Mentiras que fueron veras. Sobre otra posible fuente de Don
Álvaro o la fuerza del sino
Rosa NAVARRO
Universitat de Barcelona
Hablar
de fuentes a propósito de Don Álvaro o la fuerza
del sino es hacerlo del tejido con el que elaboró
su extraordinaria obra el duque de Rivas. En todas sus ediciones,
es obligado dedicar un apartado a este tema. No hay, por
tanto, originalidad en mi punto de partida y sí, en
cambio, el riesgo de atribuir un nexo de causa-efecto a un
motivo literario presente en dos obras y cuya recurrencia
pueda ser, sólo, fruto del azar. Como dice Alberto
Blecua -que es quien ha analizado más hondamente las
fuentes de la obra-,289 a propósito de las coincidencias
con Les âmes du Purgatoire de Merimée: «Podría
tratarse de simples coincidencias motivadas por una poligénesis
cultural; las escenas finales [...] presentan paralelismos
tales, que permiten descartar el azar como ingrediente genético».290
Ojalá pueda convencerles de lo mismo con respecto
a una nueva fuente.
En la
raíz del Don Álvaro, hay fuentes populares
y cultas. El duque de Rivas asumía en su creación
la fuerza del recuerdo de los rancios cuentos y leyendas
que nos adormecieron y nos desvelaron en la infancia», como
le dice a Alcalá Galiano en su dedicatoria de la obra.291
Pero también la tradición culta, desde Moratín
o Jovellanos a Hugo o Dumas. Ermanno Caldera, después
de recordar el influjo de Cervantes, Tirso y Calderón,
subraya el significado del vínculo que tiene Don Álvaro
con nuestro teatro clásico: «Se instauraba, pues,
una relación nueva con ese teatro clásico del
cual los teóricos del romanticismo español
esperaban un renovado florecimiento, pero que sólo
gracias al camino abierto por el Duque de Rivas vería
reverdecer sus antiguos laureles, por virtud de una
obra que recogía no tanto sus contenidos y sus recursos
como sus aspiraciones más profundas y por lo tanto
más auténticas».
«Con
ese espíritu -añade el ilustre hispanista-,
Rivas se dirigió a la obra maestra de Calderón,
a la que se hace referencia intencionadamente en las famosas
décimas del monólogo de Don Álvaro,
las cuales más que remedar pretenden emular las pronunciadas
por el protagonista de La vida es sueño.»292 Don Álvaro
y Segismundo, ambos torturados por problemas existenciales,
víctimas de voluntades ajenas y de su propio obrar.
Hoy no les voy a hablar de
un héroe, sino de un mentiroso, del más famoso
embustero de nuestro teatro clásico, que deslumbró
a Corneille: el don García de La verdad sospechosa
de Juan Ruiz de Alarcón.
Sería
más coherente que eligiese, para codearlo con don
Álvaro, al Pedro Alonso de El tejedor de Segovia,
en realidad D. Femando Ramírez de Vargas, caballero
al que las circunstancias llevan a convertirse en bandido.293
En su primer enfrentamiento con el conde, que se ha encaprichado
de Teodora, su amada, le recuerda al noble las obligaciones
de su estado: «¿Corresponde / a los heroicos trofeos / de
vuestra sangre esta hazaña?». Y éste le replica
airado: «Basta, atrevido ¿qué es esto? / ¿A mí
me habláis descompuesto? / ¿qué confianza os
engaña? / Idos al punto.» Y en seguida añade
el vocativo que le recuerda su origen: «Idos, villano; acabad.»
Pedro Alonso intenta, mesurado, frenarle: «Tratadme bien
y mirad / que soy, aunque tejedor, / tan bueno.» (La sombra
de Peribáñez es aquí evidente). El conde
le responde dándole un bofetón. Pedro abandona
entonces sus intentos de evitar el enfrentamiento y, tras
un «Hasta aquí / ha llegado el sufrimiento», saca
la espada.294
Es fácil
recordar el final de la escena VI de la jornada V en donde
don Alfonso, el hermano estudiante de doña Leonor,
reta a don Álvaro, y éste -ya religioso- resiste
una y otra vez sus insultos. Se reporta incluso tras su arrebato
provocado por la mención a su sangre impura. Y don
Alfonso, que ya no encuentra palabras para afrentarle, le
da también un bofetón. Don Álvaro, «furioso
y recobrando toda su energía» -dice la acotación-,
clamará:
«¿Qué hiciste?... ¡Insensato!
