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Canto IV

El proscrito


   «I woke. - Where was I? - Do I see
a human face look down on me?
And doth a roof above me close?
Do these limbs on a couch repose?
Is this a chamber where I lie?
And is it mortal yon bright eye,
that watches me with sentle glance?
    I closed my own again once more,
as doubtful that the former trance
    could not as yet be o'er.
A slender girl, long-hair'd, and tall,
sate watching by the cottage wall;
the sparkle of her eye I caught,
even with my first return of thought;
for ever and anon she threw
    a prying, prying glance on me
with her black eyes so wild and free:
I gazed, and gazed, until I knew
    no vision it could be, -
but that I lived, and was released
from adding to the vultures feast».

(Byron)                


    El día en los tejados centellea,
y ya la Isabelita al campo baja;
el aura que los árboles orea
húmedos de rocío la agasaja;
y el velo de sutil cendal ondea,
que del sombrero rústico de paja
cuelga; débil defensa al aire crudo,
al sol, al polvo, al punzador zancudo.
    Un vestido de blanca muselina
lleva, con franjas negras en la falda,
un cinto negro y negra mantellina,
que le cobija la nevada espalda;
y en la diestra, una bolsa de extrafina
sarga, do al catecismo de Ripalda
acompaña el salterio en castellano,
y un pañuelo bordado de su mano.
    Lleva también allí plata menuda,
que suele repartir de choza en choza;
donde el huérfano vive o la vïuda,
o el infeliz que de la luz no goza,
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o la indigente madre, a quien, desnuda,
tierna familia en derredor retoza,
o el que, fingiendo mano o pierna gafa,
a la sencilla caridad estafa.
    Iba por los senderos caminando
de la chacra, a sus ojos un imperio
de que ella es reina ahora; suspirando
recuerda alguna vez el cautiverio
que la amenaza; lee de cuando en cuando
una página o dos en el salterio;
pero hay un pensamiento, hay una idea
que a las demás apaga y señorea.
    «¡Aquel proscrito! ¿Quién será? Pariente
sin duda del señor don Agapito.
¿Quién otro pudo entrar tan libremente?
¿Quién alojarse aquí? Mas ¿qué delito
el suyo puede ser, que de la gente
se oculta así? ¡Tan joven! ¿Y proscrito?
¿Y si le viera alguno o le prendiera,
y yo ocasión a su desgracia diera?
    «Una madre, una esposa lloraría
por mi causa... ¡Gran Dios! ¡Qué triste idea!
Pero ha escapado. Le amanece el día
lejos, muy lejos. Y que en una aldea
favor le falte, ayuda y simpatía
no seré yo tan simple que lo crea.
¿Quién le tuvo el caballo tan a mano?
Forzoso es que haya en esto algún arcano».
    Silogizando así la niña hermosa
anda, sin sospechar que silogiza
(como monsieur Jourdain hablaba prosa),
cuando de un rancho o seto que tapiza
florida enredadera, entre frondosa
estancia de frutales y hortaliza,
apresurado sale un inquilino,
que viene a detenerla en el camino.
    Everaldo se llama; justamente
aquel que al perro extraño, como dije,
echó mano la noche precedente;
y estas dolientes voces le dirige
con aire misterioso: «Un accidente
fatal, una desgracia que me aflige
sobre manera..» «¡Acaba! ¿qué hay de nuevo?»
«¡Ah, señorita! casi no me atrevo
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    A referirlo a su merced... ¡Qué nueva
para el pobre patrón!» «¿Qué ha sucedido?»
¡Cómo lo va a sentir! Es una prueba
terrible... Desangrado, mal herido...»
«¿Quién?» «Y no me permite que me mueva
a dar noticia a nadie... Y sin sentido
está ya». «¿Pero ¿quién?» «El señorito,
sobrino del señor don Agapito».
    Como estatua quedó de inmóvil hielo
Isabel con el susto, y sólo exclama:
«Virgen sagrada, a tu socorro apelo»;
mas recobrada luego: «Corre, llama
Pero no llames... Voy a verle... El cielo
me dé valor». Entrando, va a la cama,
y en ella ve un objeto que la llena
de inexplicable turbación y pena.
    El mancebo yacía sobre un lecho
de pellones. Dormido se diría,
si aquel semblante pálido, deshecho,
y los lánguidos párpados que abría,
como para buscar la luz, y el pecho
que alza y baja en difícil agonía,
y una cárdena sien que sangre vierte
no anunciara el desmayo de la muerte.
    ¡Y qué inmatura! Errar no pienso un año
si dos o tres le añado a la veintena.
Cuerpo gentil, de regular tamaño;
cándido el pecho, si la faz morena;
cabello crespo y de color castaño;
facciones lindas, expresión serena
en el dolor; como el cincel exprime
alado genio que en la tumba gime.
   Herido está de dos o tres sablazos
(a más de aquella herida de la frente)
en el desnudo pecho y en los brazos;
y de la sangre obstruye la corriente
la banda y la camisa hechas pedazos;
vendajes puestos ruda y toscamente
por Everaldo, en que se estanca apenas
el rojo humor de las abiertas venas.
    Sírvele de almohada una armadura
de silla de montar que le lastima,
aunque se la hace un poco menos dura
el lanudo vellón que tiene encima.
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Cerca la daga está; la empuñadura
ensangrentada toda, que da grima.
Lleva sobre el calzón bota de campo,
y echado está a los pies su fiel Melampo.
