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Género, nación y cosmopolitismo en Eduarda Mansilla y Victoria Ocampo

María Rosa Lojo

(CONICET, Universidad de Buenos Aires, Universidad del Salvador)

Estas dos escritoras argentinas vivieron en épocas distintas y sucesivas. Ambas consideraron en sus obras, como un eje temático y problemático, la condición social de las mujeres, ambas pensaron esa condición no solo desde la tierra propia, sino desde el contacto con otras tierras y otras lenguas que influyeron de manera vital en su escritura. Ambas tuvieron conciencia de una doble marginalidad: la de género y la geopolítica, y elaboraron ante esta situación diferentes respuestas. Solo Ocampo fue declaradamente feminista. El contexto hispanoamericano decimonónico de Mansilla mantenía aún claras distancias con respecto a las reivindicaciones del sufragismo anglosajón. Pero como otras colegas, compatriotas y contemporáneas, ella llevó a la práctica una posición femenina de avanzada, y abogó por el derecho que todas consideraban inalienable para su sexo: la educación igualitaria1.

Eduarda Mansilla (1834-1892) nació dentro de la clase alta criolla, antes de que se impusiera la «sensibilidad victoriana» en el Río de la Plata, antes, por lo tanto de que la élite argentina encerrara a sus mujeres en la dorada vigilancia de un gineceo exclusivo2. Perteneció, por el lado materno, a una familia en la que las mujeres tomaban decisiones económicas y políticas, y tenían una opinión influyente, no solo en asuntos domésticos sino también en la vida pública. Recibió una educación excepcional para una joven de su época y salió al mundo sin mayores complejos de inferioridad, ni por su condición sexual, ni por provenir de un país periférico (después de todo, era la sobrina de Juan Manuel de Rosas, que había resistido los bloqueos de Francia y de Inglaterra, y ella misma -siendo aún una niña- había oficiado como intérprete de su tío ante el conde Walewski, embajador francés). No obstante, los viajes por otras latitudes, sobre todo el que hizo por los Estados Unidos de América en la época de la Guerra de Secesión3, la colocaron frente a otras maneras de acción femenina. Sus años en Francia, la instalaron en el «gran mundo» (la corte de Napoleón III y Eugenia de Montijo) donde una señora podía ser cantante lírica o intérprete profesional sin que esto fuera socialmente indecoroso, y también la llevaron a escribir una novela en francés (Pablo, ou la vie dans les Pampas, 1869) cuyo gran tema es el brutal desamparo de las mujeres -ineducadas y solas- en esas pampas, y el trágico destino de las madres a las que la guerra civil les arrebata sus hijos, esto es, lo único que las justifica ante la sociedad. Lo mismo que Sarmiento en el Facundo, Eduarda pretendía «explicarles» la Argentina a los europeos y sobre todo, a los franceses (aunque, a diferencia de Sarmiento, lo hizo en la propia lengua de sus «lectores modelo»). Francia fue siempre para Eduarda Mansilla la norma del buen vivir, del buen comer, del vestir elegante, del gusto en todo4. Lectora asidua de la literatura francesa, clásica y romántica, se convirtió también, con envidiable facilidad, en autora bilingüe. Pero su actitud ante esa cultura que sin duda admiraba, y de la que participaba también, estaba muy lejos de ser burdamente imitativa, o penosamente exculpatoria de la «barbarie» argentina ante la civilización europea.