Ya
tu sentencia es segura:
¡Hora es de muerte, de muerte!
¡El infierno me confunda!»
(vv.
2098-2101, p. 181)
El bofetón
tiene el mismo efecto en ambas escenas, pero es un lance
esperable, teatralmente obvio, y no me atrevería a
hablar aquí de asimilación del motivo teatral
a través de la escena citada.
Pero
dije que les iba a hablar de un mentiroso, el de otra obra
de Ruiz de Alarcón, La verdad sospechosa. Don García,
segundón de don Beltrán, que ha pasado a ser
su heredero al morir su hermano, regresa de Salamanca, donde
estaba estudiando, para incorporarse a la corte y desempeñar
su papel de heredero de nombre y fortuna. El padre, al comenzar
la obra, habla con el letrado que lo tuteló y le pregunta
su opinión sobre su hijo, favoreciendo la sinceridad
del letrado al decirle:
Si existe este diálogo,
claro está, es porque el letrado nos enterará
ya del vicio que va a caracterizar al personaje y que formula
muy suavemente con una lítote: «no decir siempre verdad»
(v. 156, p. 137). Para un caballero, que se define por ser
fiel siempre a su palabra, no deja de ser un baldón.
Como dice don Beltrán: «¡Jesús, qué
cosa tan fea / en hombre de obligación!» (vv. 157-58).
Y decide casarlo en seguida antes de que tamaño defecto
se sepa en la corte.
En cuanto
aparece en escena don García, verá bajar de
un coche a una bella dama y se enamorará de ella:
es Jacinta. Pero detrás desciende otra dama, también
muy bella, Lucrecia. Lo subjetivo de la apreciación
de la belleza para el enamorado llevará al equívoco
que sustenta la obra. Tristán, el criado, preguntará
al cochero el nombre de la más bella, y éste
le dará el de Lucrecia, su señora, y además
así opinan todos (menos don García).
Éste
se acerca al punto a su dama y, aprovechando que cae -otro
recurso muy teatral-, le ayuda a levantarse e inicia su cortejo.
En seguida comprobaremos que el letrado decía la verdad
porque don García miente con la misma facilidad con
que habla. Le confiesa a Jacinta que lleva penando por ella
más de un año (el criado en los apartes va
corroborando la verdad que ya sabemos: llegó a la
corte el día anterior). Y añade un dato que
asombra a criado y espectadores, dice que es indiano:
«Cuando del indiano suelo
por mi
dicha llegué aquí,
la primer cosa que vi
fue la gloria de ese cielo.»
(vv.
489-92, p. 145)
Idas las damas,
aparecen dos caballeros conocidos suyos y ensarta otras mentiras.
Como ellos hablaban «de cierta música y cena / que
en el río dio un galán / esta noche a una señora»
(vv. 608-10), él inventa una fastuosa fiesta en el
río y la describe maravillosamente con extrema profusión
de detalles:
«Entre las opacas sombras
y opacidades
espesas
que el soto formaba de olmos,
y la noche de tinieblas,
se ocultaba una cuadrada,
limpia y olorosa mesa,
a lo
italiano curiosa,
a lo español opulenta.
En mil
figuras prensados
manteles y servilletas,
sólo invidiaban
las almas
a las aves y a las fieras.
Cuatro aparadores
puestos
en cuadra correspondencia,
la plata blanca y dorada,
vidrios y barros ostentan...»
(vv.
665-80, pp. 150-51)
Su capacidad
fabuladora es extraordinaria. Como dirá don Juan,
uno de los caballeros:
«¡Por Dios, que la habéis pintado
de colores tan perfetas,
que no trocara el oírla
por haberme hallado en ella!»
(vv.
749-52, p. 152)
A don García
le apasiona fabular. Cuando su criado Tristán le pregunte
por la finalidad que persigue con tantos embustes, él
le va a justificar uno por uno; pero el espectador siente
que está improvisando la justificación, que
primero está el mentir antes que su propio propósito.
