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Poesías

Andrés Bello



Prólogo de Fernando Paz Castillo


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Retrato al óleo de Andrés Bello,
conservado en la Biblioteca Nacional de Caracas.
Ha sido atribuido al pintor francés, Raymond Quinsac Monvoisin.



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ArribaAbajoAbreviaturas y signos convencionales

ABREVIATURAS

Amunátegui, Vida Bello. = Vida de don Andrés Bello, por M. L. Amunátegui, Santiago, 1882.

CARO. 1882. = Poesías de Andrés Bello, precedidas de un estudio biográfico y crítico, por D. Miguel Antonio Caro. Madrid, 1882.

JUICIO CRÍTICO. 1861. = Juicio crítico de algunos poetas hispanoamericanos, por M. L. y G. V. Amunátegui. Santiago, 1861.

O. C. III. = Obras Completas de Don Andrés Bello, Vol. III. Poesías. Santiago, 18831.

ROJAS HERMANOS, 1870. = Colección de poesías originales, por Don Andrés Bello, con apuntes Biográficos por J. M. Torres Caicedo. Caracas. Rojas Hermanos, 1870.

ROJAS HERMANOS, 1881. = Colección de poesías originales de Andrés Bello. Acompañada de la infancia y juventud de Bello y de notas bibliográficas, por Arístides Rojas. Caracas, Rojas Hermanos, 1881.

SIGNOS CONVENCIONALES

[] = Parte supuesta, completada por la Comisión Editora.

El signo * asterisco antepuesto a un verso de las notas indica que es repetición del que se da en el texto de las Poesías, pero que se reproduce para mejor comprensión de alguna variante.

(?) = Lectura dudosa de la palabra precedente.

(ileg.) = Ilegible.

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Una nueva edición

Constituida por Decreto del Presidente de la República, Don Rómulo Gallegos, de 25 de febrero de 1948, la Comisión Editora de las Obras Completas de Andrés Bello tuvo, desde el primer momento, conciencia de que se le asignaba y asumía una difícil responsabilidad. No se trataba, simplemente, de reimprimir, y ni siquiera de reordenar, los volúmenes publicados en Chile, a partir de 1881 en cumplimiento de Ley de 5 de setiembre de 1872, bajo la dirección esclarecida y devota de Miguel Luis Amunátegui Aldunate, junto con otros notables chilenos. Nunca será bastante el elogio para la labor cumplida por estos ilustres discípulos de Bello, pero el tiempo trascurrido imponía una labor de investigación, de revisión y de sistematización que pusiera las obras de Don Andrés al alcance del público lector, no como piezas de museo, por valiosas que fueran, sino como textos vivos y vigentes, llamados a cumplir ahora, como antes, una gran tarea de iluminación y gula del pensamiento latinoamericano.

De la Comisión Editora han fallecido sus egregios miembros Julio Planchart, Enrique Planchart y Augusto Mijares. Sólo sobrevivimos el Presidente y el Secretario, Rafael Caldera y Pedro Grases. Y al cabo de más de treinta años, se ha dado la circunstancia de que sea cuando se cumple el centenario de la edición del primer tomo de las Obras Completas de Chile, cuando aparezcan los últimos volúmenes de las Obras Completas de Caracas,   —[IV]→   cuya colección hemos considerado como una de las empresas bibliográficas más importantes que se hayan acometido en nuestra patria.

Al terminar la publicación de los veinticuatro tomos de nuestra colección, ya muchos de los volúmenes que la integran se hallan totalmente agotados. La distribución, sin duda, dejó mucho que desear. No fue, por cierto, tarea nuestra. Entregamos cada remesa al Ministerio de Educación, del cual dependíamos, y como las épocas fueron distintas, también fueron diferentes los criterios aplicados en su circulación. Muchas solicitudes recibimos constantemente, que lamentamos no poder atender. El interés por estudiar a fondo a Bello, relacionarlo con la problemática actual de nuestros pueblos y aprovechar el brillo inextinguible de sus escritos, aumenta a diario; su figura se hace cada vez más universal y el conocimiento de sus ideas muestra actualmente nuevas y mayores proyecciones. Hemos considerado, por ello, como uno de los hechos más importantes del Bicentenario de su nacimiento -celebrado con el esplendor de los congresos, la gloria perennizadora de las estatuas, el efecto divulgador de los programas de televisión y de radio, los comentarios de prensa y la publicación de compendios ilustrados- la segunda edición de las Obras Completas, en número suficiente para ponerlas al alcance del número creciente de lectores y de instituciones que reclaman su manejo y prometen el aprovechamiento útil de las enseñanzas del Primer Humanista de América.

Esta nueva edición es idéntica a la precedente, con la sola modificación del orden de algunos volúmenes, para subsanar algunos defectos de la anterior. Así, por ejemplo, se disponen consecutivamente los cuatro tomos que abarcaron los textos de Bello sobre Derecho Internacional, previstos inicialmente en dos volúmenes y   —[V]→   acrecentados con las páginas de los dos volúmenes que contienen la contribución de Bello a la Doctrina de la Cancillería chilena. Por otra parte, se distribuyen en tres tomos los textos relativos al Código Civil de la República de Chile, ya que uno de los dos volúmenes de la primera edición resultó demasiado grueso, incómodo y antiestético. Salen, así, veintiséis tomos, en los cuales hemos recogido con fidelidad todo lo que con la colaboración de los más calificados bellistas, historiadores y críticos, puede asignárseles con el mayor grado posible de seguridad, precedidos de estudios críticos de muy alta calidad y anotados cuidadosamente los textos para esclarecer los detalles que reclaman explicación.

Entre la colección de Santiago de Chile y la de Caracas hay muchas diferencias, fruto de los estudios e investigaciones realizadas durante casi un siglo. La nuestra contiene, por ejemplo, un hermosísimo volumen de Borradores de Poesía, que constituye una de sus mejores novedades; uno, con los Mensajes y Textos de Gobierno que se consideran inequívocamente obra de Bello y que constituyen el espinazo de la construcción del Estado de Derecho y de la Administración Pública en Chile; otro, con la Labor en el Senado de Chile, que viene a ser como complemento del que acaba de mencionarse, en el aspecto de la tarea cumplida desde su cargo senatorial; un tomo, con los textos preparados por Bello para enseñar el Derecho Romano; otro, con la Gramática Latina de su hijo Francisco, cuya segunda edición lleva la marca de su mano; dos tomos, con los dictámenes y estudios en la Cancillería de Chile; y dos con el Epistolario, cuya publicación constituye un valioso auxiliar para el conocimiento de la figura y de la obra de Bello. Con el propósito de ordenar en forma metódica sus opúsculos, se reúnen en dos tomos los Textos Educacionales, enriquecidos   —[VI]→   con documentación no incluida en la edición chilena; los textos de Historia y Geografía, en los cuales se incluye el Resumen de la Historia de Venezuela, cuya adjudicación es uno de los sucesos bibliográficos más señalados del bellísimo venezolano; así como la Cosmografía y demás escritos científicos. En cuanto al Código Civil, en vez de colocar uno tras otro los diversos proyectos que sirvieron de antecedentes, se hizo un trabajo laborioso de coordinación que permitió tomar como texto central el Código sancionado por el Congreso, y anotar tras de cada título, capítulo o artículo, las sucesivas redacciones y las notas explicativas del proceso de elaboración que condujo a la forma definitivamente adoptada.

Termina sus labores la Comisión Editora cuando la sucede una institución llamada a perdurar y a prestar invalorables servicios a la cultura humanística venezolana y latinoamericana. La Casa de Bello pone su aval en el pie editorial de esta edición y continuará en lo sucesivo responsabilizada de la publicación de nuevos libros, ensayos y documentos de Bello o relacionados con Bello que vayan apareciendo o puedan aparecer. La Casa de Bello, instalada en hermosa sede en la misma manzana de la ciudad de Caracas donde nació Bello, y contigua al majestuoso edificio donde ahora se encuentra el Ministerio de Educación y que constituye el más hermoso monumento levantado a la memoria de don Andrés, se formó, con perfil académico, representativo de la intelectualidad venezolana más calificada, y ha obtenido la dotación de recursos necesarios para satisfacer el encargo que se le confió. En su seno se han celebrado valiosas jornadas, tales como los Congresos sobre Bello y Caracas, Bello y Londres, y Bello y Chile, cuyos trabajos fueron recogidos en importantes volúmenes, preparatorios del Bicentenario y de la jornada final sobre Bello y la Cultura   —[VII]→   de América Latina, previsto para los días mismos de noviembre de 1981 inmediatamente anteriores al día de los doscientos años de ver la primera luz quien fue y sigue siendo faro esplendoroso en la ciencia y las letras, el derecho y la administración, en este Continente. La Casa de Bello es hija legítima de la Comisión Editora.

A La Casa de Bello corresponderá realizar una aspiración de la Comisión Editora: la colección de Anexos a las Obras Completas de Andrés Bello. Se tratará de una serie abierta, en la cual se irán recogiendo volúmenes que tiendan a complementar y a ampliar el conocimiento de nuestro inmenso compatriota. Pensamos que los Anexos deberán iniciarse por una biografía actualizada de Bello, completada con lo que se ha ido conociendo y precisando acerca de él después de publicada la Vida de Don Andrés Bello por Miguel Luis Amunátegui; una Bibliografía completa y sistemática de escritos de Bello y sobre Bello; un estudio exhaustivo, que está hecho, sobre la participación de Bello en el periódico chileno «El Araucano» y la argumentación que condujo a atribuirle o a no atribuirle determinados artículos publicados sin firma en el mismo; una Introducción a la Filosofía según la Filosofía de Bello, escrita por Juan David García Bacca, y todo lo demás que vaya elaborándose y que se considere digno de estar cobijado por el nombre sin par del ilustre maestro americano.

Sentimos una comprensible emoción al entregar, a los innumerables espíritus generosos que con avidez los esperan, los tomos de esta nueva edición, que aparecen prácticamente al mismo tiempo que los que faltaban en nuestra colección inicial.

Nada mejor, para perennizar el recuerdo de este glorioso Bicentenario, que estas Obras Completas, editadas bajo el patrocinio de La Casa de Bello y que llevan, con   —[VIII]→   el nombre de su ciudad natal, el año en que nuestro insigne compatriota cumpliría doscientos años de nacido. Al verlos, al acariciarlos y al usarlos para servir a los pueblos cuya unidad defendió, a través de su inmortal Gramática Castellana para uso de los americanos y a través de toda su obra, no podremos evitar la complacencia de haber podido honrarlo como él habría soñado y ofrecerle ancha vía para que su pensamiento siga penetrando las conciencias y orientando las voluntades de las nuevas generaciones.

Caracas: 29 de noviembre de 1981

La Comisión Editora



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ArribaAbajoIntroducción general a las obras completas de Andrés Bello

En el mundo actual, cuando nada escapa a la zozobra de una tremenda crisis, honrar una figura como la de Andrés Bello es renovar la fe en la humanidad y alentar la esperanza en los tiempos futuros. Fue la suya igualmente una época de crisis, en la que no faltaron tristes presagios a pesar del optimismo que parecía dominar las inquietudes. Y por analogía singular, también en esa época la humanidad fijaba sus angustiados ojos en el Continente Americano, pues el derrumbe de su orden colonial abría sobre nuestro destino una interrogación que hoy vuelve a levantarse sobre nuestros pueblos.

Desde el Descubrimiento, ningún momento estuvo la humanidad tan pendiente de América como en la hora de la Independencia. Sus hombres más ilustres lo entendieron así; por ello alienta en los héroes de la Emancipación, comenzando por Miranda y Bolívar, la idea de que estaban actuando ante el mundo, de que éste observaba sus pasos y de que desbordaría las fronteras el significado de su obra.

Igual fenómeno vivieron aquellas personalidades contemporáneas de los libertadores a quienes tocó actuar en el campo de la cultura. Se trataba de dar forma al espíritu hispanoamericano, tras una gestación de siglos; de interpretar el alma de Hispanoamérica e infundirla en el trazado de un gran plano, el del futuro continental; de recoger su inspiración en un mensaje para las generaciones subsiguientes.

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Andrés Bello, de modo resaltante, supo consagrar su vida a este ideal.

Después de una atormentada centuria, otra vez más se encuentra América con que el mundo fija en ella sus ojos. Hispanoamérica se ve obligada a hacer inventario de su acervo, en el apremio de ofrecer un concurso que pudiera ser decisivo a la amenazada civilización universal. Y en este acto de introspección encuentra que lo más elevado de su cultura y lo más denso de su pensamiento están, todavía, en las grandes figuras creadoras de la primera mitad del siglo XIX.

Macizo como el testimonio de su obra, el pensamiento de Andrés Bello supera cualquiera otra de las manifestaciones culturales del alma hispanoamericana, como riqueza de positiva actualidad, como potencial de una creación no ultimada todavía. Si admira la variedad de campos alcanzados por sus producciones y la profundidad que logró en ellos, también el sentido actual de sus escritos adquiere proyecciones pasmosas. Buscar a Bello no equivale a volverse hacia atrás; sino a recoger, en el camino de la historia, el hilo que conduce al camino de una urgente labor creadora.

No es, por consiguiente, el simple cumplimiento de ineludible deber, ni la satisfacción de honrar un hijo propio, lo que para Venezuela significa emprender en esta hora la edición de las Obras Completas de Andrés Bello. Esta edición aspira a tener un valor de mucha mayor amplitud: recoger su mensaje a los pueblos hispanoamericanos. Si características señaladas han tenido las figuras venezolanas de la época de la Independencia, no ha sido la menor la de su valor continental. Miranda fue Precursor, Bolívar, Libertador, en un ámbito americano. Ni ellos, ni Sucre, ni los demás varones que los acompañaron en la lucha, estuvieron circunscritos a un escenario local. En Andrés Bello resalta el mismo aspecto. No pertenece él a una localidad estrecha, sino a la amplia comunidad hispanoamericana. Su pensamiento y su ejemplo no constituyen patrimonio de un solo país -ni siquiera de aquel que le dio nacimiento y lo formó,   —[XI]→   ni siquiera de aquel otro donde sentó su hogar y encontró campo generoso para cumplir su obra-: Andrés Bello pertenece a Hispanoamérica.

Parecen escritas hoy día las palabras introductorias de la edición de París (1847) de los Principias del Derecho de Gentes: «Las ideas del señor Bello, sus grandes talentos y cuanto puede dar de si no se quedarán reducidos al país que tiene la fortuna de poseerlo, sino que recorrerán sus producciones toda la América del Sur para ilustrarla con luces propias, y para servir de estímulo a todos los americanos ilustrados de México a Buenos Aires, Para que multiplicando su saber, poniéndolo en común, civilicen así la masa de los pueblos de aquel continente».

***

Sería traicionarlo olvidar ese sentido continental en la presentación de sus obras. Más aún, ese sentido continental, penetrado del deber de América, dedicado a elevar el valor de lo hispanoamericano en el mundo, está infundido de un amplio y noble espíritu ecuménico. Hispanoamérica puede presentar a Bello como la expresión más alta del papel que su cultura tiene dentro de un radio universal: como el exponente de un genuino humanismo americano, tanto más americano cuanto por más humano puede expresar mejor los anhelos del hombre -del hombre de todos los tiempos y de todos los climas- hacia la realización de un superior destino.

Para que no le faltara nada en este carácter americano y universal, la vida de Bello no sólo discurrió en su época precisa, sino que estuvo marcada por el accidente geográfico. El hecho de nacer y formarse en el país más septentrional de América del Sur y de culminar y producir en el país mas austral del Hemisferio, después de pasar casi veinte años en la capital más internacional de Europa, imprime hondamente en su obra ese carácter de amplitud que es gala del   —[XII]→   espíritu hispanoamericano. Al mismo tiempo, la coyuntura social era propicia a la extensión del campo abierto a sus investigaciones y enseñanzas. Una personalidad creadora, de labor tan vasta y diversa que recordaba a Menéndez y Pelayo la de los primitivos patriarcas constructores y orientadores de pueblos, pudo darse en su medio y en su tiempo (1781-1865). Para los países recién independizados políticamente, para nuestros Estados que surgían del desmembrado Imperio Hispánico, la obra de civilización nacional debía llevarse adelante en toda magnitud. Bello logró entender y proclamar en más de una oportunidad ese programa civilizador, en momentos que supo juzgar excepcionales para la historia de Hispanoamérica:

«Nos hallamos incorporados en una grande asociación de pueblos, de cuya civilización es un destello la nuestra. La independencia que hemos adquirido nos ha puesto en contacto inmediato con las naciones más adelantadas y cultas; naciones ricas de conocimientos, de que podemos participar con sólo quererlo. Todos los pueblos que han figurado antes de nosotros en la escena del mundo han trabajado para nosotros».

Estas palabras de Bello expresaron el más íntimo sentir de su alma de sabio y maestro, presente en todos los instantes de su creación científica, literaria y artística. Muchas de sus obras más famosas aparecieron con la urgencia de atender a determinada necesidad docente, por ejemplo, los Principios del Derecho Internacional; o a inaplazable requerimiento colectivo, por ejemplo, el Código Civil de la República de Chile; su genial concepción gramatical tuvo como finalidad expresa servir a sus pueblos americanos; y lo más noble y elevado de su arte poético está penetrado de un religioso culto por América.

A la distancia a que podemos hoy contemplar su obra, se nos aparece como una amplia base de la cultura americana en lengua castellana. Sería increíble que una sola vida hubiera dado tantos frutos, si no fueran producto de altísimo ideal: la educación de un Continente. Ideal ambicioso,   —[XIII]→   pero en armonía con la capacidad de quien se propuso servirlo.

***

La aventura biográfica de Bello es relativamente escasa en sucesos de notoriedad pública, mientras el vuelo de sus estudios y su renovado goce en el saber y en la creación le hacían, vivir una de las más pletóricas personalidades que jamás haya dado Hispanoamérica. Cuanto más se le conoce, más asombra. Sobrecoge pensar en las iniciativas que acometió y llevó a feliz término. Todos los temas a que dedicó su poderosa atención fueron estudiados con ánimo de perfección, desde los más sencillos quehaceres del magisterio o del periodismo hasta la más penetrante concepción, poética o ley filosófica.

Empezó a producir en plena madurez de su vida. Salvo algunos escritos juveniles, la mayor parte de su obra fue publicada después de sus cuarenta años de edad. Si la preparación fue laboriosa, vino la cosecha en plena sazón y resultó más gloriosa y perdurable para la cultura de América. Es bien escaso lo que en sus Obras Completas puede considerarse de poca trascendencia. Sus grandes poemas -las dos Silvas- fueron publicados en Londres en 1823 y 1826, citando era ya hombre de 42 y 45 años. Su primer libro -Principios de Derecho de Gentes- se publicó en 1832, a sus 51 años de edad. Cierto es que la Análisis Ideológica de los Tiempos de la Conjugación Castellana la tenía terminada, según su testimonio, para 1810, citando salió de Venezuela hacia Londres. Pero tenía un virgiliano y exquisito cuidado en la decantación de sus escritos. Larga fue la gestación de su pensamiento, tanto como fue esplendorosa su obra, ofrecida con ánimo de incansable construcción en las afortunadas circunstancias que Chile supo ofrecerle. Apenas salido un libro suyo de las prensas, húmedo todavía de tinta, emprendía la tarea de mejorarlo y corregirlo. Cada edición nueva que hacía era una reelaboración   —[XIV]→   de sus trabajos. En todos sus manuscritos hay huella de ese afán insaciable de superación.

Por otra parte, si la madurez de sus estudios determinan la perfección de su obra, la visión del deber americano, superior en sí misma a las preocupaciones inmediatas de una o pocas generaciones, explica su vigorosa actualidad. En 1947 se cumplieron cien años de la aparición de la Gramática, y el mundo saludó el centenario con la afirmación de que estaba fresca todavía, en pleno valor aquella obra, estimada como la mejor de su género en lengua castellana. En 1955 se cumplirá el Primer centenario de la promulgación del Código Civil chileno, redactado por el gran humanista, y se le reconoce aún como la obra de mayor valor y más influencia en la codificación latinoamericana. En 1932 se cumplió el centenario del Derecho Internacional, y se le mira más que antes como obra fundamental en la vida jurídica de Iberoamérica. El 17 de setiembre de 1943 el mundo, reunido en Santiago para conmemorar el primer siglo de la Universidad de Chile, hizo centro de sus homenajes a Bello, su primer Rector, encargado de guiarla hasta después de su muerte. Y cumplida desde 1926 una centuria de aparecida la «Silva a la Agricultura de la Zona Tórrida» en el Repertorio Americano, los críticos encuentran que ella es la primera expresión, reflexiva, de insigne calidad artística y de renovada validez, de una poesía americana.

Podrían señalarse otras fechas, como hitos de referencia en otros aspectos de la producción de Andrés Bello. Creemos que con lo apuntado basta, para tener idea de la amplitud y trascendencia de su obra prodigiosa.

***

No es raro que ya en vida -cruzados los sinsabores e incomprensiones- se le comenzara a hacer objeto de creciente respeto, que antes de morir iba transformándose en culto y devoción. El bellismo es un hecho fecundo en la historia literaria de América. Chile, Colombia y las demás   —[XV]→   naciones hispanoamericanas le han rendido culto y han recibido su mensaje con la misma fervorosa emoción que el país que tuvo la fortuna de verle nacer.

Chile hizo posible la obra de Bello. Le brindó fraternal hospitalidad y acogió con afectuoso respeto su voz de maestro. Desde Chile se expandió su fama por todo el continente de habla hispánica y pronto le fue llegando de las demás Repúblicas la palabra de aliento y la resonancia de sus escritos. Las generaciones chilenas que le escucharon estimularon en él su capacidad poligráfica y recogieron su enseñanza para dar fisonomía y empuje al país. El bellismo chileno, formado por sus mejores discípulos durante los mismos días de su existencia, tiene desde el primer momento este sello de devota gratitud, tan hermoso, con que se recuerda a los primeros maestros.

En Colombia prendió la admiración a Bello a través de humanistas ilustres. Caro y Cuervo, en primer término; Suárez, Marroquín y tantos otros esclarecidos pensadores vincularon de modo indestructible la tradición bellista a las letras colombianas. México y Ecuador, Argentina y Brasil, a través de sus escritores o juristas, enaltecieron como las demás naciones de América la obra imponderable del sabio. España misma, a pesar de la separación trasatlántica, ahondada por los duros sucesos de la guerra de Independencia, supo advertir la importancia de Bello. Los centros de estudio individuales o académicos percibieron el valor de su obra y pronto le rindieron reconocimiento de admiración.

