Los corsarios ingleses y holandeses cruzaban por los años de 1620 en aguas del mar de China y archipiélago filipino, bloqueando con frecuencia parte de la isla de Luzón, y llegando á veces á penetrar en la misma bahía de Manila.
Y bien podían hacerlo, y prolongar impunemente sus bordadas por aquellas tranquilas aguas, porque no obstante las repetidas reclamaciones de los gobernadores sobre el envío de fuerzas, era costumbre que las fuerzas no llegasen; y si llegaban, nunca á tiempo oportuno. Más fácil era el arribo de alguna nao ó galeón con caudales, pero no todos procedían del gobierno, y no siempre paraban en el gobernador; sin convoy que los protegiese ó con débiles convoyes caían en poder del enemigo, sirviéndoles de medio eficaz para sostener sus piraterías y de aliciente para continuarlas.
Las fuerzas de España verificaban avances por tierra desde la ciudad de Manila á Cavite para resistir el ataque de las naos holandesas, —40→ ya que no tenía bastante número suyas para proteger su comercio con China y el Japón. Una de tantas salidas se verificó en la tarde del 11 de Mayo de 1620, conduciendo las tropas el mismo gobernador D. Alonso Faxardo de Tença. Nueve galeones enemigos amenazaban á Cavite; tres españoles hallábanse acoderados á tierra para oponerse al desembarco; nadie, pues, podía extrañar el movimiento hácia aquel punto de todas las fuerzas disponibles, ni que fuesen mandadas por el mismo gobernador; pero á todos hubiera sobrecogido la noticia, que por ello quedó secreta entre pocos, del regreso de Faxardo á Manila completamente solo, no bien andada la mitad del camino. Su regreso, que aún para el mismo maese de campo, en quien momentáneamente delegó el mando de las fuerzas, debió cohonestarse con un pretexto plausible, tenía por objeto confirmar una denuncia por él recibida sobre la conducta de su mujer Doña Catalina Zambrano que ya le era sospechosa. Así que protegido por la noche que empezaba y con precauciones para no ser visto, se escondió en casa de un capitán amigo suyo, donde fué forzado á comparecer un pajecillo de la gobernadora, tercero en sus relaciones clandestinas, y más forzado aún á declarar la verdad, por la amenaza de muerte que el gobernador le hizo con su propia daga. La sospecha era cierta, según confesión del paje; y tanto que en aquel momento quedaba vistiéndose su señora, como acostumbraba cuando la ocasión le era propicia, para ver á su amante. ¿Pero quién era el amante?
Ó su pasión llegó á ser irresistible, ó vehemente su concupiscencia, ó excesiva su audacia para poner amorosos ojos en la más principal señora de aquellas regiones; y la señora debía «tener menos recato de lo que pedía el puesto y dignidad de la persona» para que las cosas se aparejasen á tal fin. El paje lo nombró; el gobernador apercibióse de lo menguado que estuvo al protegerlo, y en Manila era muy conocido por los extraños antecedentes de su vida y por la aventura de su llegada.
Mozo que apenas frisaba en los treinta años, siete de ellos perteneciente á la Compañía de Jesús y su Colegio de Coimbra, de donde por buen acuerdo fué expulsado, había ya sido casado tres veces cuando tomó pasaje desde Nueva España (supongo —41→ que en Acapulco) para Filipinas, á bordo de una de las muchas naos que salían y de las pocas que escapaban de los corsarios holandeses ó ingleses, después de haber salvado de las torpezas inherentes al atraso del arte náutico en aquella edad. Por merced de Dios y valor del piloto pudo escapar ésta, en que venía el expulso, de la caza sostenida de tres pataches de Holanda, embarrancando en la costa á medio desarbolar con las velas acribilladas á balazos. Pero si la nao quedó perdida se salvó casi todo el cargamento, y de éste la parte principal, que consistía en plata por valor de unos 30 mil pesos confiados al expulso por personas residentes en aquella otra perla de la corona del tercer Felipe; confianza á que correspondió el comisionado, depositando el tesoro en la casa iglesia más próxima de la residencia de la Compañía; é hizo más, en honor sea dicho de su honradez bajo este aspecto, y en aquel trance, al exponer para ello su vida en unión del piloto portugués, afamado ya de valiente.
Tal proceder, el ruido de la aventura y la vida especial de contrición y penitencia que hizo en aquella mansión, debieron darle cierta celebridad á su llegada á Manila contribuyendo á la confianza que desde luego lo dispensó el gobernador; y las curiosidades que de Nueva España traía, granjeáronle también la benevolencia de la gobernadora, que hubiera sido menos desgraciada de haberse podido contener en aquel límite.
