo que les produce un notable regocijo. Los ídolos de esta secta se flaman: Ido del Sagrario, Salvador Monsalud, el señor y la señora de Bringas, el doctor Centeno, Almudena, Tristana, Benina, y Fortunata. Estas criaturas galdosianas, en fin, han servido para formar a muchos hispanistas, a quienes enseñaron por medio de la ficción lo que los krausistas con su incapacidad pedagógica no pudieron transmitir, la imagen de la otra España, la de una sociedad vista y entendida desde la perspectiva del liberalismo moderno, al que se adscribía Galdós, la España moderna.
Universiteit van Amsterdam