Era natural que Venezuela fuera también campo propicio para la devoción bellista. A los venezolanos de hoy nos causa profunda emoción recoger el testimonio fervoroso del bellismo nacional, iniciado durante la propia vida del humanista. En los días caraqueños de Bello, antes de ausentarse de esta tierra frisando sus 29 años de edad, se le consideraba excelente promesa y a pesar de su mocedad se había ganado la estima de sus conciudadanos. Quizá nada puede expresar más rotundamente el sentimiento de sus compatriotas que las palabras de Bolívar: «Yo conozco   —[XVI]→   la superioridad de este caraqueño contemporáneo mío; fue mi maestro cuando teníamos la misma edad; y yo le amaba con respeto».

Durante sus años de Londres, abunda el testimonio que señalaba en Venezuela a Bello como excelente poeta y estudioso insigne. En 1824, por ejemplo, se anunciaba en Caracas una traducción suya, desgraciadamente perdida, del Arte de Escribir de Condillac «arreglado a la lengua castellana por el Sr. Andrés Bello, cuyos conocimientos son notorios en esta parte de la bella literatura». De las cartas escritas a Bello podríamos reunir copiosas muestras de altísimo afecto y honrosísima consideración por parte de sus compatriotas; y es dolor y nostalgia el sentimiento dominante cuando las circunstancias lo empujan a rendir su acción en otros lares.

Las ediciones caraqueñas de las obras de Bello constituyen uno de los hechos más significativos del bellismo venezolano. Las palabras de presentación conmueven. En la edición de los Principios de Derecho de Gentes, de 1837, se destaca -por ejemplo- al par del mérito de la obra «la circunstancia de ser producción de un paisano nuestro, a quien en demostración del distinguido y particular aprecio que hacemos de sus luces y talentos, tributamos este pequeño si bien sincero obsequio, que al mismo tiempo rehuye en gloria de nuestra patria». Y en la de la Gramática, hecha en Caracas en 1850 sobre la de Santiago de 1847, asienta Valentín Espinal: «...nos lisonjeamos en presentar al público una edición muy mejorada de un libro que sobre interesar como producción de un célebre compatriota nuestro, merecería por su propio mérito y utilidad estamparse en dorados caracteres». «Ojalá que nuestro pequeño trabajo tipográfico sea grato al ilustre venezolano que en ímprobas tareas y profundo estudio de la historia y la literatura de nuestra bella lengua, ha dado a los americanos claras, precisas y filosóficas reglas para hablarla con elegancia y corrección».

A la muerte de Bello, la manifestación de duelo nacional   —[XVII]→   unánime. En toda la prensa se traduce este pensar sincero. Juan Vicente González escribe su famosa Meseniana, vibrante oración de dolor ante la pérdida del más valioso hombre de letras venezolano. Después, el culto bellista se acrecienta. En 1881, centenario del nacimiento, en toda la Nación se hacen publicaciones en honor de quien en todo el país es llamado con satisfacción «ilustre caraqueño». Se editan poesías y libros didácticos de Bello. Y si después la bibliografía bellista en Venezuela no es tan copiosa como debiera serlo, ello no es hecho aislado: es manifestación de un grave fenómeno general.

***

La presente edición aspira a continuar y servir la noble tradición bellista de todo el continente. En cuanto a Venezuela, ella aspira a testimoniar la devoción con que sus compatriotas han pronunciado siempre el nombre de Andrés Bello; a ser nueva expresión, de un culto vivo que no ha dejado nunca de sentirse de modo seguido y profundo.

Al invocar los nombres de Mariano Talavera y Garcés, el Obispo de Trícala que de memoria retenía poesías enteras de Bello, salvada alguna al través de esta veneración poética; el del insigne bellista Juan Vicente González; el de su atildado editor Valentín Espinal y el de su apasionado historiador Arístides Rojas, entre tantos otros que forman legión de figuras ilustres, no sólo en Venezuela sino en América, aspiramos a recoger su legado y a cumplir su deseo de que la producción de Andrés Bello se imprimiera con todo el esmero y perfección posible, para disfrute de su patria y del mundo. Su admonición la tenemos presente al afrontar las incalculables dificultades de investigación, depuración y presentación de los textos bellistas; y su espíritu hemos creído sentirlo vibrar al ver que el acicate de esas mismas dificultades nos llevaba a lograr insospechadas novedades y un grado muy alto de aproximación hacia la idea de presentar completa la obra escrita del gran polígrafo.

Pero no es solamente la tradición bellista venezolana   —[XVIII]→   la que pretendemos continuar. A Bello no podríamos servirle con la mezquina postura de un patrioterismo cerrado. Ello sería desconocer su espíritu, borrar su figura, traicionar su lección, sepultar su mensaje. Para honrarle es menester recoger la inspiración bellista de un Barros Arana o de los Amunátegui; de Miguel Antonio Caro o de Rufino José Cuervo; de Juan María Gutiérrez o de Irrisarri, como la de Manuel Cañete y Marcelino Menéndez y Pelayo: y al mencionarlos sólo queremos insinuar con su prestancia el incontable número de egregios varones que han interpretado o aclarado el inagotable tesoro que vive en la entraña del bellismo.

Inspirada por esta firme orientación, la Comisión Editora ha solicitado el aliento, la colaboración y el consejo de personalidades distinguidas que conocen y honran a Bello en naciones hermanas. Ha buscado la presencia y el ejemplo de Bello en todos los caminos que holló su planta y que animó el hálito de su palabra majestuosa. No hemos llamado en vano a ninguna puerta. Siempre se nos ha ofrecido la más cordial colaboración y se nos ha franqueado cuanto hemos solicitado. No tan sólo en Venezuela, donde el homenaje es obligación y de donde ha partido la iniciativa, sino en todas partes, de América o de Europa, donde hemos acudido en busca de mano amiga que nos facilitase datos, documentos y observaciones.

No es tiempo todavía de dar las gracias a todos aquellos que han colaborado y colaboran en sacar adelante esta empresa. Apenas ofrecemos hoy los primeros volúmenes y sólo cuando concluya la edición estaremos en capacidad de cumplir, sin que peligre la justicia, el deber de mencionarlos a todos. Arriesgado sería en este momento mencionar algunos, cuando ello podría interpretarse como injustificable olvido para otros. Pero no es posible retener hasta entonces el testimonio de que al lado de los venezolanos que han dado impulso a la presente iniciativa, hay muchos chilenos, y americanos de otras patrias hermanas, que con sobrado título pueden considerar esta colección como obra suya.

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Sería injusto callar que del Gobierno venezolano ha recibido la Comisión Editora Pleno apoyo para desarrollar sus labores: tanto de Don Rómulo, Gallegos, que decretó la edición, como de la Junta Militar de Gobierno constituida en noviembre de 1948 y de la Junta de Gobierno establecida en 1950. De todos los organismos administrativos hemos obtenido la colaboración que ha sido necesaria y en especial de los Ministros de Educación, Dr. Luis Beltrán Prieto, Profesor Augusto Mijares y Dr. Simón Becerra, y de sus colaboradores inmediatos en la Dirección de Cultura y Bellas Artes.

Pero sería igualmente injusto no adelantar que esta edición no habría sido posible sin el generoso apoyo del ilustre chileno, hoy desaparecido, Don Miguel Luis Amunátegui Reyes, y de sus familiares, quienes facilitaron a la Comisión Editora el estudio directo del acervo manuscrito de Bello que se ha conservado en su poder; sin el concurso constante y erudito de la Comisión Chilena que colabora con esta Comisión Editora bajo la experta dirección de Ricardo Donoso; sin la atención ejemplar de Héctor Paúl Viale-Rigo, Cónsul de Venezuela en Santiago, quien ha hecho el primer deber de su servicio a Venezuela el invalorable esfuerzo rendido para esta Comisión; sin la ayuda y aliento del humanismo colombiano, representado especialmente por el Instituto Caro y Cuervo de Bogotá, bajo la dirección atinada de José Manuel Rivas Sacconi; y sin la buena voluntad y abnegada cooperación de un gran número de personas, funcionarios o particulares, que en Venezuela y en el mundo entero han, hecho una verdad literal la desinteresada hermandad de trabajadores intelectuales al servicio de una noble causa, Por encima de fronteras y de grupos.

***

Ojalá el resultado de nuestro empeño esté a la altura del propósito, cuya fuerza y alcance sentimos vivamente. Hemos dedicado nuestro mejor esfuerzo a la tarea de presentar la obra poligráfica de Don Andrés Bello en forma tal que   —[XX]→   dentro de las posibilidades humanas resulte realmente completa, ordenada, cuidada con esmero. Cada volumen ha sido objeto de estudios especiales, para presentar su historia bibliográfica, su significación, su contenido, su valor histórico y su vigencia actual, a más de las notas, referencias e índices que contribuyen a mostrarlo de manera adecuada. Hemos previsto, además de los tomos que recogen los escritos de Bello, una colección de Anexos dedicada a recoger aspectos biográficos, bibliográficos, antológicos e interpretativos, cuyo conocimiento resulta indispensable para completar una concepción cabal del bellismo. Nos hemos inspirado en el deseo de hacer de la colección, más que el justo tributo a un pasado glorioso, la necesaria contribución a la obra que con apremios de presente, reclama el porvenir.

Nada estaría más lejos del propósito de esta edición de las Obras Completasde Bello, que el de acumular tomos, fríos como bloques de mármol, en homenaje a la gloria del sabio. El propósito es otro; y si se ha querido y se persigue honrar con la edición la memoria ilustre de Don Andrés Bello, la forma intentada por lograrlo es la de ofrecer al caudal de la cultura hispanoamericana -y ¿por qué no? de la cultura universal- la fuerza vigorosa y noble que es el pensamiento del maestro.

No son, pues, para dormir plácidamente en anaqueles y museos estas páginas que con religiosa emoción ofrecemos. Ellas están destinadas al ajetreo de las universidades y centros de cultura, a la devoción de los investigadores y maestros, a la inquietud de los estudiosos, a la avidez de los lectores. Ellas son una muestra de lo que Hispanoamérica ha logrado en el terreno de la creación espiritual y de lo que su cultura es capaz de alcanzar.

Anhelamos que sea un monumento de perpetuidad, más sólido que el bronce y el granito. Una fuente de vida para el porvenir de la civilización de habla castellana.

Caracas, 29 de noviembre de 1952.

La Comisión Editorial.



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ArribaAbajoAdvertencia editorial

Las obras completas de Bello


La República de Chile honró la memoria de Bello con la publicación de sus Obras Completas, en cumplimiento de la ley de 5 de setiembre de 1872, expresión oficial de un propósito que había tomado cuerpo en el Consejo de la Universidad, el día siguiente de la muerte de Andrés Bello, acaecida el 15 de octubre de 1865. En los Anales de la Universidad de Chile, desde el volumen correspondiente al año del fallecimiento de Bello, constan los trámites y acuerdos relativos a la edición de las Obras Completas del ilustre Rector de la Corporación. Es justo subrayar el papel predominante que por su devoción y entusiasmo desempeñó Diego Barros Arana en el proyecto de edición2. En los referidos Anales, y posteriores a 1872, aparecen a menudo noticias sobre la preparación de la obra3, en la que iban a tener parte tan preponderante los hermanos Amunátegui Aldunate, don Miguel Luis y don Gregorio Víctor, así como el hijo de éste, don Miguel Luis Amunátegui Reyes, a quien tanto debe la actual Comisión Editora.

Desde 1881 hasta 1893 fueron viendo la luz los quince volúmenes de la colección4, que constituyen, fuera de toda duda, un extraordinario   —[XXII]→   monumento a la memoria de Bello; mas, proclamando el invalorable servicio que ella representa, hay que reconocer que adolece de defectos, tanto en la ordenación de los materiales, cuanto en la presentación de los mismos, que no es completa ni excesivamente pulcra. Sería impropio de este momento enumerar los defectos que hemos observado en la edición prínceps mientras hemos estado en la tarea de preparar la presente publicación. En cada caso, y en su debido lugar, anotaremos las pertinentes glosas. Conste ahora, como afirmación conclusiva, que con ella se tributó a Bello un homenaje dignísimo; que ella ha constituido hasta ahora la mejor y casi única fuente para estudiar su pensamiento; y que, con toda seguridad, gracias a ella se han salvado escritos del maestro que posiblemente se habrían perdido para siempre. Ello basta para dejar empeñada por siempre la gratitud de la cultura hispanoamericana.

***

Posteriormente hubo otros intentos de publicación de las Obras Completas de Bello. Uno, debido principalmente a la vivísima devoción de Miguel Antonio Caro; y otro, emprendido por la Universidad de Chile. Ambos, inconclusos.

Gracias al entusiasmo de Caro aparecieron varias obras de Bello en la Colección de Escritores Castellanos, de Madrid, editada por Mariano Catalina. Las Poesías (1882), con prólogo de Don Miguel Antonio; los Principios de Derecho Internacional (2 vols., 1883) con notas de Carlos Martínez Silva; y, más tarde, los Opúsculos gramaticales (2 vols., 1890-1891) y la Gramática (2 vols., 1903-1905). El propósito fue publicar las Obras Completas de Bello, como se desprende del texto de las Cartas de Caro a Menéndez y Pelayo y a Cuervo5. De la edición de Bello en la   —[XXIII]→   Colección de Escritores Castellanos se habla desde la carta de Caro a Menéndez y Pelayo de 18 de mayo de 1881; y en la de 1º de noviembre de 1882 se hace explícita mención del proyecto:

«Estimulado por la benevolencia y amistad de nuestro compañero el señor Catalina, y con la colaboración de algunos amigos, me he propuesto ordenar una edición de todas las obras de Bello, que ha de formar parte de la Colección de Escritores Castellanos, con estudios preliminares y notas que le den algún valor sobre otras ediciones incompletas. Mi estudio sobre las Poesías (que con haber merecido la aprobación y aplauso de usted nada más tiene que desear), sólo se refiere a la parte lírica, y ya habrá ocasión de juzgar a Don Andrés Bello en otros aspectos literarios y científicos. Acabo de enviar originales para el Derecho Internacional, anotado ad hoc por Martínez Silva, y luego irán Opúsculos filológicos, Gramática, Filosofía, etc. Yo querría que usted favoreciese esta colección (que bien puede también llamarse suya, como que en ella se prepara usted a publicar su gran historia literaria) con una introducción para la bellísima traducción del Orlando enamorado, que pienso debe ir aumentada con algunas poesías que no se incluyeron en el tomo publicado. Si usted conviene en ello, vaya preparando el prólogo»6.

Don Marcelino Menéndez y Pelayo aceptó escribir el estudio sobre el Orlando enamorado, e incluso le comunicó el plan de la investigación, que jamás llegó a publicarse. Del mismo modo, asoció Caro a Rufino José Cuervo en la empresa de las Obras de Bello7, encomendándole el estudio y edición del texto del Poema del Mío Cid, preparado por Bello. Pero tampoco llegó a ver la luz este tomo. Parece que la interrupción del proyecto se debió a las ocupaciones políticas de Mariano Catalina, como aparece repetidamente afirmado en cartas de Menéndez y Pelayo y de Caro8. Y la edición quedó apenas iniciada.

  —[XXIV]→  

Finalmente, fue en Santiago de Chile donde se intentó otra impresión de las Obras Completas de Bello, bajo los auspicios de la Universidad de Chile. Aparecieron únicamente nueve tomos, como simple reedición de la colección de 1881-1893, sin otra modificación que dar distinta ordenación a los volúmenes: «Sólo se ha cambiado el orden de publicación en los volúmenes, respecto de la primera edición, sin que ello en nada pueda contribuir, sustancialmente, a alterar el plan inicial ideado y resuelto por su ejecutor testamentario espiritual, don Miguel Luis Amunátegui, cuyos estudios, ricos en noticias y generosos de erudición, explicativos de no pocas de las circunstancias en que fueron escritos muchos de sus libros, figuran ahora en forma de apéndices a sus obras»9.

Ignoramos cuál fue el motivo de la interrupción de esta segunda publicación de las Obras Completas de Bello10.



La presente edición


La edición venezolana de las Obras Completas de Andrés Bello es un viejo proyecto de la intelectualidad nacional y anhelo común de toda el país. En 1943, el Patronato Pro-Estudios Andrés Bello, constituido por iniciativa privada en el Instituto Pedagógico de Caracas, señaló la edición como un objetivo final de la preocupación bellista. La idea pasó al mundo oficial mediante acuerdo de la Asamblea Nacional Constituyente, adoptado por unanimidad a proposición de su Presidente, Dr. Andrés Eloy Blanco, en sesión del 27 de octubre de 194711. Llegó finalmente al terreno de la Administración con el Decreto dictado el 25 de febrero de 1948 por el Presidente de la República, Don Rómulo Gallegos, en el cual se ordenaba la edición revisada de las Obras Completas de Bello y se disponía la creación de una Comisión Especial a la que se encomendaba el trabajo preparatorio y el de la edición12.

En virtud del Decreto fue designada la Comisión Editora, integrada por Julio Planchart, como Director, Augusto Mijares, Rafael   —[XXV]→   Caldera y Pedro Grases, como Secretario. Empezó la Comisión Editora sus tareas con todo entusiasmo y preparó la ordenación de los escritos de Bello de acuerdo con los conocimientos que de ellos se tenían. A fines de 1948 falleció Don Julio Planchart, quien con lujo de capacidad y afecto por la obra, tuvo la dirección de la empresa como la última y más grata tarea de su vida, y su muerte fue hondamente lamentada por sus compañeros de labor. Desaparecía un hombre justo que había ilustrado con su recto criterio los problemas de una edición trascendental. Pasó Rafael Caldera a ocupar la Dirección de la Comisión Editora y se designó para formar parte de la Comisión a Enrique Planchart.



Problemas de la edición


Al confiársenos por el Gobierno Nacional la honrosa tarea de preparar la edición de las Obras Completas de Andrés Bello, no era posible imaginar el cúmulo de cuestiones a que sería preciso atender para cumplir a cabalidad el encargo, o, a lo menos, para poner nuestro esfuerzo en la solución del complejo tejido de problemas que la edición de las obras de Bello provocaba a medida que íbamos adelantando en nuestra empresa. Nuestro primer plan de trabajo, hecho sobre lo que era conocido al acometer nuestra obra, tuvo pronto que modificarse. Al profundizar en el estudio de la vida y los escritos de nuestro humanista, aparecieron las considerables rectificaciones que era preciso hacer a las ediciones anteriores. La colección chilena, con todo y los honrosísimos merecimientos a que es acreedora y que somos los primeros en proclamar, exigía un trato cuidadoso y atento, pues habían transcurrido setenta años de su publicación. No podían ni debían ser dejados de lado los nuevos conocimientos sobre Bello, y era preciso tratar los textos de acuerdo con las normas que aconseja la técnica moderna, muy posterior al tiempo de aquella edición.

De ahí que esta Comisión Editora se viese en la necesidad de resolver un punto previo y de capital importancia. O se decidía a imprimir la obra de Bello como simple reedición de los textos que proporcionaba la colección chilena, con otra ordenación más adecuada, con el expurgo de lo repetido y con la adición de lo conocido con posterioridad; o emprendía una investigación a fondo, con el fin de resolver hasta donde fuere posible los problemas de la edición, como lo merecía su carácter trascendental para la bibliografía americana. Entendimos que el encargo del Gobierno de Venezuela nos obligaba con el compromiso mayor. Y nos dimos entonces a la tarea de agotar todas las vías de investigación para entregar, en cuanto fuere humanamente posible, una obra que fuese digna de la altura de los propósitos nacionales. De ahí que esta Comisión Editora se haya transformado, desde   —[XXVI]→   sus inicios, en centro de investigación, y haya establecido una red de colaboradores, a quienes debemos inmenso agradecimiento. En Venezuela, Chile, Inglaterra, Colombia, Perú, Ecuador, España, Estados Unidos, Francia, Argentina, México, Italia, Canadá, Cuba, Brasil y otros países, hemos tenido y mantenemos contacto con distinguidas personas, excelentes copartícipes en el interés por la gloria de Bello.

La fortuna no nos ha sido adversa y con toda la ilusión de contribuir en algo a la mejor honra del gran humanista hijo de Caracas, ofrecemos hoy los primeros frutos de nuestra empresa. A las valiosas cooperaciones con que hemos contado hay que adjudicar buena parte de la nueva presentación de Bello que estas Obras Completas ofrecen a la cultura universal.

Veamos algunos de los aspectos que hemos estudiado con la esperanza de lograr acierto, dejando para capítulo aparte dos de ellos, que revisten especial importancia: el de la ortografía que se va a usar en la edición y el de la redistribución de los tomos en el plan de las Obras completas.

a) Bibliografía Bellista

Para la indispensable documentación de nuestro estudio se requería tener a mano en la forma más completa posible la colección de las ediciones de Bello y de los estudios que su vida y su obra han suscitado. Ya constituye una hermosa biblioteca el acervo bibliográfico que la Comisión ha reunido. Ha sido una labor sistemática de acopio de libros y de reproducciones en microfilm o en fotocopia. Nos halaga la idea de que una vez terminada nuestra empresa, pueda ser base de futuros estudios en un centro de investigaciones humanistas que bajo el estímulo y patrocinio de Bello, su patria habría de crear junto a las publicaciones estrictamente bellistas, se ha preocupado la Comisión Editora por coleccionar un repertorio de obras que ilustren la época vivida por Bello, sus propios estudios, y los temas a que dedicó su poderosa inteligencia. La pequeña biblioteca de la Comisión ha venido a ser un instrumento cada vez más rico para el conocimiento de Bello.

b) Biografía

La Comisión ha atendido al no fácil problema de reconstruir la vida de Bello con el necesario apoyo documental. De las tres etapas de la existencia de Bello (Caracas, Londres, Santiago) es la parte chilena la mejor conocida, a causa de la gloriosa fecundidad y la repercusión pública de los años de Chile y, además, por la devoción generosa de sus discípulos. En cambio, los diecinueve años anteriores quedan ocultos por   —[XXVII]→   la bruma londinense, y aunque se haya logrado esclarecer algunos puntos parcialmente ignorados en las biografías del Maestro, no se ha conseguido a cabalidad el conocimiento de esta escala en la vida de Bello. De sus primeros años de Caracas, algunos hechos han quedado ilustrados, pero no con la claridad y abundancia que hubiéramos deseado.