    Lo que pasa en el alma de Isabela
no sé decir: enajenada, absorta
parece en el semblante, y como lela.
Pero esta suspensión ha sido corta.
Al pañizuelo de la bolsa apela;
saca las tijerillas y lo corta
en pedazos, y en parte lo deshila,
para atajar la sangre que destila.
    Descubre cada herida con su fino
y delicado tiento; en ellas fija
una porción del deshilado lino;
luego con los pedazos las cobija
del pañizuelo; luego el purpurino
rastro de sangre con la más prolija
atención limpia, lava; y a Everaldo
preparar manda prontamente un caldo.
    Un caldo es mal sonante en poesía;
pero la exactitud es lo primero.
Suena mejor sin duda la ambrosía;
mas no se encuentra con ningún dinero.
Ría la sombra de Hermosilla, ría;
llámeme chabacano y chapucero;
veraz historia escribo; soy heraldo
de la verdad. Volvamos, pues, al caldo.
    El caldo estaba pronto. Una escudilla
en que servirlo se echa sólo menos,
cosa que se hallará por maravilla
en ranchos perüanos o chilenos,
mas a falta de ajuar y de vajilla
fraternalmente acude a los ajenos
el que los necesita; caso extraño
que no ocurre dos veces en el año.
    A buscar, pues, un plato y una taza
y una cuchara sale el inquilino,
y al mismo tiempo es fuerza se dé traza
de que no sepa amigo ni vecino
para qué son. A su salida enlaza
la puerta, que es el modo campesino
de echarle llave; y mientras tanto vela
al herido la joven Isabela.
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    No estaba el rancho enteramente oscuro:
la luz del sol por cien troneras brilla
del techo humilde y del informe muro,
de secas ramas fábrica sencilla.
No hay más asiento allí que el suelo puro.
Isabel, fatigada, se arrodilla
junto a la pobre cama, y de hito en hito
mira el pálido rostro del proscrito.
    Inocente y piadosa, no le ocurre
que la modestia femenil condene
su tierna compasión; antes discurre
que ella la culpa en cierto modo tiene
de la desgracia, y que en pecado incurre,
y a la naturaleza contraviene,
no socorriendo a un pobre moribundo,
que no tiene otro amparo en este mundo.
    Sabe ya que es un hombre a quien persigue
inexorable la venganza humana;
que no hay hogar paterno a que se abrigue;
ni que a la misma caridad cristiana
puede invocar, temiendo la castigue
como delito una opresión tirana;
¿y en trance tal desapiadada, impía
a un infeliz desamparar podría?
    Mientras esto pensaba, atenta mira
aquella helada cara, helada y bella;
y cada vez que el mísero suspira,
compasiva también suspira ella.
Ni es sólo compasión lo que le inspira;
un afecto más tierno con aquella
piedad se mezcla ya; por él implora
con ruego ardiente al cielo; Isabel llora.
    Y semeja a la súplica devota
el cielo dar oído el ángel santo
de la piedad enjuga aquella gota
de compasivo y amoroso llanto.
Ya en el mancebo una expresión se nota
de alivio y calma; no suspira tanto;
cesa el sudor de aquella yerta frente;
parece adormecerse dulcemente.
    Estaba en una incómoda postura;
el vellón que le sirve de almohada
ha rodado; y lastima la montura
aquella hermosa frente desmayada.
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Isabel vaciló; mas ¿qué aventura
con uno que no ve ni siente nada?
«Es fuerza, dice, ¡tarda tanto el guazo!»
Y reclinada sobre el lecho, un brazo
    Cuan suavemente puede pone bajo
la cerviz del mancebo; la cabeza
le solevanta con algún trabajo,
y la dura almohada le adereza;
mas, o la conmoción o el agasajo,
o ya del velo de Isabel, que empieza
por el pecho a pasarle y por la cara,
la extraña sensación, le despertara;
    abrió los ojos él, y sorprendido,
en mirar aquel ángel se embelesa;
ella se tiñe de un color subido
cuando ve su embeleso y su sorpresa;
y más cuando a encontrarse en medio han ido
la mirada del joven que le expresa
la admiración, la gratitud más viva,
y su tierna mirada compasiva.
    Pero reclina al joven blandamente
y aparta dél los ojos; la acobarda
un movimiento que en el alma siente,
y le manda el pudor ponerse en guarda.
Confusa, temerosa y ya impaciente,
«Válgame Dios, lo que Everaldo tarda»
dice en sí misma. Pareció el mancebo
desfallecer, y se adurmió de nuevo.
    Ya es un profundo y apacible sueño
al que rendido yace; lo que libra
a Isabelita de terrible empeño;
porque su corazón, en cada fibra,
en tanto que él de sus sentidos dueño
la está mirando, estremecido vibra.
Pero la agitación ya se sosiega,
y más ahora que Everaldo llega.
    Llegó Everaldo; y ella como advierte
que al parecer mejor está el herido
(que si se ha visto próximo a la muerte
ha sido por la sangre que ha perdido),
encarga se le dé, cuando despierte,
sustento; se le ponga en más mullido
lecho; y que el inquilino cuanto pase
la haga saber; y aquesto dicho, vase.
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    Miró al soslayo al joven Isabela,
y huyó cobarde; y si huye así cobarde,
ella sabe por qué; y aun la cautela
me parece que llega un poco tarde.
Mas el lector saber la historia anhela
de tal proscrito, y no es razón que aguarde.
Suene la lira en alto contrapunto,
que lo merece bien el nuevo asunto.


