«Lo que va de ayer (1844) a hoy (1845)»: el donjuanismo en
El hombre de mundo de Ventura de la Vega
María-Paz YÁÑEZ
Universität
Zürich
Las muchas vicisitudes por que ha pasado la
figura del «Burlador» a lo largo de los siglos y las culturas
han ido dejando en el olvido los rasgos principales que la
hicieron posible. Del don Juan nacido literariamente en el
siglo XVII sólo se reconocen hoy las facultades amatorias,
que no pasaban entonces de ser un rasgo más entre
otros: su pecado fundamental no era la lujuria, sino la soberbia,
manifestada por su audacia frente al universo transcendente.259
Se trataba, ante todo, de una figura luciferina, cuyo conflicto
con la divinidad iba manifestándose gradualmente por
medio de los falsos juramentos de matrimonio, hasta culminar
en el desafío a la estatua. Como Luzbel, acababa cayendo
espectacularmente en los infiernos.
Lo que en tiempos de
la Contrarreforma se concibió como aviso para mantener
el temor de Dios, fue asimilado por los románticos
como emblema de su rebeldía. La soberbia satánica
representaba la máxima afirmación del yo frente
a un universo despreciable. Ninguna figura, pues, tan idónea
como Don Juan para asumir el primero entre los valores románticos.
Para ello, ni siquiera era necesario modificar su significación,
bastaba con modificar su valorización.
Suele atribuirse
al triunfo de la ópera de Mozart el auge que la figura
comienza a tomar en el siglo XIX. No hay duda de que la pieza
musical contribuyó a su popularidad, pero el interés
literario se apoyó más en su propia identidad
que en el éxito alcanzado por la ópera. De
hecho, en España apenas si se ha tenido en cuenta
el Don Giovanni hasta muy entrado nuestro siglo, y, sin embargo,
contamos con dos obras claves del romanticismo -El estudiante
de Salamanca de Espronceda y el Don Juan Tenorio de Zorrilla-,
en las que pueden observarse dos de las transformaciones
fundamentales de la cosmovisión novecentista.
Es
evidente que Espronceda revistió la figura donjuanesca
de todos los signos satánicos, contemplados desde
una perspectiva romántica. La descripción de
don Félix de Montemar, a pesar de abundar en los rasgos
tradicionalmente considerados negativos, despierta más
admiración que repulsa. Del mismo modo, su descenso
a los inflemos tiene más de triunfo que de fracaso.
Ya no vemos los resultados de la justicia divina, clave moral
de la obra barroca, sino la realización de un sujeto
capaz de transcender los límites del conocimiento
humano. El texto lo ha marcado en la transformación
del apelativo «segundo don Juan Tenorio» (v. 100), con que
comenzaba su descripción, en «segundo Lucifer» (v.
1253), título que recibe a su entrada en el espacio
transcendente.260
Con muy pocos años de diferencia,
esta figura luciferina experimenta un importante deterioro
de sus rasgos diabólicos. El don Juan de Zorrilla
es, ya desde el comienzo de la obra, a lo sumo, un «diablillo»,
como lo llama Brígida, aunque no falten los términos
satánicos en algunos pasajes, términos que
suenan más a convención que a afirmación
de la identidad del individuo.261 Y este diablo convencional,
tocado por el amor, acabará por convertirse nada menos
que en ángel. Zorrilla dio un giro de 180 grados al
discurso romántico, convirtiendo la rebelión
en conformidad burguesa, el amor imposible en vínculo
santificado y el descenso a los inflemos en ascensión
a los cielos.262
El paso hacia su aburguesamiento ya estaba
dado, pero el público no se dio cuenta de la transformación,
adoptando la pieza como expresión máxima del
romanticismo. Era ya la época en que sólo se
conservaban los signos externos de la estética romántica:
el amor, las imágenes nocturnas, las lágrimas
y los suspiros. La actitud, en fin, que, no en balde, fue
considerada como último grado de la cursilería,
dada su pérdida total de autenticidad.263 No es extraño,
pues, que la figura de don Juan sirviera a las nuevas tendencias
positivistas de punto de referencia del romanticismo y que
tantos textos del último tercio de siglo se hayan
ensañado en su desvalorización.