La biografía de Don Andrés, con todo y nuestros reparos a los resultados obtenidos, será mejor conocida después de los trabajos de nuestra Comisión. Su tiempo, sus actos, sus estudios, su trato, sus ideas y propósitos, sus obras, recibirán luz del cúmulo de datos recogidos y de las noticias documentadas que la Comisión pueda dar a sus futuros biógrafos.

c) Los textos

Como es natural, éste es el punto al que la Comisión ha dedicado mayor atención, requerida por la misma índole de la empresa.

La generosa devoción bellista de los Amunátegui, para quienes toda gratitud será escasa, nos ha proporcionado el estudio de la mayor parte de los escritos originales que hemos consultado. No hemos visto todos los que se utilizaron en la primera edición, pues en asunto de papeles el tiempo actúa inexorablemente como factor de dispersión y de pérdida inevitable, pero sí una buena parte que nos ha permitido la revisión de algunos textos de Bello. La lectura de la letra es proverbialmente reconocida como extremadamente difícil. El mismo Miguel Luis Amunátegui cuenta, y es testigo de calidad, que «hubo, casos en que [Bello] renunció a la penosa tarea de interpretar tal verso, y prefirió hacerlo de nuevo. El notable anciano demostraba un profundo y sincero regocijo, cuando podía adivinar lo que su escritura deforme expresaba, o mejor dicho ocultaba»13.

Pues bien; para la presente edición hemos podido leer directamente la propia letra de Bello: la hermosa, grande y de rasgos muy finos de su juventud, y aun de los tiempos de Londres; y la que luego, en Chile, va reduciéndose a trazos minúsculos, con alguna letra simplificada a una diminuta insinuación de la pluma. Si bien es verdad que en muy contadas ocasiones ha habido necesidad de renunciar a su lectura, casi siempre hemos podido establecer el texto, con lo que se han restituido algunos pasajes, mal leídos en las otras ediciones, especialmente en poesía, donde es esencial la correcta lección.

A la dificultad del manuscrito hay que añadir otro elemento perturbador de la lectura: las correcciones y enmendaduras del autor. Casi no hay página original de Bello que no haya sido rectificada, corregida, tachada y enmendada. Fue un tipo de escritor reposado, meditativo, insatisfecho   —[XXVIII]→   de su propia obra, pues sus originales eran conservados por años en sus carpetas, sometidos constantemente a nuevas elaboraciones. Las correcciones aparecen alguna vez sobre la misma primera redacción, pero con más frecuencia son notas al margen, mientras la parte tachada aparece con gruesos trazos horizontales o con líneas verticales para indicar el rechazo de las redacciones desechadas. A menudo las enmiendas son múltiples y hay que hacer un verdadero análisis de la imagen del manuscrito para seguir el orden de las sucesivas rectificaciones hasta llegar a lo que dejó sin tachar. Y esto no sólo acontece en los manuscritos, sino también en sus libros impresos. Da la sensación de que una vez salida la obra de la imprenta, iniciaba Bello su propia corrección ya sobre las mismas páginas, ya en tiras de papel cuidadosamente pegadas con obleas al margen de la página enmendada. No es raro que haya varias tiras de papel pegadas sucesivamente.

A este afán de perfección, hay que añadir otro rasgo característico de Bello. Guardaba, por años, sus manuscritos inéditos. Acontece especialmente con sus poesías, aunque también en otros trabajos (piénsese por ejemplo en la reconstrucción del Poema del Cid, en el Código Civil o en la Gramática y en tantos estudios de investigación). Iba corrigiendo constantemente los originales inéditos, y así pueden observarse distintos caracteres manuscritos del propio Bello en un mismo texto, de acuerdo con la evolución de su caligrafía.

Tal cúmulo de enmiendas y rectificaciones sobre un original, o de una edición a otra, ha planteado a la Comisión Editora el problema de las variantes del texto. En cada caso, si nos ha sido posible estudiarlas, las hemos registrado cuidadosamente en forma de notas14, particularmente en las poesías, por la esencial importancia que tienen para conocer íntimamente el proceso de la creación poética. Bello es, en verdad, un poeta de lenta y exigente elaboración de sus propias poesías, las originales y las traducidas. El análisis de las innumerables autocorrecciones nos da el conocimiento de un poeta extraordinariamente riguroso y severo en la rectificación reiterada de conceptos y expresiones.

Bello, por el placer puro de servir a los demás, publicó muchos de sus escritos sin firma, reduciendo más todavía la modestia de las iniciales, A. B., con que aparecieron tantas veces sus obras, incluso libros, como sus Principios de Derecho de Gentes (1832), o su Cosmografía (1848), por ejemplo. Las publicaciones sin firma han creado a la Comisión Editora un delicado problema de atribución de autor. Ha procedido, en todo caso, con suma cautela y prudencia, amparándose en autoridades y en documentos fehacientes. Cada texto ha sido motivo de investigación individualizada, a fin de poder dictaminar con seguridad.

Cuando una obra de Bello ha tenido varias ediciones se han cotejado los distintos impresos, para anotar el que damos como definitivo.

  —[XXIX]→  

Esta labor ha sido posible gracias al fondo bibliográfico que ha formado la Comisión.

d) El Epistolario

Desde el primer momento, la Comisión Editora planeó la recolección del Epistolario de Andrés Bello, constituido tanto por las cartas escritas por él, como por las que le fueron dirigidas. En las biografías, especialmente en la de Miguel Luis Amunátegui, de Santiago 1882, se transcribía un buen número de cartas, aunque algunas fragmentariamente. La Comisión Editora emprendió una campaña de localización de documentos epistolares, con el propósito de formar una sección aparte en las Obras Completas de Bello. Actualmente poseemos material para un par de volúmenes, pues el éxito ha correspondido a nuestro esfuerzo.

La colección de cartas da a conocer más íntimamente la personalidad de Bello, ya que nos muestra más al desnudo sus ideas y sus sentimientos. Por ello, la Comisión Editora concede extraordinaria importancia a la publicación del Epistolario, debidamente anotado. La figura de Bello, la época, el ambiente y los personajes que trató, se hallan muy de relieve en estas cartas.

e) Estudios preliminares

Las Obras Completas van ordenadas según los aspectos fundamentales de los escritos de Bello. Para presentarlos debidamente ha creído indispensable la Comisión Editora que cada sección o trabajo principal de Bello llevase una introducción o estudio preliminar que, en cada caso, contestase a dos preguntas: 1) qué significación tuvo la obra de Bello referida al tiempo de elaboración y publicación; y 2) qué sobrevive hoy de esta obra, o cuál es la valoración que puede hacérsele referida a nuestros días.

Se han encomendado a especialistas en cada materia los estudios preliminares, que van a figurar al frente de los volúmenes. Es de justicia el proclamar la amplia colaboración y aun el entusiasmo con que han sido recibidos los encargos hechos por la Comisión Editora. Al término de nuestra empresa habrá quedado a la cultura contemporánea el análisis, hecho en no pocas ocasiones por personalidades relevantes, de cada uno de los aportes de Bello en la historia de la cultura.

f) Ilustraciones

También se ha preocupado la Comisión Editora de presentar dignamente ilustrados los volúmenes de la colección. En primer lugar, ha reunido la iconografía de Bello, retratos, monumentos e interpretaciones   —[XXX]→   artísticas. En el frontispicio de cada tomo habrá de aparecer una lámina con una efigie distinta de Bello. En el cuerpo de los tomos se incluirán láminas adecuadas al texto del volumen, para enriquecerlo y para facilitar la comprensión del pensamiento del Maestro.

El repertorio de ilustraciones que ha recogido la Comisión Editora forma una rica colección destinada a complementar el fondo bibliográfico.

g) La obra de imprenta

Sin duda, la ejecución tipográfica de la edición de las Obras Completas es uno de los puntos importantes de la empresa. La Comisión Editora realizó una cuidadosa y larga encuesta, antes de recomendar la adjudicación de la obra de imprenta, finalmente contratada por el Ministerio de Educación con el reputado taller que la ejecuta, el cual, por sus condiciones de seriedad y acreditado buen gusto, garantiza la digna ejecución de la empresa a que tantos desvelos hemos dedicado.

Es de justicia consignar que la pericia del Sr. J. M. López Soto y su buen deseo de hacer de esta colección una de las más valiosas aportaciones a la bibliografía hispanoamericana, han constituido un eficaz auxilio técnico en las tareas de la Comisión.



La ortografía de la presente edición


A primera vista, cuando se trata de imprimir escritos de Bello, puede parecer obligado el uso de la denominada «Ortografía de Bello». Pero el estudio atento de este problema no conduce a una conclusión tan segura y rotunda, puesto que en realidad lo que Bello propugnó en diversos momentos de su vida -en Londres y en Santiago de Chile- fue un sistema de reformas ortográficas, basado fundamentalmente en la necesidad de unificar la ortografía del castellano, vacilante en su tiempo, con el propósito de hacer más fácil el estudio y la enseñanza en lengua española15. De su plan de reforma más radical, quedaron sólo unos rasgos que han dado en llamarse «Ortografía de Bello», pero que no son ni la totalidad de sus ideas, ni responden tampoco a un sistema que hubiese empleado de modo orgánico y uniforme.

Movida por el respeto a la obra de Bello, y con el deseo de acertar en su determinación, la Comisión Editora estudió, desde el primer momento, qué ortografía debía usarse en la edición. Después de una cuidadosa investigación de los antecedentes del problema, del estudio de los   —[XXXI]→   artículos de Bello sobre la materia, así como de sus propios manuscritos, la Comisión Editora optó por el empleo de la ortografía que hoy es general16. Para tomar tal decisión, solicitó en consulta la opinión de notorios especialistas en la materia, quienes vinieron a corroborar nuestro acuerdo de principio17. Además, examinó prolijamente el modo cómo se habían publicado los textos de Bello en sus distintas reediciones18. Como resultado obtuvo la Comisión el convencimiento de que la solución adoptada era la más conveniente.

Es preciso proclamar que al preferir la ortografía actual no consideramos que este sistema pueda estimarse superior al de Bello. Nuestra preferencia no supone comparación de sus reglas ortográficas con las que la Academia Española ha formulado; si a ello fuéremos, tendríamos que inclinarnos probablemente en favor de las ideas de Bello, por adaptarse a principios más sencillos y más lógicos. La idea principal que ha dirigido nuestro acuerdo ha sido la de pensar cuál habría sido la decisión del propio Andrés Bello, ante el empleo casi uniforme de un sistema ortográfico, ya que había siempre defendido el ideal de unidad del lenguaje y la necesidad de uniformar el sistema ortográfico; y se inclinaba ante la autoridad suprema del «uso popular, verdadero y único artífice de las lenguas».

Si nos hubiéramos acogido a un sistema ortográfico basado en las proposiciones de reforma de Bello, nos habríamos encontrado ante la insoluble dificultad de no saber cuál debíamos preferir: a) la de la reforma radical de 1823, en su primera o segunda época; b) la académica de 1829-1844, en Chile; c) la de la Facultad de Humanidades de Chile, en 1844, que él tanto defendía; o d) la de los elementales rasgos de la i y j, por y y g, en la última etapa de Bello.

En todo caso, siempre habría habido necesidad de rectificar y corregir la ortografía usada por el propio Bello en la mayor parte de sus manuscritos, como tuvo que hacerse en la primera edición chilena de sus Obras Completas. De respetarse la varia ortografía usada por él en los distintos momentos de su vida, se produciría una tremenda confusión.

Creemos, pues, que un buen número de razones abonan el empleo de la ortografía de uso general, con la que, por otra parte, se facilita la difusión y el conocimiento de la obra de Andrés Bello. De todos modos, en los trabajos de Bello que editamos, en los facsímiles que reproducimos   —[XXXII]→   y en el Prólogo del tomo V puede reconstruir perfectamente el que lo desee las ideas y las prácticas ortográficas de Bello.



Plan de nuestra edición


Aunque el proceso de investigación no puede darse nunca por terminado en una figura de tan vastas dimensiones como Don Andrés Bello, la Comisión Editora ha resuelto en principio el plan de ordenación de los volúmenes de las Obras Completas. Los grandes aspectos de la labor de Bello mantienen, naturalmente, cierta unidad con la edición chilena; sin embargo, ha habido que establecer profundas diferencias. Estas diferencias se deben de modo principal a dos razones: la primera, la inclusión de materias, a veces tomos enteros, que no habían sido incorporados en la edición de Santiago; y la segunda, la de haber sido posible, gracias a la previa labor de recopilación, organizar de manera sistemática el conjunto de los textos de Bello.

La presente colección se inicia con las Poesías, por ser la parte más creadora y universal de toda la obra de Bello19. Se recogen con cuidadoso esmero las composiciones poéticas, originales y traducidas, en orden cronológico. En numerosas notas se consignan las variantes de redacción que ha sido posible establecer y que muestran visiblemente el proceso de versificación en Bello. Sin embargo, el material poético de Bello no se agota con las Poesías. El significado extraordinario de algunos borradores, llenos de versos inéditos, correspondientes a sus más importantes poemas, nos ha decidido a presentar en volumen aparte sus Textos de Elaboración Poética, materia que constituirá una novedad interesantísima y que se encuentra en preparación.

Siguen luego la Filosofía del Entendimiento, obra fundamental de Bello, y sus otros escritos de temas filosóficos, añadidos para complementar su pensamiento en esta disciplina.

A continuación se ordenan los textos de Bello relacionados con materia gramatical y filológica y con la crítica e historia literaria. Nos referimos a obras de tan alto valor como la Gramática de la Lengua Castellana para uso de los Americanos, a la Análisis Ideológica de los tiempos de la Conjugación Castellana, a sus escritos sobre la reforma ortográfica, a sus Compendios de Gramática y demás Estudios Gramaticales; a su excelente trabajo acerca del Poema del Cid, con los estudios monográficos relacionados con la literatura medieval; a la Ortología y Métrica con las investigaciones de Bello sobre versificación. Sigue luego la Gramática Latina, escrita y publicada inicialmente por su hijo Francisco, pero reformada después tan considerablemente por el   —[XXXIII]→   padre, que por lo menos hay que estimarla como obra escrita en colaboración; y junto a ella, los otros escritos de Bello sobre el estudio del latín. Cerrarán esta sección los Temas de Crítica Literaria, seleccionados por su objeto, entre los Opúsculos literarios y críticos de las ediciones anteriores.

Se ha colocado a continuación el cuerpo de escritos de Bello sobre temas de derecho, política y sociología. En primer lugar sus Principios de Derecho Internacional, y luego,sus dictámenes sobre Temas de Derecho Internacional, que forman principalmente la doctrina aplicada por Bello en la Cancillería de Chile. La gran obra legislativa de Bello, el Código Civil de la República de Chile, será publicado por primera vez en texto concordado. En vez de colocar sucesivamente los distintos proyectos, se ha querido ofrecer una obra orgánica que presente para cada artículo el texto del código promulgado y su historia y variantes en los diversos proyectos y modificaciones. A continuación, el Derecho Romano, que comprende, tanto el resumen publicado de las lecciones de Bello, como el texto considerablemente reformado, aún inédito, inspirado directamente en las ideas romanistas de Savigny, Du Caurroy y Marezoll, y que habrá de constituir espléndido aporte al conocimiento del Bello jurista. Los Opúsculos sobre temas jurídicos y sociales serán reunidos y ordenados adecuadamente. Todos los escritos oficiales del Gobierno de Chile, que sean indudablemente de Bello, serán recogidos por manos expertas e incorporados a sus obras, así como sus discursos en el Senado chileno.

Gran interés se ha puesto en recoger también los escritos que legó Bello a Chile como educador, tanto en la Universidad, como en otros centros de enseñanza. Tan interesante compilación ha de llevarla a cabo reconocida autoridad en la materia.

Un buen número de textos de Bello sobre Temas de Historia y Geografía se agruparán en tomo aparte. De ellos, algunos tienen carácter meramente informativo y otros reflejan una elaboración más personal, pero todos son de interés manifiesto para el conocimiento del autor y de su época. Los encabezará el famoso y discutidoResumen de Historia de Venezuela, cuyo texto ha sido ya definitivamente establecido y cuya importancia aumenta al considerar que fue la parte principal del primer libro impreso en Venezuela. La Cosmografía se reunirá, al presentarla, con sus otros escritos de divulgación científica, ordenados según un plan metódico.

Cerrarán la colección los volúmenes del Epistolario, en los que se incluyen todas las cartas de Andrés Bello que en búsqueda paciente se ha logrado reunir, así como aquellas que a Bello le fueron dirigidas. Llevarán las necesarias notas para la comprensión de ambiente, de menciones y de referencias.

Concebida así la edición, prologados los distintos volúmenes en   —[XXXIV]→   la forma que se apuntó antes, no se omitirá esfuerzo para acompañar cada tomo de todos los índices necesarios; completados luego, como es lógico, por un índice General, con el que habrá de ser más fácil el manejo y consulta de las Obras Completas.

No creemos, sin embargo, que con ello quedaría agotado el objeto de nuestra edición. La Comisión Editora, llevada por su profundo convencimiento del papel que la publicación de los escritos de Bello ha de jugar en el futuro de la cultura hispanoamericana, ha acordado la publicación de una serie abierta de Anexos. Esta serie se considera indispensable para dar acogida a cuanto el bellismo ha producido de más notorio y a lo que pueda rendir para la interpretación y aclaración del pensamiento de Bello y de su obra. De ahí que haya también dispuesto desde ahora la edición de otros volúmenes, como una nueva Biografía de Bello, hecha con vista de todo el material reunido, y la Bibliografía Crítica de Bello, elaborada con la colaboración de expertos de distintos países, en magnífica cooperación a favor del homenaje al gran humanista americano.

En la colección de Anexos, van a incluirse también otros tomos, como la selección de Prólogos de la edición chilena (1881-1893), para favorecer la comprensión de los textos y en señal de respeto a la obra hecha por hombres ilustres del país hermano en la gloria de Bello; la Antología de escritos clásicos sobre Don Andrés Bello, recuento y testimonio de pleitesía a quienes han laborado por la mejor comprensión del insigne caraqueño; y monografías valiosas de ampliación y desarrollo al estudio de la Filosofía de Bello, así como de su elaboración poética.

Estas líneas generales que bosquejamos en el momento de aparecer los primeros volúmenes, servirán para informar a los lectores acerca de esta empresa editorial que el Gobierno de Venezuela ha iniciado y sostiene con ejemplar espíritu bellista. Debemos proclamar nuestra esperanza de que esta colección ha de representar un jalón de positivo avance para la cultura de nuestros pueblos.

La Comisión Editora.






ArribaAbajoPrólogo

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Introducción a la poesía de Bello


Por Fernando Paz Castillo


EL POETA Y SU TIEMPO

En las postrimerías de 1781, nació don Andrés Bello en Caracas. Ocho años antes de la toma de la Bastilla, fecha inicial de una nueva era; de la difusión de la cultura francesa en todo el mundo y, de modo especial, en las jóvenes tierras de América. Su infancia se deslizó mansamente a la sombra de los marinos del patio familiar y en el convento de las Mercedes, donde junto a libros severos encontró, para alimentar su innata afición a la poesía rusticana, la rama verde del romance o alguno que otro volumen de poesía pastoril.

Desde muy joven fue aficionado al teatro. En una tienda que existía en Caracas, con los escasos recursos de un niño de modesta fortuna, adquiría, para su naciente biblioteca, las comedias, galantes, religiosas y populares de Pedro Calderón.

Su juventud, por lo tanto, se va desarrollando bajo la doble influencia de la literatura española y de la francesa, si bien es cierto que siempre conservará, tierra propicia para el arraigo de toda semilla fecunda, las primeras impresiones de sus lecturas españolas.

Por lo que conviene fijar el cuadro de la literatura española y el de la francesa en aquellos tiempos de transición, al menos el de los escritores o agrupaciones que mayormente   —[XXXVIII]→   pudieron ejercer influencia en el espíritu curioso del joven aprendiz de poesía.

En España había varias tendencias que oscilaban entre las antiguas maneras del siglo XVII y el prerromanticismo. La escuela salmantina alcanzó el mayor auge. Reunió en su seno nombres como los de Cadalso y Meléndez Valdés. Más tarde Jovellanos entró en ella, precisamente cuando su fama se dilataba por todo el Reino por la severidad de su crítica y variedad de conocimientos.

No puede negarse a Cadalso ni a Meléndez cierta sensibilidad nueva. El uno con sus Noches Lúgubres, suerte de elegía en prosa y el otro con sus odas, anacreónticas escritas en romances, abren camino en España a la poesía sentimental, nueva tendencia que había invadido a Europa, hija, según Gustavo Lanson, de la filosofía de Locke.

No obstante haberse fundado esta escuela bajo el amparo de maestro tan severo como Fray Luis de León, en ella aparecen, con relación a la naturaleza, la melancolía bucólica un poco amanerada, de los poetas franceses del siglo XVIII; y el amor a lo lúgubre, como en la elegía de Cadalso, que, andando los años, será una de las notas más salientes del romanticismo español.

En Francia, a más de Voltaire, Rousseau y en general de los enciclopedistas que dominaban el panorama intelectual de la época, la literatura neoclásica estaba representada por Andrés Chénier, cuya obra poética fue publicada después de su trágica muerte; Delille, poeta que encarna los ideales científicos de la época y el abate Barthelemy. El libro de este ingenioso escritor titulado Voyage du jeune Anacharsis en Grèce responde a la erudición y gusto helenista de entonces.

Las primeras poesías de Bello, según el testimonio de los críticos más autorizados, aparecen en 1800, en este período crepuscular del neoclasicismo y de comienzos del romanticismo. No puede, por lo tanto, desecharse en la formación   —[XXXIX]→   de su personalidad literaria, influencia de unos y de otros escritores.

Inicia su vida intelectual bajo disciplinas clásicas. Penetra desde joven los secretos de la lengua latina y de su poesía, inteligentemente dirigido por Fray Cristóbal de Quesada, quien como tantos religiosos del siglo XVIII, en España y Francia, tuvo una vida pintoresca llena de inquietudes modernas y de clásica erudición. Conviene recordar lo que dice Amunátegui de estas cordiales lecciones, más bien ejercicios espirituales, entre un maestro docto y un estudiante aprovechado: «No limitándose a las simples reglas de la gramática, le enseñaba prácticamente, y sobre el modelo mismo, puede decirse, las de la composición, los vicios en que suelen incurrir los escritores, el modo como los han evitado los hombres de talento».