El P. Alonso Román, dice de aquel mozo «trahíale Nuestro Senor continuamente prevenido con buenos toques de trabajo y remordimientos de conciencia, de suerte que gran tiempo no se atrevía á dormir sin confesarse primero, principalmente en toda la navegación desde la Nueva España hasta estas islas»; y al retirarse á su mansión en la casa iglesia de la orden, añade que «procedíó como si fuera religioso, así en el ejemplo, como en la frecuencia de Sacramentos.»
Pues este desgraciado era según confesión del paje el amante de Doña Catalina. El documento no dice si las sospechas del gobernador recaían sobre su amanuense, escribiente ó secretario, que de las tres maneras se clasifica el cargo por él ejercido; pero gente principal de Manila lo debía inferir por los mal simulados signos de inteligencia, que mediaron entre los presuntos amantes en el —42→ templo durante los oficios del Jueves Santo. Y confirman la conjetura los repetidos avisos que recibió Juan de Mesa (así se llamaba), amenazándosele de muerte si no desistía de su loco propósito ó ya realizado el delito.
Si el gobernador, al comenzar la noche del 12 de Mayo hubiera puesto á alguno, próximo á su palacio morada, en acecho de la salida de su esposa, habría podido jurar el espía de buena fe y con apariencia de verdad, que ninguna mujer había franqueado aquella puerta; pero D. Alonso debía tener buenos informes, cuando acompañado de dos capitanes, sus amigos, que no se nombran, apostáronse en la oscuridad próximos á la casa de Juan de Mesa y cerrando una boca de la calle. Al poco tiempo avanzaban por la opuesta dos caballeros embozados, á quienes el secretario debía aguardar, porque anticipándose á la llamada salió á recibirlos á la puerta; pero al intentar cerrarla tras sí el último, que no era el secretario, recibió tan ruda cuchillada del gobernador y fué secundado tan á tiempo, que apenas se la dió para la defensa, cayendo mortalmente herido. Mientras le remataban los amigos de Fajardo, perseguía éste por la escalera á los otros dos: penetra tras uno en la habitación en que intentó refugiarse, alumbrada para mal del perseguido, por dos luces sobre un bufete colocado en medio, y se entabla una lucha desigual, no en las armas, que ambos contendientes empuñan sendas espadas, sino en la causa por que las esgrimían. El uno con toda la autoridad de un virey, con la mayor aún de un esposo ofendido, con la fuerza del derecho, con el furor de la venganza ¡qué mejor broquel! el del otro infeliz hubo de ser la mesa con que procuraba parapetarse de los furiosos tajos de su amo y señor, redoblados al sentirse la mano herida, ó más bien al sentir la herida que probablemente le causara el primero á quien atacó en el portal. El pobre amanuense al oirle exclamar ¡ah traidor, me has herido! no tuvo valor ni aun para continuar su actitud de instintiva defensa, y trató de ganar la escalera hácia la calle; pero una estocada de su adversario le atravesó el cuello é hízole rodar mal herido hasta el portal donde los amigos del gobernador lo remataron, precisamente junto al sitio donde yacía el cadáver del piloto. El P. Roman en su relación de donde tomo el episodio, extraña —43→ que Mesa en vez de pedir confesión se limitara á decir á su agresor: No me mate señor F.; mire por la honra de su señora.
¿Y la señora, dónde estaba? No había mentido ni ocultado detalle el atemorizado pajecillo. «Disfrazado en traje de hombre con capa y espada, cual acostumbra, debe salir esta noche de palacio» dijo; y de aquí el gobernador tan pronto como hirió de muerte al secretario no titubeara en perseguir al tercer caballero, que en hábito de tal lo estaba la infortunada Doña Catalina colgada por la cintura de una viga ó altillo del desván. ¡Inútil amparo! momentos después caía su cuerpo inerte, atravesado y tres veces herido por la espada del esposo ¡que en aquella como en esta época se ha creído lavar con horribles crímenes las manchas del honor!
Al sentirse herida de muerte la desgraciada gobernadora pidió con vivas ansias confesión; lo cual, no sólo detuvo el arma parricida, sino que el mismo D. Alonso dejando custodiada á la moribunda, salió precipitadamente en busca de su confesor, y como tropezara en el camino con un cualquier clérigo regresó en su compañía al lado de la penitente.
