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A Gaspar Melchor de Jovellanos


Salamanca, 6 de abril de 1782

Mi dulcísimo Jovino: ¡Cuán agradable me hubiera sido ver al lado de vuestra merced la deliciosa vega de León, observar sus bellezas, sus árboles, su río, sus ganados, y después llamar a las Musas y cantarla de consuno! Yo estoy condenado a una tierra árida y miserable, donde no se ven sino campos, llanadas y lugares casi destruidos, y paisanos abatidos y necesitados. La Castilla, la fértil Castilla, está abrumada de contribuciones, sin industria, sin artes, y poco más o menos cual la tomarían nuestros abuelos de los Alíes y Almanzores. Casi todas nuestras provincias han adelantado; ésta sola yace en un letargo profundo, sin dar un paso hacia su felicidad. Su fertilidad misma aumenta la desidia de sus naturales, y parece que, contento con lo que casi espontáneamente les ofrece la naturaleza, nada más apetecen, nada más piensan que se puede adelantar. La miseria es la más peligrosa de las enfermedades; ella abate el ánimo, debilita el ingenio, resfría el talento de las invenciones y degrada al hombre en todos sentidos. Estas y otras reflexiones venía yo haciendo en mi camino, viendo aquellas villas, tan célebres en otro tiempo y en nuestra historia, perdidas hoy o medio destruidas. Simancas, donde están depositadas todas las reliquias de nuestra venerable Antigüedad y las glorias de nuestros mayores, es hoy un lugar infeliz, de poco más de cien vecinos, con una hermosa posición sobre el Duero, y una vega y términos tan fértiles, que nada más pudiera desearse. Tordesillas, morada en otro tiempo de reyes y prisión de la infeliz doña Blanca, no tiene la cuarta parte de su antigua población y su grandeza. Vería vuestra merced las casas de nuestros nobles, o cerradas, o mal conservadas; algunas de sus calles, todas por tierra, y todas llenas de miseria y desidia. Otro tanto es Alaejos y lo demás hasta esta ciudad, excepto un poco Peñaranda, que hoy hace tal cual comercio, pero que con más de cuatrocientos mil reales de impuestos no podrá sostenerse. Dichoso vuestra merced, amigo mío, que logra ver en la dichosa Asturias población, tráfico, agricultura, industria y gentes pobres, pero que no gimen bajo el intolerable yugo de unas tasas tan insoportables. Pero mil veces más dichoso porque ha abrazado a su anciana madre, a sus dulces hermanos, a sus parientes, a sus antiguos amigos, entre las risas y las lágrimas del gozo y la alegría. ¡Cuáles habrán sido los sentimientos y las reflexiones de vuestra merced al lado de su querida madre, de una madre que no había visto tantos años ha! ¡Qué mirarla!, ¡qué contemplarla!, ¡qué repetir mil veces una misma cosa!, ¡qué estar en un embeleso sin hablar tal vez nada! Las tertulias, las diversiones tumultuosas de la corte, sus placeres todos, ¿son comparables a un solo instante al lado de los autores de nuestros días? Yo no puedo ya disfrutar este instante; los míos están en mejor destino, y mi corazón con un vacío que nada puede llenar. ¡Mil veces feliz vuestra merced, que sobre todas sus buenas fortunas tiene también ésta, la mejor de ellas!

Supongo que vuestra merced diría a su señora madre y a sus hermanos que tiene en Salamanca un amigo, que es de la familia de los Jovellanos, que dará su vida por vuestra merced; que le tiene en lugar de un padre y un hermano que perdió, y otras cosas como éstas. Yo quiero que nuestra amistad quede en proverbio y que supla por el amor mismo... Acaba de llegarme una visita que me sacará de casa. Dejo la pluma. Encargo a vuestra merced dé mil finísimos abrazos por Batilo al señor don Francisco, y diga cuanto guste al Señorito gótico, encargándole que me escriba, y vuestra merced igualmente, mi querido amigo, con todos los versos que haga.

Sea enhorabuena por el bello niño de Almena la Bella. Finísimo siempre.

Salamanca, 6 de abril.

Batilo




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Al Conde del Pinar (?)


24 de abril de 1782

Mi amable y caro amigo: El año de 81, si no me engaño, salió una copla que decía:


«Por perder siete navíos
a uno le hicieron general;
al que pierda veinte y cinco,
pregunto: ¿qué se le hará?».



Es decir, que si un retrato es acreedor a gracias y cariño, ¿a qué deberán ser cuatro? Llegaron éstos bien y sin avería alguna, no pequeño milagro entre las ásperas e ilotas manos de Agustín. Cuando el cielo traiga días más serenos, se pondrán, se colocarán, se consagrarán con la dignidad que merecen sino por ellos, pues ya toda esta gente debe no valer nada para la honrada, por la mano a lo menos de donde vienen.

Si vuestra merced anda tras Mme. Staël, yo he empezado la Historia de las prisiones de París para despedazarme el corazón. ¡Qué de atrocidades!, ¡qué de horrores! ¡Parecen imposibles! ¡Este ser incomprensible que llamamos hombre y que es el más feroz de todos los vivientes! ¡Y por gentes así nos interesábamos alguna vez! Avergoncémonos de nuestro involuntario engaño y escarmentemos para en adelante.

El señor Ríos será venerado como cosa de vuestra merced, es decir, que será mi amigo.

A nuestro canónigo, mil cosas, y mil a la amable condesita, muchos besos a los nenes y mandar al invariable y tierno Batilo. María Andrea se ofrece a vuestras mercedes todos.

Juan Meléndez Valdés




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A Ramón Cáseda


Salamanca, 30 de abril de 1782

Mi querido Cáseda: Estoy con sumo cuidado porque no me has respondido a una en que, después de darte parte de mis cosas e incluirte un ejemplar de mi oda a la Academia de San Fernando, te suplicaba me remitieses las cartas que tuvieses del desgraciado Cadalso, ya las escritas a ti, ya a Iglesias, para darlas a continuación de sus poesías, y las que yo tengo, con un elogio fúnebre, cuyo principio te incluyo también. Yo te suplico de nuevo lo hagas inmediatamente, porque la publicación de todo está parada por esto sólo, bien entendido que tendrás luego tus borradores del mismo modo y forma que me los remitas. Por Dios, mi querido Cáseda, que no te descuides en este punto importante ciertamente. Y adiós, que hoy no puedo ser más largo. Tuyo siempre.

Salamanca, 30 abril.