Sin duda, desde un comienzo, el padre Quesada descubrió en Bello un extraordinario temperamento literario. El tierno aprendiz de cosas bellas había ya hecho su primer recorrido intelectual en las comedias de Pedro Calderón. Éstas dejaron en su alma el gusto por las metáforas brillantes y precisas, propias de la escuela conceptista, si bien es cierto que en su madurez clásica, rehuyó, con juicio sereno, el amontonamiento barroco de que aquélla había hecho gala.

Pero junto con la influencia de Calderón recibe Bello, puede decirse en la infancia misma, la de Cervantes. Y si de aquél tomó el brillo de las metáforas, de éste aprende la llaneza e intimidad del estilo. Su poesía responde a estas impresiones iniciales que conservará frescas -fiel a ellas- pese a las vicisitudes por que atravesará su vida al contacto de las variadas transformaciones ocurridas en el primer tercio del siglo XIX.

El fondo clásico de Bello se halla bien preparado, por la meditación y el estudio, para recibir, sin mengua de la propia personalidad, las diversas corrientes de fines del siglo XVIII, ingenioso y erudito, como sus abates rebeldes; y las de comienzos del XIX, naturalista y sentimental.

Tres acontecimientos ocurridos en la juventud de Bello   —[XL]→   determinan el cambio de su orientación. La amistad con Luis Ustáriz, joven afrancesado de la Colonia, que puso en sus manos la primera gramática francesa, y la llegada a Caracas del barón de Humboldt y la del poeta Arriaza.

El estudio del francés le abre nuevos horizontes. Sin duda ya tendría conocimiento de algunas obras francesas en traducciones o imitaciones españolas, de Iriarte, Samaniego y el padre Isla; pero las traducciones por mejor hechas que estén, carecen de la frescura del vocablo propio y de la poesía, dulce misterio, del idioma original. Bello, que tanto ama el lenguaje, encuentra en la precisión del habla de Francia, nuevo espacio para sus meditaciones y en su literatura una corriente clara; naturalismo sensual, propicio a la expresión americana, con que contrarrestar el ascetismo español, senequismo de los escritores clásicos, del cual no acierta a librarse ni siquiera el alma suave y generosa de Cervantes.

Este suceso tiene tanto mayor importancia cuanto que los maestros principales en la Colonia temían las influencias de escritores franceses, los cuales, no obstante la vigilancia practicada, penetraban por el conducto de los afrancesados españoles; por el prestigio que les granjeó la nueva universidad de Caracas, de origen borbónico; por la novedad de las ideas francesas y por la decadencia de la nación y literatura española.

Amunátegui dice lo siguiente -refiriéndose a la sorpresa que experimentó don José Antonio Montenegro, vicerrector del Colegio de Santa Rosa, al ver a Bello entregado a la lectura de una tragedia de Racine, en francés, lengua que ignoraba conociese el joven estudiante: «El presbítero, que, aunque convertido entonces al sistema rancio, conocía por experiencia propia, el irresistible ascendiente de las ideas francesas, temía seriamente que fuera demasiado dificultoso contener el curso de ellas, y aún su dominación en el mundo». Y añade el mismo escritor este dato de suma importancia para el conocimiento de la época inicial de la literatura que con verdadera propiedad puede llamarse venezolana:

  —[XLI]→  

«Estaba sobre todo persuadido de que, en el misterio de las bibliotecas, las obras de los enciclopedistas operaban, entre ciertos criollos de la primera clase, una propaganda que consideraba funesta para el régimen establecido, por cuya conservación hacía votos».

Las ideas intransigentes de aquel maestro que no carecía de méritos, según manifiesta Bello al evocar su figura entre lejanos recuerdos, y a quien Baralt califica de bueno, afectuoso y sabio, se revelan, sin dejar lugar a dudas, en estas palabras: «¡Es mucha lástima, amigo mío, que usted haya aprendido el francés!».

Pero ya era tarde. Toda precaución había sido vencida por las nuevas corrientes que inquietaban al mundo. La tertulia de los hermanos Ustáriz, tenía que ser un centro de juventud, de oposición al régimen universitario, de aspiración a la cultura universalista que Jovellanos y otros escritores habían introducido en la Península; en fin, de temprano despertar del alma venezolana a la ciencia y al arte contemporáneos, cuyo centro principal era Francia, donde la clásica tradición italiana, renacentista, y la ideología de los filósofos ingleses, bajo la influencia del racionalismo cartesiano creaban nuevas formas de pensamiento.

Arriaza no dejaba de ser tímidamente afrancesado en Literatura. Entre sus obras poéticas, bien que de la madurez, figura un poema titulado La moral de los escritores. Es el canto IV del Arte Poética de Boileau, traducido para uso de los alumnos del Seminario de Nobles de Madrid; y un poema didáctico, sin duda alguna imitación de los versos de Delille.

El poema bucólico y el didáctico tratan de la naturaleza; pero mientras que uno, inspirado en escenas campesinas, busca lo bello y pintoresco, el otro más bien inclinado a la ciencia, se detiene minuciosa o analíticamente, no sólo en lo bello, sino en lo interesante, por lo que el género didáctico, si ciertamente expresó los ideales de fines del siglo XVIII, no podía subsistir en el XIX, cuando el sentimiento en la poesía adquiere tanta importancia.

  —[XLII]→  

Acaso a través de Arriaza, poeta de fácil ritmo y de agudo ingenio, llegó a Bello en su temprana juventud el nombre y la tendencia de Delille. Hemos visto una edición de las poesías de Arriaza que seguramente circuló entre los lectores de la colonia. Un pequeño tomo empastado en verde con guarniciones de oro y delicadas ilustraciones grabadas en acero. La primera página ostenta el título en letras de finos perfiles elegantes y evocadores. Todo en este tomito denuncia el romanticismo incipiente de la época. Un romanticismo velado, ligera fuga hacia la naturaleza viviente de que ya había hablado Rousseau y Bernardino de Saint Pierre. Una libertad graciosa de ritmo, propia de la poesía sentimental, cuando la nota lírica -tragedia del poeta con su propia alma- triunfa sobre la épica; cuando el sentimiento del paisaje domina la naturaleza.

Pero el viaje de Humboldt es, quizás, lo que mayor trascendencia tuvo, ya para la formación de Bello, ya para el conocimiento de la naturaleza americana en Europa. Marca el fin de una orientación. Hasta entonces los viajes científicos se habían realizado por tierras de antiguas civilizaciones. El Mediterráneo era el camino, con el encanto de sus sirenas muertas. La meta el Partenón, el Foro romano o las Pirámides.

Con Humboldt se inicia una nueva etapa. El interés que despierta su aventura apenas tiene parangón en la historia contemporánea. El Viejo Continente, unánimemente estremecido, tiene los ojos puestos en él. Se le considera muerto, perdido en la selva, acaso devorado por los indios caribes o caníbales.

En torno a su figura se adensa una atmósfera romántica. Crece la curiosidad por América. Sus anchas llanuras, espesas montañas e impetuosos torrentes atraen la atención de todos. Humboldt se halla perdido. El fondo romántico del cuadro es un panorama magnífico de dilatadas campiñas y mudas perspectivas lejanas.

Cuando regresa a Europa, después de largos años de ausencia, es saludado por todos con verdadero regocijo. Lleva   —[XLIII]→   de América una rama verde para plantarla entre olmos y encinas; pero ha dejado en nuestras tierras una semilla que el tiempo hará prosperar; que Bello ha recogido de sus propios labios y a la cual permanecerá fiel durante toda su vida.

Con Humboldt descubrimos la realidad de nuestra naturaleza romántica, de nuestra expresión natural. El clasicismo nunca existió en América. Es netamente europeo. Lo aprendemos en los libros, lo recibimos como reflejo de fenecidas culturas; pero el romanticismo, no. Él nace de nuestro suelo, como la hierba. Lo reencontramos intelectualizado en los libros. Nos lo retorna Chateaubriand y Bernardino de Saint Pierre estilizado, como la civilización nos devuelve en amanerados bombones el áspero cacao de nuestras selvas. América que hasta entonces solamente había recibido, comienza a dar. Se establece una verdadera compenetración entre ambos continentes. Poco a poco la curiosidad se torna hacia el Atlántico. Europa, de simple heredera de una cultura extraordinaria que descubrió el Renacimiento, pasa a ser maestra de pueblos jóvenes. Al contacto de América se universaliza. Lo regional se hace cosmopolita. Encuentra Europa su verdadero sentido clásico. El centro de la cultura se traslada de Italia a Francia. No sin razón dijo Goethe, al presenciar la derrota de los prusianos en Valmy, que se iniciaba una nueva era. Ciertamente hasta entonces el Viejo Continente no se había dado cuenta de que representaba un valor clásico para pueblos jóvenes que estaban pendientes de él. El romanticismo va a descubrirlo. Stendhal tiene razón cuando dice que «el clasicismo representa el pasado». Esto es, una cosa concreta, definida, precisa, un ideal ya cumplido, superado, sin inquietud alguna para nuevas generaciones.

En cambio el romanticismo, que comienza mucho antes de 1830, encarna la inquietud, la agonía, como se dice hoy, de las generaciones que hicieron la Revolución o que nacieron de ella. Es la aspiración natural de una sociedad renaciente. A pesar de los años transcurridos, todavía Baudelaire no logra precisarla, cuando afirma: «Qu'on se rappelle les   —[XLIV]→   troubles de ces derniers temps, et l'on verra que, s'il est resté peu de romantiques, c'est que peu d'entre eux ont trouvé le romantisme; mais tous l'ont cherché sincerement et loyalement».

Lo han buscado sinceramente y con lealtad; pero no lo han encontrado. No podían encontrarlo porque el romanticismo no era una escuela literaria, sino el comienzo de una cultura. Lo que Europa descubrió fue su propio clasicismo, su calidad principal, normativa, y América el sentido de un nuevo humanismo.

Así como Europa renacentista ve en la antigüedad y en sus obras los claros modelos de superación, América comienza a ver en los escritores renacentistas y del siglo XVIII, valores normativos para sus producciones; pero los busca sin el pesimismo o amargura de los neoclásicos, porque todavía no ha llegado a ella el desaliento de los fracasos imperiales, ni la miseria de las masas trabajadoras.

Entre nosotros, por lo tanto, se produce simultáneamente el clasicismo y el romanticismo. En todo el primer período del siglo XIX se confunden las tendencias. No podría decirse hasta dónde son clasicistas o románticos los escritores. Aún a mediados de siglo, Juan Vicente González es un romántico en su prosa magnífica y neoclásico en el verso.

Por el contrario, el Viejo Continente, con el regreso al medioevo, a la corriente de cultura que interrumpió el Renacimiento, afirma y define su posición. Reencuentra la vena de subjetividad que iniciara desde el silencio de su celda gótica, el iluminado Tomás de Kempis en el pequeño, pero fecundo libro, la Imitación de Cristo. Nada parecido se había hecho antes. Marca este libro el punto límite entre la antigua y la nueva sensibilidad; el predominio del alma sobre la inteligencia; de lo subjetivo, espacio sin fronteras, sobre lo objetivo definido; en fin, el origen de esa corriente turbia que va a desembocar en Werther y en René.

Las conciencias se agitan entre dos luces. Se impone una viva controversia entre lo objetivo y lo subjetivo. Y Goethe, arquetipo de los escritores de su época, dice a este respecto   —[XLV]→   las siguientes palabras que definen, cuando menos, su posición frente al arte y de consiguiente frente a la vida, puesto que Goethe, como todo gran artista, sacrifica a la sinceridad las mayores conquistas de la inteligencia: «Un arte robusto, verdadero, inagotable, no puede existir sino mediante el estudio del universo y su asimilación, que es lo que han hecho los clásicos».

Parecida evolución sufrirá Bello. De lo subjetivo o lírico irá a lo objetivo o clásico. De los romances a las Silvas Americanas. Por ello no vacilamos en afirmar, contrariamente a lo que hasta ahora han dicho los críticos, que su primera expresión es romántica y que en un fondo romántico -la naturaleza americana- evoluciona hacia lo clásico, no hacia el clasicismo, como Goethe a través de las crisis de Fausto, llega a la perfecta serenidad de Helena.

Nadie más parecido a Goethe que Bello en este proceso. La actitud de ambos frente al universo es la misma, si bien es cierto que el autor de las Silvas Americanas tiene poca inclinación a la metafísica o estética alemana, que califica de «neblina mística».

Con frecuencia la crítica se contenta con repetir, sin ahondar en ellos, conceptos, más o menos justos, acerca de los grandes escritores. A Bello frecuentemente se le juzga como un poeta precoz en su juventud, y en su madurez como un frío humanista. Ni lo uno ni lo otro es completamente exacto, no obstante haber sido, cuando niño una clara inteligencia, y cuando hombre un erudito.

No es completamente exacta la apreciación por cuanto se refiere a la niñez. Desde temprano su inteligencia fue encauzada por recias disciplinas; por el ejemplo de maestros discretos y la diaria lectura de sus autores predilectos. Tampoco lo es con relación al erudito. Bello conservó hasta su avanzada ancianidad la fresca vena de la poesía y un alma sensitiva.

No conocemos el poeta precoz. Tampoco lo negamos.   —[XLVI]→   Sus primeros poemas han debido desaparecer. Seguramente fueron cantos eróticos, escritos a la manera de la época, semejantes a los romances de Meléndez. Nada sabemos de ellos. ¿Acaso quedaron en la casa solariega junto con los naranjos y granados del patio casero y con sus grandes y pequeños afectos? No lo dudamos, pero Bello no recogió ninguno de estos poemas de su infancia, de estos primeros alborozos de su imaginación. Sin embargo Amunátegui que lo conoció, admiró y recibió muchas de sus confidencias, dice: «Desde muy joven, fue en extremo aficionado a leer y componer versos. Tuvo o adquirió una gran facilidad para improvisarlos».

La afirmación del minucioso crítico chileno ha creado en torno a la juventud de Bello, por lo que respecta a su actividad poética, cierto ambiente de frivolidad elegante, propio del siglo XVIII y de la cual fue representante en Caracas el poeta Arriaza, donoso improvisador en versos y hombre de agudo ingenio en la conversación. La idea de Bello improvisador prospera. Mariano Picón Salas dice a este respecto: «En ese tiempo juvenil un poeta eclógico, docto ya en latín y letras clásicas, cuyos suaves poemas Al Anauco, soneto Hoc erat in votis, alegran las amables tertulias de la casa de los Ustáriz, ricos jóvenes caraqueños, amigos de la música y de la poesía».

Mariano Picón cita entre los versos que recitaba Bello, el poema Al Anauco, el cual, según Amunátegui, que lo califica de mediocre, fue escrito en 1800. Pero esta composición, desde luego bastante meditada, no puede considerarse como una improvisación, ni mucho menos calificarse de mediocre dentro de la poesía española y americana de la época.

El poema Al Anauco, si bien de sentimientos juveniles, responde al concepto que Bello tuvo siempre de la poesía. Contiene los elementos poéticos que aparecen en sus obras de madurez: compenetración con la naturaleza, amor al árbol, fina sensibilidad, gracia retórica propia del siglo XVIII, de donde procede su primera inspiración, sentimiento trágico   —[XLVII]→   de la vida en el campo venezolano, angustia por el porvenir de estas tierras; y sobre todo, una inteligente manera de mezclar la mitología y nombres de contenido poético, con los humildes de nuestros ríos, árboles y campos.

Así, Bello inicia con este poema que recuerda, por su lozanía y factura, los clásicos de Villegas y los sentimentales de Meléndez, su poesía de sentido campesino, sin apartarse del caudal de su cultura, el cual naturalmente lo lleva, como profeta de sociedades nacientes, al poema didáctico de la naturaleza, esto es, a utilizar al par que lo bello idílico, lo interesante, como material de poesía.


Tú, verde y apacible
ribera del Anauco,
para mí más alegre,
que los bosques idalios
y las vegas hermosas
de la plácida Pafos,
resonarás continuo
con mis humildes cantos;



Bello afirma que sus cantos, a pesar de calificarlos de humildes, harán resonar continuamente las riberas del Anauco. ¿Podría pensarse en que un poeta que habla de este modo, improvise sus versos?

La realidad poética de Bello está ya creada. El recado que traía a los hombres, entrevisto. De aquí en adelante sólo tendrá que perfeccionar su instrumento. Pasar sin perder frescura de la expresión lírica a la objetiva, encauzar el impulso romántico de su primera inspiración, depurar, destilar la primitiva angustia de su alma sensitiva, limar las palabras ásperas del habla cotidiana, limarlas como una joya, hasta hacerlas entrar en el acervo de los vocablos poéticos; en fin, unir, sin hacer violencia, los elementos clásicos a los rusticanos.


Y ante la triste tumba,
de funerales ramos
vestida, y olorosa
—[XLVIII]→
con perfumes indianos,
dirá llorando Filis:
«Aquí descansa Fabio».



Filis, nombre pastoril, alma de la égloga, envuelta en perfumes indianos. Esto es, la poesía clásica, con todas sus virtudes de erudición y de universalidad, trasplantada al ambiente americano.

Pero si en este poema aparecen nítidamente los sentimientos eclógicos de Bello, en el consagrado al samán se definen más los patéticos, hasta el punto de prevalecer sobre los motivos campestres. El pastor Delmiro adquiere un valor real, un contenido de mayor humanidad que el de Filis en el romancillo Al Anauco.

No es circunstancial el hecho de que Bello haya comenzado su poesía con romances. Tenía gran admiración por esta forma poética, bien se trate del género pastoril, renovado por Meléndez Valdés, bien del histórico, menospreciado hasta que el duque de Rivas lo hizo renacer. A este respecto dice: «Don Ángel Saavedra ha tomado sobre sí la empresa de restaurar un género de composiciones que había caído en desuetud. El romance octosílabo histórico, proscrito de la poesía culta, se había hecho propaganda del vulgo; y sólo se oía ya, con muy pocas excepciones, en los cantares de los ciegos».

El empleo del romance, por lo tanto, obedece al criterio sustentado por Bello de que éste servía para la poesía culta; así como el empleo de los nombres criollos, entre escenas o cosas pastoriles, al concepto que se había formado de la poesía bucólica: «En la poesía bucólica de los castellanos, -dice Bello- ha sido siempre obligada, por decirlo así, la mitología, como si se tratase, no de imitar la naturaleza, sino de traducir a Virgilio, o como si las églogas o idilios de un siglo y pueblo debieran ser otra cosa que cuadros y escenas de la vida campestre en el mismo siglo y pueblo, hermoseada enhorabuena, pero animadas. Siempre de pasiones e ideas que no desdigan de los actuales   —[XLIX]→   habitantes del campo. Ni aun a fines del siglo XVIII, ha podido escribirse una égloga, sin forzar a los lectores, no a que se trasladen a la edad del paganismo (como es necesario hacerlo, cuando leemos las obras de la antigüedad pagana), sino a que trasladen el paganismo a la suya».

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Facsímil de las páginas CX y CXVII, relativas a Bello,
de la Antología de poetas hispano-americanos
de Marcelino Menéndez Pelayo, de la edición de Madrid, 1927.

Por ello no comprendemos la afirmación de Amunátegui, ni mucho menos la de que estos poemas no revelaran las cualidades poéticas de Bello, cuando ellos contienen con un sentimiento romántico de la naturaleza y una suave expresión lírica, puede decirse en potencia, las grandes calidades que integran las obras mayores del poeta.

Tampoco comprendemos el que Mariano Picón Salas los califique de suaves poemas a la riente naturaleza venezolana. No dudamos de que los poemas sean suaves. Lo es el ritmo de Bello; o lo que es lo mismo, la expresión ingénita de su alma. La naturaleza venezolana puede ser riente o no; pero los dos poemas aludidos están saturados de tristeza. Por ellos pasa la angustia sembradora de temores como la brisa de aromas. El primero está dedicado al Anauco; mas, el Anauco es un pretexto. Un río eclógico de «verde y apacible ribera» que le evoca cosas tristes, bien captadas en la vida, bien aprendidas en sus lecturas: «sombra» «funesto barco», «el Erebo», «estigios lagos», «lastimero llanto». Estas evocaciones no tienen nada de rientes. Más bien están saturadas de un romanticismo melancólico, el cual puede verse de modo más claro en el ambiente creado por los siguientes fragmentos del poema:


y cuando ya mi sombra
sobre el funesto barco
visite del Erebo
los valles solitarios,
en tus umbrías selvas
y retirados antros
erraré cual un día,
tal vez abandonando
las silenciosas márgenes
de los estigios lagos.
La turba dolorida
—[L]→
de los pueblos cercanos
evocará mis manes
con lastimero llanto;
................................
Pero, tú, desdichado,
por bárbaras naciones
lejos del clima patrio
débilmente vaciles
al peso de los años.



Todas estas expresiones tienen un indiscutible contenido romántico. La palabra alegre con que califica al Anauco, también resulta melancólica dentro del ambiente creado por el poeta. Parecida cosa puede decirse del romance a un samán. Uno como el otro son frutos de una misma inspiración, de un mismo sentimiento de la naturaleza, de una sola y firme concepción estética.

Horacio, antes que Rousseau, había buscado el refugio de la naturaleza para librarse de la fatiga de la vida de la corte. En el poeta clásico se advierte, no obstante la sátira, una fría nostalgia por la soledad. En el filósofo de Ginebra, por lo que respecta a la sociedad, el pesimismo de la adustez calvinista. Bello que recibe influencias de uno y otro escritor, experimenta el deseo de regresar a la naturaleza; pero en su sentimiento hay algo que no existía en las estrofas del poeta latino, si bien es cierto que no llega nunca a la nota sombría de Juan Jacobo.



¿Sabes, rubia, qué gracia solicito
cuando de ofrendas cubro los altares?
No ricos muebles, no soberbios lares,
ni una mesa que adule al apetito.

De Aragua a las orillas un distrito
que me tribute fáciles manjares,
do vecino a mis rústicos hogares
entre peñascos corra un arroyito.

Para acogerme en el calor estivo,
que tenga un arboleda también quiero,
do crezca junto al sauce el coco altivo.
—[LI]→

¡Felice yo si en este albergue muero;
y al exhalar mi aliento fugitivo,
sello en tus labios el adiós postrero!