Pero la ola
antidonjuanista no tuvo que esperar al pleno asentamiento
del nuevo discurso. Un año después de la aparición
del Tenorio, Ventura de la Vega, unido generacionalmente
a los románticos,264 había dado el primer paso
hacia su ridiculización. Que El hombre de mundo es
una teatralización del «anti-don Juan» nadie lo ha
puesto en duda. Ya John Dowling empleó con fortuna
este término en 1980.265 Lo que, a mi entender, todavía
no se ha hecho, es constatar los diversos elementos donjuanescos
del texto y los procedimientos irónicos de su transformación.
Lo que ya aparece transformado es el encuadre espaciotemporal.
El tiempo se ha desplazado a la época contemporánea
y el espacio se ha reducido al saloncito burgués.
La relación con la pieza de Zorrilla parte de los
nombres de los dos protagonistas masculinos, don Luis y don
Juan, que se presentan enfrentados en una situación
bastante similar. Don Juan Tenorio, en la nutrida noche que
llena la primera parte del drama famoso, tenía que
cumplir dos programas: raptar a doña Inés y
conquistar a doña Ana, la ya casi esposa de don Luis
Mejía:
«¡Bah! Pues yo os complaceré
doblemente, porque os
digo
que a la novicia uniré
la dama de algún
amigo
que para casarse esté.»
(A. I, E. XII)
En
El hombre de mundo, encontramos un don Luis ya casado, feliz
en su matrimonio y dispuesto a convencer al libertino don
Juan de las ventajas de la vida matrimonial. No hay aquí
apuestas ni competiciones, pero el programa de don Juan se
asemeja al segundo de su precursor, en tanto que se propone
conquistar a la mujer de su amigo. Cuando intenta comprar
al criado, éste le reprocha:
«¿Conque usted, por lo que veo,
ni a sus antiguos amigos
perdona?»
(A. II, E. I)
Del mismo modo que los conquistadores
de Zorrilla necesitan la publicidad de sus hazañas
y las anotan y las convierten en objeto de apuesta, los modelos
donjuanescos de Vega consideran el escándalo un ingrediente
imprescindible para el triunfo: «Ya sabes / que no parece
completo / el triunfo sin la salsilla / de que corra.» (A.
II, E. I)
De forma más refinada, se establece una
relación entre las dos protagonistas. Aunque ha cundido
la hipótesis de que Inés deriva del latín
«agnete»266, parece ser que su verdadero étimo es el
griego a(gnh/ [hagné], «pura».267 Y «pura» es también
una de las acepciones del adjetivo «clara» que da nombre
a la perfecta casada que protagoniza nuestra obra. A la relación
etimológica de los nombres se añaden además
ciertas consideraciones de algunos personajes que sitúan
a Clara metafóricamente en un espacio religioso. En
cierta ocasión, el criado de la casa piensa de ella
que «para abadesa no hay otra» (A. II, escena IV), y se queja
ante don Juan de que «Esta casa es un convento» (A. II, E.
I). Este, por su parte, le consuela con la promesa de «trocar
antes de dos meses / este triste monasterio / en la mansión
del placer». Y del mismo modo que el héroe de Zorrilla
pinta a doña Inés sus propósitos de
rapto disfrazados de liberación («... y si odias esa
clausura, / que ser tu sepulcro debe, / manda, que a todo
se atreve / por tu hermosura don Juan.» [A. III, E. III]),
así también el conquistador de Vega justifica
su asedio como favor a la dama en pro de su libertad:
«Tu ama es preciosa, y merece
que por compasión al
menos
se la arranque de esa vida
de hacer cuentas y andar
viendo
cómo se barre y se cose.»
(A. II, E. I)
Tenemos,
pues, en la heroína una fusión de las dos damas
del Tenorio: doña Ana, casi esposa de don Luis, y
doña Inés, personificación de la pureza,
a la que conocemos en un espacio religioso.