Por el contrario, en Pablo..., Eduarda se permite señalar, nada menos que a los europeos, que ellos también han sido bárbaros -hasta extremos jamás alcanzados por los gauchos vernáculos-, y que son bárbaros todavía: «Se combate entre nosotros, es verdad; en Europa se combate también, y aquí como allá, se ven siempre enfrentadas las grandes corrientes que agitan los mundos»5 . No deja de advertir que si tantos inmigrantes llegan de Europa a la Argentina, es porque huyen de males que en esta última se desconocen (Pablo, 33). Por momentos, el tono se vuelve admonitorio, casi de reproche: «Para ellos, seremos siempre unos salvajes. Es hora de que aprendan a juzgarnos de otro modo» (Pablo, 192). De la «barbarie» como mito o como estereotipo surgido en los centros hegemónicos e impuesto desde ellos, como un molde de la mirada, a la condición hispanoamericana, se pasa en los textos de Eduarda a concebirla como violencia de la condición humana en general, de la que no están exentos quienes se creen superiores y menos aún, quienes se proponen imponer el progreso y la civilización «a golpes de sable»6. La «barbarie» social, y sobre todo la «barbarie» en que la sociedad hace vivir a las mujeres, «parias del pensamiento», encarceladas en su ignorancia, no se remedia con la importación de modelos, sino con la comprensión profunda de lo que sucede en el tejido interno de la comunidad, con la percepción adecuada de las necesidades locales, de las raíces culturales criollas, y sobre todo, con la administración de justicia y el reconocimiento de los derechos de los subalternos. Esta cuestión se instala ya en su primera novela publicada, El médico de San Luis, donde Eduarda asume una postura asombrosamente radical acerca del lugar de las mujeres en la sociedad. En primer lugar, afirma allí que en la Argentina la mujer es normalmente «muy superior al hombre», en su capacidad de comprensión y de asimilación de lo nuevo y de lo bueno. Sin embargo, apunta que no se la respeta como madre, asociándola al atraso y a lo estacionario7. «Robustecer la autoridad maternal» es el remedio que propone para los males de la comunidad. Nada extraño, si se tiene en cuenta que era la nieta de doña Agustina López de Osornio, la madre de Rosas, a quien este, ya todopoderoso gobernador de Buenos Aires, pedía sin embargo perdón de rodillas, como si aún fuese un niño8. En su siguiente9 novela Lucía Miranda, Mansilla dota de un extraordinario espesor psicológico y temporal -otorgándole un denso pasado- al personaje que aparece en el episodio de La Argentina manuscrita (1612)10 y que configura uno de los mitos fundacionales argentinos. Su Lucía no es ya solo una víctima. Es un sujeto valeroso que decide su destino. También es una mujer letrada, lectora desde niña, que en el primer asentamiento rioplatense funciona como la intérprete por excelencia, la mediadora entre mundos, la formadora de las costumbres, la que aporta sus propias prácticas culturales amoldándolas e integrándolas paulatinamente con la cultura del pueblo aborigen que la recibe, y sobre todo, con sus mujeres11. Con tanta presencia de ánimo como cualquier soldado, Lucía aventaja sin embargo a los varones en el arte de comunicarse con otros seres humanos, y en una función que la novela juzga por encima de la épica militar: la educativa. Si Lucía muere trágicamente, es porque opta por seguir siendo fiel al hombre que ama, pero la muerte no implica la borradura de su legado: Anté, la joven timbú que es su ahijada y discípula, sí logra huir con su prometido español mientras todo se destruye, para sentar las bases de una nueva sociedad mestiza.

Eduarda se refirió también, en primera persona, a su propio tránsito por otro medio cultural, contado ahora, para los argentinos, en sus Recuerdos de viaje (1882) que narran su estadía en los Estados Unidos de Norteamérica. Mucho menos fascinada que un ilustre viajero anterior -su amigo Sarmiento-, por los avances industriales y tecnológicos, se detiene, con ironía, en aspectos que le parecen groseros, impostados o ridículos. Por momentos su recorrida por la sociedad estadounidense se parece a un periplo entre los «bárbaros». Pero, como en Una excursión a los indios ranqueles (1870), de su hermano Lucio, la «barbarie» -esta vez la de los yankees- tiene también sus seducciones: si los estadounidenses flaquean en las formas estéticas y en las sutilezas del savoir vivre, en cambio el respeto a los principios, la obediencia a la Constitución, la tolerancia religiosa, la filantropía, resaltan como valores de jerarquía superior. El aporte más extraordinario es, para Eduarda, la singular posición que en esa sociedad ocupan las mujeres: gozan de una relativa libertad, viajan solas y pueden ganar dinero en actividades que en la Argentina están reservadas a los hombres (como lo están todas las profesiones): por ejemplo, el periodismo12. Esto sin abjurar, todo lo contrario, del poder doméstico, que parece alcanzar en el Norte una realización de la utopía planteada ya en El médico de San Luis: la transformación positiva de la sociedad a través de las costumbres que se inculcan en el home13, gobernado por la autoridad materna.

El trabajo de traducción cultural no es, en la escritura de Eduarda Mansilla, reproductivo, sino productivo. No propone la copia de originales preexistentes. Propone otros originales. Una de sus notables innovaciones en este sentido, es haber sido la primera autora en lengua castellana, de literatura infantil14. A diferencia de otros autores, no quiere clasificar o modelar sus relatos según el género sexual al que se destinan. Por el contrario, piensa en los destinatarios, no en función de su género, sino como individuos personalmente diferenciados: «Cada uno de mis cuentos, que no he querido denominar ni como amigo M. Laboulaye de azules, ni como la Condesa de Segur de rosados, lleva al frente el nombre del niño á que va dedicado.» (Mansilla, E., 1880, VII-VIII). Sin rechazo chauvinista, ni admiración irrestricta por lo extranjero, su mirada va de un lado al otro, sopesa y valora, para desembocar en un proceso innovador que conduce a la autoafirmación de la voz autorial, capaz de crear un espacio único desde donde hablar por cuenta propia.