No se puede desdeñar en este soneto la influencia del período clásico español, ni mucho menos del pseudoclásico. La estructura del poema conserva la modalidad del siglo cumbre de la literatura peninsular. Si hay algo que molesta es el diminutivo «arroyito». Pero Bello defiende su uso. Dice, refiriéndose a la crítica que hace Hermosilla a Meléndez, por el empleo de ellos: «Parecen humildes esos diminutivos, porque desgraciadamente lo han querido así los clásicos, desterrándolos hasta de composiciones en que pudieran muy bien tener cabida. Si no, dígasenos: ¿son de mal gusto los diminutivos de Catulo?; ¿no dan suavidad y blandura al estilo de sus versos? Si no sucede lo mismo en castellano, no se culpe a la lengua, sino a los poetas que han querido hacerla inadecuada a todo género de asunto».

No despreciaba Bello ni los diminutivos, ni palabra alguna de origen más humilde. «Si de raíces castellanas -afirma- hemos formado vocablos nuevos según los procederes ordinarios de derivación que el castellano reconoce, y de que se ha servido y se sirve continuamente para aumentar su caudal, ¿qué motivos hay para que nos avergoncemos de usarlos? Chile y Venezuela tienen tanto derecho como Aragón y Andalucía para que se toleren sus accidentales divergencias, cuando las patrocina la costumbre uniforme y auténtica de la gente educada. En ellas, se peca mucho menos contra la pureza y corrección del lenguaje que en las locuciones afrancesadas, de que no dejan de estar salpicadas hoy día aun las obras más estimadas de los escritores peninsulares».

Pocas personas de autoridad y competencia han defendido con mayor brío el habla de América y sus naturales modificaciones en una lengua viva. Pero volvamos al soneto, a su sentido clásico y a sus expresiones románticas.

  —[LII]→  

y al exhalar mi aliento fugitivo
sello en tus labios el adiós postrero!



Estos versos románticos -trasuntos de nueva sensibilidad- se encuentran unidos, en un solo conjunto poemático, a otros, como el siguiente, que recuerda a Horacio:


Cuando de ofrendas cubro los altares.



Aun cuando sabemos que Bello es un poeta católico y que en más de una de sus composiciones alude a la Virgen del Carmelo y a San Antonio, consideramos que los altares a que se refiere tienen ciertos resabios de paganía. Entre las flores cristianas vemos abatirse palomas degolladas en ofrenda a la Musa.

Se ha dicho que Bello encuentra el romanticismo en la madurez de su vida, con el conocimiento de Byron en Londres y las traducciones de Hugo. Para mí nunca Bello es más clásico que en las traducciones del poeta de la barba florida; entendiendo, desde luego por clasicismo, la limpieza de la expresión y el equilibrio de la forma.

Su evolución se ha cumplido totalmente. Ni la pureza del verso en su traducción del Orlando Enamorado, una de sus mejores obras, ni la severidad de ritmo de las Silvas, tienen la suavidad y limpidez de las estrofas del poema a Moisés:



¿Qué son las fuentes en que el oro brilla,
y el mármol de colores,
a par del Nilo, y de esta verde orilla
esmaltada de flores?

    No es tan grato el incienso que consume
en el altar la llama,
como entre los aromos el perfume
que el céfiro derrama.

Ni en el festín real me gozo tanto,
como en oír la orquesta
alada, que, esparciendo dulce canto,
anima la floresta.
—[LIII]→

¿Véis cuál se pinta en la corriente clara
el puro azul del cielo?
El cinto desatadme, y la tïara,
y el importuno velo.
¿Véis en aquel remanso trasparente
zabullirse la garza?
Las ropas deponed; y al blando ambiente,
el cabello se esparza.



No estamos completamente de acuerdo con don Marcelino Menéndez y Pelayo en muchas de sus apreciaciones acerca de la obra poética de Bello. El notable crítico se deja llevar por su propio concepto de la poesía. Juzga a Bello desde un ángulo un poco estrecho, le niega algunas cualidades de importancia capital, a pesar de que siempre le atribuye pureza, pulcritud y elevación en los conceptos. Sin embargo suyas son las siguientes opiniones dignas de meditarse por venir de persona de tantos merecimientos.

«Bello, de quien no puede decirse que cultivara, a lo menos originalmente y con fortuna, ninguno de los grandes géneros poéticos, ni el narrativo, ni el dramático, ni el lírico en sus manifestaciones más altas, es clásico e insuperable modelo en un género de menor pureza estética, pero sembrado por lo mismo de escollos y dificultades, en la poesía científica descriptiva o didáctica; y es, además, consumado maestro de dicción poética, sabiamente pintoresca, laboriosamente acicalada y bruñida, la cual a toda materia puede aplicarse, y tiene su propio valor formal, independiente de la materia. En este concepto, más restringido y técnico, puede llamarse a Bello creador de una nueva forma clásica que, sin dejar de tener parentesco con otras muchas anteriores, muestra, no obstante, su sello peculiar entre las variedades del clasicismo español, por lo cual sus versos no se confunden con los de ningún otro contemporáneo suyo, ni con los de Quintana y Gallego, ni con los de Moratín y Arriaza, ni con los de Lista y Reinoso, ni con los de Olmedo y Heredia».

  —[LIV]→  

A pesar de la autoridad de Menéndez y Pelayo encontramos algunas contradicciones en los conceptos. «Voz unánime de la crítica -dice- es la que concede a Bello el principado de los poetas americanos; pero esto ha de entenderse en el sentido de mayor perfección, no de mayor espontaneidad genial, en lo cual es cierto que muchos le aventajan. La poesía de Bello es reflexiva, y no sólo artística, sino en harto grado artificiosa, pero con docto, profundo y laudable artificio». Y más adelante añade: «Más que el título de gran poeta, que con demasiada facilidad se le ha adjudicado, y que en rigor debe reservarse para los ingenios verdaderamente creadores, le cuadra el de poeta perfecto dentro de su género y escuela».

No comprendemos cómo don Marcelino niega la facultad creadora a quien ha inventado un lenguaje poético, una expresión americana, tan personal que él mismo afirma que el estilo de Bello no se parece al de ninguno de sus contemporáneos. Más justo en sus apreciaciones nos parece Caro en el siguiente pasaje que tomamos del mismo don Marcelino: «Hay en la poesía de Bello cierto aspecto de serena majestad, solemne y suave melancolía; y ostenta, él más que nadie, pureza y corrección sin sequedad, decoro sin afectación, ornato sin exceso, elegancia y propiedad juntas, nitidez de expresión, ritmo exquisito: las más altas y preciadas dotes de elocución y estilo».

Don Marcelino Menéndez y Pelayo afirma que las cualidades sustanciales de esta poesía de Bello han sido apreciadas por Caro, mejor que por ningún otro. Si esto es así, la apreciación de Caro destruye la de Menéndez y Pelayo. No puede haber artificio en harto grado, junto a la «pureza y corrección sin sequedad, decoro sin afectación, ornato sin exceso».

Pero de todo ello importa destacar en los conceptos de Caro «la solemne y suave melancolía»; en los de Menéndez y Pelayo, «la creación de un nuevo clasicismo».

Ciertamente, Bello ha hecho en su vida un gran recorrido. De la ingénita y suave melancolía de los romances ha   —[LV]→   llegado, con el alma todavía joven, a la serenidad de las Silvas.

Muchas veces viendo La Source, ese admirable cuadro donde nada sobra ni nada falta, donde la luz no se sabe si brota del cuerpo de la mujer o del aire que la rodea, he pensado en la obra de Don Andrés Bello. Me refiero a la obra poética. Sobre todo a las composiciones consideradas como maestras. Ingres logra la perfección despojando el cuerpo de la mujer de todo lo adventicio. Diríase que éste llega a tener el color terroso del ánfora, la cual si alcanza tonalidades más frescas es por la presencia del agua que trasciende. Y el agua adquiere tal plasticidad que parece brotar, como reflejo vibrante, del fondo del manantial, cuerpo desnudo de la mujer fuente. Y ello es la poesía, el símbolo, de esta creación impecable del genio francés. Tal vez lo que más se aproxima al arte griego -al espíritu del arte griego- en todo cuanto han pintado los artistas modernos.

Despojarse de todo lo adventicio es la mayor dificultad con que puede tropezar un artista. La poda es sacrificio que sólo acatan los grandes temperamentos como Goethe o Flaubert. La exuberancia es propia de todos los jóvenes, pero la parquedad no se concibe sino en los temperamentos clásicos. No obstante lo apuntado con relación a Bello en lo que a romanticismo se refiere, lo habremos de considerar siempre como un clásico de la literatura americana. Poco importa la época en que le tocara vivir. Y esto es de grande importancia si se tiene en cuenta el hecho de que no renunció a ella, de la cual tomó lo esencial, así como del sitio donde vio la luz primera, el cual no desdeñó por pequeño. Antes por el contrario, con ser grande, grande lo hizo universalizando lo regional, en hermosas poesías.

Su actitud en la vida -y lo que es más heroico, en su época- es la de un intelectual, en el más puro sentido de la palabra.

Por lo tanto, bien debió de encontrarse en Londres entre los poetas de su generación. Su temperamento, sin duda alguna, congeniaba con el de los ingleses. Su posición ante   —[LVI]→   lo cotidiano, recuerda la de algunos escritores de entonces, cargados de deudas y de serenidad, como Walter Scott. Muchas de sus obras tienen marcada semejanza con lo que llaman los británicos ensayos y que tanto auge alcanzaran en Inglaterra desde Bacon hasta Carlyle.

La precisión del estilo -estilo en la mayoría de sus obras didáctico- corre pareja con el de historiadores ingleses, y la variedad de sus conocimientos con la de escritores que, para su tiempo, dominaban el panorama intelectual del brumoso Londres.

Para los antiguos, especialmente para Pitágoras que le dio el nombre, filósofo era el amante de la sabiduría. Hace pensar, por lo tanto, esta expresión en su sentido prístino, en una posición objetiva, de observación y, en cierto modo, de devoción. En este aspecto, debemos considerar a Bello como un filósofo. Pocos como él han tenido mayor amor a la sabiduría. Su obra, en verso y en prosa, es un constante ejercicio espiritual, una profesión de fe por la ciencia de su tiempo. Un acto de definida devoción hacia todas aquellas personas por quien sentía aprecio. En este simple y noble sentido de la palabra y no en el más moderno de crear sistemas o adentrarse en los cerrados vericuetos de la metafísica, debe considerarse a Bello como filósofo.

Como poeta sigue parecido impulso generoso. Para él la poesía es una contemplación constante de la naturaleza. Trata los elementos como un pintor, bien se refiera al viento, al fuego o al agua.

Ante la naturaleza es un epicúreo. Su delectación es verdaderamente sensual. Pleno de un gozo no desbordado pasea la mirada por los paisajes, por las flores de variados matices, por los frutos de sabrosísima miel.

El campo lo atrae y en él se solaza como un niño que descubre, por primera vez, el placer de sus propios sentidos. Y esto es la poesía, descubrir siempre lo ya descubierto y expresarlo como si fuera la primera vez que se advierte.

Pero para bien de la poesía americana, que de su enseñanza deriva, percibió a tiempo, que el arte romántico pecaba   —[LVII]→   de oscuridad, de vaguedad. Entonces vuelve sin desdeñar las adquisiciones del subjetivismo, a la plenitud de la naturaleza, especialmente a la naturaleza tropical, que ve entre recuerdos lejanos, desde los paisajes brumosos de Londres o desde las azules costas del Pacífico.

El arte romántico siempre se debatirá entre Goethe y Víctor Hugo. Entre Fausto que da toda la expansión posible a su inteligencia y Juan Valjean, que se la da, sin reconocer límite alguno, al sentimiento, por lo que llega a ser una especie de santo laico. Tanto se es romántico por una serenidad llevada al extremo, como Goethe en su madurez, como por una exaltación lindante con el delirio, como Hugo. Sólo que mientras que Hugo, voz de su época, persiste en lo romántico, Goethe, voz de un siglo, sin renuncia alguna, llega a conquistar lo clásico.

En Bello -poeta de su tiempo- se operan cambios semejantes. Nunca se aparta del romanticismo -expresión ingénita- signo de América. No se aparta, pero se vigila. Por lo que habrá de considerársele como creador de «un nuevo clasicismo».

El clasicismo es precisamente esto: una superación y no una renuncia de las formas adquiridas. El que voluntariamente renuncia a nuevas maneras, expresión de su época, se convierte en un pseudo-clásico. Pero el que depura las expresiones nuevas, por revolucionarias que sean, y las encauza en límites justos, mediante disciplinada evolución, alcanza la magnitud clásica, principal, que esto expresa la palabra en su origen, o se convierte en escritor normativo, o de clase, que también el vocablo tiene esta significación.

En cualquiera de las dos valoraciones, puede tomarse la poesía de Bello como clásica. La expresión americana que ya para su época comenzaba a definirse en destacados escritores, adquiere en él mayor calidad que en otros de sus contemporáneos. Ciertamente aparece en el orbe literario una expresión singular. Se perciben en escritores de esta zona elementos desconocidos por los peninsulares. Elementos, en veces de una fonética ruda, que ha de ir depurando el tiempo,   —[LVIII]→   a medida que el lenguaje popular se va haciendo culto, propio de quienes cultamente lo heredan de sus padres, con su intrínseca musicalidad espontánea, dejando en el rodar del tiempo, que es lima también de las palabras, el estiramiento de un vocabulario aprendido bajo la sabia dirección de profesores de academias.

El lenguaje adquiere en cada región, bien que proceda del mismo tronco, rasgos de diferenciación característica. No se aparta Bello, por gramático, de ellas. Americano, como ningún otro lo ha sido, hunde bien sus pies en la tierra. Sobre todo en la tierra venezolana. De ella extrae el jugo más precioso para sus composiciones, aún para aquellas que no podríamos considerar originales por derivar su inspiración de extraños modelos.

Esta tenaz disciplina, constante reajuste de la expresión americana a normas universales, es, desde todo punto de vista, una de las cosas más originales en la poética de Bello. En tan ardua empresa, al parecer retórica, hállase lo más fecundo de su poesía. Lo personal de su estética. Poeta del lenguaje, puede clasificársele. Pocas veces se ha alcanzado más alta jerarquía en el manejo de las palabras ni éstas han asumido mayor dignidad. Arranca de él una poesía narrativa, rica en metáforas, que continúa todavía en Darío, a quien Nervo, con sobrada razón, llamó, en la misma hora de la muerte, cuando la eternidad había perfeccionado la estatua de su vida de dolor: «el de las piedras preciosas».

Y piedras preciosas, labor de fina orfebrería ha sido casi siempre la poesía americana. Pero es menester reivindicar la palabra orfebre, la cual durante mucho tiempo fue pronunciada con tono peyorativo. No obstante que orfebre, en el más puro sentido de la expresión, quiere significar el que trabaja con esmero, paciencia y amor la propia obra. El que maneja las palabras como los artífices metales recios o piedras preciosas.

Reúne Bello cierta gracia tropical a la finura de la expresión moratiniana, y sin amaneramientos, desde luego, incorpora a la poesía el sentido metafórico de nuestro lenguaje   —[LIX]→   americano: canto, como todo lenguaje humano, pero canto que tiene en sus vocales alargadas, la pereza de los palmares hieráticos engarzados en las hebras de la brisa.

Bello toma nuestra habla, vívida riqueza de armonía, exuberancia de adjetivación, compenetración con la naturaleza orquestal del trópico, la domina, vence como si fuera un potro en amaño y la reduce a sus propios límites. Acaso haya poeta entre nosotros de más numerosa obra concluida; pero no lo hay, en toda la América, de mayor pureza de inspiración ni dominio de la palabra.

Y, ciertamente, no se valía para ello del fácil artificio, en formas y vocablos, del arcaísmo. Por el contrario, los repudia cuando los encuentra en escritores de merecimiento que se dejan llevar por estas falsas galas de estilo.

Nadie más enamorado del lenguaje que Bello; pero para él, como para todo buen hablista, es cosa viva y no colección de hojas muertas. El pasado tuvo sus expresiones peculiares que no podría tolerar la gramática ni el buen gusto moderno, como no podría tolerar las formas del pensamiento.

No está la palabra en modo alguno desligada de la idea, como no lo está la fruta de la semilla; ni lo está, por muchas razones, de la flor. Bien dijo Baudelaire: la naturaleza es un templo de vivientes pilares, una ingente arquitectura en donde prevalece la armonía por sobre todas las cosas.

Hablamos como pensamos. Cuanto más alto se eleva nuestro pensamiento con mayor pureza lo expresamos. Las palabras en la hora de la muerte tienen una limpieza de estrellas. Las de Sócrates y Jesucristo son una gota de luz, síntesis de una vida de sufrimientos y de meditación.

La lucha más fuerte de Bello al enfrentar este problema, fue dilucidar lo correcto y lo impropio de la expresión americana y separar la gracia ingénita de ella de lo que propiamente hiciera violencia al idioma desnaturalizándolo; y aprovechó para enriquecerlo, las formas dialectales, biennacidas en los distintos pueblos de América. Porque conservar la pureza de un idioma no consiste en ceñirse absolutamente   —[LX]→   a la manera de hablar de nuestros antecesores, sino en respetar las idiosincrasias del lenguaje, a fin de no incurrir en barbarismos que, después de todo, por ser elemento extraño, es lo que mayormente lo afean.

La rectitud de don Andrés Bello a este respecto llega hasta la aceptación de formas que para otros hablistas menos sagaces, podrían ser arbitrarias. Y no debemos olvidar que fue su época de intensa preocupación por la gramática. El castellano desembocaba de pleno en el romanticismo, que también en el lenguaje tuvo influencia esta manifestación del espíritu inquieto del siglo. La gramática de Bello, por lo tanto, es una filosofía, una verdadera filosofía del lenguaje. Penetra en lo más profundo de la mecánica de la expresión, llegando por este camino a descubrir lo poético de la palabra: esos toscos vasos de barro de que habla San Agustín, destinados a contener la mezquindad o la grandeza del licor -espíritu- que se vierta en ellos.

Y de nuevo tenemos que afirmar de Bello, que es un filósofo en el sentido griego de la palabra. Su amor a la sabiduría lo lleva, por natural impulso creador, a adentrarse en la entraña misma del lenguaje vivo de América.

El destino o el carácter -drama individual de todo hombre- lo lleva a Londres, donde a la sazón se encontraban desterrados, por causas políticas -romanticismo en acción- algunos españoles y americanos. Con ellos comparte el ostracismo y la erudición. Toma de unos y de otros, tanto como les da. La correspondencia entre estos ingenios es de un desinterés franciscano, como lo era la pobreza en la que vivían. Entre ellos Bartolomé José Gallardo escribía sus opúsculos empleando una ortografía racional que apenas puede entenderse y Blanco White, indaga, cuando le da vagar el cotidiano trabajo, formas de gramática nuevas, y problemas filosóficos.

Nunca hubo época más cercana a Alejandría. Cartas cruzadas casi diariamente revelan una tensa labor intelectual: consultas de obras de erudición halladas en bibliotecas particulares y oficiales. Romances y libros de caballería   —[LXI]→   que, en tierra británica, estudiaban aquellos escolastas, y confidencias generosas de proyectos que pensaban realizar. Las noticias de España no eran buenas y las de América eran peores. La sola cosa perdurable entre los proscriptos de patrias distintas, era el lenguaje común. Rara sociedad de abatidos por el infortunio, a quienes, no obstante distintos ideales, unía un sentimiento humano de la cultura. Para ellos la adversidad tuvo consuelo en la actividad del pensamiento. El frío lo disminuyó el calor del corazón inflamado en iras justas. Dios puso tregua en sus dolores con el encanto de la poesía, que cultivaban en horas de ocio. La labor útil para el futuro reemplazaba el presente áspero. La frecuencia de la historia, en horas de investigación, prestábales la fuerza de varones ilustres, para confortarlos en la propia miseria; y la familiaridad con pensamientos elevados, disipábales nublos de una tempestad que se cernía sobre cada uno de ellos. Sociedad pintoresca y heroica, donde Bello, ya docto en amarguras, acrecienta su sed de conocimientos y adquiere, sin duda alguna, al contacto de inteligencias esclarecidas, estímulos para proseguir sus investigaciones filológicas y gramaticales.

Del examen de la obra de Bello se desprende que pocas veces en la poesía castellana hay mayor correspondencia entre el lenguaje y la inspiración, sin que esto signifique corrección académica simplemente. Antes por el contrario Bello rehuye todo lo que pueda tener visos de academicismo, de falsedad, de falta de consecuencia del hombre creador con la naturaleza de su creación.

Con frecuencia reacciona contra el amaneramiento que infestaba la poesía española y, sobre todo, la americana. Suerte de afectado academicismo que no representaba una nueva expresión. Más bien era repetición de formalismos retóricos, aprendidos de segunda mano en imitadores de Góngora, sin que esto expresara nobleza alguna de dicción, ni penetrase en la inmensidad de la naturaleza del Nuevo Mundo, llena de majestad imponente e inesperada mansedumbre.

  —[LXII]→  

Para Bello tales afectaciones venían de la decadente poesía española. De allí que dijera en su célebre Alocución que era llegado el tiempo para que las Musas dejaran la culta Europa y se volvieran al mundo de Colón.

Esta expresión tiene hondo significado. En muchas ocasiones la he estimado como uno de los momentos más notables de la poesía americana. Con ella Bello, por primera vez, señala a sus contemporáneos la necesidad de renunciar a lo ya hecho, de olvidar lo construido con tanta inspiración en obras famosas.

Una naturaleza apenas descubierta requería una nueva expresión. En América ya se había logrado, sobre todo en México y en Quito, una pintura fuerte, de una significación propia. Triste hubiera sido que los pintores de América pintasen sus cuadros con la serena luz de la zona templada, desdeñando los tonos sepia y ofuscados, que tanto carácter imprimen a la pintura colonial.

Hasta ahora hemos visto como hay una interferencia de lo clásico y lo romántico en Bello. Hemos querido estudiar el desarrollo de su personalidad en este doble ambiente, ya que, en modo alguno podría considerársele como un clásico puro, ni como un romántico exaltado.

Mas, esta dualidad aparece en todos los hombres de su generación en América, puesto que con la influencia pseudoclásica, recibida de la Colonia, entraron en el siglo inquieto y turbulento del romanticismo; y el sabio Barón de Humboldt les entreabrió, desde las cumbres del Ávila, el camino de los espacios infinitos. Acaso el Delirio sobre el Chimborazo, de Bolívar, una de las páginas más románticas de la época, no sea otra cosa que retardada manifestación de la semilla que dejara en el alma del Libertador el prodigio de la ascensión del sabio alemán a las cumbres del monte caraqueño, como podría también serlo la afición de Bello por la poesía de sentido, digámoslo así, geográfico.