Juan Meléndez Valdés




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A Eugenio Llaguno y Amírola


Salamanca, 13 de agosto de 1782

Muy señor mío de mi mayor veneración: Cuando vuestra merced y mi amigo Jovellanos pensaron en que yo trabajase alguna cosa a la conquista de Menorca, dejó de hacerse por ser ya tarde; yo quedé ofrecido para la expedición de Gibraltar, y vuestra merced convino gustoso en favorecerme con las noticias necesarias. Quiero, pues, en cuanto es de mi parte, cumplir hoy mi promesa, y me tomo la licencia de reconvenir a vuestra merced con la suya suplicándole rendidamente me ayude con cuanto sea oportuno para una oda o canto épico que saldrá sin dilación a la empresa, pues aun para más abreviar quisiera yo, si vuestra merced lo juzga así, empezar algo con anticipación. Ésta, si salimos bien, será la acción más memorable y gloriosa de nuestras armas. La Europa toda está conmovida y en expectación, los ojos fijos sobre aquella roca inaccesible; pero yo carezco hasta de las noticias más esenciales, porque aquí es contrabando una papeleta, y en nada más se entiende que en conciliar cuestiones escolásticas y leyes peregrinas, que importara poquísimo no hubiesen llegado hasta nosotros. Los buenos estudios están en un abandono horrible, y el mal gusto germina y se reproduce por todas partes. Vergonzosa situación de este que debiera ser el seminario de las buenas letras y conocimientos fructuosos.

Este cuaderno de bagatelas acompaña mi súplica para hacerla a los ojos de vuestra merced menos molesta, y quisiera que, al mismo tiempo de leerle, anotase vuestra merced sus defectos para yo corregirme, pues nada deseo tan ardientemente. Yo conozco sus gravísimas ocupaciones de vuestra merced y el ningún lugar que debe hallar una carta mía, esto es, de un joven sin instrucción, en la mesa del señor Llaguno. Pero también conozco su inclinación decidida de vuestra merced hacia las personas aplicadas, y como yo me cuento entre los que más lo son y veneran la dirección y los consejos de los verdaderos sabios, aún tengo confianza en que vuestra merced me disimulará una libertad, hija a un mismo tiempo del respeto que le profeso, del deseo de aprovechar más y más con la ayuda de sus luces, teniendo la gloria de contarme por su discípulo, y, sobre todo, de mi afición y reconocimiento a los muchos agasajos que debí a vuestra merced el verano pasado en ese sitio.

Sírvase vuestra merced avisarme con dos letras el recibo de ésta para yo salir de cuidado, y ofrecerme a la disposición del señor hermano, mientras yo ruego a Dios guarde su vida de vuestra merced felicísimos años.

De vuestra merced su más obligado y afectísimo servidor.

Salamanca, 13 de agosto de 1782.

Juan Meléndez Valdés




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A Vicente Francisco Verdugo


Salamanca, 1 de junio de 1784

Vicente Francisco Verdugo, secretario del Ayuntamiento de Madrid.

Muy señor mío: La noticia que vuestra merced se ha servido comunicarme es tanto más lisonjera cuanto menos esperada de mí, que nunca creía a Las bodas de Camacho el rico ni aun con el mérito de poder parecer entre las obras de los ilustres ingenios de mi patria, cuanto más de verse coronada. Madrid ha querido honrarme para despertar mi aplicación, mirando antes a mis vivos deseos de complacerla, y contribuir a la universal alegría de los felices españoles, que al mérito y valor de mi trabajo. Sírvase vuestra merced ofrecerle por mí mi profundo respeto y fina gratitud, y sea esta vez el órgano de mi voluntad y sentimientos, como lo ha sido de su dictamen, suplicándole perdone lo imperfecto de la obra, recibiendo como parte de ella mi reconocimiento y mi deseo.

En este corto tiempo que me queda no perdonaré a trabajo para limarla más y más. Añadiré las enmiendas que la Junta de señores Censores ha notado, las que yo tengo hechas, y cuanto pareciese hasta perfeccionarla, remitiendo los versos que deben cantarse en los intermedios con la posible brevedad, conforme en todo con el ilustre dictamen de Madrid.

Con este motivo me ofrezco a vuestra merced con verdaderos deseos de complacerle, y ruego a Dios le guarde su vida muchos años.

Besa las manos de vuestra merced su mayor servidor.

Salamanca, 1 de junio de 1784.

Juan Meléndez Valdés




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A Eugenio Llaguno y Amírola


Salamanca, 7 de octubre de 1786

Mi más apreciable y venerado amigo: El Doctor don Gaspar de Candamo, que lo es mío con toda la extensión de la voz, se halla en ese sitio en solicitud de la cátedra de Vísperas de Teología. Yo le he encargado visite a vuestra merced y se valga de todo su favor, fiado no en la pequeñez de mi pobre recomendación sino en su ardiente amor de vuestra merced a las letras y el mérito. El de mi amigo es el más distinguido entre todos los teólogos de esta universidad, bien a pesar de la envidia, que no perdona medio de denigrarle. Su talento, su gusto, su aversión a los malos estudios y sus declamaciones contra ellos le han adquirido aquí mil enemigos, y hacen que vaya en las censuras y consulta pospuesto a malos teologones, que se hace indispensable extirpar, y no promover y adelantar si se quieren de veras restablecer las letras como tanto se pregona. Ésta, pues, es la ocasión mejor de que vuestra merced haga a la universidad el servicio de darle un buen catedrático, a las letras el de sostenerlas contra la preocupación y la ignorancia, y a Batilo el indecible placer de mirar como cosa suya un amigo a quien ama sobre todo encarecimiento. Una sola palabra de vuestra merced a su excelencia enterándole de la verdad le hará que se atenga a ella sola y no a las censuras y consulta en esta promoción, y Candamo por sola esta palabra se verá catedrático. Si mis ardientes súplicas, si los intereses de este estudio, si las buenas letras, si el mérito denigrado pueden con vuestra merced alguna cosa, diga esta palabra, informe a su excelencia, abogue por la justicia y yo le seré eternamente agradecido a ello.

Debo a vuestra merced dos poemitas que le tengo mucho ha prometido y aún no he copiado; entre tanto incluyo esa oda del tiempo, y para que vuestra merced en un paseo de tarde se tome la molestia de verla y de juzgarla.

Quisiera que por Candamo me remitiese vuestra merced la obrita del abate Arteaga sobre el drama músico que se ha servido ofrecerme, que me perdonase estas impertinencias, y que me ocupase en cosas que demostrasen cuán de veras amo a vuestra merced, cuán fino, cuán sencillo, mientras yo ruego a Dios me guarde su vida felicísimos años.

Al señor don Andrés, mis rendidas expresiones.