Canto V

La derrota de Rancagua



«ESPAÑOLES

¡Arma, arma! ¡Guerra, guerra!

PIZARRO

¡A ellos, españoles!

ESPAÑOLES

¡A ellos!

PIZARRO

Mueran antes que se amparen
de las breñas».

(Calderón)                


    Ya la segunda noche se aproxima
de aquel aciago octubre catorceno,
cuya memoria sola pone grima
y sobresalto al corazón chileno.
Obstáculo no queda que reprima,
del Cachapoal en el distrito ameno,
al español, que enardecido vaga,
y de pillaje y muerte se embriaga.
    La plaza de Rancagua es el postrero
asilo en que la hueste patrïota
sostiene aún la lucha; no hay sendero
que ofrezca un medio de escapar; se agota
la munición; en torno el crudo ibero
con alharaca horrísona alborota;
y cuanto más resiste, más ofende
el enemigo, y más la lid se enciende.
   Es mayor cada instante la matanza
que hace en sus filas el silbante plomo,
y más se estrecha el cerco; y de esperanza
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no se divisa ni un lejano asomo.
¿Qué puede allí la espada, ni la lanza,
ni qué el fusil? Cruzó el celeste domo
por vez segunda el sol; la noche oscura
vuelve otra vez y el fiero asalto dura.
    Es para el enemigo cada techo
un fuerte desde donde a salvo tira,
mientras desnudo nuestra gente el pecho
presenta, y no descansa, y no respira
sino con pena en el recinto estrecho
a que más concentrada se retira,
bajo el llover de bala, y piedra, y teja
que ya donde moverse no le deja.
    Una ventana espesa bocanada
de fuego y humo sin cesar vomita;
en otra la familia desolada
¡favor! ¡favor! a sus amigos grita;
y cada bocacalle está enjambrada
de soldadesca vándala maldita
que cierra las salidas de la plaza
y a los nuestros de lejos amenaza.
    Como la artillería su baluarte
de débiles adobes aportilla,
las filas enemigas rompe y parte
a gran correr la intrépida cuadrilla.
Víctimas de sus iras a una parte
y otra dejando va, que es maravilla;
pincha, taja, derriba y atropella;
marcan sangre y cadáveres su huella.
    Iba entre los infantes (que una bala
pudo descabalgarle en la refriega),
el joven capitán Emilio Ayala,
que a varonil edad apenas llega,
y por su talle y apostura y gala,
y por el ardimiento con que juega
la espada, y por el aire altivo y franco,
de la enemiga furia se hizo el blanco.
    Sobrino fue de aquel don Agapito
tantas veces mentado en mi leyenda;
y sobrino mimado y favorito,
y presunto heredero de la hacienda.
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Bravo, arrestado. Aún era tiernecito
cuando lanzar un potro a toda rienda
y enlazar un novillo en el rodeo
era su pasatiempo y su recreo.
    Patriota, no se diga. Ni pudiera
no serlo el que educado por su tío
fue, desde la infeliz temprana era
de guerra incauta y de inexperto brío,
soldado de la patria. Su primera
milicia vieron Maule y Biobío;
y si su nombre a Chile enorgullece
y España lo maldice, lo merece.
    Iba, pues, como digo, en la valiente
tropa; en el centro alguna vez oculto,
cuando le carga demasiada gente
del enemigo, por pescarle el bulto;
ora lidiando valerosamente
donde es mayor la gresca y el tumulto;
y ora asaltando súbito al que observa
más desapercibido en la caterva.
    Estaba tan mezclada la española
con la chilena gente, que no puede
usar el enemigo la pistola
ni la escopeta; y el terreno cede
mal de su grado si se empeña sola
el arma blanca, en que el patriota excede,
y con ventaja lidia indisputable,
ora puñal esgrima, espada o sable.
    Pero es forzoso ahora hincar la espuela
antes que la restante fuerza hispana
al sitio acuda; Ossorio mismo vuela
al frente de la tropa veterana
a que en los casos de importancia apela;
pero su diligencia ha sido vana;
distantes van los nuestros, y lejano
se oye el casco veloz pulsar el llano.
    Emilio se quedó corto, ya sea
que le embarace el enemigo el paso,
o que alejarse a los demás no vea
(pues ya oscuro el crepúsculo, un escaso
destello arroja), o que en parcial pelea
enardecido en medio del fracaso
y confusión, su propio riesgo olvide,
y (lo que nunca suele), se descuide.
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    Le encuentran solo; y a correr aprieta;
y le siguen tres vándalos a una.
Llevaba el de adelante una escopeta
(el habérsele roto fue fortuna
en anterior acción la bayoneta);
y a la distancia alzándola oportuna,
de descargar un fiero golpe trata
al mozo en el testuz con la culata.
    «De ésta, le dice, a Satanás te mando,
miserable insurgente». Esquiva el viento
la culata terrífica silbando;
mas su baladronada fue un acento
de aviso y salvación. El joven, dando
media vuelta con ágil movimiento,
huye el bulto, y al godo que le hostiga
mete un palmo de acero en la barriga.
    Maldiciones vomita el fusilero;
y puestas ambas palmas en la herida,
dice con quebrantada voz: «Me muero...
A manos de un traidor, pierdo la vida...
¡Camaradas, venganza!...» Al compañero
como los otros dos de la partida
vieran caer, a darle van auxilio;
así logró ponerse en cobro Emilio.
    Toda Rancagua en tanto era despojo
del español, que tala, rompe y quema
sólo por contentar su ciego enojo
en el dolor y en la miseria extrema.
Lo mismo insulta en su brutal arrojo
al rico, al pobre, a la deidad suprema;
quiere dejar de su venganza ejemplo
en la calle, en el rancho, hasta en el templo.
    Mirad los que dudáis si el hombre es fiera,
una ciudad que hostil espada doma;
no importa qué uniforme o qué bandera
o qué divisa el enemigo toma.
Guardia imperial, soldado talavera,
sectario de Moisés o de Mahoma,
iniciado en la fe por el bautismo
o la circuncisión, todo es lo mismo.
Con los lamentos de la triste gente
miradle cuál se exalta y se alboroza,
y cuál por la delicia solamente
de herir y destrozar, hiere y destroza;
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y cómo, salpicado hasta la frente
de sangre, en verla derramar se goza,
y con qué risa endemoniada espía
los visajes de la última agonía.
    Devoto campeón de un rey devoto,
vedle del templo hacer taberna obscena,
do la blasfemia, el desalmado voto,
y su habitual interjección resuena,
do roba y pilla, y todo freno roto,
con los sagrados vasos bebe y cena,
y ni a la madre de su Dios perdona
arrancando a sus sienes la corona.
    ¡Lámpara fiel que ante los santos bultos
ardes perenne! cuenta lo que viste:
las abominaciones, los insultos,
los sacrilegios de esta noche triste;
los arrastrados párvulos y adultos,
y la ultrajada virgen que resiste
asida del altar, y opone en vano
lloroso ruego al forzador villano,
    Mas con sus hechos harta ya es la fama.
Fatiga este «destello peregrino
de antorcha celestial», como él se llama;
esta de lo infernal y lo divino,
según yo pienso, equívoca amalgama,
en quien la rienda, el arte, el culto y fino
vivir social, palía sí, no enfrena
el instinto del tigre y de la hiena.
    Volvamos, pues, al capitán, que sigue
corriendo a gran correr por la llanura;
y aunque español ninguno le persigue,
y ya la noche va cerrando oscura,
teme topar con alguien que le obligue
a hacer alto; y por donde la espesura
de las cercas su fuga patrocina,
diligente y solícito camina.
    Oye en tanto a distancia el gran lamento
de los vencidos y la horrible gresca
de que en torpes orgías hinche el viento
la mal disciplinada soldadesca.
De Viva el rey al repetido acento,
volviendo el rostro Emilio, una grotesca
y lastimosa escena ve a la triste
lumbre de que Rancagua se reviste.