  —[LXIII]→  

CLÁSICO EN SEGUNDA POTENCIA

Dice Ortega y Gasset que Goethe es el más cuestionable de todos los clásicos, porque es el clásico en segunda potencia. Y esto significa, desde luego, que el clasicismo del gran escritor alemán, por lo que a la Europa culta se refiere, es un clasicismo retardado, que aparece después de cumplido el período transformador del Renacimiento.

Bueno es observar que en el siglo XVI, época de transición, Europa se dividió en dos porciones: la Europa católica y la Europa reformada o protestante. De allí que el clasicismo sea también una afirmación religiosa, una exasperación del sentimiento religioso, bien que en muchos de sus aspectos el Renacimiento se tiñe de desinteresada paganía.

Para mí lo más dramático de la época lo entraña precisamente la división de la cristiandad homogénea de la Edad Media en las dos porciones antagónicas que integran a Europa, a partir del siglo XVI.

Una especie de conciencia crepuscular invade las mentes recién salidas del estupor de la Edad Media. Florecen Santos con mayor inquietud espiritual que en pasadas generaciones. Muchos de sus hombres caminan entre dos luces. No podría saberse dónde termina el católico en Shakespeare y dónde comienza el protestante. El sentido ascético de la muerte que, en varias oportunidades muestra el príncipe vacilante, recuerda expresiones descarnadas de la mística española, no obstante deslizarse su figura tambaleante, como su conciencia, entre los pesados cortinones de la corte de Dinamarca.

Goethe es el hombre de conciencia crepuscular, nacido ya superada aquella etapa. No sin razón se ha clasificado el Romanticismo de segundo Renacimiento. Pero esta vez el libre examen se encauza por el camino del racionalismo.

Por ello, sin duda alguna, resulta un verdadero acierto la clasificación de clásico en segunda potencia: epígonos de   —[LXIV]→   una época de transformaciones ya superada en muchas partes, pero todavía por realizarse en otras muchas.

Bello, desde este punto de vista y con relación a Europa de donde deriva todos sus conocimientos científicos e influencias poéticas, debe, desde luego, ser estudiado como un clásico en segunda potencia. Pero en el escenario americano debe considerársele como un romántico que evoluciona siempre hacia lo clásico, como un hombre de su tiempo que incorpora a la vida incipiente de estos pueblos elementos universales. La separación es una simple cuestión de perspectiva. Con ser tan distantes las patrias de Bello y de Goethe y tan diferentes sus culturas, el fenómeno es más o menos parecido. En ambas naciones la incorporación del romanticismo tiene sentido clásico; pero de un clasicismo aprendido en los clásicos, o lo que es lo mismo en segunda potencia, como afirma Ortega.

Bello es, por lo tanto, un espíritu cuestionable; con él se opera una evolución de gran trascendencia para el espíritu americano. Evolución que corre pareja con el desarrollo político de América ya libre de la tutela de España.

Marca este período de transformación, como signo indiscutible de ella, la Alocución a la Poesía. Bello se dirige a la Musa para que deje la culta Europa «que su nativa rustiquez desama». Ya el Romanticismo había hecho la misma sugestión a la Musa amanerada del siglo XVIII. Desde luego el escenario que Bello le ofrecía para sus naturales esparcimientos era mucho más amplio que los peinados jardines y bosques ciudadanos de las églogas europeas; y no obstante la forma clásica del apóstrofe, virgiliana introducción de la oda, hay un impulso romántico en la misma invitación.

No se puede negar en esta introducción una rebeldía, aunque mesurada, contra la cultura que para la época existía en Europa; precisamente contra la misma que reaccionó el Romanticismo, despertar de espíritus fatigados por lo afectado de un arte, en su mayoría, de tediosas repeticiones, inconcebible en un mundo renovado por ideales, puede decirse recién descubiertos, y por la penetración de una nueva   —[LXV]→   capa social; redimida por el Evangelio de la Revolución, en el campo de la cultura.

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Facsímil de dos páginas de la América Poética, primera colección
de poesías hispano-americanas publicadas en 1846 por Juan María Gutiérrez.
El libro se inicia con la Alocución a la Poesía de Bello.
Las dos páginas que se reproducen contienen la nota biográfica
sobre Bello y el principio de la Silva La agricultura de la Zona Tórrida.

El poeta, pues, por sobre todas las cosas busca la sencillez, lo espontáneo que brota, como fuente cristalina, de lo más recóndito de la selva americana, bien en el hombre nativo que también es naturaleza, bien en la naturaleza misma, o sea en el campo.

Pero Bello no se limita sólo a la naturaleza admirable del Nuevo Mundo como poeta, sino que como filósofo también estudia al hombre.

Platón hace decir a Sócrates que no es posible encontrar la ciencia fuera del hombre. Para el padre de la filosofía griega, como para todo filósofo, el hombre es lo esencial.

La criatura humana es la más importante obra del ingenio divino. Los filósofos griegos estudian al hombre en todos sus aspectos, si bien es cierto que daban mayor importancia a la inteligencia que al sentimiento. Porque verdaderamente, para ellos, la psicología estaba confundida con el pensamiento.

No conocían ciertamente la profundidad del alma, porción de la humana criatura misteriosa y oscura que apenas existe de cierto tiempo a esta parte y que, en la vida moderna, adquiere tanta importancia.

La novela contemporánea se mueve en estas dimensiones. Por lo que a pesar de emplear métodos conocidos por los poetas épicos, encuentra para su desarrollo la novedad de una región de mayores profundidades. Puede decirse que la novela es la historia de un héroe, al parecer vulgar, visto por dentro.

No obstante la época y su amor a la cultura de su siglo, Bello es uno de los temperamentos más objetivos que existe.

Y al decir que es objetivo lo reintegro al clasicismo, cuando lo que más importaba era la inteligencia en todas sus manifestaciones.

La ciencia absoluta, como suele decirse al referirse a ella, entraña el conocimiento de todas las cosas. Pero la ciencia es positiva, especialmente en la época de Bello.

  —[LXVI]→  

De allí que en toda su obra, en cuanto a método, aparezca el positivista. Hay, sin embargo, un punto donde los sentimientos de la época no logran penetrar: la religión.

Conservó durante toda su vida -y fue larga la de Bello- los principios religiosos que imprimieron profundamente en su alma las candorosas palabras de los nobles maestros virgilianos de su juventud.

Pero es un positivista en todo cuanto no atañe a la religión. Un positivista por lo que a la comprensión del mundo, como fenómeno, se refiere. Por cuanto a los ideales propugnados por él en materia educativa, bien pudiera enclavársele en el grupo de los pragmatistas.

Filósofos de esta escuela han establecido la diferencia que existe entre los antiguos pedagogos, los cuales juzgaban la educación como una preparación para vivir, y los modernos que la consideran como un proceso en la vida.

Nadie entre antiguos y modernos, podría encontrarse más acorde con esta tendencia que Bello. De allí que toda su vida no fuera otra cosa que un continuo educarse, un sostenido proceso de transformación, de superación. Su sed de conocimientos no conoció límites posibles. En todo momento leía. No daba tregua a la lectura ni siquiera para comer. Se dice que respondía a quienes en su avanzada edad le aconsejaban que no cometiera tal imprudencia: «Las Partidas son un gran digestivo». Frase llena de humor, de un humor sano. Alguien ya ha señalado, con bastante agudeza, que en Bello había también un humorista. No podía ser de otro modo. En parte era fruto retrasado del siglo XVIII. Sonrisas y sangre. Encajes y acero. Epigramas y madrigales.

Sin duda Bello tuvo el sentido de la educación de los modernos pedagogos. No es éste un medio para llegar a una meta, sino un camino que camina. Educándose educa. Su obra, de consiguiente, tiene la calidad de ensayo. A pesar de ser tan perfecta, contiene algo de perspectiva.

Pero, en la poesía es donde más se advierte este sentido de ensayo. Parece que cada uno de sus poemas es un esfuerzo, para llegar a otros de mayor importancia. Así se va superando   —[LXVII]→   hasta la perfección de las Silvas americanas. Es lástima que el canto América no lo hubiera concluido.

A este respecto es bien revelador el hecho de que haya una repetición de las mismas metáforas en los poemas la Alocución a la Poesía y la Silva, así como metáforas e ideas esparcidas por doquiera, que recoge con mayor brillo en estos frutos de su madurez.

En la constante búsqueda del propio paisaje se arriesga Bello por sendas completamente nuevas en la incipiente literatura americana. Y es un constante hallazgo su peregrinar. Nada semejante a la Silva a la Zona Tórrida, por brillo y novedad de sus metáforas, se había hecho en América.

Puede decirse que con él nace una forma peculiar de la expresión traslaticia: una metáfora que excede en vivacidad a todo lo que hasta entonces se conocía entre nosotros. Pero que no es totalmente nueva si se tiene en cuenta que en muchos de los poetas -cronistas de la época de la Conquista- como Juan de Castellanos, aparecen algunos versos dedicados a cantar la naturaleza americana, no exentos de originalidad; y que sin duda alguna, por el sentimiento que expresan de la variada selva tropical, tienen cierta sensualidad expresiva que les da un gracioso aire de familia con la poesía de Bello. Sin embargo conviene recordar que en aquéllos las metáforas son frutos naturales y un poco desordenados de una imaginación estimulada por la grandeza del paisaje, mientras que en Bello son productos de la concepción de una poesía típicamente americana y de una vigilada disciplina estética.

El pedagogo nunca duerme. La poesía es camino de perfección que ofrece a sus discípulos. En su ejercicio depura su alma sensitiva, templa el metal de sus penas, bien cuando recuerda la Patria distante, bien cuando evoca la hija desaparecida, especie de luminosa estela para su alma abatida, en medio al césped lento de la muerte.

El viejo escolar, en la serenidad recoleta de su cuarto de estudio, cuando dejaba los densos libros de investigación   —[LXVIII]→   filológica o de cualesquiera otras disciplinas, se entregaba a la dulce tarea de rimar; pero no como pasatiempo ni descanso. Nunca lo conoció la agilidad de su pensamiento. Su poesía revela trabajo. Un trabajo minucioso de orfebre. De allí que sus poemas parecen hechos de fragmentos. Algunos podrían aislarse en magníficos epigramas por la perfección de la forma y la riqueza del contenido.

La unidad poemática de sus largas composiciones revela honda meditación; y el equilibrio, esto es, la paciente realización sin que nada falte ni nada sobre, es el fruto de vigilada experiencia.

Es indispensable establecer, llegados a este punto, la diferencia que existe entre ensayo, de que hemos venido hablando, e improvisación. Nada hay tan distante de Bello como la idea de improvisación. En él nada es improvisado. Todo nace de una profunda elaboración mental, de un largo proceso espiritual. El mundo de Bello, en el que se mueve ampliamente, es una concepción intelectual. La realidad truécase en fantasía. Las cosas que lo rodean están investidas de una noble calidad de pensamiento. Esto explica que pueda, en forma original, hacer propios ajenos pensamientos y trasladar a escenarios americanos episodios que se realizaron en campos completamente exóticos.

En verdad, lo exótico no existe para él. Los poemas románticos de Byron y de Hugo, situados por el amor a lo pintoresco de aquellos ingenios, bajo la luz de cielos orientales, con el influjo de su palabra creadora adquieren como una nueva emotividad y gracia. Un proceso de elaboración mental se ha efectuado lentamente: no traduce, crea. Con pensamientos adquiridos en ricos graneros hace obra propia. Por ello en su poesía se confunde lo original y lo adquirido. Por ello sus creaciones sin perder la frescura de la inspiración ingénita, recuerdan los mejores tiempos de la lírica española.

Clásico en segunda potencia que es cosa completamente diferente que pseudo clásico. El clásico en segunda potencia, cuyo arquetipo es Goethe -que tampoco deja de ser romántico-   —[LXIX]→   es un temperamento vital, revolucionario si se quiere, que vive de los clásicos, que no prescinde de la cultura sino que se ampara en ella para reaccionar contra formas preteridas. En este mismo rango, entre los escritores del siglo XVII español, siglo normativo, podríamos con todo acierto colocar a Don Francisco de Quevedo. Aún sus novelas que reflejan de modo realista el panorama político de la época, acusan influencias de obras anteriores. Quevedo vive de influencias literarias. Su mundo es una estructuración mental, voluntariamente fabricada con materiales de pasadas civilizaciones. Un andamiaje culto, intelectualista, por lo que en su estilo y en sus invenciones prevalece un ingenio que, en veces, llega a ser fatigante por artificioso. Reverso de Cervantes en cuyo ámbito todo parece natural. No podríamos imaginar a Quevedo leyendo los papeles rotos de la calle. Tampoco podríamos concebir que lo hiciera Don Andrés Bello. Ni el uno ni el otro tienen paño para estos menesteres. Su ciencia no les viene de lo popular, romances de ciegos y canciones de soldados rodadas por el viento, sino de latinos profundos de bibliotecas conventuales. Por lo que Cervantes, en todo momento, será el clásico genuino de las letras hispanas, a menudo desprevenido en sus expresiones, pero siempre atinado en sus conceptos y uso del lenguaje con que suelen expresarse sus personajes en la vida cotidiana.

Muchas veces se me ha ocurrido pensar, repasando los versos de Bello, en Don Francisco de Quevedo, no ciertamente por los motivos que los inspiran, sino por la forma. Nada más parecido al endecasílabo de Quevedo que el de Bello. Ambos construyen el verso con una precisión notable. Ambos conservan, como ningún otro poeta castellano, el sentido lapidario de la estrofa latina.

Dígase lo que se quiera, pero si con algo tiene semejanza la Silva a la Zona Tórrida, por su elaboración, es con los poemas de la escuela cultista o intelectualista del Siglo de Oro. Don Francisco de Quevedo fue su más conspicuo representante en España, y Bello, a mi entender, su más atildado cultivador en América, precisamente en la época en que

  —[LXX]→  

uestra poesía tendía al pseudoclasicismo, a una expresión sin grandeza, circunscrita a la forma exterior, como suele y acontecer siempre que se toma como norma estética la retórica de una tendencia, sin parar mientes en que toda expresión verdaderamente artística, responde, bien a un ideal colectivo, bien a una idiosincrasia personal.

Pero el cultismo de Bello, con todos los matices de su alma equilibrada, constituyó una reacción contra esa poesía artificiosa y circunstancial, que a despecho de la frescura y rusticidad de nuestra vida, cultivaban poetas de escasa inspiración.

Toda obra poética grande entraña una reacción contra el pasado, inmediato. Contra la vulgaridad. Porque toda escuela después de culminar en sus representativos, degenera en repeticiones; pierde novedad. Se necesita que el viento, soplando en los jardines marchitos, arrastre la hojarasca. Pero entre la seroja siempre hay flores sostenidas por la savia vital al tallo robusto. Volverlas a encontrar es obra de recreación, labor de crítica. Bello es al par crítico y poeta. Con su ejemplo reanima formas desdeñadas y con su crítica enseña. Ambas cosas se encuentran en su misma poesía. La Silva ha sido modelo para muchas generaciones. En este sentido puede ser considerado como un poema didáctico, pero por la inspiración es lírico. Las metáforas son de un lirismo que no aceptaría la épica. La desventura y la grandeza de Bello es la lucha con el medio; sus versos responden a este dolor, acción íntima del poema, por lo que, no obstante la forma descriptiva, tienen las silvas el dramatismo interior de los poemas líricos.

El retórico adocenado, el falso escritor, se conforma con los modelos heredados. Pero el verdadero poeta comienza por romperlos. En todo gran escritor hay un aventurero. Un pirata que roba en mares infinitos, embarcaciones cargadas de ricas joyas. Las roba para deformarlas y hacerlas propias. Sin riesgo no hay belleza posible. La serenidad es una belleza indiscutible, pero es bella cuando supera el dolor; si no, es simplemente retórica.

  —[LXXI]→  

Mucho teme el hombre sedentario a la aventura cuando ésta entraña un esfuerzo muscular. Pero el tímido hombre de estudio no teme la más terrible aventura del pensamiento en trance de creación. ¡Con cuánta audacia se lanza por mares desconocidos, con cuanta impaciencia sondea báratros profundos del espíritu, con cuánta delectación rompe barreras y se atreve hasta a profanar regiones intocadas!

En esta aventura del pensamiento, el tímido Don Andrés Bello no tiene par en nuestras letras ni émulo en las de América. Nadie como él penetró los secretos del lenguaje, de la filosofía de su época ni de la historia del pensamiento español en las pasadas. En su afán de conocer al alma española descifra los secretos del romance, expresión popular, colectiva, cuya dramática adustez casi no tiene parangón en otras literaturas de Europa.

No tiene parangón porque precisamente el romance no pertenece a la «culta Europa». Nace como hierba espontánea de una tierra en barbecho. España siempre está en barbecho. Tiene el romance la sobriedad espléndida de la llanura. Diríase que es como las hojas que la cubren y que en cierto modo tienen el color de la tierra. Todo en Castilla es del color de la tierra. No hay nada tan telúrico en el mundo como la meseta castellana. Los versos del Poema del Cid son tierra, y tierra a pesar de lo espiritual de ellos, los poemas de Santa Teresa.

Nuestra llanura dilatada tiene un color plomizo, algo vago entre tierra y nube, algo que llevó a Lazo Martí, el mejor cantor de la llanura, a decir que el Llano es una ola que ha caído y el cielo es una ola que no cae. Pero en Castilla el cielo, el que pintan los pintores castellanos, tiene algo de tierra en sus colores, algo perenne, fuertemente cimentado, que no es ni puede ser pasajero.

Imposible encontrar en el cielo castellano nada que pueda parecer una ola: un poco de agua que está por caer. En cambio el Llano tiene semejanzas con el mar. El viento entre las hierbas raseras tiene cierto rumor de agua; pero en Castilla nada hay que recuerde el agua: Castilla es sedienta.   —[LXXII]→   No hay frescura en el romance. Bello transita por esta sequedad, por esta tierra del color de la tierra, pero no se contagia de ella. Nada existe más fresco, de un verdor más reciente, que la poesía de Bello. Es un trozo de paisaje rusticano, un paisaje donde las hierbas crecen con abandono de égloga, de una égloga cantarina, como la nota larga de los vientos marceros sacudiendo las flautas ingentes de las «espigadas tribus».

No se contagia Bello de la sequedad española. La tierra enjuta no penetra en su alma. El paisaje sediento no agosta sus manantiales. La opacidad de los adustos rincones de la llanura, no apaga la vena de agua que brota de su interior fontana. Su trato con escritores ascéticos no marchita su panteísmo de hoja verde. Tiene un sentimiento esperanzado de la naturaleza. Ama las cosas con pasión lejana, platónica. Nunca trata de poseer el secreto de una naturaleza que respeta; su poesía del campo tiene una alada gracia virginal.

Como un tímido mancebo enamorado contempla las rosas, pero no las deshoja. No se deja llevar por el arrebato de la inspiración poética ni religiosa, ni por el agónico de los santos de Castilla, ni por el satánico de Byron, no obstante tener por unos y por otros profunda admiración.

De todo esto se desprende la diferencia notable que existe entre el sentimiento religioso de Bello y el de los escritores españoles: Bello no es asceta. No es un desesperado de esperar: un agónico, como diría Unamuno, ni un náufrago, como dice Ortega. Ni lo uno ni lo otro...

Bello es un hombre sereno. Un contemplativo para quien la religión significa esperanza y no tortura. Cada vez que expresa sus sentimientos religiosos los asocia a la naturaleza bien en su obra inspirada directamente en ella, bien en la que brota, no menos original por cierto, del fondo riquísimo de su cultura.

A este respecto debo decir que Bello, como todo escritor culto, no tiene obra absolutamente original. Sus poemas están enraizados con los de otros escritores anteriores por lo   —[LXXIII]→   que de aquéllos tomaron, y vigentes en producciones posteriores por influencias secretas o delatadas.

Así todas sus obras nacen del fondo de su cultura, de un esfuerzo intelectual. Sin embargo es original... Lo que generalmente suele llamarse un creador... Pero ¿qué es un creador? ¿Qué significa en arte esta palabra? ¿Cuál de los grandes escritores ha sido creador? ¿Cuál ha sacado sus obras de la nada, de la ignorancia?... Ninguno. La creación en el sentido simplista que suele dársele a la palabra, no existe.

Durante muchos años -soberbia de nuevas generaciones, que no conocieron los antiguos, maestros en la repetición-, se ha estado hablando de creación, sin recordar que el arte, cuando es verdadero arte, no hace otra cosa que reproducir. El arte es imitación. Desde que el hombre comienza a escribir, o mejor, a pensar, no hace otra cosa que imitar. El lenguaje que es la forma primera de la imaginación poética no es otra cosa que una imitación.

El arte tiene un hondo sentido humano, de universal comprensión, precisamente por ello: porque es una imitación que se viene perfeccionando a lo largo de los años. Por lo que en el poema más reciente y desprevenido de influencias culturales, encuéntranse sin duda, reminiscencias de épocas anteriores.

A pesar de la constante repetición, logra el arte, por su ingénita generosidad, escapar a la monotonía, porque la belleza no está en las cosas sino en el hombre y la originalidad en la capacidad emotiva del temperamento receptor. Así de pronto, nos sorprende una expresión, una metáfora o la belleza de una flor, aunque anteriormente hayamos estado en contacto con ellas. Y esta capacidad de emoción hace al poeta... Poeta también es el lector en trance de comprender la originalidad de las cosas, o lo que es lo mismo su propia originalidad.

Este estado de alma, suerte de una virginidad que se renueva, es conocido por los místicos -que tanto saben de estas cosas- como el estado de gracia. También los primeros   —[LXXIV]→   poetas, vecinos a los dioses, le dieron el nombre de inspiración.

La rosa, mil veces vista en el jardín, se hace nueva cada vez que la contempla una pupila que ama la rosa, como se hace nueva una metáfora cuando la capta una persona que tiene sensibilidad para el lenguaje. La única creación posible en poesía es el lenguaje, la propia expresión, la manera de exteriorizar la imagen, forma visible del conocimiento subjetivo que tenemos del mundo. Por eso Bello, no obstante expresar en la mayoría de las veces impresiones tomadas en ajenos huertos, tiene una forma original, como la tiene Garcilaso, a pesar de que recuerda fuentes italianas y la tiene Shakespeare, pese al influjo, delicado y sangriento, de Florencia y de Venecia en sus comedias.