Besa las manos de vuestra merced su fino y reconocido amigo.

Salamanca, 7 de octubre de 86.

Juan Meléndez Valdés




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A Ramón Cáseda


Salamanca, octubre de 1786

Mi querido Ramón: ¡Carta de Meléndez!, ¡letra suya!, ¡Jesús, y qué milagro, después de tres años de silencio! Pero tú no sabes mi pereza en escribir, mis propósitos continuos y mi ninguna enmienda, mis ocupaciones, mis..., no acabaría; y, sin embargo, en medio de mi silencio y mis perezas, mi corazón es siempre el mismo. Mi querido Cáseda, siempre Meléndez es tu fino amigo; siempre está pronto a cuanto le mandes y dispongas de él; siempre preguntando por tu salud. El señor Pizarro, dador de ésta, te entregará un ejemplar de mis Poesías. Va a esa ciudad a prueba, y es mi amigo. Tú sabes que un forastero necesita una guía; ese forastero es hoy mi amigo, y yo te lo recomiendo muy particularmente. Esto basta para que tú lo acompañes y trates como merece y deseo. Escríbeme de tus fortunas y estado, que yo en retorno te prometo una razón exacta de todas las mías. Entre tanto, vive feliz y manda a tu fino amigo.

Salamanca, octubre 1786.

Batilo




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A Eugenio Llaguno y Amírola


Valladolid, 10 de diciembre de 1794

Excelentísimo señor: Mi más fino y venerado amigo, gracias, rendidísimas gracias por los honores del amigo asturiano, que oprimido cinco años ha por la calumnia y por la envidia merecía ya respirar. Él me escribe tan lleno de entusiasmo como de tierna gratitud hacia el incomparable Elpino, a quien mi musa ofrece también la oda adjunta. ¡Ojalá pudiera yo hacerlo personalmente, y estrecharlo en mis brazos en nombre de los dos amigos!

Esa otra oda describe una tempestad en mi entender de un modo nuevo en nuestra poesía, y celebraré que pueda distraer a vuestra merced algún momento de sus gravísimos cuidados. Mi amigo Mariano, por quien remito ésta, me dijo en nombre de vuestra merced cómo llegamos tarde para el beneficio de Salamanca, pero que en otra ocasión pidiese con más tiempo para el mismo obispado. Esta ocasión la tenemos hoy felizmente en las dos piececitas del Memorial adjunto; las he unido porque las llevaba así el último poseedor, y ellas son tan cortas que no merecen separarse. El pobre capellán es acreedor a la compasión de vuestra merced y sirve al rey nada menos que con cuatro plazas en la presente guerra: su presencia es utilísima en Salamanca, pues cuida también de otros sobrinos y aun del patrimonio de su hermano y mi mujer. Vuestra merced, pues, mi venerado amigo, haga y disponga como guste.

A Mariano incluyo las capillas de mi primer tomo, que desearía viere vuestra merced y por su medio me dijese qué le parecen.

Vuestra merced perdone, mi venerado amigo, este lenguaje franco y sencillo de la amistad, que la mía por más que venera a vuestra merced profundamente jamás sabe hablar con el Ministro Supremo de Gracia y Justicia, sino siempre con el amigo, el padre, el incomparable Elpino. Cuídese vuestra merced mucho y viva feliz los años de mi deseo.

Valladolid, a 10 de diciembre de 1794.

Juan Meléndez Valdés




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Al padre Juan Andrés


Valladolid, 10 de enero de 1798

Mi apreciado amigo y señor: Su carta de vuestra merced, que deseaba con ansia porque ya recelaba perdido el ejemplar de mis Poesías que le había remitido, me halló disponiendo mi viaje para Madrid, donde toda mi sensibilidad y mi amor a la filosofía y a las Musas va a abismarse entre cadenas y grillos y presidios y horcas. Soy fiscal de las Salas de Alcaldes de Corte, y en todo el mes me tendrá vuestra merced ejerciendo ya mis terribles cuanto delicadas funciones. Allí, pues, y en todas partes soy su ardiente apasionado para que me ocupe y mande con la franca sencillez de la amistad.

Entretanto, la feliz elevación de mi antiguo y primer amigo el señor Jovellanos ha hecho nacer la adjunta epístola: más de veinte años de una amistad fraternal, toda la ternura y oficios de este dulce nombre por su parte, y toda la adhesión y cariño y gratitud imaginables por la mía, sus virtudes, su probidad, su altísima fineza en la amistad, su profundo saber, su celo infatigable en exhortar, en promover y obrar, su amor al retiro y a las letras en una provincia que le vio nacer y a quien hacía feliz con sus comisiones y vigilias. ¡Qué de títulos y argumentos para otro más digno plectro! El mío y mi lengua han sido débiles e insuficientes, y mi corazón siente mucho más que ha sabido expresar. Quisiera pues que vuestra merced hiciese conocer al delicado compositor del Delincuente honrado, al panegirista de la pintura y las bellas artes españolas, al autor patriota del Informe sobre una Ley Agraria, al sabio fundador del Instituto Asturiano, al inmortal Jovino, a mi amigo, anunciando su elogio y mi epístola en algún papel público. Es el primer hombre de la nación, y es acreedor a los elogios de todos los buenos.

Los que vuestra merced da a la nueva edición de mis Poesías me confunden y envanecen a un mismo tiempo. Ahora que vuestra merced las habrá leído y dádolas a ver más reposadamente, quisiera que me hablase de ellas, mientras yo, olvidando las Musas, voy a consagrarme a la elocuencia del foro y a trabajar en este género nuevo y desconocido entre nosotros.

Respóndame vuestra merced a Madrid, y viva feliz los años que necesita la literatura y desea su apasionado servidor, que sus manos besa.

Valladolid, 10 de enero de 1798.

Juan Meléndez Valdés




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A Gaspar Melchor de Jovellanos


Madrid, 22 de mayo de 1798

Mi dulcísimo Jovino: Déjeme vuestra merced que tenga frecuentemente el gusto de recordarle el mérito y la probidad, para que tenga vuestra merced el de premiarlos. Muchas veces he hablado a vuestra merced de Cienfuegos y aún tiene allá una tragedia suya; ésta y otras dos, y varias poesías que vuestra merced y yo quisiéramos por nuestras están bajo la prensa y se publicarán en todo el mes próximo. Vuestra merced las verá y verá que nada le exagero. Entre tanto su situación es estrechísima: abrumado con una madre anciana y un tío ciego, carece muchas veces hasta de lo necesario. Pero su encogimiento excede a su necesidad; y yo mismo tuve que violentarlo para el memorial que vuestra merced tiene allá, y los dos adjuntos para las Bibliotecas Real y de San Isidro: una y otra plaza son cortísimas, y no me contento con ellas, pero venga por ahora la de San Isidro, si es posible, que le deja más tiempo para sus estudios. ¡Si viera vuestra merced el ardor con que se abandona a éstos!, ¡lo que es!, ¡lo que se puede y debe esperar de él! ¡Si viese vuestra merced su corazón cuán bueno es!, ¡cuán digno del nuestro! Yo me avergüenzo al verlo y al ver tantos otros nadando en la abundancia por intrigas y picardías. Vuestra merced le conocerá y se honrará con su amistad y verá que nada le pondero.