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    Partidas de soldados y ofíciales,
desmandadas mujeres, niños, viejos,
vagan por los confusos arrabales
entre humo y sombra y cárdenos reflejos.
Negra visión de estancias infernales
a la vista parece desde lejos,
en que tropa de diablos turbulenta
a las míseras almas atormenta.
    Pero ¿qué nuevo incendio se levanta?
¿qué coro doloroso de alaridos
hace al mancebo suspender la planta
y dirigir atento los oídos?
Altas llamas devoran (Virgen santa,
¡qué horror!) el hospital de los heridos.
Claman ¡piedad! ¡piedad! Y les contesta
algazara feroz de burla y fiesta.
    Vio la siguiente luz de la mañana
las manos, por el fuego ennegrecidas,
a las rejas aún, de la ventana,
como en la lucha de la muerte, asidas;
y de cuajada sangre americana
pavimentos, paredes, vio teñidas,
y de perros y buitres los insultos
a destrozados cuerpos insepultos.
    Jura venganza Ayala, y su carrera
dirige a cierto rancho conocido,
do habilitarse de un caballo espera
y mudar de sombrero y de vestido.
Tras un torcido tronco de alta higuera
acecha la ocasión, cuando oye el ruido
de trotadores cascos, que veloces
pulsan el llano, y de mezcladas voces.
    «Este, dice una voz, es el camino
que se le vio tomar»... «Paren ustedes,
dice otra voz, en tanto que examino
si le ocultan acaso estas paredes».
Toca a la puerta. Un viejo campesino
sale. «¿Qué necesitan sus mercedes?»,
pregunta, temeroso. «Escucha, ¡infame!
Si no quieres que toda se derrame
    «Esa vil sangre al filo de mi acero,
entrégame al malvado que se esconde
por estos andurriales». «Caballero,
protesto y juro, el viejo le responde,
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que a nadie he visto». «¡Mientes, marrullero;
le tienes escondido!» «Pero ¿dónde?
Si no merezco yo que se me crea,
pase adelante su merced, y vea».
    Era el que hablaba un cabo veterano
que muestra por el habla y continente
haber cargado un poco más la mano,
que lo que fuera justo, al aguardiente.
Nada dice que el ajo castellano
con fuerza peculiar no condimente;
zafio además, amigo de bureo,
patiestevado, y como un mico feo.
    Desmonta, pues, y al viejo el insolente
aparta de un tirón, y entra a la choza,
do con el viejo habitan solamente
una anciana mujer y una hija moza,
la cual, entrando el cabo de repente,
con una tosca manta se reboza;
pero no es hombre el cabo que se empacha,
porque se le reboce una muchacha.
    El cabo, que la ve, se le aficiona,
que era la chica, a la verdad, no mala,
y como con los humos de la mona
de un pensamiento en otro se resbala,
su primero propósito abandona
de perseguir al capitán Ayala,
que atisba lo que pasa no sin miedo,
y en su escondrijo se mantiene quedo.
    El cabo, que al placer de la conquista
nueva se entrega todo, a rato breve
sale dando traspiés, torva la vista,
y en mal formada voz, que a risa mueve:
«Una o dos leguas más seguid la pista
de ese traidor, que Lucifer se lleve
(dice), la seña, Tarragona; el santo,
San Ildefonso; aquí os aguardo en tanto».
    Los otros corren; él se queda, y junta
la débil puertecilla del tugurio;
y nuestro Ayala, que un desmán barrunta
(pues no le pareció de buen augurio
quedara el cabo), andando va en la punta
de los pies hacia el rancho; y al murmurio
de la conversación, que atento escucha,
oye un rumor surgir como de lucha.
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    Voces, lloros y gritos oyó luego,
y reputando ya por cosa cierta
lo que temía, arrebatado y ciego
a tierra echó de un puntapié la puerta.
Un salto da, y al mísero gallego,
que estupefacto y con la boca abierta
quedó del susto, asiendo de la gola,
«A Chile, dice, este puñal te inmola.
    «Pídele a Dios misericordia, y muere!»
«¡Perdón, mi capitán!, exclama el triste
cabo, atajando el brazo que le hiere.
¡Perdón a un infeliz que no resiste!
¡Piedad!» «Piedad de mí ninguna espere
un español, un monstruo. ¿La tuviste
de la mujer que deshonrabas?» «¡Toma!
¿No vio usted, capitán, que era una broma?»
    «¿Te burlas, miserable?» «Nada de eso;
pero vamos al caso. Usted me mata.
Muy bien... Los otros vuelven... Llevan preso
a este infeliz, y usted, usted que trata
de protegerle, es quien, por un exceso
de protección, le aprieta la corbata...
No, no se enfade usted... Por mí, me allano
a perecer... pero este pobre anciano...
    «A más, usted la causa americana
defiende, y la de Chile... Santo y bueno.
Lo mismo hiciera, y de muy buena gana,
el hijo de mi madre, a ser chileno.
Pero ¿qué quiere usted? Nací en Trïana;
soy, como acá se dice, sarraceno;
y no hago más que usted, si se examina,
en arrimar la brasa a mi sardina.
   «Déjeme usted, y a respetar me obligo.
«Silencio, charlatán; y si es que en algo
aprecias el pellejo, ven conmigo».
«Pero ¿a dónde, por Dios, señor hidalgo?»
«¡Monta!» «¿Con qué me voy?» «Que montes digo;
la grupa tomaré». «Solo, cabalgo
mucho mejor». «O monta, o muere». «Monto».
«¡Hacia la cordillera, y pronto, pronto!»
    Iban los dos corriendo a toda brida.
El cabo a veces charla, a veces reza,
a veces canta, a veces voz perdida
exhala; y ya dormita, ya bosteza;
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el viento, el aire, la veloz corrida
le fueron despejando la cabeza.
Rayó la aurora, y no distante un ancho
río aparece; allende el río, un rancho.
    Atraviesan; descansan; se despoja
de su uniforme Ayala; y un sombrero
de paja y una manta azul y roja
torna para seguir su derrotero.
Decir qué rumbo lleva y dónde aloja
con el involuntario compañero,
prolijo cuento y fastidioso fuera;
pero pasan, por fin, la cordillera;
    la cordillera yerma, no cual antes,
de silenciosa paz vasto distrito,
que sólo el pie de raros caminantes,
o del cóndor rapaz turbaba el grito,
o el de las tempestades resonantes
que hacen vibrar sus lomos de granito;
sino cruzada entre bullicio hirviente
por luengas filas de apiñada gente.
    Por cada cima, y cada valle, y cuesta
la multitud apresurada huía,
cual suele verse en una insigne fiesta
la calle principal que al templo guía;
mas lo que en la expresión se manifiesta
de los semblantes ¡ay! no es alegría,
sino aflicción, y las que esparce al viento
son voces de plegaria y de lamento.
    Corren hombres, mujeres, chicos, grandes,
unos tras otros en continuas olas,
y los páramos cubren de los Andes,
huyendo de las iras españolas;
pues de que tu rigor, España, ablandes
no hay esperanza, y donde tú tremolas
tus odiados castillos y leones
hiela servil terror los corazones.
    ¡Ah! ¡cuánto pie lastiman delicado
la roca dura, y de la intensa nieve
el valladar antes de tiempo hollado!
Y al patrio suelo que en paisaje breve
se les presenta ahora ataviado
de lustrosa verdura y de la leve
túnica de la niebla, ¡cuánta muda
despedida de lágrimas saluda!
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    La paz de los sepulcros y el letargo
¿aceptarán de la opresión de España?
Primero mendigar el pan amargo
del emigrado, el pan de gente extraña,
y el agrio cáliz de esperanza largo,
que con befa crüel Fortuna engaña,
tornando en triste y espantosa vela
cada soñar que al infeliz consuela.
    Pero no a ti prolijo duelo aguarda,
destronada Sïón, que a Iberia quita
de su tutela infiel la dura guarda
tremenda ley en bronce eterno escrita.
Sueña ella que su espada la retarda.
¡Vano error! en el vidrio que limita
la duración que el cielo da a tus penas
se ciernen ya las últimas arenas.