Victoria Ocampo (1890-1979), otra viajera y políglota (bilingüe en francés y español), nacida en plena «era victoriana» rioplatense, también en la clase alta de origen criollo, siente de entrada las limitaciones impuestas, por su condición genérica, a su deseo de independencia15, así como la «minusvalía» de carecer de educación académica, y sobre todo, la de pertenecer a un país que no se percibía a sí mismo -al menos desde la óptica de las clases altas- como verdadero creador de cultura, sino antes bien como consumidor de la alta cultura europea, y hablante de una lengua (el español) rústica y deficitaria16.

Su relación con las lenguas es así, en principio, más compleja y conflictiva que la de Eduarda Mansilla. esta escribió sus libros, de entrada y sin excusas, en castellano (salvo el caso de Pablo...) y con un buen conocimiento de los clásicos españoles, aunque también sabía otros idiomas que supo usar en los momentos oportunos. Para Ocampo el francés es mucho más que la lengua culta de referencia. Es la lengua de los afectos, de la memoria, de la profunda intimidad. No tiene más remedio que escribir en francés, por tanto, pero lo hace con mentalidad, intención y vivencias, por supuesto, sudamericanas: «Lo que escribo en francés no es francés, en cierto sentido, respecto al espíritu. Y sin embargo -he aquí el drama-, siento que nunca vendrán espontáneamente en mi ayuda las palabras españolas, precisamente cuando yo esté emocionada, precisamente cuando las necesite. Quedaré siempre prisionera de otro idioma, quiéralo o no, porque ése es el lugar en que mi alma se ha aclimatado.» (Ocampo 1981, 25).

Niña de fortuna en un país nuevo y rico, Ocampo está sin embargo mucho más despojada culturalmente que Mansilla. La lengua de su tierra de nacimiento le parece excluida de la capacidad de pensar, casi un sonido inhumano («un género especial de mugidos», 27) o una jerga instrumental, apenas útil para las inmediatas rutinas de la vida diaria17. La Argentina se le ocurre un desierto donde la cultura no nace del suelo: hay que traerla hecha, si es posible de París o de Londres, como otra mercancía suntuaria. Las señoras de su clase social, ocupadas en tener hijos, ir a la iglesia y hacer y recibir visitas (además de alguna eventual habilidad artística exhibida solo puertas adentro)18, muy lejanas de las damas de fuerte opinión privada y pública que rodearon a Eduarda, no constituyen precisamente un modelo para esta joven que no sabe dónde volcar sus grandes energías.

Ocampo comienza a ver otros modelos posibles en otros territorios. Toma conciencia de que el español puede ser una lengua del pensamiento y una lengua literaria, gracias al conocimiento de Ortega y Gasset, que no era justamente un filósofo feminista, pero tenía una virtud que las argentinas les agradecieron en especial. Como señalaba María Rosa Oliver, fue el primero que se molestó en hablarles como a seres inteligentes. Victoria se lanza así a la conquista de un español flexible, aunque cree que este idioma «no le será nunca dócil» (31). De cualquier manera, su escritura mantendrá siempre las marcas del francés y de otras lenguas que le son queridas, como el italiano (decisivo para ella a través de Dante, sobre el que escribió su primer ensayo) y el inglés. Abundan en sus textos los llamados «barbarismos» (la lengua del extranjero, aunque este no fuera precisamente el «bárbaro» para los argentinos de su clase) y las citas literarias en otras lenguas. Paradójicamente, se sitúa así en el centro de una tradición muy argentina. No de otro modo escribieron los hermanos Mansilla, Lucio y Eduarda, con la diferencia de que sentían el castellano como su lengua connatural19. El estilo de Ocampo es tan conversacional y tan digresivo como el del autor de las Causeries.