Para la otra plaza ha venido a verme el hijo de Pellicer, traductor de la Galatea, autor de un idilio en loor de Jovino que desea imprimir, y con los méritos de su laborioso padre. Pero de éste no sé más que sus disposiciones, y mi amado apreciabilísimo Nicasio me lleva y llevará toda la atención hasta verlo bien sobrado. Hágalo vuestra merced así como yo lo espero y hará feliz a un hombre de bien verdaderamente benemérito. Esperaba hoy carta de vuestra merced. El señor don Francisco de Paula me ha escrito hoy. Saludos a todos, y vuestra merced cuídese y viva como lo desea su

Juan Meléndez Valdés




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A Manuel Godoy


Anterior a 1800

Señor don Manuel Godoy.

Mi más venerado paisano: Si en otras ocasiones he molestado a vuestra señoría con mis impertinencias y cartas, hoy tengo el gusto de testificarle mi contento por las nuevas distinciones con que su majestad acaba de honrarle; distinciones que deben envanecer a todo buen extremeño, y que a mi me han inspirado los adjuntos versos, los únicos ciertamente que he escrito en este desagradable país. Si ellos logran celebrar dignamente su objeto, no desagradan a vuestra señoría y pueden entretenerle un solo momento, serán cumplidamente de mi gusto y habrán satisfecho mi deseo, quedando yo pidiendo a Dios, etc.

Juan Meléndez Valdés




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A don Cesáreo de Gardoqui


Zamora, 29 de diciembre de 1803

Señor don Cesáreo de Gardoqui: He recibido el atento oficio de vuestra señoría de 28 del presente, y reconocido a la honrosa memoria que de mí ha hecho la Real Junta de Caridad para contarme como uno de sus vocales, aprecio cual debo este nombramiento, y si el buen celo y los deseos caritativos son de algún valor, estos solos podrán llenar por mi parte las intenciones de la junta, no mi instrucción ni luces, que son viento de cortísimo precio. Hágame vuestra señoría el gusto de manifestárselo así en mi nombre a la Real Junta, mientras yo tengo la satisfacción de hacerlo personalmente el martes próximo. Dios guarde a vuestra señoría.

Zamora, 29 de diciembre de 1803.

Juan Meléndez Valdés




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A Manuel Godoy


Salamanca, 2 de abril de 1808

Excelentísimo señor: Agradeciendo con la más reverente gratitud la Real Orden de Su Majestad, Dios la guarde, para que pueda ir a la corte, que vuestra excelencia se sirve comunicarme con fecha de 29 de marzo, pasaré a ella con la posible brevedad a tener el honor de besar su real mano y ofrecer a sus pies el tributo de mi fidelidad y ardiente amor, no cesando en tanto de pedir a Dios que prospere su augusta persona y guarde la vida de vuestra excelencia muchos años.

Salamanca, a 2 de abril de 1808.

Juan Meléndez Valdés




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Al señor Conde de Montijo


Madrid, 23 de septiembre de 1808

Mi querido amigo: Puesto que desea vuestra merced algunas copias de mi Alarma española para repartirlas entre sus valientes soldados y hacérselas cantar, ahí la tiene ya impresa y tal cual me la oyó y oyeron otros en los últimos días del mes de abril. Mi ausencia y las tristes circunstancias en que me he visto me han impedido publicarla; pero ni la sustancia de las cosas ha variado, y el interés de clamar y obrar contra el enemigo más pérfido y cruel, los mismos son. Así pues, repitamos los dos y repitan triunfantes sus soldados llenos de entusiasmo y amor patrio:


«Al arma, al arma, españoles,
que nuestro buen rey Fernando,
víctima de una perfidia,
en Francia suspira, esclavo [...]».



Juan Meléndez Valdés




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Al Excelentísimo Señor don Mariano Luis de Urquijo


Madrid, 2 de mayo de 1811

Mi querido Mariano: Aunque no tuve el gusto de darte un abrazo antes de partir, mi fino cariño te acompaña en todo el viaje, deseándote cual siempre salud y felicidad. Supe tu avería en la primera jornada, y tu caída antes de llegar a La Granja, celebrando mucho no fuese nada; cuídate, sin embargo, mucho y procura volver presto y tan bueno como yo te deseo. Por la carta que te escribe la Pereyra verás la muerte de nuestro común amigo, que me tiene consternado y lleno de dolor; él te amaba mucho y pronunciaba tu nombre con respeto y cariño. Otro tanto le sucede a la pobre viuda, a quien he oído, con mucho gusto mío, que todo lo esperaba de ti, así para sí misma como para su hijo Luis, de quien habla en su representación a su majestad. ¿Necesitaré yo, mi amado Mariano, rogarte ni decirte nada en su favor? Tu corazón y tu bondad, y la amistad que tuviste al difunto, y los ruegos de la viuda, ¿no te hablan en favor de los dos con más energía que mi pobre y desaliñada pluma? Una palabra tuya a su majestad al darle cuenta de la muerte puede hacer la felicidad de madre y hijo, y enjugar las lágrimas de los desconsolados. Hazlo así, mi amado Mariano, y añadiré yo y todos añadirán esta nueva prueba de tu bondad y tu fineza a tantas como nos tienes dadas y todos conocemos. Así te lo ruega encarecidamente mi cariño, y así lo espera confiada mi tierna amistad. Otra y otra vez, mi amado Mariano, cuídate mucho y vuelve tan feliz como desea tu invariable.

Madrid, a 2 de mayo de 1811.

Juan Meléndez Valdés

[Al margen] El hijo de nuestro difunto amigo se llama Luis, y tiene toda la instrucción y disposiciones para oficial de una secretaría. ¡Ojalá que tuviese esto mi amado Mariano!