La poesía de Bello puede clasificarse como una gramática de la sensibilidad. Y, por lo tanto, el vocablo de este poeta del lenguaje es una verdadera poesía. Pocas veces hemos visto mayor unidad y compenetración de ideas, sentimientos y palabras. Cuando Bello habla parece que las cosas adquieren una vida singular. En esta vitalidad del lenguaje es un verdadero émulo de Cervantes. La Zona Tórrida tiene en su poesía un color especial. Se siente su paisaje: la gracia de un paisaje visto con amorosa inteligencia. Así el maíz es «jefe altanero de la espigada tribu», el algodón «rosa de oro y vellón de nieve» el cacao «urna de coral» y el cielo de nuestros crepúsculos magníficos, «cambiante nácar». Hasta el mismo viejo torreón de la hacienda solariega tiene una personalidad, se diría paisaje de un torreón, comparable al de los molinos y posadas de Cervantes.

En todas las expresiones de Bello, hay, sin duda, una gran originalidad idiomática. Escribía como pensaba. No era la literatura en él artificio. Nació para escribir como otros nacen para cantar. Su expresión es por naturaleza poética. Cuando se adentra en campos más estériles, lo hace impulsado por la necesidad de expresión. Estudia para escribir porque necesita darle forma a sus ideas. No es la escritura para él sacrificio impuesto por la necesidad; no   —[LXXV]→   podía quedar almacenado su pensamiento, puesto que no permanecía estático, sino que adquiría nueva forma. La novedad no se resigna a la anonimia. El proceso de elaboración o de gestación, concluye solamente con el parto. El fruto no se queda en semilla si la semilla conserva intacta su potencialidad. El fruto animal, vegetal, o intelectual una vez elaborado, pugna por vivir y, sobre todo, por independizarse del lugar donde sufrió la oculta transformación.

Los escritores que leen y no escriben, o mejor que no sienten la necesidad de escribir, son aquellos que no elaboran lo que leen sino que lo conservan en la misma forma que lo captaron. Los que, dicho de otro modo, no tienen imaginación creadora. Porque, ciertamente, no hay mayor tortura que la de la imaginación, constante transformadora, hilandera que con hilos vulgares teje hermosas telas, que con palabras corrientes hace ricas metáforas.

Bello es el arquetipo del escritor. Por lo que escribe siempre, constantemente, de diferentes materias. Escribe textos de Derecho y en sus definiciones roza la poesía, que nunca dejó de serle fiel; como fray Luis de León contempla el cielo entre arrobamientos candorosos y como Newton intuye la poesía de los números.

Bello en su comprensión enciclopedista de las varias actividades del pensamiento, tenía, como Voltaire y como Rousseau, un concepto poético de la ciencia; pero su estética no aborda con frecuencia la metafísica. Su temperamento latinoamericano la rehuye. Siempre posee una claridad mediterránea. La claridad de sus maestros latinos. La claridad de nuestro sol tropical. Parece que la belleza emana de su comunión con la naturaleza y especialmente de su sentimiento del lenguaje, de la palabra que perseguía hasta su más íntima esencia.

Poesía y lenguaje. Así podemos clasificar la obra de Bello, romántico por cuanto significa comprensión del paisaje -el hombre es también paisaje en nuestra América. Clásico, por derivar su obra del fondo inmenso de su cultura, fluencia de una tradición noble que asume, sin desvirtuarse,   —[LXXVI]→   caracteres de novedad americana al pasar por su temperamento extremadamente sensible de hombre nuevo de estas latitudes.

LA FILOSOFÍA DEL ENTENDIMIENTO

No podemos juzgar a Bello únicamente por su obra de creación poética. Si esto se hiciera perdería el sentido de unidad que tiene. Para situarlo en el puesto que le corresponde, excepcional desde todo punto de vista en el panorama intelectual de su época, es preciso seguirlo paso a paso en la amplitud de su actividad intelectual, bien se trate de obra poética propiamente dicha, o de las otras de carácter didáctico, las cuales, sin duda alguna, constituyen la parte más numerosa de su ardua labor.

Tanto unas como otras obedecen a un mismo impulso de su inteligencia creadora, a un mismo concepto de la vida, a una misma actividad interior, suerte de íntima fuerza que lo lleva a penetrar la belleza, pero no de un modo sentimental, como suele acontecer a la mayoría de los poetas de su tiempo, sino con una aspiración intelectual, elaborada, sutilmente elaborada, merced al profundo estudio del ambiente y, ¿por qué no decirlo?, de los modelos que se había propuesto seguir desde su juventud.

Al hacer esta observación no nos mueve prurito alguno de justificar la actitud llamada didáctica de la poesía de Bello, sino destacar, por lo que tiene de importancia para la comprensión de ella, que la poesía de Bello es una manifestación de su pensamiento filosófico, de su sentido de universalidad y de hondo espiritualismo, bien que como ya he manifestado, los métodos que emplea en el análisis del hombre y de la naturaleza, generalmente lo acercan a las escuelas modernas, que por aquellos tiempos de transformaciones vitales -romanticismo- comenzaban a difundirse por todos los países de América.

Acaso la obra en donde mejor pueda verse esta tendencia de Bello a la universalidad, a la captación de todos los métodos   —[LXXVII]→   o sistemas de pensamiento, creados hasta entonces por el hombre, sea la Filosofía del Entendimiento.

Consideramos este libro, en su perspectiva histórica desde luego, indispensable para el conocimiento de Bello; para poder comprender la magnitud de su pensamiento y explicarse el carácter enciclopedista de su obra profunda.

En aquellos momentos iniciales del pensamiento verdaderamente americano, la situación de Bello, con relación a las nacientes repúblicas hispanoamericanas, era de gran responsabilidad. Su palabra, autorizada por años de experiencia en países de mayor cultura, era oída atenta y fervorosamente por todas las naciones que se incorporaban, con anhelos de renovación, a la cultura universalista y humana del siglo XIX. Su pensamiento fue seguido en Chile por un grupo de jóvenes que escuchaban sus lecciones bajo el influjo de su mirada serena y persuasiva y, en otros climas, por los que leían en El Crepúsculo los artículos en que aquel grave intelectual definía la posición que había adoptado, con relación a la psicología y otras disciplinas de la inteligencia, precisamente en momentos de controversia contra el pasado escolástico.

Mediaba el siglo XIX. Bello tenía 64 años. La cabeza armoniosa, como sus pensamientos, coronada por canas de una blancura azulosa. Un reflejo de sabiduría sobre la frente ancha. La boca de trazos finos conservaba la amable sonrisa, brasa apagada de una juventud bondadosa.

Dos cosas hay en Bello que conservan la gracia de la juventud hasta bien entrado en años: la sonrisa y la mirada. Ni la una ni la otra pierden su candor al recorrer las sombras del arrabal de senectud de que nos habla el poeta Jorge Manrique. La lectura constante no apagó la luz de aquellos ojos hechos para posarse sobre todas las cosas. Ni los dolores e injusticias, con ser muchos los que abatieran su alma sensitiva, borraron aquella sonrisa, forma exterior de la íntima serenidad que en él, por la fuerza de la meditación constante, había superado la humana flaqueza.

Bello contaba para razonar con precisión en todas las   —[LXXVIII]→   disciplinas del saber con la preparación escolástica con que lo había iniciado en la vida del espíritu, Don Rafael Escalona. Por lo tanto, bien armado penetra las ideas del tiempo y toma parte activa en las controversias que para entonces se suscitaban entre las opuestas tendencias de la psicología, ciencia que, por su novedad, solicitaba la atención de los espíritus inquietos y, muy esencialmente, la de los jóvenes.

Pero aquí, como en todas las manifestaciones de su vida, aparece su temperamento sereno. Así, el intelectual enciclopedista, sin la pasión de los Maestros franceses de aquella escuela, mantiene, no obstante lo amplio de su ideología, un templado equilibrio en el pensamiento.

Su ciencia, con la constante observación de la naturaleza y alma americana, no podía tener otro sentido que el del acercamiento a la vida del campo, la estabilidad de la sociedad al amparo de las leyes que la rigen y la armonía entre los hombres, lograda por medio de la inteligencia, esto es, por medio de la ilustración.

En aquel momento, cumbre de madurez de un siglo inquieto, cuando los nacidos bajo su signo frisaban en los cincuenta años y los que quedaban del pasado tramontaban los sesenta, Bello enfrenta el arduo problema de definir su situación. No hay que olvidar, por lo que esto contiene de lucha interna, la resonancia que su actitud asumiría en países como los de América, cuya nueva mentalidad tendía a asimilar, bajo el prestigio de doctrinas exóticas, las más recientes formas del pensamiento.

Por lo tanto, la Filosofía del Entendimiento representa, sin duda, un tenaz esfuerzo mental realizado por Bello, en la madurez de sus años, bien para encontrar su propio camino, bien para iluminar el de las generaciones que de él aprendían, con verdadera devoción, los más intrincados secretos del arte y de la ciencia.

Y, como pocas veces en la vida de otros hombres, su palabra adquiere una serenidad magistral: «Entre los problemas -dice- que se presentan al entendimiento en el   —[LXXIX]→   examen de una materia tan ardua y grandiosa, hay muchos sobre que todavía están discordes las varias escuelas. Bajo ninguna de ellas, nos abanderizamos. Pero tal vez, estudiando sus teorías, encontraremos que su divergencia está más en la superficie, que en el fondo; que reducida a su más simple expresión, no es difícil, conciliarlas; y que, cuando la conciliación es imposible, podemos a lo menos ceñir el campo de las disputas a límites estrechos, que las hacen hasta cierto punto insignificantes, y colocan las más preciosas adquisiciones de la ciencia bajo la garantía de un asenso universal. Tal es el resultado a que aspiramos: resultado que nos parece, no sólo el más conforme a la razón, sino el más honroso, a la filosofía».

Hay, sin duda alguna, muchas tendencias en el ámbito, filosófico de aquellos días augurales. Pocas épocas en la historia del pensamiento humano encuentran para su universal expresión, mayor fecundidad; y, ¿por qué no decirlo?, mayor anarquía. Los espíritus conservadores se obstinaban en mantener las creencias antiguas, por virtud de su sola antigüedad, sin parar mientes en que el hombre y, de consiguiente, el pensamiento viven en constante evolución.

En modo alguno podía ser igual la filosofía de un Erasmo, por ejemplo, condenado por las circunstancias de su época a viajar a caballo, a la de un filósofo moderno, de aquellos tiempos turbulentos, capaz de emplear otros medios más rápidos de locomoción.

Y aquí está la principal grandeza de Bello como poeta y como filósofo: hijo de una sociedad pequeña y familiar, de un medio más o menos restringido, de la severa disciplina de aquellos monjes maestros, que a la sombra de libros austeros, lo adoctrinaron en los latines litúrgicos y de Escalona que le enseñó la escolástica; en un momento dado rompe con todas las ligaduras y echa a andar por caminos nuevos. Andar e innovar... Ésta es su vida. Andar de un extremo a otro del pensamiento serenamente como anduvo de un punto a otro del mundo. Peligrosa aventura para muchos; pero para él, no. Fuerzas le sobraron para recorrer desde   —[LXXX]→   las páginas amarillas de las bibliotecas conventuales hasta las más recientes de Berkeley y Stuart Mill. Fuerzas también le sobraron para vivir por mucho tiempo en Europa y no dejar de ser americano.

Pero cuánta diferencia hay entre Bello, signo de claridad latina, y los españoles de su generación, muchos de los cuales como Salvá, Blanco White, y, sobre todo el inquieto Gallardo, fueron sus íntimos amigos y no pocas veces confidentes o cordiales contrincantes, sobre todo en lo que se refería a disquisiciones gramaticales.

Los escritores de aquellos tiempos, en España, se dividían en dos grupos, bien definidos por las circunstancias especiales por que atravesaba la Península, Los católicos y de consiguiente españolizantes, como Alberto Lista, con quien Caro, el notable crítico colombiano, compara a Bello por la pulcritud de su enseñanza; y los liberales y republicanos de espíritu inquieto, muchos de los cuales andaban a la sazón desterrados por el mundo.

En ambos grupos no hay nadie que no sea apasionado. Alguien, refiriéndose a la época de Godoy, ha dicho: «en el español la pasión duerme, pero no desaparece». Y la observación es importante por tratarse de aquel paisaje confuso de España; entre aristocrático y plebeyo -Goya y Ramón de la Cruz. Contrasta con aquellos temperamentos la figura de Bello, siempre morigerado, bien trate de política, bien de filosofía, bien deje mecer su espíritu en las ondas sosegadas de una poesía, generalmente de carácter pastoril.

Con razón en tiempos de tanta turbulencia se le ha llamado sabio. ¡Y qué cosa puede ser la sabiduría sino serenidad! No en vano se queman los carbones de la juventud en la contemplación del misterio. No impunemente se penetra en los secretos del corazón humano, abismos de grandeza y miserias; ni mucho menos, pueden frecuentarse las teorías que explican la condición humana, los sistemas religiosos o políticos, sin riesgo del candor. Pero si la decepción abate las almas débiles, para las fuertes es acicate, perdiendo   —[LXXXI]→   en el recorrido lo adventicio, mas no lo permanente. La fe en la propia obra, realizada o por realizar, sin duda es la salud del espíritu: la sabiduría.

No sería por modo alguno arbitrario ni interesado, tomando a Bello como arquetipo del hombre culto de América y muy especialmente del poeta, establecer la diferencia que existe entre el español y el americano, y, sobre todo por estar más definidas las características, entre el romántico europeo y el del Nuevo Continente que, desde luego, viene a ser nuestro clásico, puesto que toda nuestra cultura es esencialmente romántica.

Diferencia que para mí estriba, principalmente, en la cualidad contemplativa y de consiguiente poco violenta del poeta americano. En el sentimiento profundo de la naturaleza que lo lleva frecuentemente a un esperanzado panteísmo, concepto del mundo totalmente opuesto al ascetismo español: sequedad de alma de que ya hemos hablado, y que apenas desaparece en algunos personajes de índole popular en el teatro, ¿por qué no decirlo?, espontáneo, de Lope de Vega y los dramaturgos del Siglo de Oro.

Pero volvamos a la Filosofía del Entendimiento, obra cumbre en la actividad creadora de Bello. Obra crepuscular -suave luz matizada- que resume el pensamiento activo de toda una vida.

Tiene la serenidad de las cumbres, el resplandor de los cielos en el tramonto, la generosidad de la brisa, portadora de aromas y semillas. Cuando penetramos el ancho pensamiento que la anima, comprendemos el nombre de patriarca de las letras que dieron a Bello casi sus contemporáneos. Emana de sus páginas absoluta seguridad al par que un templado afán de entender, actitud constante de un espíritu atento a quien no turban las penalidades ni atemoriza la vejez.

Cargado de merecimientos, no se empeña, como generalmente sucede en la ancianidad, en aferrarse a un ideal, a una norma. Antes, por el contrario, intenta, aunque con un paso cansado por los años, penetrar en el huerto, para   —[LXXXII]→   muchos de sus contemporáneos cerrado, de las nuevas ideologías. Por ello, después de analizar opuestas tendencias en boga, dice: «Bajo ninguna de ellas nos abanderizamos».

No quiere abanderizarse. Pero, en modo alguno, por espíritu de oposición, de rebeldía, sino por un sentimiento filosófico, ya expresado cuando afirma que toda divergencia puede, cuando menos, reducirse. «Porque, si fuese tan grande, como pudiera pensarse a primera vista, la discordia de las más elevadas inteligencias, sobre cuestiones en que cada escuela invoca el testimonio infalible de la conciencia, sería preciso decir que el alma humana carece de medios para conocerse a sí misma, y que no hay, ni puede haber filosofía».

De nuevo encontramos en estos conceptos al hombre universalista. Para él el pensamiento es un todo homogéneo, una infinita relación sin divergencias insalvables ni solución de continuidad.

Sólo puede alcanzarse parecida actitud por una constante meditación, digámoslo así, por un sentimiento heroico de la inteligencia, ya que tal madurez revela y manifiesta una insistente renuncia de lo propio y aún de lo extraño, que en un plano intelectual también nos pertenece. Renuncia que no obstante resignados sacrificios, en ella misma encuentra su recompensa, como la tiene toda obra del espíritu, más que en la riqueza del fruto logrado, en el mismo dolor de la elaboración.

La ecuanimidad a que llegó el pensamiento de don Andrés Bello, después de la marejada de su vida social e íntima, tenía que ser, porque la naturaleza tiende al equilibrio, la recompensa a una existencia de sacrificios, dedicada al estudio y al bien de América; pues si ciertamente Venezuela lo vio nacer y Caracas fue su cuna, América fue su Patria.

Para él como para muchos filósofos de la época, la humanidad llegaría a la perfección por el estudio, por el desarrollo de la ciencia, o dicho de un modo más cónsono, por la educación.

Ésta es una expresión, desde luego, más humilde. Y   —[LXXXIII]→   Bello, a pesar de la conciencia que siempre tuvo de su valer, era de natural humilde y humildemente procuraba acercarse a todas las cosas. Por lo tanto, no podía desdeñar en su afán de conocimiento al alma humana ni permitir que se le disputaran tendencias contrarias, lo que sería convenir en que «carece de medios para conocerse a sí misma, y que no hay ni puede haber filosofía».

Pero, ¿qué era el alma para Bello sino una manifestación de la inteligencia, de la mente, o si se quiere, para usar sus palabras, del entendimiento?

Todos sus raciocinios se fundan en hechos concretos. Ya hemos dicho que Bello era poco metafísico. De la filosofía ama, por sobre todo, la lógica. Suya es esta expresión, refiriéndose a la psicología, que a mi ver, aclara mucho su ideología: «Nueva será bajo muchos aspectos la teoría que vamos a bosquejar de la mente humana; porque para manifestar la armonía secreta entre opiniones al parecer contradictorias, y para deslindar el terreno verdaderamente litigioso, tendríamos a veces que remontarnos a puntos de vista generales y comprensivos de las sectas antagonistas; y otras veces nos será necesario manifestar por una severa análisis el lazo oculto que las une».

El pensamiento de Bello penetra profundamente en las ideas hasta encontrar «el lazo oculto que las une». Bien sabe el filósofo, el cotidiano profesor de materias arduas, que la mente humana, acaso por instinto de conservación, se resiste a aceptar novedades. Pero también tiene la conciencia, en la dulce madurez de su vida, de que no es la primera vez que se aventura por caminos nuevos.

De allí que emprenda la tarea, desde todo punto de vista necesaria entonces en América, de establecer con su Filosofía del Entendimiento, una armonía entre las varias tendencias que inquietaban el espíritu de la juventud, mediado el siglo XIX. Y esto asume gran importancia si se tiene en cuenta la autoridad que ejercía en las más avanzadas culturas del Continente.

Como director del pensamiento de una época, incansable   —[LXXXIV]→   orientador de varias generaciones, no tiene parangón, si bien es cierto que muchos lo secundaron en la ingente tarea.

Su actividad intelectual a este respecto, llama profundamente la atención de cuantos lo frecuentaron. No apagó la experiencia, como hemos dicho, los impulsos generosos de su corazón ni agostaron los años la vena fresca del íntimo manantial. Fiel a su vocación, todavía en la ancianidad aprendía y enseñaba, doble tarea que constituyó la realidad de su vida. Su crítica, al parecer didáctica, fue un verdadero aporte espiritual para la formación intelectual del Nuevo Continente.

Así vemos que para los años de 1846 a 1849 publica en El Araucano y en la Revista de Santiago artículos de gran penetración sobre escritores, cuya influencia no podía pasar inadvertida para quien se había impuesto, labor verdaderamente patriótica, la divulgación de viejas culturas en las nuevas generaciones, desarrolladas, puede decirse, bajo la guía de su clara inteligencia.

Pero al decir divulgar, conviene insistir en la calidad de su obra, puesto que nunca escribía sin aportar, para mejor conocimiento de los escritores elegidos, sus experiencias personales en la materia tratada, sus hondos sentimientos de humanidad en la comprensión de la ciencia, su ingenio y perspicacia en la penetración de problemas intrincados del saber; en fin, su sensibilidad poética en la recreación de la obra y su sinceridad para entender el esfuerzo realizado por éste o aquel autor.

Jamás sorprendemos en Bello, bien se trate de autor consagrado por la gloria o tolerado por la severidad de los siglos, bien se dirija a un contemporáneo, de mayor o menor estatura, sentimientos que no correspondan a una íntima simpatía, a una persistente necesidad de comprender, a una inteligencia amorosa que, en muchas ocasiones, a pesar de la rectitud del juicio severo, lo lleva a disculpar ciertas debilidades o bien a ocuparse de algunas obras que, en rigor, no merecían que tal ingenio se detuviese en ellas.

  —[LXXXV]→  

Refiriéndose a Rattier, dice: «En la variedad de sistemas que dividen hoy la filosofía, cada cual es dueño de elegir los principios que más fundados conceptúe; y no somos tan presuntuosos que pensemos imponer nuestras opiniones a nadie».

No piensa en esta oportunidad, como no lo ha pensado nunca, imponer sus pensamientos, pero tampoco se deja llevar por la fácil corriente de los ajenos. Discute. Emplea la persuasión, la crítica orientada inteligentemente hacia la verdad. Una verdad relativa, como tenía que ser para el filósofo que durante los años de su dilatada existencia activa, había visto aparecer y desaparecer muchos sistemas filosóficos, en un siglo, como el suyo, cuando la filosofía, despojándose de prejuicios escolásticos, había entrado en los más recónditos secretos de la conciencia, noche de Dios infusa en el ser humano con el soplo divino de la Creación.

No pretende imponer sus propias ideas; pero tampoco se resigna a abandonar la palestra. Para él, espíritu vigilante, la lucha intelectual es una necesidad. Por ello afirma: «No es nuestro ánimo rebajar el alto concepto de que gozan en Chile las obras filosóficas de M. Rattier. Nosotros mismos hemos sido de los primeros en recomendarlas». Y no obstante recomendarlas, a la juventud por quien tanto aprecio sentía, o más bien por eso mismo, apresúrase a fijar los puntos en que difiere con las teorías del autor. De nuevo la discusión con los otros y consigo mismo como motriz de su obra creadora.

Aparece más firme en esta fase de su vida el espíritu reflexivo, el intelectual puro que se agita en círculos muy elevados del pensamiento, que no ceja un momento en el monólogo, diálogo con su propia alma, en un afán de descubrir la verdad y que en todo momento, por natural actividad de su inteligencia, mantiene una dramática polémica íntima.