  —630→     —580→  

139. Caro, 1882 da este verso:


«Eso es lo que repite a cada paso»,



  —581→  

152. Caro, 1882 da este verso:


¿por qué no decir claro: no la doto?»



  —582→  

193. O. C. III, da esta lectura: Ello por más que don Gregorio tienta. Nos atenemos al texto de Caro, 1882.

  —584→  

283. Caro, 1882 da este verso:


A una mujer tan necia y casquivana



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323. O. C. III da mal este verso:


por lo menos habrá su media hora,



  —592→  

631. En Vida Bello, p. 617, Amunátegui da así este verso:


y a los labios poniéndose un mentiroso



  —595→  

700. Corregimos «víscuido» por «víscido».

  —601→  

1006. Caro (Epistolario, Bogotá, 1941, p. 64) observa con razón que la palabra final del verso debe ser retoza y no reboza (rebosa) que por mala lectura se había dado en las otras ediciones. Cfr. reboza en verso 2014.

  —602→  

1046. Arístides Rojas da este verso:


vaca me ofrece su repleta ubre,



1048. Arístides Rojas da este verso:


a respirar el aire matutino.



  —603→  

1062. Arístides Rojas da este verso:


que una niebla gentil tal tez arropa,



1070. Arístides Rejas da este verso:


arroba el alma en dulce desvarío,



1081. Arístides Rojas da «Véalos», por «Véolos»; Caro, 1882 lee «Viéralos».

1086. Arístides Rojas da este verso:


escarchas ni aun embotan la fragancia,



  —604→  

1088. Arístides Rojas da este verso:


nebuloso talvez... ¡Así era el mía!



1104.Arístides Rojas y Caro, 1882 dan este verso:


oigo a nadie decir: ¡Advenedizo!



  —610→  

1361. Caro (Epistolario, Bogotá, 1941, p. 64) observa con razón que la palabra final del verso debe ser tasa por traza, que se había dado erróneamente en las otras ediciones.

  —621→  

1800. Faltan tres octavas, que no han podido encontrarse. (EDICIÓN CHILENA. SANTIAGO).




ArribaAbajoRudens o El cable del navío

(Traducción de Plauto)156


Prólogo


ARTURO
    -En la ciudad celeste de los dioses
conciudadano soy de aquel que mueve
mares y tierras y las gentes todas.
Pues soy, cual veis, la blanca estrella fúlgida,
astro que nace a la debida hora 2195
en cielo y tierra: Arturo me apellidan,
que de noche en el cielo entre los dioses
brillo, y de día entre los hombres ando,
—631→
como también acá los otros bajan
lucientes astros, pues aquel que impera 2200
a Dioses y a mortales rey supremo
por partes diferentes nos envía
a observar de los hombres las costumbres,
la fe y piedad, y de qué modo llegue
a la fortuna cada cual; si falsa 2205
litis con falsos testimonios mueva,
o si sus deudas, perjurando niegue;
y de los tales luego el nombre escrito
llevamos al Tonante. Así conoce
—632→
al que busca lo malo, o con perjurios 2210
triunfar del adversario solicita
o recabar del juez inicuo fallo
con malas artes. Él lo ya juzgado
juzga de nuevo, y les impone multa
que el valor de la causa que vencieron 2215
excede en mucho. De los buenos lleva
también registro en su estrellado trono,
que no, como el malvado se imagina,
aplaca al Dios con víctimas o dones;
antes el gasto y el trabajo pierde, 2220
porque de las ofrendas del perjuro
no acepta nada Jove, [y a los buenos]
indulgente y benigno oye la súplica.
—633→
Parad mientes por tanto a lo que digo
vosotros que, buscáis derechamente 2225
el bien, y vida franca, honrada y pía;
seguid así, y os holgaréis un día.
    Pero decir me cumple a lo que vengo.
Difilo, autor de esta comedia, quiso
que esta ciudad Cirene fuese; y mora 2230
Démones en la misma, en esta granja
que veis a orillas de la mar; anciano
que desterrado vino aquí de Atenas,
hombre de buena pasta. Ni carece
de sus patrios lugares por delito. 2235
Antes, sirviendo a los demás hallose,
perdida en hacer bien hacienda pingüe,
embarazado y empeñado y pobre
de puro liberal... y para colmo
de desgracia, una niña en edad tierna, 2240
hija suya, robáronle piratas,
a quienes un bribón de siete suelas
que habita aquí también, comprola. Un día
—634→
que de tañer la flauta
en la vecina escuela 2245
la niña, joven ya, tornaba a casa,
un mozo hubo de verla, compatriota
del dueño de la granja que os he dicho,
Ateniense también, y al mismo punto,
enamorose; ve al rufián; contrata 2250
con él que se la venda como esclava
por treinta minas; diole el joven prenda,
y el trato confirmó con juramento
aquel follón que de la fe jurada
se burla y mofa, y se le da una higa 2255
de lo que más sagrado hay en el mundo.
El caso fue que vino de Agrigento
un viejo igual a él; facineroso
si los hay, fementido y alevoso.
—635→
Hospedole el rufián, y como viera 2260
a la doncella, empieza
a ponderar su gracia y gentileza
celebraba asimismo la apostura
de otras mujeres, que el rufián tenía
para su abominable granjería. 2265
Dícele que a Sicilia
se vaya, donde abunda
la juventud alegre y licenciosa
y deja inmenso lucro aquel comercio
de mujercillas, que fortuna grande 2270
—636→
había de darle en breve. Persuadiole;
un bajel se fletó secretamente,
y de noche se lleva
todo el ajuar a bordo. Al pobre amante,
dice el rufián que va a cumplir un voto 2275
en el Templo de Venus,
que veis allí, vecino a la ribera
y que después del sacrificio espera
le acompañe a comer. Tras esto vase
furtivamente al mar; el siciliano 2280
y las mujeres y el rufián se embarcan;
se cuenta al joven lo que pasa; al puerto
apresurado corre; a gran distancia
iba la nave ya. Pues yo que miro
que así se van con la infeliz doncella 2285
quise al rufián perder; salvarle a ella.
—637→
    Bramé tempestüoso;
olas levanté al cielo
altísimas, horrendas; que si suelo
embravecerme en el nacer, más bravo 2290
mi usado giro en occidente acabo.
La nave dio al través; los malandrines
viejo y rufián arroja, que se amparan
de un pelado arrecife;
y la niña al esquife 2295
con otra joven sierva
sobrecogida de pavor se lanza.
Se lanzan temerosas
y a la playa vecina
la alborotada mar las encamina 2300
no lejos de do mora
Démones, de su patria desterrado
como os he dicho ya; cuyo tejado
hizo pedazos esta noche el viento.
—638→
Este que sale esclavo es suyo. Al joven 2305
enamorado, que compró la niña
presto veréis; y concluyose el cuento.
Resta que os diga mi palabra extrema:
Vivid, medrad, y el enemigo os tema.