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A don José Miguel de Azanza, Duque de Santa Fe


Montpellier, 24 de septiembre de 1814

Mi más fino y antiguo amigo: Si en nuestra común desgracia puede hallar cabida alguna felicitación, yo se la envío a vuestra merced la más tierna y afectuosa en los próximos días de su santo arcángel. Quisiera poder acompañarla con mil gratos consuelos y esperanzas, pero parece que el destino nos cierra las puertas de unas y otros. Y así no hay otro remedio que resignarse y dejarse arrastrar de esta ciega deidad; pero sin caer de ánimo, ni amilanarse en la desgracia. Así lo hacemos María Andrea, que saluda a vuestra merced cordialísima, y yo, el más sincero y fiel de todos sus amigos. Esperemos, esperemos, y volvamos a esperar, que las tempestades pasan al cabo, por recias y violentas que sean, y la serenidad y el claro sol vuelven a tomar su debido lugar.

Aquí lo pasamos muy bien, cuanto esto puede decirse, todos los amigos; nos reunimos continuamente; hablamos sin cesar de una misma cosa, sin jamás cansarnos, y sacamos siempre la misma consecuencia: que nuestra pobre patria camina rapidísimamente a su inevitable ruina; y que nosotros, que quisimos preservarla de ella, somos sus beneméritos y no sus asesinos.

Ya habrá vuestra merced visto el segundo papel del padre Martínez. ¡Es posible que se impriman tales vaciedades!, ¡y que un gobierno y una nación culta las toleren! Lo gracioso es que el tal padre fue el amigo íntimo del general Kellerman, y recibió de éste el curato de San Esteban de Valladolid, que sirvió mucho tiempo; que allí trató con la misma intimidad al comisario general de policía Nogués, que está aquí y lo dice a todos: que era su visita diaria, leía y le arreglaba los partes que él daba, sirvió el honrosísimo empleo de delator, perdiendo entre otros varios a un labrador muy rico, de aquellas inmediaciones, que después se hizo liberal, predicó el sermón de la jura de la Constitución que corre impreso. Ahora se ha desbocado contra nosotros, mañana será obispo, y entretanto dirá con la mayor devoción y recogimiento sus misas diarias y... Perdonémosle y compadezcámosle, mi caro y dulce amigo.

Quisiera que vuestra merced se tomase el trabajo de decirme cuanto sepa sobre socorros, porque todos y sin excepción perecemos sin ellos; sobre futuras esperanzas y sobre todo lo demás que guste y le plazca decirme, que todo me será grato. Pero, sobre todo, que así vuestra merced como nuestra amable amiga a cuyos pies me ofrezco, me quieran mucho y mucho; que los dos procuren alentar y vivir y nos guardemos para tiempos menos desastrosos; que reciban mil saludos de María Andrea, los den de mi parte a todos los amigos y mande a este su invariable.

Montpellier, a 24 de septiembre de 1814.

Juan Meléndez Valdés






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Expediente relativo a la reunión de los Hospitales de Ávila


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Nota del editor

Conocíamos este texto gracias a la edición, incompleta, de Georges Demerson, Correspondance relative a la réunion des Hôpitaux d'Avila (Bordeaux, Feret-Casa de Velázquez, 1964). Yo completé la documentación a partir de la fuente manuscrita Expediente relativo a la Reunión de los Hospitales de Ávila (Archivo Histórico Provincial de Ávila, Beneficencia, caja 216/1-4), según recogía en mi edición de las Obras completas (ed. de E. Palacios Fernández, Madrid, Biblioteca Castro, 1997, III, pp. 421-534). Como allí, modernizo el texto y desarrollo los abundantes tecnicismos, para hacerlo más comprensible al lector actual.

Emilio Palacios Fernández.




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Razonamiento a la Junta General de Hospitales al notificarles la Real Provisión de Comisión


21 de marzo de 1792

Señores: Encargado por el Supremo Consejo de Castilla de ejecutar la unión de los cinco hospitales de esta ciudad en el General de la Misericordia, que aquel sabio Tribunal tiene acordada desde el mes de febrero de 1776, y debiendo hacer saber a Vuestras Señorías la Real Provisión en que se me comete este honroso encargo, me ha parecido más decoroso, de acuerdo y consejo de este ilustrísimo Señor Obispo, celebrar esta solemne junta, para leer en ella el Real despacho y hacerlo entender a todos Vuestras Señorías, que el que mi escribano fuese de casa en casa practicando estas diligencias judiciales, indispensables para que Vuestras Señorías se reconozcan de la voluntad de Su Alteza y la cumplan y ejecuten con la puntualidad y el celo por la pública utilidad de que tienen dadas tan repetidas y señaladas pruebas.

Por lo demás, llamado yo por aquel Supremo Tribunal a esta difícil empresa sin que ni aun supiese si en Ávila había hospitales ni si se trataba de reunirlos, y distraído para su ejecución de los negocios judiciales, sin la experiencia provechosa que consigo traen los años, sin las luces y conocimientos que algunas veces suelen suplirlas, y sin ninguna, en fin, de aquellas calidades indispensables para el feliz desempeño de tanta obra, si mi celo y amor a la humanidad no suple algunas, me he visto, lo confieso, rodeado de dudas y temores, y, tal vez, en el punto de representar la debilidad de mis luces y lo equivocado de su elección al senado de la nación para que librase en otras manos más hábiles y experimentadas el feliz desempeño de este negocio.

Vuestras Señorías sólo pueden darme alguna esperanza del acierto. Vuestras Señorías, que, reuniendo los conocimientos prácticos a la más completa instrucción, y el celo más ardiente a la experiencia de los años, penetrados todos de la necesidad de esta grande obra y, al mismo tiempo, de sus muchos estorbos y arduas dificultades, y habiendo creado este expediente desde sus principios y seguídole después en sus largas cuanto varias vicisitudes, me pueden alumbrar y dirigir y hacerme ver ahora lo mucho que habrán observado en tantos años, para que, uniendo mi ferviente celo a tantos y tan útiles auxilios, hagamos, si es posible, un establecimiento que en pequeño pueda competir con los más célebres de la nación, y servir a otros de regla y de modelo.

Estamos en el caso de hacerlo así. Una creación nueva no tiene los estorbos que una reforma, y las luces del siglo nos ayudan. Este importante ramo de policía y caridad, descuidado hasta ahora y regido más bien por reglas y prácticas hijas del acaso que por sistemas ordenados, ha visto casi de repente volver a él los ojos para estudiarle a los primeros economistas de Europa y hacerle el principal objeto de sus tareas. Aprovechémonos, pues, de sus reglas y especulaciones, y convirtamos hoy a nuestro provecho cuanto ellos trabajaron.