Por
lo que se refiere al lenguaje, como bien ha notado David
Gies,268 no faltan en el texto de Vega frases, expresiones e
imágenes del más puro romanticismo, presentes
también en el drama de Zorrilla. La obra comienza
ya por un «¡No, por Dios!». Se define el amor prohibido como
«aquel delirio, / aquella fiebre de amante, / abrasadora,
incesante, / que más que gozo es martirio.» (A. I,
E. VII). Y no faltan las inevitables figuras del fuego:
una antigua amante de don Luis era «un volcán»269 (A.
I, E. VII). Pero claro está que todas estas imágenes
se emplean para expresar conceptos valorados negativamente.
El amor conyugal, el que privilegia el texto, es «fuego que
da calor / al alma, sin abrasar» (A. I, E. VII). La figura
del fuego, tan querida de los románticos, se ha transformado
aquí en calor doméstico.
En
una ocasión de carácter romántico -el
asedio amoroso de cierto joven-, Clara emplea una imagen
que nos recuerda una situación muy diferente en la
obra de Zorrilla. Según nuestra heroína, el
pretendiente de su hermana permanece todo el día frente
a las ventanas de su amada «hecho una estatua de piedra».
Y ella misma rompe en seguida el clima con unas preguntas
totalmente antirrománticas: «¿A qué hora come
ese hombre? ¿A qué hora almuerza?» (A. I, E. I). Al
contraste de los conceptos se añade aquí la
inversión de la imagen «estatua de piedra», que pasa
de representar al viejo y arrojado Comendador a aludir a
un tímido enamorado, «un niño, que cuenta apenas
veinte años» (A. I, E. I).
En
cuanto a los signos característicos del donjuanismo,
resultan todos ironizados de principio a fin. En primer lugar,
el satanismo. En nuestra obra no es el hombre, el conquistador
de oficio, el que aparece relacionado con el diablo, sino
la mujer. Otra de las antiguas amantes de don Luis «era el
mismo Belcebú». Las mujeres, a decir de don Juan tienen
un «don infernal» y «la que más santa parece / es
porque engaña mejor». Otra inversión que no
deja de llamar la atención hacia la ironía
textual.
Por otra parte, la
obra nos muestra la historia de dos donjuanismos fracasados.
Uno de los conquistadores, don Luis, ha perdido su status
al casarse y, para colmo, cree haber tomado el papel de sus
víctimas, los maridos burlados. De hecho, lo toma,
aunque sin consecuencias. Ciertas apariencias le hacen creer
que Clara mantiene relaciones con el joven Antoñito,
que en realidad es el novio secreto de su hermana. La ironía
del texto consiste en que, creyéndose don Luis engañado
por Antoñito y queriendo evitarlo, se está
dejando engañar por su amigo don Juan del modo más
inocente. Preocupado por no dejar sola a su mujer con su
presunto rival, encarga a su amigo la vigilancia, sin notar
que es él el verdadero peligro:
DON LUIS
Pues
te exijo
que hasta que vuelva has de estarte
aquí.
DON JUAN
Si
me dan permiso
estas señoras. [...]
CLARA
Bien
(con empacho)
DON LUIS
(¡La
incomoda el testigo!)
Sí; acompaña a mi
mujer.
(Estando Juan no hay peligro)
DON JUAN
Pierde
cuidado. [...]
[...] (Cómo allana el camino,
cuando a sí propio se pone
en ridículo
un marido.)
(A. III, E. XIV)
Don
Luis no sólo se nos revela como un tenorio domesticado
por el matrimonio, aparece además en trance de intercambiar
los papeles con sus víctimas, los maridos engañados.
Por lo que respecta al otro burlador, el que conserva el
nombre de don Juan, ya en su primera intervención
nos muestra un contraste llamativo con su homónimo.
En la obra de Zorrilla, una de las principales características
de don Juan es su largueza, alabada continuamente por sus
sirvientes y amigos y confirmada en sus propias declaraciones:
«a cualquier empresa abarca, / si en oro o valor estriba»
(A. I, E. XII). El don Juan de Vega asume ya los valores
mercantilistas del discurso burgués:
¡Esta tuya es un portento!