Esa Francia, a cuya lengua tanto debe, no le proporcionará sin embargo un modelo de escritora con el cual identificarse en sus años de formación. Naturalmente, no podía pensar en sus inmediatas antecesoras y compatriotas decimonónicas. Estaban del todo olvidadas, salvo como rareza, y en tal calidad exhumará sus obras Ricardo Rojas, en el tomo Los Modernos (1922) de su Historia de la literatura argentina. Seguramente su institutriz, Mlle. Bonnemaison, no le dio a leer los Cuentos de Eduarda Mansilla, sino los de la condesa de Segur. Su admiración juvenil hacia una escritora viviente desembocará primero en otra condesa, la de Noailles. Pero la desilusionan profundamente sus opiniones con respecto a las posibilidades generales del sexo femenino: «La actitud de algunas mujeres singulares, como Anna de Noailles, que se pasan al campo de los hombres aceptando que éstos las traten de excepciones y les concedan una situación privilegiada, siempre me ha repugnado.» (Ocampo 1982, 107). Estas palabras se las dirige, en 1934, a otra escritora extranjera, en la que sí encuentra un verdadero paradigma, estético e ideológico, y a la que dedica un libro. Como Virginia Woolf, Victoria Ocampo busca su cuarto propio, y su escritura no reniega ni disfraza su sexo: «Mi única ambición -dice entonces- es llegar a escribir un día, más o menos bien, más o menos mal, pero como una mujer» (104), sin considerarse por eso inferior a los hombres escritores20.

Para llegar a esta convicción, Ocampo ha tenido que liberarse primero de algunas admiraciones incondicionales, de la heroworship a la que era tan propensa, y que nunca la abandonó del todo. Desde una posición experimentada como indigencia y vacío (el vacío que adjudica a América, el «hambre» del que también le habla a Virginia Woolf) busca sucesivamente en intelectuales extranjeros a los que dedica admiración devota, la respuesta a todas sus preguntas, la manera de cubrir esas carencias. Tagore (por el que siente veneración genuina) representará para ella el acceso a una nueva visión poética y religiosa (pero también la fuente de múltiples malentendidos culturales), Ortega y Gasset será la inteligencia que sabe hablar en español (y el filósofo que considera a la mujer creadora como una anomalía), Keyserling, el gran viajero, es el que ofrece la unión de Oriente y Occidente, la promesa de una vasta revelación, pero asimismo el mayor de los desengaños personales. El representante de la espiritualidad y la razón europeas no tarda en transformarse para ella en el heredero de Gengis Khan cuando se empeña en convertir la admiración filosófica de Victoria en entrega erótica, y cuando demuestra que el incontinente Logos masculino (supuestamente encarnado en el filósofo) puede devorar toneladas de ostras, beberse docenas de botellas de champagne o incurrir en ataques de cólera por un puré de papas mal servido. Los inmoderados apetitos del conde en todos los terrenos, su asombrosa proclividad para convertir sus impresiones y sus personales resentimientos en la piedra fundadora de teorías filosóficas sobre los sudamericanos y sobre todo las sudamericanas, terminan de convencerla de que sus héroes tenían pies de barro, y de que estaba proyectando en ellos sus propias aspiraciones creativas21.

Luego del diálogo de sordos con Keyserling22, vendrá la amistad fructífera con Waldo Frank, un americano disidente del Imperio del Norte, que descree de la religión del dinero, y, fascinado por España y por Hispanoamérica, la embarca en la tarea de fundar una revista capaz de tender un puente entre ambas Américas. Sur cumplirá en parte esa función pero no será solo eso. Victoria, que no pone en un pedestal a Waldo Frank, como puso a sus predecesores, imprimirá a su obra la dirección que ella misma juzgue conveniente. Para 1936, Sur, que no solo es una revista sino también una editorial, habrá publicado dos fundamentales ensayos suyos. La mujer y su expresión (1936) defiende la singularidad (pero también la universalidad) de la expresión femenina, y señala la necesidad de romper el incesante monólogo varonil para ensanchar el testimonio literario de la experiencia humana. En Supremacía del alma y de la sangre (1935) aboga por otro derecho a la diferencia: el de América (sobre todo el de Sudamérica) con respecto al baluarte de la llamada «razón europea». Los americanos, hombres y mujeres, tienen otros parámetros expresivos y desde otro contexto. Esto no los hace inferiores a los europeos; simplemente, los hace distintos.

También en 1936 Victoria Ocampo, junto con su gran amiga y co-fundadora de Sur, María Rosa Oliver, se comprometía en otra fundación reciente: la de la Unión de Mujeres Argentinas (UMA) que luchó, con éxito, contra el gobierno conservador del entonces presidente Justo para impedir que las mujeres perdiesen el derecho de administrar sus propios bienes (su cuarto propio) que les había sido concedido poco antes23 .

Lejos de las identidades compactas y las perspectivas unívocas, Eduarda Mansilla y Victoria Ocampo construyeron, desde la tensión intercultural, una posición como mujeres escritoras que, por distintos caminos, les permitió afirmarse originalmente sobre su identidad genérica y su pertenencia latinoamericana.

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