La humanidad y la religión nos interesan a hacerlo así. Y si logramos que, desde sus camas, los infelices enfermos que se acogen a estos desgraciados asilos de la caridad y de la compasión bendigan un día el celo en la asistencia, la prontitud de los auxilios, la limpieza, el esmero de los que los rodeen y socorran en el nuevo Hospital de la Misericordia, nosotros cogeremos el producto de estas bendiciones, y será obra nuestra cuanto los demás ejecuten; nosotros los habremos aliviado en lo amargo de sus dolencias y acallado sus gemidos y amarguras, y la tierna humanidad nos aclamará en todas partes por bienhechores suyos, gozando desde ahora del sentimiento más dulce, más puro, más sublime que puede caber en el corazón, beneficio de un hombre de bien: el de haber hecho bien a sus hermanos y aliviado los infelices.




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Primera representación que hizo el Comisionado al Consejo


11 de junio de 1792

Constituido en esta ciudad, y habiendo empezado a desempeñar la honrosa comisión que he merecido a Vuestra Alteza para reunir sus cinco hospitales en uno general, tomar cuentas a sus administradores, inventariar sus libros, escrituras y papeles, hacer un apeo judicial de sus propiedades, destinar las casas vacantes a escuelas de enseñanza de mendigos, fábricas de lana y otros objetos de utilidad común y demás que Vuestra Alteza tiene mandado desde 12 de febrero de 1776 en el auto que testimoniado acompaña a este informe con el número 1.° y repetido en sus providencias de 23 de mayo del mismo año, 22 de agosto de 1782, 18 de mayo de 1790, y 20 de enero de este año, creí que una de mis primeras obligaciones debía ser la de conocer desde luego, cuan exactamente fuese posible, el número de enfermos que podía suponerse en esta ciudad en su actual estado para poder hallar si el edificio destinado por Vuestra Alteza a tal Hospital General era en sí suficiente a contenerlos, si podría habilitarse con algunos reparos, o si era, por el contrario, tan estrecho y apocado que fuesen absolutamente indispensables las nuevas y grandes obras que se aparentaban, y el excesivo coste de 544.000 reales para llevarlas al cabo y concluirlas; porque si por desgracia fuese cierto esto último, desde luego sería preciso suspender mis operaciones y retirarme hasta edificar edificio capaz donde alojar los pobres enfermos, no siendo practicable la deseada reunión sin casa competente donde poderla hacer.

Por fortuna, habiendo mandado en auto de 18 de abril y ejecutado por los libros de los hospitales un plan exactísimo de las existencias diarias de todos los enfermos que entraron y salieron en ellos en el mes de agosto de 1786, que fue según otro estado mensual, que también acordé en auto de 30 de marzo, de las entradas y salidas de todo este decenio el mes de más enfermos en esta ciudad, y, por otra parte, mes de epidemia y calamidad general en toda la nación, hallé que habiendo empezado con 48 existencias, en dos solos días habían subido éstas a 79 entre hombres y mujeres, bajando en otros al número de 52 y 54. Con este dato cierto, mandé en mis autos de 31 de marzo y 15 de abril, y reconocí el edificio destinado a Hospital General, acompañado del arquitecto de estas reales fábricas, don José González, y de don Antonio Serna, uno de los médicos de esta ciudad, a quienes nombré para todas mis diligencias. Y, unánimes, declararon que el edificio no sólo era sano y ventilado, sino capaz de número de enfermos, componiendo dos de sus salas, habilitando otras piezas, trasladando sus cocinas a sitio menos embarazoso, abriendo algunas luces y haciendo otros reparos sin que fuese preciso ejecutar ninguna obra de nuevo y desde sus cimientos, a excepción de un camposanto, y quedando, al mismo tiempo, no sólo los enfermos entre sí con distinción de piezas para enfermedades comunes, contagiosas, cirugía y convalecencia. De manera que por sus observaciones y medidas, sin gran coste, se podrá componer un Hospital capaz de ciento y cincuenta camas, y aun de doscientas en algún caso extraordinario. Con que, teniendo yo por mis estados, en aquel mes de mayores entradas y de calamidad, el dato de solas setenta y nueve, hallé con evidencia que el edificio señalado era sobradamente apto para su destino, y que cuanto se ha representado contra él es obra del necio y temerario empeño con que las pasiones han querido eludir las sabias órdenes de Vuestra Alteza.

Hice entonces tasar con la mayor exactitud por el mismo arquitecto (auto de 15 de abril) el coste de estas mejoras y reparos, y viendo que sólo ascendían a la tenue cantidad de 37.877 reales y 22 maravedises, no contando el herraje de las ventanas ni sus vidrios, y que eran absolutamente las indispensables, según declaraciones del médico y arquitecto, de 12 de mayo, mandé se ejecutasen desde luego, habiendo logrado ajustarlas alzadamente y bajo las mejores y más seguras condiciones, en 18 del mismo, en la cantidad de 31.000 reales, de que tengo otorgada con el asentista obligación formal, aprovechando para estas obras todo el tiempo que debía detenerme aquí en evacuar los demás encargos que abraza mi comisión, y porque (lo digo a Vuestra Alteza con firmeza y confianza) estoy íntimamente penetrado de que la más mínima cosa que quede por hacer, jamás se hará ni concluirá por necesaria que sea, tal el tesón y tales los artes y gritos del interés y las pasiones contra este utilísimo establecimiento.