Poco te podrá gastar:
tiene facha de hacendosa.»
(A. I, E. V)
Pero,
sobre todo, llama la atención su manifiesto fracaso.
Si don Luis ha pasado a ser un posible marido engañado,
don Juan resulta un burlador burlado.270 El proceso comienza
en la escena que protagoniza a solas con Clara. El astuto
galán ha buscado la ocasión de mantener una
conversación con la dama. Pretende hacerse perdonar
cierta equivocación, pero lo que en realidad intenta
es emprender su conquista, a costa de despertar en Clara
dudas con respecto a la fidelidad de su marido. Emplea así
expresiones tales como «el ansia con que lo imploro», o «a
esas plantas he puesto», de tono muy tenoriesco. El efecto
cómico de la escena resulta de la actitud de Clara
que, dudosa de antemano de la conducta de su marido, aprovecha
la ocasión para obtener informaciones, haciendo creer
al fatuo don Juan que su conquista es cosa hecha. Es ella
quien maneja todo el juego de la escena, con frases de segunda
intención que luego recoge, como por ejemplo, cuando
don Juan alardea de sinceridad, y responde:
CLARA
¡Así me gusta a mí un hombre!
DONJUAN
¿Le gusta a usted?
CLARA
Para
amigo.
(A. III, E. XII)
La
ironía surge del uso de los apartes, en los que el
público ve claro el juego de ambos y nota cómo
se están intercambiando los papeles. Mientras ella
dirige al auditorio frases como «¡Hola! Este viene con plan.»,
«¡Dale con echarme flores!» o «¡qué posma!», él
se vanagloria con otras como «¡Bien va el asedio!» o «La
tengo en medio de la espada y la pared». Esta estrategia,
que obliga al espectador a identificarse con Clara,
destruye todo el halo mítico de don Juan, situándole
en una postura ridícula. El juego terminará
en el acto IV, cuando Clara le revela su estrategia:
«A usted. Que si en un momento
pude, por satisfacer
esta
duda, tolerar
lo que una mujer de bien
no consiente a ningún
hombre
cuyas intenciones ve,
ya es tiempo de que usted
sepa
que se ha engañado esta vez.»
(A. IV, E. XII)
Podría pensarse que
aquí acaba el fracaso de don Juan, pero aún
continúa en la escena siguiente. Por cierto malentendido,
él cree que la presunta amante de don Luis es la hermana
de Clara, la joven Emilia. Convencido de tener que renunciar
a su primer plan, se decide a abordar el segundo, y, cuando
Clara habla de arrojar de su casa a su rival, él se
ofrece como protector, esperando sacar partido del lance.
Su gran sorpresa es ver salir en su lugar, hecha un mar de
lágrimas, a la criada:
BENITA
¡Señora!
CLARA
No,
no te aflijas.
Mira, el señor quiere ser
tu
protector
BENITA
(Va
hacia él llorando)
¡Caballero!
DON JUAN
¡Quita,
quita! (¡Conque ésta es'
¡Y ese bruto de Ramón!...
)
(A. IV, E. XIII)
Otro chasco
para el maestro en el arte de conquistar, que es el único
que quedará desemparejado y también el único
que abandonará fracasado la escena antes del final
feliz.
Además de los
dos modelos de degradación donjuanesca, la obra nos
ofrece una parodia del tipo en la persona del criado Ramón,
confidente y ayudante de las conquistas de don Luis, cuando
éste ejercía el donjuanismo, y condenado ahora
por el matrimonio de su amo a la monotonía de la vida
doméstica. No sólo galanes y dama ostentan
rasgos de los principales personajes del Tenorio. También
Ramón se presenta recordando la primera intervención
de Ciutti, cuando se vanagloria ante Buttarelli:
«No hay prior que se me iguale;
tengo cuanto quiero y más.
Tiempo libre, bolsa llena,
buenas mozas y buen vino.»
(A.
I, E. I)
Ramón cuenta
así las ventajas de que gozaba antes de la boda de
su amo:
«... y mientras estaba dentro
el amo, ensayarme yo
en conquistar
el afecto
de una linda camarera!...