Justificará así su fingida condición
de perulero, de indiano:
«Cosa
es cierta,
Tristán, que los forasteros
tienen más
dicha con ellas;
y más si son de las Indias,
información
de riqueza.»
(vv. 814-18,
pp. 154)
Su padre, como
dijo, le busca rápidamente esposa, y escoge nada menos
que a la dama de la que él se ha enamorado, Jacinta.
Sin embargo, no olvidemos que él cree que se llama
Lucrecia. Don Beltrán, antes de comunicarle su decisión,
le sermonea y le demuestra que quien miente no es caballero.
Don García, impertérrito, afirma: «Quien dice
que miento yo, / ha mentido.» (vv. 1464-65, p.172). Pero,
cuando su padre le anuncia su tratado casamiento con Jacinta,
él inmediatamente reacciona y, para salvar su amor
por la que cree que es Lucrecia, improvisa una compleja sarta
de mentiras. Antes de empezar la genial fabulación,
él se dice a sí mismo: «Agora os he menester,
/ sutilezas de mi ingenio.» (vv. 1522-23). Va a contarle
a su padre que está casado y que, por tanto, ya no
puede celebrar nuevas bodas. Pero lo hace llevando a don
Beltrán y a los espectadores a un espacio literario
sumamente atractivo. Se inventa un noble padre con dos hijos
y una hija bellísima, pero pobre. Precisamente le
da esos dos hermanos para justificar su pobreza:
«Mas la enemiga fortuna,
observante en
su desorden,
a sus méritos opuesta,
de sus bienes
la hizo pobre;
que demás de que su casa
no es tan
rica como noble,
al mayorazgo nacieron
antes que ella dos
varones.»
(vv. 1536-43,
p. 174)
Cuenta su enamoramiento,
su cortejo y cómo consigue que ella le dé acceso
a su aposento. Pero otra vez «la fortuna» hace que la noche
de su cita se le ocurra al padre de la muchacha acudir al
aposento de su hija:
«... siento que su padre viene
a su aposento: llamole
(porque
jamás tal hacía)
mi fortuna aquella noche.
Ella, turbada, animosa,
mujer al fin, a empellones
mi
casi difunto cuerpo
detrás de su lecho esconde.»
(vv. 1576-83, p. 175)
Hablan ambos, el padre le
propone casarla, y ella sabe sutil y hábilmente capear
la situación. Y cuando ya aquél estaba en el
umbral de la puerta..., suena el reloj de don García
-en su ficción, claro está-. El padre pregunta
extrañado: «¿De dónde / vino ese reloj» (vv.
1605-06). Y ella, feliz improvisadora, como su creador, responde:
«Enviole,
para que se le aderecen,
mi primo don Diego Ponce,
por
no haber en su lugar
relojero ni relojes.»
(vv.
1607-11)
Va a donde él
está escondido para coger el reloj. Y prosigue don
García:
«Quitémele yo, y al darle,
quiso la suerte que toquen
a una pistola, que tengo
en la mano, los cordones.
Cayó
el gatillo, dio fuego,
al tronido desmayose
doña
Sancha, alborotado
el viejo empezó a dar voces.»
(vv. 1620-27)
Creo
que en este momento la sucesión de coincidencias hace
ya evidente mi propósito. Es fácil asociar
la acotación de la escena VIII de la primera jornada
del Don Álvaro: «Tira la pistola, que al dar en tierra
se dispara y hiere al marqués, que cae moribundo en
los brazos de su hija y de los criados, dando un alarido»
(p. 101).
La invención
de don García va por otros derroteros. Al creer a
su amada muerta, sale de su escondite, saca su espada y se
enfrenta a los dos hermanos y criados que ahí hace
aparecer:
«A impedirme la salida,
como dos bravos leones,
con sus
armas sus hermanos
y sus criados se oponen;
mas, aunque
fácil por todos
mi espada y mi furia rompen,
no
hay fuerza humana que impida
fatales disposiciones;
pues
al salir por la puerta,
como iba arrimado, asiome
la alcayata
de la aldaba
por los tiros del estoque.