Fue una de ellas la de andar solicitando y buscando los mismos administradores enfermos para sus hospitales a fin de aparentar un número excesivo, poner dificultades a la traslación, que tal vez debí haber hecho desde el principio, y disimular a mis ojos los gritos del pueblo que siempre se ha quejado de los estorbos y trabas que han hallado los infelices para ser admitidos en estos asilos de la humanidad, cerrándoseles mil veces sus puertas con dureza, como lo tiene representado a Vuestra Alteza esta ciudad y su Procurador general. Pero bien lejos de obrar en mi mano estas máximas despreciables el efecto que ellos se prometían, me hicieron mandar en 7 de mayo, de acuerdo con el médico de mis diligencias, la traslación y reunión de los enfermos, como en efecto la ejecuté en el día 8, seguro de que el edificio sería bastante a las enfermedades ordinarias de estos meses de salud, y que, para cualquiera extraordinaria, tenía a la mano los hospitales suprimidos, ahorrando al mismo tiempo los salarios y raciones de sus empleados, que mandé suspender por el mismo auto. Trasladados los enfermos al Hospital General, debiendo destinarse los edificios según la voluntad de Vuestra Alteza a objeto de provecho común, y habiéndoseme pedido ya tres por el subdelegado de las nuevas y florecientes fábricas de tejidos de algodón, como Vuestra Alteza verá por su oficio, sin que yo pudiese contestarle sino en términos generales y sin ligarme ni prometer nada determinadamente, como manifiesta el número 3, mandé en auto de 31 de mayo que los antiguos administradores, en el término de un mes, dejasen desocupadas las habitaciones, y al mismo tiempo, me presentasen sus títulos y nombramientos para saber por ellos las obligaciones que recíprocamente había entre ellos y los hospitales suprimidos, y una razón de capellanías, Obras Pías, cofradías, memorias o cualesquiera otras fundaciones que hubiese en sus capillas, para pensar el modo de trasladarlas, si fuera posible, de acuerdo con el Ordinario, al Hospital General, tener a la vista las dificultades que debía vencer, saber al mismo tiempo el auxilio y pasto espiritual con que debía contar según ellas para mis enfermos, y arreglar así mejor las obligaciones del capellán o capellanes que debe tener el Hospital, porque si estas fundaciones fuesen solas, cual yo me imaginaba, llenarían una buena parte de los deberes espirituales de dicho capellán, o acaso lo ahorrarían absolutamente al nuevo establecimiento, acordando por último se alzasen por mi arquitecto planos exactos y completos de todos los edificios, para con ellos informar a su tiempo a Vuestra Alteza sobre su mejor y más útil destino, remitiéndolos unidos a mi consulta. Este auto fue como una piedra de escándalo y ofensa para los presbíteros mayordomos, que, bien hallados en sus casas, contenidos por el Cabildo de quien son capellanes, puestos en sus administraciones por los canónigos Patronos, y alentados por el interés que les venía de los antiguos abusos, no es decible lo que se han quejado. Escogiose entre ellos a don Tomás Durán como más a propósito, y éste dio su respuesta n.º 9 a la notificación que se le hizo de mi auto; pero como yo veía el ningún derecho que asiste a este presbítero para mantenerse en el Hospital, le hice comparecer a mi presencia y procuré convencerle con la misma fundación de su capellanía del error en que estaba, deseoso siempre de allanar con la suavidad y persuasión cualquiera dificultad. Todo fue en vano; y así dirigí al Muy Reverendo Obispo, su Prelado, el oficio n.º 7 para que le mandase evacuar la casa y presentar el título, pues, aunque yo pude conminarle con multas y apercibimientos para que obedeciese, veía claro que nada le reduciría, y que al mismo tiempo si empezaba este camino de rigor, avivaba las puertas a las contestaciones judiciales y dilataría con ellas el curso de mis diligencias en perjuicio del establecimiento. Exhortaba al mismo tiempo al Reverendo Obispo a que le mandase cumplir las cargas de su capellanía en el nuevo Hospital en beneficio de los pobres enfermos. Y, en efecto, ¿qué puede eximir a este presbítero de esta obligación o mantenerle en la habitación que pretende?

Vuestra Alteza verá por la cláusula n.º 1 que la capellanía que sirve, fundada por doña Isabel Cavero, sólo tiene por congrua 224.000 reales y 20 maravedises, situados en varios censos. Que estos solos deseó y pidió la fundadora que se espiritualizasen por el Ordinario, y que ni habló ni pudo hablar de la habitación de un Hospital que entonces no existía. Así bien, por su voluntad y disposición sólo es y puede decirse congrua de la capellanía el capital y venta de los censos en que se cita. Hizo, como suelen las fundaciones, cierta reserva en el acto de la creación de poder alterar los llamamientos, cargas, gravámenes que pudiesen ocurrir, y en virtud de esta reserva, por una cláusula de su testamento (n.º4), dio facultad a su sobrino don Mateo Pinto de Quintana, fundador del Hospital en cuestión, para trasladarla a la capilla que había erigido en él, y alterar, según su voluntad, los llamamientos de Patronos y capellanes, y las cargas y gravámenes de estos últimos. El don Mateo, en efecto, trasladó la capellanía de la iglesia catedral, donde se había erigido, a la capilla de su Hospital, y mudó y alteró en todo la voluntad de la fundadora primera, como verá Vuestra Alteza por las cláusulas de su testamento al n.º 9. Pero ¿hallamos acaso que en ninguna de ellas, y cuando habla de propósito de la capellanía, le señale como congrua habitación de su Hospital? En ningún modo. Dice que sus Patronos sean tales y tales, que sus capellanes sean nombrados en cierta forma, que tengan estas calidades y deban a los pobres ciertas obligaciones, pero nada de vivienda, ni habitación, y, sólo para asegurarla más bien e identificarla con su establecimiento, refunde el haber de la capellanía en el haber del Hospital, y señala sus rentas sobre las rentas, aumentando cien ducados más al capellán por la administración con que le cargaba, sin que ni aun hiciese congrua de estos cien ducados, puesto que ni consta que se espiritualizasen como debían ni que el don Mateo lo pidiese. Así que, por la voluntad del dicho don Mateo, ni es ni puede en rigurosa justicia entenderse por renta de la capellanía, sino la que le dejó su fundadora de 224.000 reales y 20 maravedises; no era sobre el capital de los primeros censos sino sobre todas las rentas del Hospital. Sólo en el instrumento de la erección de éste, al principio de él y como en su preámbulo, describiéndolo el fundador aun dándole y señalándole menudamente las piezas de que se componía, se encuentra una expresión en que apoyarse el capellán don Tomás para fundar su derecho. Dice, pues, el fundador (n.º 6) que deja erigido un Hospital que linda, por una parte, con casas de la Obra Pía que fundaron don Luis y Antonio Caballero; por la otra, con casas de Juan Mier Carrabes; y por las otras dos, con casas y términos que tienen dos corredores y dos patios divididos para hombres y mujeres, losados sus suelos y con postes de piedra, y en ellos dos enfermerías, una para los hombres de 72 pies de largo y 23 de ancho, y otra para mujeres de 44 pies de largo y 32 de ancho con tribuna a la iglesia y balcón de hierro, y cada enfermería con su pieza de recibo de 44 pies de largo y 23 de ancho. Y otra pieza, en medio de las dos, para las juntas que hicieron los Patronos y administradores, con puertas y luces al corredor alto de la enfermería de los hombres y frontera de la vivienda alta y baja del capellán y administrador del dicho Hospital, al cual dejó para su vivienda cinco piezas y salas altas y dos salas y una alcoba bajas con su cocina y aposento para las criadas, y otros dos aposentos en el corredor de las mujeres para vivienda de los ministros de dicho Hospital con cocina muy capaz y pieza para tener leña, carbón y cisco, y otra para tener harina, cerner y masar, contigua a otras paneras muy capaces para los frutos de dicho Hospital y administración. Y en lo bajo del patio y corredor de la enfermería de las mujeres está la sacristía con su aposento de guarda, y en frente de ella.