El que se ha criado
en eso
no puede... Pues ¿y propinas?
¿Y ser dueño
del dinero,
sin andar jamás con cuentas
de esto
pongo y esto debo?»
(A. II, E. I)
Para
facilitar los planes de don Juan, Ramón intenta conquistar
a la criada Benita, dando lugar a una escena de divertidos
contrastes entre los tópicos amorosos del galán
y las protestas de la dama por su negligencia en la compra:
RAMÓN
¿Será
cierto?
¡Benita! ¿Usted me llamaba?
BENITA
Sí,
señor; ¿a ver si aquello
ha sido en la vida un cuarto
de perejil?
RAMÓN
¡Dios eterno!
¡De perejil viene
a hablarme!
BENITA
Todos los días tenemos
la misma
canción. La Juana
dice que es usté un mostrenco,
que no trae la compra bien
casi nunca.
RAMÓN
[...]
¿Qué me importa? A quien yo quiero
agradar no
es a la Juana,
sino a ese rostro de cielo
que...
BENITA
Siempre
trae las perdices
pasadas.
RAMÓN
Pasado
el pecho
tengo yo.
BENITA
De
las dos libras
de vaca, la mitad hueso.
RAMÓN
¡Usted
me lo hace roer,
ingrata!...
BENITA
El
tocino, añejo.
RAMÓN
Más añejo
es este amor...
BENITA
La leche, aguada.
RAMÓN
que
siento...
BENITA
Los tomates...
RAMÓN
en
el alma.
BENITA
podridos.
(A. II, E. III)
Encontramos,
pues, en primer lugar, la ridiculización de los tres
modelos: don Luis, que se comporta como los maridos engañados
de sus antiguas amantes; don Juan, que resulta burlador
burlado en manos de Clara; y Ramón cuyas palabras
de amor reciben como respuesta perejil, perdices y tomates.
El prestigioso conquistador
queda descalificado como integrante de la sociedad ideal,
avalada por el matrimonio, según el esquema del pensamiento
burgués, representado por la intachable Clara, que
asume la moraleja a la obra:
«Lo que él con otros ha hecho,
cree que hacen todos
con él;
y esa sospecha cruel
le tiene en continuo
acecho.
Ella las mañas pasadas
del marido sabe ya;
y al menor paso que da
cree que ha vuelto a las andadas.
De manera que a uno y otro,
¿de qué les viene a
servir
tanto mundo? De vivir
eternamente en un potro.»
(A. IV, E. XVIII)
Zorrilla
había transformado la figura al gusto del discurso
burgués, pero había mantenido su halo mítico.
Un año más tarde, Ventura de la Vega la desmitificó
por todos sus flancos. Zorrilla había hecho del héroe
romántico un héroe cursi, pero válido
para las perspectivas de su época. Vega creó
con los mismos elementos una imagen de antihéroe multiplicada
por tres.
Y aún hay
más. La pérdida del componente mítico
y el aburguesamiento de la figura se manifiesta en la mercantilización
de los valores: a los mencionados comentarios de don Juan
acerca de los gastos materiales del amor, se une la actitud
de Ramón, que, enterado de que el padre de Benita
es cosechero, decide, a pesar de sus convicciones donjuanescas,
seguir el camino de su amo y casarse con ella.271 El final de
la obra pone en claro estos valores. La sanción que
don Luis recibirá por su mal comportamiento ya no
va a ser el fuego del purgatorio, sino la renuncia a una
parte de sus bienes de fortuna. Ofuscado por sus celos, ha
firmado un documento regalando a Clara una de sus fincas,
con el ánimo de separarse de ella, dejándole
la vida asegurada. Cuando el enredo se aclara, la dama traspasa
el regalo, ya de su propiedad, a su hermana, presentando
el hecho como castigo: «El haber / dudado de tu mujer / te
ha de costar el dinero.» (A. IV, E. última).