La confesión se prolongaba más de lo que permitía la impaciencia por la venganza, y mientras más clara muestra de ella daba el gobernador al preguntar desde la puerta, que paseando por delante guardaba el mismo «¿ha ya acabado, Padre?» mas el buen sacerdote procuraba prolongar el acto. Al fin la pregunta repetida con progresiva frecuencia hízole salir, no sin interceder cristianamente, por la víctima; pero D. Alonso que debía creer cumplir con sus cristianos sentimientos y religiosos deberes perdonando al alma, no conceptuaba cumplidos los de caballero si la dejaba en el cuerpo. Así que despidiendo al fraile como si ya hubiera hecho su oficio, se dispuso á proseguir el suyo, y prosiguiólo de tal manera que constituye, por la novedad, la parte más digna de estudio de este episodio historico-dramático.
Que un marido ultrajado, preso de furor por amor propio ó por celos, dé muerte á los adúlteros en momentos de arrebato, esplícase por la frecuencia de tal desenlace en toda época; que se las dé movido por una falsa ley social divorciado de la ley divina, explícalo también el mayor temor á la una que á la otra; y aún, podría comprenderse que un hombre sañudo y cruel, mal satisfecho —44→ de haber cebado su venganza en tres víctimas, quisiera ultimarla en la que alentaba aún, si una fuerza mayor se lo hubiese impedido; pero que un caballero, acreditado de cristiano y caritativo, después de mostrar el mayor afán por la salvación del alma de su víctima no reflexionara en su crímen durante media hora que estuvo paseando por fuera de la estancia, donde aquella realizaba el acto más trascendental de la vida, y penetrando de nuevo, puñal en mano, acabara con la de su infeliz mujer, no con reanudado furor, ni por explosión de reconcentrada ira, sino clemente y compasivo, encomendándole el alma entre puñalada y puñalada con exhortaciones piadosas y jaculatorias, no se explica más que por locura ó aberración del sentido religioso en una época, en que el marido creíase señor y árbitro de la vida de su mujer. Uno de los documentos expresa que D. Alonso la decía al rematarla que «se doliese de sus pecados que Dios se los perdonaría» el otra que «la ayudaba á bien morir con buenas palabras,» y mejores puñaladas añadirá el lector, pues nada menos de cuatro hubo menester para salir del cuerpo aquel ánima contrita.
¡Quién sabe si el gobernador al obrar así tendría en cuenta la dificultad de volver á palacio á la adúltera, ó la no menor de llevarla á otro cualquier paraje, producido ya un escándalo imposible de ocultar en el punto donde ejercía el gobierno supremo!
Ello fué que, realizada su locura ó su castigo, nadie osó tocar los tres cadáveres durante la noche. El de la gobernadora fué recogido á las ocho de la mañana por D. Jerónimo Silva, caballero del hábito de Santiago, gobernador que había sido del Maluco, amortajado en casa de éste y enterrado con aparato en los Recoletos de San Agustín. Los de Mesa y el Piloto fueron durante todo el siguiente día objeto de la curiosidad y espanto de la muchedumbre; y por la noche sin asistencia de clérigos ni aparato de difuntos, se les llevó en unas andas y se les dió sepultura en la misma fosa.
Las fatales consecuencias que D. Alonso tocaba en el seno de su hogar, la lucha que sus sentimientos religiosos y una conciencia por ellos arreglada debió establecer en su ánimo respecto á su proceder, el escándalo allí producido, la resonancia que tuvo en la —45→ corte y el proceso que se formó manteniendo vivas las hablillas, eran causas sobradas para que la pena y desesperación, quizá el remordimiento ó el continuo reflexionar en su desventura, le sumieran en aquella horrible melancolía que le hizo pasar de esta vida en Agosto de 1624, á los tres años próximamente del trágico suceso.
Al considerar que sin éste no se le hubiera recordado, pasando así inadvertidas las grandes condiciones y virtudes demostradas durante su gobierno, hay que conceder que más fija la atención de la humanidad lo que suena que lo que vale.
Poco después, en medio de la capilla mayor de Recoletos de San Agustín señalaba la sepultura de Fajardo una losa, en que debajo de sus armas se inscribían sus empleos, hazañas y distinguidos hechos. Quizá por no leerse el último, quiso el destino para suplir la preterición que fuese trasladado á la misma huesa el cadáver de Doña Catalina...
Y esto trae involuntariamente á la memoria el castigo que algunas tribus salvajes imponen al asesino, amarrándole con fuertes ligaduras á las espaldas el cadáver de la víctima hasta que se consuma la completa pudredumbre de los dos.
Colec. inéd. de Navarrete, 76.º Docs., números 8 y 9.
JAVIER DE SALAS.
Madrid, 18 de Diciembre de 1885.