ArribaAbajoActo I


Escena I

CEPARNIO
-¡Oh dioses inmortales; 2310
qué tormenta furiosa
esta noche pasada
nos envïó Neptuno!
La casa toda el viento ha destechado.
¿Para qué ponderarlo? No era viento 2315
sino el rayo de Júpiter Tonante
que en la Alcmena de Eurípides estalla.
—639→
Así soplaba, tanto estrago ha hecho;
bien que a la habitación más luz ha dado
abriéndonos ventanas en el techo. 2320


Escena II

PLEUSIDIPO
-Siento, a decir verdad, que hayáis dejado
vuestros negocios propios por mi causa,
sin fruto alguno. Mas, si bien no pude
en el puerto alcanzarle, no por eso
desalentarme quise, abandonando 2325
toda esperanza, y os detuve. Ahora
quiero al templo de Venus dirigirme,
a donde dijo que venir debía
para sacrificar.
  —640→  
CEPARNIO
-Se pasa el día;
sudemos en la ingrata 2330
faena de este barro que me mata.
PLEUSIDIPO
-Cerca parece que hablan.
DÉMONES
-Oyes, digo,
¡Ceparnio!
CEPARINO
-¿Quién mi nombre
pronuncia?
DÉMONES
-El que por ti dio su dinero.
CEPARINO
-Que soy tu esclavo infiero 2335
de lo que dices.
DÉMONES
-Cava,
cava, Ceparnio amigo; ¡barro! ¡barro!
—641→

imagen

Facsímil de una página del manuscrito original de Bello,
de la traducción del Rudens o El cable del Navío, de Plauto.

porque según sospecho
hay que adobar de cabo a cabo el techo,
más agujero tiene que una criba. 2340
PLEUSIDIPO
-¡Padre! Salud, y a ti también saludo.
DÉMONES
-Guárdete el cielo.
CEPARINO
¿Eres, hija o hijo,
que le apellidas padre?
PLEUSIDIPO
-Ciertamente
varón soy.
CEPARINO
-Otro padre
buscarte debes; que una hija sola 2345
tuve y perdila; hijo
ninguno tuve.
  —642→  
PLEUSIDIPO
-Mas querrán los dioses
dártelo.
CEPARINO
-Y malandanza al que se viene
con pláticas ociosas
a donde ve que trabajando estamos. 2350
PLEUSIDIPO
-¿Moráis aquí?
CEPARINO
-¿Qué te va en ello? Espías
por do venir a hurtar.
PLEUSIDIPO
-Sin duda alguna
esclavo eres mimado, adinerado,
—643→
que hablas así delante
de tu señor y a un hombre libre insultas. 2355
CEPARINO
-Y tú sin duda algún truhán, bergante,
que en casa ajena molestar pretende
donde no tienes que buscar.
DÉMONES
-Ceparnio
¡Silencio! y tú ¿qué has menester?
PLEUSIDIPO
-Del cielo
la maldición sobre un esclavo que osa 2360
la palabra tomar, presente el dueño.
Pero, si no te enoja, preguntarte
una cosa querría.
DÉMONES
-Aunque afanado,
como ves, ya te escucho.
CEPARINO
-¿Pues no fueras,
más bien, Señor, y del marjal trajeras 2365
cañas con que la casa
techar, mientras el cielo está sereno?
  —644→  
DÉMONES
-Calla, Ceparnio; y tú, si quieres, habla.
PLEUSIDIPO
-Que me digas, te pido,
¿has visto por ventura 2370
un hombre de malísima figura,
cabello crespo, cano; zalamero,
adulador, grandísimo embustero?
DÉMONES
-Infinitos; por ellos la miseria
paso que ves.
PLEUSIDIPO
-Alguno que viniese
2375
a ese templo cercano
con dos mujeres jóvenes, hermosas.
—645→
¿Cómo a ofrecer a Venus sacrificio
ayer u hoy?
DÉMONES
-No sé, por vida mía
que nadie en este tiempo haya venido 2380
a cosa tal, y a fe que lo sabría,
porque ninguna víctima se inmola,
que el sacrificador no venga luego
a pedirme agua o fuego,
asador, o vasijas o cuchillo, 2385
caldero en que se cuezan las entrañas.
¿Y qué sé yo? para la diosa Venus
vasos y pozo aderecé sin duda,
no para mí. Mas hace algunos días
que descansar me dejan. 2390
PLEUSIDIPO
-Perdido soy, según lo que me dices.
DÉMONES
-No tengo en ello parte.
CEPARINO
-Hola el amigo
que se anda ocioso a visitar los templos
para sacar el vientre de mal año,
—646→
¿no fuese bien que hicieses la comida 2395
guisar en casa?
DÉMONES
-Si a comer vinieses,
el que te convidó no ha parecido.
PLEUSIDIPO
-Muy bien.
CEPARINO
-Y que me ahorquen
si en ayunas a casa no volvieres.
Mejor patrona a Ceres que no a Venus, 2400
que da, si amores Venus, trigo Ceres.
PLEUSIDIPO
-Burlome indignamente el fementido.
DÉMONES
-Pero, dioses, ¿qué miro? ¿Ves, Ceparnio,
aquellos hombres en la playa?
  —647→  
CEPARNIO
-Juzgo
que fueron convidados de camino 2405
al templo.
DÉMONES
-¿Qué imaginas?
CEPARINO
-Imagino
que después de la cena se lavaron.
DÉMONES
-En el mar naufragaron.
CEPARINO
-No lo yerra
tu discurso. Y nosotros en la tierra.
  —648→  
DÉMONES
-¡Ah! ¡lo que son los míseros humanos! 2410
Helos ahí que arrebatados nadan.
PLEUSIDIPO
-¿Dónde están, por tu vida?
DÉMONES
-Hacia el derecho
lado. ¿No ves? A no muy largo trecho
de la ribera.
PLEUSIDIPO
-¡Oh si el malvado fuese!
¡Ea!, seguidme amigos. Dios os guarde. 2415
CEPARINO
-Verémoslo nosotros con cuidado.
Mas ¡oh tú, Palemón, que amigo y socio
de Neptuno te llamas! ¿Qué es aquello?
Dos afligidas solas
pobres mujeres en pequeño esquife 2420
—649→
juguete de las olas.
¡Cómo la mar acá y allá lo empuja,
y a las cuitadas amedrenta! ¡Bravos!
La ola del escollo las aparta,
y a la playa lo lleva. No lo haría 2425
el piloto mejor. ¡Ondas! mayores
ondas no pienso que jamás he visto.
Si el esquife no vuelca,
será fortuna. Ahora es el peligro,
¡ahora!... Cayó al agua la una de ellas. 2430
Mas hay vado por dicha. Fácilmente
podrá salir. ¡Oh Júpiter! ¡echóla
a la playa la ola!
Levántase; a este sitio se encamina;
—650→
salvose... Mas la otra 2435
del esquife a la tierra
salta. ¿Se ve que de temor vacila
y en la resaca de rodillas cae?
Escapó de la mar, pisó en la playa.
¡Salva está! Mas ¿a dónde en mala hora 2440
se vuelve? Erró el camino.
DÉMONES
-¿Qué te importa?
CEPARINO
-Si de la roca a do se acoge cae
miedo no habrá de que otra vez lo yerre.
DÉMONES
-Piensas cenar acaso de su cena,
que sólo de ellas cuidas? 2445
Si de la mía, a mi servicio atiende.
  —651→  
CEPARINO
-Nada, señor, te digo:
Tienes harta razón.
DÉMONES
-Sígueme.
CEPARINO
-Sigo.