Esta transformación
del discurso amoroso romántico en discurso mercantilista
burgués va desarrollándose a lo largo de la
obra, iconizada en los dos objetos que desencadenan la trama:
unos pendientes y una sortija. Clara sabe que don Luis ha
comprado unos pendientes y espera en vano recibirlos. Ella,
a su vez, ha comprado una sortija, descubierta por su marido
al registrar sus paquetes, que no le entrega, esperando antes
los pendientes. Pero don Luis ha dado éstos a Ramón
para que los emplee en conquistar a Benita y, entre tanto,
Emilia ha comprado en secreto la misma sortija para Antoñito.
Al final del acto III, de forma espectacular, Clara y Luis
descubren a un tiempo los pendientes en las orejas de Benita
y la sortija en la mano de Antoñito, y ahí
culmina el conflicto. La aclaración final del origen
y destino de estos dos objetos, aclara también los
malentendidos entre la pareja central.
Ahora
bien, las joyas, en tanto que objetos de arte, tienen aquí
un valor poetológico. En dos ocasiones se llama a
las mujeres «alhaja» (Ramón a Benita y Luis a Clara),
y, como es sabido, tanto la mujer como el ornamento de valor
pueden asumir la representación metafórica
de una determinada estética. Merece la pena observar
con atención las características de estas dos
joyas, presentes en todas las escenas fundamentales y punto
de partida que da lugar a los equívocos que articulan
la diégesis. Lo que, en ambos casos, pone el texto
de relieve es que a su belleza se une lo económico
de su precio. Así conocemos la existencia de los pendientes:
EMILIA
A propósito, ¿Querrás
explicarme qué
fue aquello
que te dijo el tirolés
al oído,
que al momento
te hizo dejar los pendientes
que ibas
a llevar? Has hecho
mal.
CLARA
Es
verdad.
EMILIA
Tan
baratos
CLARA
¡Mucho!
EMILIA
¡Y de un gusto tan nuevo!
(A. II, E. VI)
Igualmente,
se alaba en su presentación el bajo precio de la sortija:
EMILIA
Por
eso
has comprado esta sortija.
¡Qué linda!
CLARA
Y
de poco precio.
De este modo,
los valores mercantilistas del plano del contenido afectan
también al plano de la expresión -el ornatus-
que aparece así simplificado, abaratado pudiéramos
decir, lo que lejos de ser valorizado negativamente por el
texto, cobra nuevos valores a la luz del discurso burgués.
Recordemos que los pendientes son «de un gusto nuevo». Y
así se iniciaba una nueva poética que privilegiaba
lo cotidiano, lo sencillo, lo considerado por la estética
romántica de poco precio.
Sabido
es que El hombre de mundo conoció uno de los mayores
éxitos de su época y que ciertas frases, como
ocurrió con las del Tenorio, llegaron a hacerse populares,
en especial una referente a los maridos engañados:
«Todo Madrid lo sabía, / todo Madrid menos él».272
Con esta obra se inició el nuevo subgénero
teatral, que dio en llamarse «alta comedia», pero que, en
realidad, tendía a bajar el tono altisonante en que
estaba derivando el drama romántico.
Al
mismo tiempo, la degradación de la figura de Don Juan,
abría el camino a los futuros Álvaro Mesía,
Juanito Santa Cruz y tantos otros donjuanes ironizados en
la gran novela del último tercio de siglo. Ante el
interés que en los últimos tiempos está
despertando el estudio del donjuanismo en la literatura,
se impone rescatar del olvido una obra que representa la
primera interpretación abiertamente burguesa de la
figura. Me atrevo a decir que se trata del tercer punto clave,
después de las respectivas obras de Espronceda y Zorrilla,
de la transformación de la cosmovisión novecentista
española a través de la figura de don Juan.
Es más aún: es el eslabón entre el pseudorromanticismo
de Zorrilla -de inspiración burguesa disfrazada de
romántica- y la actitud positivista que va a imperar
en el discurso de la segunda mitad del siglo.
El
hombre de mundo merece una mayor atención crítica,
no sólo por tratarse de una comedia muy bien construida
y muy válida dentro de su género, cualidades
que no le ha negado ninguno de los pocos estudiosos que se
han acercado a ella, sino sobre todo por tratarse de un paso
decisivo en la transformación de la figura de don
Juan en la literatura española.