Aquí, para
desasirme,
fue fuerza que atrás me torne,
y entre
tanto mis contrarios
muros de espadas me oponen.»
(vv.
1640-55)
Primero el reloj,
después la pistola, ahora la alcayata de la aldaba...
Como él dice, «fatales disposiciones».
Su
amada, doña Sancha, vuelve en sí y cierra la
puerta. Arriman ambos «baúles, arcas y cofres» (v.
1665). Pero es en vano. Les derriban la pared, rompen la
puerta, y don García, «viendo cuán sin culpa
suya / conmigo fortuna corre, / pues con industria deshace
/ cuánto los hados disponen» (vv. 1679-83), no tiene
más remedio que pedir a la familia la mano de
la joven. Aceptan, y allí mismo los casan. Don García
se dirigirá ya a su padre y concluirá así
su fabulación:
«Mas en que tú no lo sepas
quedamos todos conformes,
por no ser con gusto tuyo
y por ser mi esposa pobre;
pero
ya que fue forzoso
saberlo, mira si escoges
por mejor tenerme
muerto
que vivo y con mujer noble.»
(vv.
1704-1711)
Don Beltrán,
que ha creído a pies juntillas lo que acaba de inventar
su hijo, a pesar de saberlo mentiroso, sentencia:
«Las circunstancias del caso
son tales, que se conoce
que
la fuerza de la suerte
te destinó esa consorte;
y así no te culpo en más
que en callármelo.»
(vv. 1712-17)
Esa
expresión «la fuerza de la suerte» me hizo pensar
en que eran muchas las coincidencias para hablar de poligénesis,
pero no voy a negar precisamente en este contexto el poder
de la casualidad.
Las coincidencias
se dan en planos distintos: no entre la vida «real» de don
García y la de don Álvaro, sino entre la vida
«ficticia» que se inventa don García y la «real» de
don Álvaro. Ambos son así indianos, y a ambos
los persigue la mala suerte. (Corneille hará que Dorante,
su Menteur, diga que viene de las guerras de Alemania). Pobre
es la familia de la inventada doña Sancha, y la pobreza
del marqués de Calatrava nos la anuncia desde el comienzo
el oficial: «¿Y qué más podía apetecer
su señoría que el ver casada a su hija (que,
con todos sus pergaminos, está muerta de hambre) con
un hombre riquísimo y cuyos modales están pregonando
que es un caballero?» (p. 84). Y asiente Preciosilla: «¡Si
los señores de Sevilla son vanidad y pobreza, todo
en una pieza!» (p. 84). Así no nos sorprende el deterioro
de la sala de la casa de campo del marqués (como indica
la acotación de la escena V de la primera jornada).
Dos hermanos tiene doña
Sancha (sólo uno Orphise en Le menteur), y dos, doña
Leonor, aunque ese hecho desempeñe un papel distinto
en ambas historias. Y en esta recolección de elementos
antes citados, tendría que enumerar de nuevo la sucesión
de casualidades que componen la escena del aposento de doña
Sancha y las que jalonan la vida trágica de don Álvaro.
¿Sedujo al duque de Rivas la fuerza de la suerte» que inventó
don García? Las rayas de la mano de don Álvaro
que le leyó Preciosilla -el personaje cervantino-
indicaban lo mismo que las de su amada, doña Leonor
(a quien se las leyó la madre de la gitanilla): «negra
suerte». Les persigue sin tregua hasta el final de sus vidas
y de la obra. ¿Las mentiras de don García fueron veras
en la pluma del duque de Rivas? Si así fuese, la genialidad
de don Ángel de Saavedra quedaría subrayada
por asimilar ese recurso cómico -los espectadores
se reirían ante el enlace de casualidades que inventaba
don García- y convertirlo en el desencadenamiento
progresivo de la tragedia. El duque de Rivas pudo fijarse
en el punto de vista de don Beltrán, el padre de don
García, que cree en la verdad de tales casualidades
y que subraya «la fuerza de la suerte».
Pudiera
ser que un ente de ficción -el don García de
Ruiz de Alarcón- hubiera contribuido con su gusto
por fabular a que naciera otro, el espléndido don
Álvaro del duque de Rivas.