Escena III

PALESTRA
-Nunca el hombre imagina tan acerbos
los contratiempos de la humana vida 2450
como tengo amarguras padecidas.
—652→
Esto me reservabas, ¡Santo Cielo!
¿Yo echada por la mar a extraño suelo
tímida peregrina?
¿Destino tal, cuando nací, me cupo? 2455
¿O el premio es éste que concede Jove
a la que pía le adoró? Que fuera
la miseria presente llevadera,
si jamás a mis padres o a los dioses
criminal ofendiera. 2460
Pero si estuvo, celestiales númenes,
siempre lejos de mí culpa tan grave,
en la suerte infelice que me cabe
no sois conmigo justos, ni al decoro
vuestro satisfacéis... ¿Por qué, decidme, 2465
qué guardáis al impío,
si al inocente honráis de esta manera?
Si yo me echase en cara
contra vos o mis padres culpa alguna,
—653→
menos de mi fortuna 2470
atenuase el rigor, menos llorara.
Mas la maldad sin duda
llevo yo sobre mí del amo mío
y mi desgracia viene del impío.
Perdió en el mar la nave y cuanto tuvo; 2475
de que yo soy único resto. Aquella
también que en el esquife iba conmigo
en la mar pereció; yo sola, quedo
en orfandad completa y desamparo,
que a tenerla conmigo, no tan triste 2480
fuera la condición de que me quejo.
¿Qué esperanza, qué auxilio, qué consejo
los dioses me deparan?
Nada en torno se ve, sino desnuda
soledad, rocas muertas (?) 2485
y resonantes olas.
Ninguno que al encuentro
me valga y me socorra,
—654→
ni pan que me alimente,
ni techo que me acoja. 2490
Y toda mi riqueza
estas mojadas ropas.
¿A qué la vida quiero
si menos de ella espero?
¡Si a lo menos alguno me mostrara 2495
por do de esta región desconocida
hallase al fin salida!
No sé por do mis pasos enderece
ni de cultivo humano
miro señal, y de pavor y frío 2500
temblando estoy. ¡Desventurados padres
el infortunio mío
cuán distantes estáis de imaginaros!
De nada me sirvió que yo naciese
libre y de abuelos claros, 2505
—655→
si dura servidumbre me aguardaba
cual si naciese esclava,
ni aquel ser que os debí pude pagaros.


Escena IV

AMPELISCA
-¿Qué cosa puedo hacer de más provecho
que sacarme del pecho 2510
esta mísera vida
tan enojosa y de cuidados llena?
Si el destino la corta,
hágalo en hora buena; no me importa;
cuando las esperanzas que abrigaba 2515
todas me abandonaron. He corrido
acá y allá; rincón tan escondido
que no haya registrado no me queda.
Con la voz, los oídos y los ojos,
he buscado, he llamado a mi consierva 2520
sin que encontrar pudiera
a mi desventurada compañera
de servidumbre, ni a dónde me encamine
sé, ni de quién me informe, que me diga
si una señal ha visto o resto suyo. 2525
Y desierto lugar como el que miro
en derredor, no tiene el mundo todo.
—656→
Mas si en alguna parte oculta se halla
no habrá rincón, peñasco, ni sendero
que no visite hasta encontrarla viva. 2530
PALESTRA
-¿Quién habla aquí tan cerca?
AMPELISCA
-Temerosa (?)
¡Tiemblo! ¿Qué voz es ésa?
PALESTRA
-¡Buena esperanza! Acórreme.
¿No es el que escucho mujeril acento?
AMPELISCA
-Sácame te suplico, 2535
de pena tanta.
  —657→  
PALESTRA
-De mujer no hay duda,
es esta voz que mis oídos hiere.
¿Es acaso Ampelisca?
AMPELISCA
-¿Eres Palestra acaso?
PALESTRA
-Por mi nombre me llama: 2540
¡Ampelisca!
AMPELISCA
-¿Quién eres?
PALESTRA
-Palestra soy.
AMPELISCA
-¿Dó estás?
PALESTRA
-En la miseria.
AMPELISCA
-Yo te acompaño y no es menor la parte
que a mí me toca. Deja verte.
PALESTRA
-Deja
que yo te vea.
  —658→  
AMPELISCA
-Guíe
2545
nuestros pasos la voz. ¿Dó estás?
PALESTRA
-Me tienes
a tu presencia; acércate y me acerco.
AMPELISCA
-Voy ya.
PALESTRA
-Dame la mano.
AMPELISCA
-Toma.
PALESTRA
-¿Vives?
AMPELISCA
-Y la causa eres hoy de que la vida
odiosa no me sea, 2550
cuando a tocarte llego, y casi, casi
tocarte dudo. Abrázame, esperanza,
esperanza querida, que aligeras
de mis penas la carga.
  —659→  
PALESTRA
-Me quitas de la boca 2555
lo que decirte quiero. Mas conviene
irnos de este lugar al punto.
AMPELISCA
-¿A dónde?
PALESTRA
-A par de la ribera caminemos.
AMPELISCA
-Te sigo a donde guíes.
PALESTRA
-¿Con la ropa
mojada así, de caminar tenemos? 2560
AMPELISCA
-Fuerza es. ¿Mas qué veo?
PALESTRA
-¿Qué te admira?
AMPELISCA
-¿No es templo aquél?
  —660→  
PALESTRA
-¿Qué templo?
AMPELISCA
-Aquel que a la derecha se descubre.
Morada hermosa y de la diosa digna
parece ser.
PALESTRA
-Y cerca
2565
hombres habrá, que no en desierto puede
tan bello sitio hallarse. ¡Oh Dios! salúdote
quienquiera que tú seas
y que a nuestra desgracia pongas término
humilde te suplico; favorece 2570
a estas que ves cuitadas, miserables,
de todo amparo y protección desnudas.