Esta actividad, dramática, como he dicho, por lo que hay de fatal en ella, lo lleva a transformar -recrear, como se dice hoy- la obra de divulgación, dotándola de originalidad, bien en la poesía, síntesis de su pensamiento, bien en   —[LXXXVI]→   la crítica, fruto de su generosa simpatía y madurez intelectual.

Si las obras de Rattier -afirma- «no son del pequeño número de aquellas en que campea algún gran principio original, que abra un nuevo y vasto horizonte a la ciencia, el autor ocupa a lo menos un lugar distinguido entre los escritores cuya misión es refundir trabajos ajenos, coordinarlos, y darles la forma conveniente para hacerlos entrar en la circulación general, misión, también, de alta importancia, y cuyo adecuado desempeño exige cualidades nada comunes».

Tiene Bello la facultad de retratar su espíritu en una frase. Parece que su pensamiento pugna siempre por salir a la superficie. Diríase que la avaricia de las ideas jamás afectó su personalidad. Se vierte en una expresión como en un espejo, cuya limpidez de luz estancada diera más brillo a la figura. Casi puede decirse que estas palabras, consagradas a Rattier, son rasgos sinceros de la autocrítica implícita en casi todos sus escritos.

Como una misión, no siempre fácil de cumplir, entendió Bello su obra de divulgación. Por esto abordó los más diversos temas y trató acerca de libros y autores que hoy conocemos principalmente por haberse ocupado de ellos el genial poeta de la Silva de la Zona Tórrida. Pero a más de considerar como una misión la tarea de coordinar pensamientos ajenos para facilidad de su estudio, afirma que su adecuado desempeño exige cualidades poco comunes.

En la filosofía de Balmes, encuentra Bello puntos con los que disiente, no obstante tener una gran admiración por el autor. El pensamiento vigilante de Bello, nunca se entrega. Su admiración no es rendimiento. Su crítica tiene una gran intimidad por ser confesión de su propia alma. Así, refiriéndose a Balmes, dice que la filosofía es «la ciencia de los hechos del sentido íntimo».

Intimidad, compenetración, verdadera actitud filosófica ante la naturaleza, ante la creación del hombre -intelectualidad- tal es la vida de Bello. De allí que pocas veces lo asalte la duda de su capacidad; de allí que siempre encuentre   —[LXXXVII]→   una respuesta adecuada a profundas interrogaciones; de allí que tenga, como pocos, la facultad de objetivar todos los sentimientos, aún los más hondos. Su posición, por lo tanto, es la de un intelectual del siglo XIX.

Muchas son las teorías filosóficas elaboradas desde Platón hasta Balmes, muchas las interrogantes que se ofrecen a las diferentes escuelas. El alma humana anda siempre entre sombras. Pero Bello frente a tan arduos problemas encuentra, como siempre, la solución que satisface su inteligencia, que da seguridad a sus pasos. Las siguientes palabras, reveladoras de su pensamiento entre tantas vacilaciones, como entonces había, son frutos de destilada meditación: «La causa está, a mi ver, en que el alma confunde a veces las apariencias falaces de la imaginación con los hechos verdaderos suyos, en que el testimonio de la conciencia es irrecusable».

No puede imaginarse mayor frescura. Bello ha tramontado la cumbre de los años. La ascensión no ha sido fácil. En las vueltas del camino, como suele decirse, ha dejado algunas ilusiones. Alguna vez la maldad mordió su alma. Pero ni acíbar almacenó para ensombrecer su vida, ni disimuló el arma de la venganza para herir al enemigo en momento propicio.

Valiéndose de los pensamientos de Hugo y haciéndolos propios pidió a Dios por los enemigos, por los que habían destruido, en parte, su vida, alejándolo para siempre de la tierra donde había nacido; de los graciosos naranjos -oro, verde y carmín-, del apacible patio familiar; de los viejos libros sobre los cuales se espaciaron sus ojos infantiles: comedias de Pedro Calderón, églogas de Virgilio frecuentemente acariciadas por las manos del padre Quesada; gramática francesa que un día le cediera el conde de Ustáriz, su amigo intelectual, su compañero de lecturas, acaso su primer interlocutor en el inteligente diálogo del pensamiento vagabundo por zonas apenas entrevistas de la generalidad.

Por lo que sorprende el que este hombre más de una vez enlutado por la desaparición de un ser querido, más de una vez alcanzado por la mezquindad, tenga a la hora de   —[LXXXVIII]→   la vejez tanta mansedumbre de alma, tanta fe en la humanidad, tanto amor en la ciencia y tanta bondad en el corazón.

El testimonio de Miguel Luis Amunátegui es de indiscutible valor a este respecto. Y junto al de este meritorio escritor chileno, fiel guardián de la obra del insigne poeta, el de todas las personas que, por diversas circunstancias y actividades, tuvieron trato con Bello en las postrimerías de su vida.

Dice Amunátegui: «Cuando se sintió aquejado por las dolencias propias de la vejez, una inclinación natural aumentó su gusto a la medicina». De este replegarse en sí mismo, después de una arriesgada aventura espiritual por el mundo de los hombres y de las ideas, surgieron siempre conceptos que revelaban una profunda serenidad interior, no obstante la actividad persistente, brasa viva de la idea en elaboración. Porque su meditación no era pasiva, como frecuentemente acontece en los ancianos, sino que el pensamiento continuaba hilando entre experiencias fecundas, como en los mejores tiempos de su vida, hasta el punto de que son frutos de estas horas de soledad, pero no de despego a la vida que lo abandonaba lentamente, las correcciones definitivas al Poema del Cid, al Orlando Enamorado y a la Filosofía del Entendimiento, obra, como hemos dicho ya, de indiscutible valor, para el conocimiento exacto de su ideología.

Ejemplo de virilidad, de resignación cristiana y de conciencia en el valor que la propia obra tendrá para la posteridad, sólo lo encontramos parecido en Cervantes, quien con un pie puesto sobre el estribo del misterio, en el Persiles habla con dolor, pero sin amargura, de otros libros suyos que la premura del tiempo no le permitirá concluir.

Del libro de Amunátegui tomo este trozo del escritor francés T. Mannequin, quien, como testigo presencial, aporta datos inapreciables, relativos a la serenidad, expresión de su íntima sabiduría, del Patriarca de las Letras Americanas.

«He conocido -dice el señor Mannequin- a algunos   —[LXXXIX]→   de los escritores escogidos por el señor Torres Caicedo, y podría agregar mi testimonio al suyo respecto a ellos. Citaré particularmente a Don Andrés Bello, a quien yo llamaría con gusto el Néstor de la literatura hispanoamericana. Don Andrés Bello será bien pronto nonagenario; y continúa trabajando como en su juventud. Un historiador eminente, Don Diego Barros Arana, a quien siento no ver figurar en la primera serie de las biografías del señor Torres Caicedo, me condujo a casa de Bello, cuatro años ha, en Santiago de Chile. El sabio anciano estaba en su bufete, donde pasa regularmente ocho o diez horas cada día; es el puesto en que quiere morir. No he visto nunca cabeza más bella ni fisonomía más dulce y benévola. Contra los hábitos de los ancianos, habla poco, y gusta de oír hablar. Hay siempre que aprender, dice, en el trato de nuestros semejantes. ¡Rara y encantadora modestia que aún no ha formado escuela en parte alguna! Don Andrés Bello sería excusable, sin embargo, si tuviese vanidad, porque ha escrito obras estimadas sobre el derecho internacional, el derecho civil, la gramática y la filosofía, sin contar numerosas y bellas poesías, que por sí solas habrían bastado para adquirirle nombradía. Debo agregar que ha entrado en posesión de su fama científica y literaria desde el principio de su carrera».

Ciertamente, una de las personas que disfrutó temprano de una justa reputación intelectual, fue Don Andrés Bello. En la Colonia, admirado por sus compañeros y respetado por sus maestros en los claustros estudiantiles, comenzó su vida intelectual, fecunda en triunfos y dolores; pero siempre mecida por la Musa propicia, que puso en sus labios la palabra hermosa para consuelo de sus penas.

El primero que gustó los frutos de su inteligencia -discípulo y compañero-, fue Bolívar, quien oyó de los labios del educador precoz, lecciones de geografía, precisamente en aquellos momentos, cuando la geografía tuvo tanta importancia por el amor romántico a la aventura.

La ocupación de las armas y las letras modernas no apartaron jamás a Bolívar y a Bello de las serenas fuentes de la   —[XC]→   poesía que encierran, sobre todo para quienes lo han leído con el alma fresca de la juventud, los libros de Virgilio y el incomparable Horacio.

La emoción, diríase religiosa, con que el escritor francés se acerca a Bello nos conmueve profundamente, y nos sobrecoge de admiración el respeto que traducen sus palabras por el ambiente sereno, poético, en que se apagaba la vida del anciano, rodeado de sus libros ya famosos y de sus serenos pensamientos ya vecinos a la eternidad.

La amistad franca es don divino en los hombres de pensamiento. La simpatía, de grandes y pequeños, sólo puede despertarla el alma que, despojándose de vanidades, presta oídos generosos a quienes se acercan a ella para disfrutar las ventajas de su sociedad.

A Bello le gusta oír hablar, pero no por pereza mental, sino porque tenía la firme convicción de que «hay siempre que aprender en el trato con nuestros semejantes». Esta rara facultad, don de la naturaleza, poco frecuente en los temperamentos latinos, explica el afecto de los que lo trataron, de los que frecuentemente concurrían a su casa para escucharlo o para hacerse escuchar del sabio maestro.

Es un sentimiento muy humano y, desde luego, muy noble el hacerse estimar de aquellos a quienes apreciamos. Si oír una persona discreta es placer íntimo, de intimidad generosa, también lo es expresar con elocuencia nuestros pensamientos y, de consiguiente, acrece el concepto de propia estimación despertar interés en personas dilectas.

La tertulia de Bello, en la ancha hospitalidad de su retiro, en Santiago de Chile, tenía que ser clima propicio para el cultivo de amistades profundas, sobre todo porque la conversación era entonces una, y tal vez la mayor, gala del hombre. Respondía a la dignidad del pensamiento; y no sólo la palabra escogida para el lenguaje social tenía importancia, sino los gestos y los ademanes, puesto que el hombre, individuo, todavía suprema expresión de la naturaleza, merecía el más fervoroso respeto.

Bello, sin duda alguna, disfrutó en su vejez de la consideración   —[XCI]→   de propios y extraños, bien que no le faltaron, para ensombrecer su vida, enemigos que hubieron de torturarlo reavivando heridas tan hondas que ni el tiempo mismo pudo mitigarlas con la serenidad de los años maduros.

Don José Manuel Restrepo en la historia de Colombia, publicada entonces, acoge las acusaciones de infidencia que tanto amargaron el alma del patriota durante su larga ausencia de la tierra nativa.

La historia es la única sancionadora efectiva de la conducta de los hombres. La documentación implacable desnuda la realidad. El tiempo austero no perdona; pero también el tiempo reclama la veracidad y, por una suerte de providencia divina, borra las injusticias y reivindica la honradez.

En defensa de Bello sale don Manuel Ancízar, quien, según dice Amunátegui, fue a Chile por el año de 1853, con el carácter de Encargado de Negocios de Nueva Granada, y, gracias a sus naturales dotes y a sus cualidades de escritor, pronto conquistó el aprecio de todas las personas de la sociedad y, muy especialmente, la de Bello, a cuya tertulia era uno de los más asiduos visitantes.

Al referirme a este hecho y a esta noble amistad, no obstante la diferencia de años, no pienso reanimar la polémica, sino confirmar con su ejemplo, lo que vengo diciendo acerca de la simpatía que despertaba la ancianidad de Bello en los jóvenes. La circunstancia de la defensa sólo tiene importancia por ello. Hoy nadie podría dar cabida en su corazón a injusticia tan grande.

No hay en el alma de Bello, madura ya para la muerte, rencor. No sorprendemos en sus labios palabras duras para quienes lo ofendieron. Siempre habla de los amigos de su juventud con amor, y de la Patria, que se ha hecho en su ausencia, con nostalgia. Sus afectos lo atan a ella como raíces de un árbol casi centenario. Su destierro es el centro vital de su obra poética. Su canto a la naturaleza de la zona tropical es una viva aspiración a reintegrarse por la poesía a la vida de la nación y de prosperar por el afecto, en la conciencia tierna de las nuevas generaciones.

  —[XCII]→  

No es poca cosa llegar a la ancianidad con el rostro plácido. Y digo plácido porque esta palabra no expresa alegría. La placidez es una actitud de reposo, de confianza, de superación. No puede producirse en la faz solamente, sino que brota de lo más profundo del alma. Es como una luz que iluminara, apenas rozando, la superficie de las cosas.

Las manos de las Santas sobre las telas sagradas tienen una placidez incomparable. Las palabras de las madres para llamar al hijo pequeñito son plácidas. El rostro de Bello en su ancianidad también tiene esta plácida ternura. No lo turban secretas marejadas ni futuros temores. Se acerca a la muerte con la noble serenidad del justo, del hombre que ha cumplido plenamente su tarea, del que ha llenado todas las horas de su vida con pensamientos nobles, del que ha hecho de la palabra, el supremo don que ha otorgado Dios a los hombres, un instrumento de belleza.

La amistad se acerca a él confiada. No temen las nuevas generaciones su presencia. El egoísmo no pone barreras entre él y los que han de reemplazarlo. El camino está abierto por sus manos para los pies ansiosos. El jardín cultivado para futuras cosechas. Las cartas que recibe le muestran el aprecio que despertaba. Sonríe ante la muerte porque sabe que algo suyo, su pensamiento, ha de sobrevivirlo. En su ancianidad cosecha el fruto de su labor, en palabras de afecto sincero.

Un día le llega una carta de una ciudad distante de América, pero cercana a su corazón, otro día otra y luego otra. Todas son afectuosas, todas le demuestran ternura. No es más suave la caída de las hojas del otoño, en un parque silencioso, que la de estas cartas en el augusto silencio del escritorio de Bello. Todas se amontonan en una gaveta, amorosamente conservadas. Son la historia de sus confidencias con almas hermanas. He aquí una de estas cartas que le dirige Ancízar: «Según me informó el señor Codecido, con quien he hablado largamente de usted, es a Valparaíso a donde debo dirigirle esta carta. Allá le van, pues, los recuerdos de mi cariño, saliéndole al encuentro a orillas del mar, gran civilizador,   —[XCIII]→   y pidiéndole algunos minutos de su pensamiento para éste su amigo, que, en tenerlo presente, no cede el primer lugar a ningún otro».

Y luego le dice en otra correspondencia: «Lo tengo a usted por fin a mi lado, y puedo saludarlo todas las mañanas. Muy severo semblante le ha dado el daguerrotipo; pero yo, que siempre recordaré la expresión de bondad esparcida en su fisonomía, procuraré que la fije en el lienzo el artista granadino al ejecutar el cuadro con que debe honrarse nuestra biblioteca nacional. Ahí lo contemplarán con amor y veneración los numerosos jóvenes que han aprendido a respetar el nombre de usted, estudiando el texto preferido entre nosotros para la enseñanza del derecho internacional. Es un antiguo amigo el que les llevo. ¡Gracias por la condescendencia de usted, nueva prueba del afecto con que me favorece!»

La expresión de bondad que emanaba del rostro de don Andrés Bello produjo la misma afectuosa impresión al escritor francés Mannequin y al neogranadino Ancízar. Ambos coinciden en parecidas afirmaciones. Uno dice, «no he visto nunca cabeza más bella, ni fisonomía más dulce»; y el otro, «que siempre recordaré la expresión de bondad de él esparcida».

Feijoo, uno de los más profundos escritores de su tiempo, ampliamente informado del movimiento literario de Europa y América y de las ideas entonces en boga, con múltiples ejemplos, tomados de la realidad, destruye la creencia generalizada en Europa, de que en Nuestro Continente la inteligencia, esto es, la lucidez del entendimiento, es de menos duración que en el Viejo Mundo. Aduce en contra de tales prejuicios severas razones el sabio escritor, bien fundándose en argumentos científicos, bien citando personas conocidas de países americanos que llegaron a la vejez con una inteligencia clara.

Si no hubiera otro ejemplo a que recurrir, el de Bello sería de incomparable valor. Pocos ancianos han conservado -en Europa y América- mayor lucidez de pensamiento,   —[XCIV]→   frescura de expresión y facultad creadora. Puede decirse que llegó a la orilla de la muerte repasando, con ternura infantil, sus viejos papeles y pidiendo a la lectura constante, consuelo para su alma afligida por las últimas dolencias que agotaron su prodigiosa naturaleza.

Ocho años antes de su muerte, la parálisis abatió su cuerpo. No obstante, su cerebro continuó la labor, cada vez más fecunda en el mejoramiento de su obra. Del médico que lo asistía son estas frases patéticas: «La vida que había abandonado las extremidades inferiores del cuerpo, se había concentrado en la extraordinaria actividad de su cerebro».

Su muerte como su vida tuvo un sentido singular. Puede decirse que regresó a la juventud. Una vuelta ilusionada a las riberas del Anauco eclógico. Suavidad campesina creó su frente ardida por la fiebre. Entre las mariposas del delirio tranquilo, según dice su biógrafo, descifraba en las paredes del cuarto y entre las cortinas de la cama, versos de la Eneida y de la Ilíada.

Para morir regresó a la infancia de su pensamiento. Su vida se había realizado totalmente. Era como si se cerrara un círculo. Como si la flecha disparada hacia el cielo, después de recorrer un espacio infinito, volviera al punto de partida. Como si las estrofas que encendieron su alma, resonaran de nuevo en su corazón, con suaves esperanzas, para aligerarle las pesadas cortinas de la fúnebre estancia.

Virgilio condujo a Dante de la mano por círculos infernales. Pero los versos del poeta mantuano, entrevistos en la fiebre de la agonía, llevaron a Bello por el camino de lo pastoril y de lo heroico. Por el sendero profundo que recorriera Eneas.

¿No es esto un verdadero símbolo? ¿No es morir rodeado de sus afectos intelectuales el premio de una vida dedicada a la poesía?

Fueron, sin duda, los dioses propicios para con él en la hora solemne. Y si alguna tristeza pudo experimentar entre los gratos rumores, fue también una serena tristeza intelectual,   —[XCV]→   al ver que los versos, que tanto amaba, se le presentaban borrosos.

Pero esto también tiene un hondo sentido inescrutable. Parece que el misterio, suave luz del mundo de las sombras, comenzaba a insinuarse. Por primera vez Bello no encontró la palabra dócil.

Así Bello en la hora de su muerte fue, acaso, más poeta que durante toda su vida. Su cerebro privilegiado pudo siempre penetrar el secreto de la poesía en la naturaleza y en las obras. Sus traducciones son ejemplo de una claridad perfecta. Sus estrofas al campo de una precisión incomparable. Diríase que la palabra no tuvo secretos para su alma, ni la expresión dificultades para su pensamiento. Pero a la hora de morir, iniciada el alma en los primeros secretos desconocidos de los mortales, veía la mitad de las estrofas... Y la otra mitad, que se perdía entre sombras, era, sin duda, el venero de poesía oculta, no descifrada, que mantuvo su alma atenta para la excelsa creación.

LA POESÍA DE DELILLE

La poesía de Don Andrés Bello para su mejor clasificación puede dividirse, sin tomar en cuenta las épocas, en poesía de circunstancias, de imitación y de «mensajes». En esta última como es natural comprenderlo, se encuentra lo más importante, por la tendencia profética, de la lírica del gran americano.

Desde luego los poetas que mayor influjo ejercieron en la infancia de su vida, fueron los españoles, luego los latinos a través de éstos, y al fin en la propia fuente clara de Virgilio y Horacio.

Dejando un poco de lado las otras agrupaciones mencionadas, por ahora nos ocuparemos de Delille; y del ascendiente que ejerció en la obra de Bello, el método descriptivo y agudo ingenio del escritor francés, a pesar de no ser un gran poeta, ni su tendencia una verdadera norma estética que pudiese tener gran arraigo en la historia de la poesía.

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Este poeta del siglo XVIII francés, cuya fama entonces excedió a sus merecimientos, según expresión de los críticos y cuyos versos apenas aparecen en una que otra antología, introdujo en Francia con su poema Los Tres Reinos de la Naturaleza la novedad del poema descriptivo; y la fama de sus versos originales, aunque inferiores en calidad, corrió pareja a la de sus traducciones de Virgilio.

Este género, desde luego condenado a desaparecer, no se conoció en la antigüedad. Hay, sin duda, una gran diferencia entre lo épico y lo descriptivo; pero la innovación del poeta francés consistió en tomar de los géneros épico y didáctico, sabiamente cultivados por los poetas de Grecia y Roma, solamente la parte descriptiva y muy especialmente aquella que se refería a la naturaleza.

No se puede negar que esta poesía, menor desde todo punto de vista, respondía a la evolución cultural de Europa enciclopedista, cuando por sobre el sentimiento se colocó la razón, y el empirismo de los grandes filósofos ingleses; y la ciencia, como nueva musa de la inteligencia, penetraba en todos los dominios de la actividad humana.

A este respecto, dice Wilhelm Dilthey: «Este proceso se inició entre 1726 y 1729 en la época en que Voltaire y Montesquieu visitaron a Inglaterra para inaugurar a su regreso a Francia la literatura de la oposición. Ahora Descartes cedió el puesto a Newton y a Locke. La metafísica dejó el campo libre a la filosofía empírica. Pero fueron las condiciones inherentes al espíritu francés las que imprimieron un carácter radicalmente distinto a los grandes análisis de los ingleses extensivos a todo el campo de nuestras actividades estéticas, morales y cognoscitivas. La idea motriz del movimiento científico de Francia desde Voltaire se cifraba en la unidad y cohesión del universo, basada en el punto astronómico de Newton. Partiendo de aquí y bajo la influencia inicial de Newton y Locke, Voltaire estableció un orden teológico universal y un Dios que trazaba como un geómetra los movimientos de los astros y que había concebido como un artista la contextura de los cuerpos animados. Pero   —[XCVII]→   al mismo tiempo Voltaire, al igual que sus maestros ingleses, se atiene firmemente a la responsabilidad del hombre y su libertad como condición de aquélla».

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Facsímil de la portada de la edición de Caracas de
las Poesías Originales de Andrés Bello, preparada por Arístides Rojas,
en ocasión del Centenario del nacimiento del poeta.

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