Escena V

PTOLEMOCRACIA
-Oír me ha parecido
voz de plegaria, que a salir me mueve.
¿Quiénes son las que ruego dolorido 2575
envían a la diosa mi patrona?
—661→
Diosa indulgente y pía
benigna, complaciente
y a los humanos ruegos nada sorda
invocan.
PALESTRA
-Salud, Madre.
2580
PTOLEMOCRACIA
-Y salud a vosotras. Mas ¿de dónde,
de dónde, os ruego, habéis acá venido,
húmedo así el vestido,
desaliñado y triste?
PALESTRA
-De no lejos,
cerca de aquí, de aquella 2585
playa, mas el lugar de donde a ella
vinimos, a gran trecho está.
PTOLEMOCRACIA
-Comprendo,
caballo de madera cabalgasteis
por las azules vías.
  —662→  
PALESTRA
-Ciertamente.
PTOLEMOCRACIA
-Mas era bien que blanca vestidura 2590
y víctimas trajeseis, que al santuario
de la diosa no se entra de ese modo.
PALESTRA
-Las que arrojadas de la mar pisamos
esta yerma ribera, ¿dónde, ropas
o víctimas pudieran procurarse? 2595
Henos aquí, cuitadas peregrinas,
que de humano favor menesterosas
humildes tus rodillas abrazamos,
del suelo que pisamos, y de toda
esperanza, ignorantes. 2600
Bajo tu techo acógenos.
Sálvanos. Condolécete
de estas desventuradas que recurso
—663→
ni albergue tienen, ni otra cosa alguna
que lo que en ellas ves.
PTOLEMOCRACIA
-Dadme las manos
2605
hijas; del suelo alzad. Naturalmente
soy la más compasiva de mi sexo.
Mas aquí nadie habita
sino mujeres en pobreza suma.
Yo misma alcanzo apenas 2610
a sustentar la vida. A Venus sirvo
y vivo de lo mío.
AMPELISCA
-¿Conque el templo es de Venus?
PTOLEMOCRACIA
-Sí, por cierto,
y yo del templo soy sacerdotisa.
Mas a vosotras mi fortuna escasa 2615
ofrezco toda; y por vosotras todo
lo que yo pueda haré. Venid conmigo.
PALESTRA
-Madre, benigna sois y el infortunio
sabéis honrar.
PTOLEMOCRACIA
-Es mi deber hacerlo.



  —664→  

ArribaAbajoActo II


Escena I

PESCADORES
-Cuantas miserias hay, conoce el pobre 2620
y más el que no tiene
cómo valerse ni arte alguna sabe.
Y es fuerza se contente y satisfaga;
de lo que tiene, y buen provecho le haga.
Ya por la traza que nos veis concibo 2625
que nuestra hacienda y rentas
colegiréis. Anzuelos, cañas, redes
la hacienda son. A forrajear salimos
de la ciudad al mar. El aparato
de gimnasio y palestra son langosta, 2630
conchas, ostras, erizos, camarones,
—665→
blandas almejas y marina. ortiga
y todo pez que vive asido a roca,
y todo el que al anzuelo abre la boca.
Y cuando la campaña no prospera 2635
tenemos el consuelo
de volvernos lavados, limpios, puros,
calladamente entramos
en casa y sin cenar nos acostamos.
Ahora, verbigracia, según vemos 2640
alterada la mar, de escasa cena
nos ofrece esperanza
y con dos o tres conchas a lo sumo
será preciso contentar la panza.
—666→
Pidamos pues a Venus bienhechora, 2645
que favorezca ahora
con la piedad que suele
a la mísera gente pescadora.


Escena II

TRACALIÓN
-Cuidado siempre mío
fue obedecer las órdenes del amo. 2650
Como al salir me dijo le aguardase
en el templo de Venus,
a do venir debía,
aquí me vine al punto.
¿Mas a quién le pregunto 2655
si es ya venido? Aquellos que allí veo
me darán la noticia que deseo.
Hablareles. ¡Salud! carnestolendos (?)
marítimos ladrones,
de anzuelo y caña armados. 2660
Hambrienta gente, ¿cómo estáis, y cómo
se pasa?, ¿con miseria?
  —667→  
PESCADORES
-Con hambre y sed, conforme a nuestra usanza,
viviendo solamente de esperanza.
TRACALIÓN
-¿Visteis pasar acaso 2665
un mozo de gallarda catadura,
y de fornido cuerpo y tez rosada,
que lleva en compañía
tres mancebos de clámide y espada?
PESCADORES
-Ninguno de estas señas hemos visto. 2670
TRACALIÓN
-¿Y un vejete alto, feo, nariz roma,
redonda panza, retorcida ceja,
fruncida frente, engañador, astuto,
lleno de infamias y de vicios lleno
del cielo y de la tierra maldecido, 2675
a quien dos jovencitas acompañan
bastante hermosas?
  —668→  
PESCADORES
-El que esté dotado
de las prendas y méritos que dices
debería primero
que a Venus, dirigirse al matadero. 2680
TRACALIÓN
-¿Habéisle visto o no?
PESCADORES
-Por esta parte
a ninguno hemos visto de esa traza.
Dios te guarde.
TRACALIÓN
-Y a vos. Me lo temía.
No me engañó mi juicio. Le han birlado,
la niña al amo. Aquel rufián malvado 2685
de Cirene, sin duda, se expatria.
Se hizo a la mar. Llevose las mozuelas,
bien me lo dijo el corazón. ¡Y al amo
de más a más, convida
aquel bribón, manida 2690
—669→
de engaños y delitos,
para tomar con él aquí la sopa!
¿Qué puedo hacer sino aguardar al amo?
Esta sacerdotisa
pudiera ser tal vez que algo supiera. 2695
Tomaré de ella informe.