¿Quién no ve que esta cláusula no es otra cosa que una descripción del edificio y de sus habitaciones, que ningún derecho da a los pobres sobre las cuadras que les señala, ni a los sirvientes sobre las que han de vivir, ni al administrador y capellán sobre la que pretende? Porque el fundador no pide, como la doña Isabel, que se espiritualizase la vivienda, ¿su intento fue agregarla a sus capellanías? ¿Por qué no se nos produce el auto en que así se mandó? ¿No sería ridículo que los sirvientes actuales del Hospital pretendiesen un derecho a vivir en él, apoyados en esta cláusula? ¿Y sería menos ridícula, infundada y maliciosa la pretensión del capellán? ¿No ve que la habitación que le señala es y debe entenderse como a administrador del Hospital, para celar mejor sobre el establecimiento, para cuidar con más facilidad de su gobierno y economía, para estar más de cerca sobre los familiares y sirvientes? Es escandalosa, Señor, esta solicitud, y el mismo que la hace, estoy seguro de que la desprecia y se burla de ella en su corazón.

No es lo mismo la obligación en que se halla de decir sus misas, no precisamente en la capilla del Hospital como lo intenta, sino donde se hallen los enfermos convalecientes, y de administrarles los sacramentos y socorrerlos en sus necesidades espirituales en cualquier parte. Es tan terminante la voluntad de la primera fundadora, según expresa su sobrino don Mateo Pinto de Quintana, de que las misas de la dicha capellanía se dijesen en la iglesia de dicho Hospital perpetuamente para siempre jamás para que los pobres de él oyesen misa, y el capellán les administrase los sacramentos, y la del mismo don Mateo de que el capellán sea un presbítero capaz y aprobado para administrar los santos Sacramentos; de que los Patronos le nombren en todas las vacantes con brevedad para que no falte quien asista al consuelo de los convalecientes, diciéndoles las misas y administrándoles los santos Sacramentos; de que esta misa sea a la hora que fuere más conveniente para que los convalecientes asistan a ella, así en invierno como en verano (cláusulas n.os 4 y 5), que no puede dudarse que, si señaló para decirla su capilla de San Joaquín, fue sólo porque ésta lo era entonces del Hospital, y porque en él moraban los enfermos que debían oírla, que es lo mismo que haber querido que el capellán, dotado y señalado para servirlos, siguiese siempre su suerte y su destino. Sería ridícula cualquiera otra interpretación, y perdería yo el tiempo y ocuparía en vano a Vuestra Alteza si me detuviese en demostrarlo, porque todos los fundadores bienhechores de la sociedad, celosos de su bien, y muy afectos en todo a las leyes que miran y se dirigen siempre al provecho común, jamás pueden apartarse ni se apartan en sus establecimientos de este provecho; y, si lo hicieran alguna vez, las leyes mismas que lo autorizan anularían como perjudicial su voluntad desvariada, protegiendo el cuerpo social contra los atentados del particular que lo dañaba en vez de beneficiarlo. Así lo ha sentido siempre Vuestra Alteza, y determinadamente en este mismo expediente, despreciando por dos veces en sus autos de 22 de agosto de 1782 y 18 de mayo de 1790 las vanas dificultades propuestas por el Reverendo Obispo y demás Patronos, diciendo el primero, y después de haberse representado por éstos en 12 de junio de 1776, que con la reunión se alteraban las voluntades de los fundadores, que sería preciso suprimir las iglesias de los antiguos hospitales y mudar las asignaciones de sus capellanías y memorias piadosas sin que hubiese causa bastante para alterar las últimas voluntades de los que fundaron unas y otras con tal independencia y suficiente dotación en cada una; diciendo, repito, Vuestra Alteza que estos fundamentos tuvieran lugar cuando de la reunión no resultase evidente utilidad pública, y no se mejorasen estas fundaciones sin alterarlas en la sustancia que es verdaderamente de ellas y espíritu del fundador; así lo he sentido y siento yo, y, penetrado de los mismos principios, dirigí al Reverendo Obispo un oficio n.º 7 en que se los exponía, alentándole a la decisión de tan vana dificultad; pero se vio burlada mi esperanza con su respuesta, en que se niega a cuanto por mi parte le proponía, pero con tan débiles razones que manifiestan claramente la ninguna que tiene en realidad para negarlo. Vuestra Alteza lo verá todo, lo pesará en su alta comprensión y mandará, según espero, al Reverendo Obispo haga cumplir sus cargas a este capellán en el nuevo Hospital y desocupar el antiguo en el término señalado. De uno y otro resultarán al General grandes utilidades, porque, teniendo el capellán su vivienda en el centro del suprimido, no puede destinarse su edificio a ninguno de los objetos que desea Vuestra Alteza, y, por otra parte, diciendo sus misas, asistiendo y administrando los sacramentos a los enfermos convalecientes en el nuevo Hospital, llenará en gran parte las necesidades espirituales de él y le ahorrará un ministro. ¿Y qué?, ¿no pudiera mandársele que extendiese el pasto espiritual y la administración de los sacramentos a los demás enfermos, que viviese en el Hospital General, como vivía en el de convalecientes, y que fuese su verdadero y propio capellán, como lo era del de San Joaquín?, ¿no podría remunerársele por esta obligación con los cien ducados que en él gozaba? Así haríamos, Señor, una economía de 200 a lo menos para el Hospital General, y este presbítero que, gravado con la carga de una misa diaria, ha logrado reducirla a la de sólo los domingos y días festivos, a pesar de la terrible y severísima prohibición que el fundador le hizo, ¿tendría el derecho de quejarse del nuevo gravamen que Vuestra Alteza le impusiese? ¿No está por su ministerio obligado a administrar los sacramentos y asistir espiritualmente a los fieles? ¿Y no sería esta adscripción al Hospital un mero señalamiento de fieles, sin imposición de obligaciones nuevas? ¿Todo se ha de hacer por el interés, y nada, nada, por las obligaciones generales del estado y profesión?

Asimismo, conviene que Vuestra Alteza acuerde sobre la profanación o conservación de las capillas de los hospitales suprimidos, o, por mejor decir, manifieste su voluntad al Reverendo Obispo clara y determinadamente, porque en mi concepto ya decidió Vuestra Alteza este punto en su auto de 22 de agosto que cité poco ha. Pero sin una orden expresa y rigurosa de Vuestra Alteza nada podré hacer, ni en nada convendrá el Reverendo Obispo. Son tan conocidas como grandes las utilidades que de ello resultarán al Hospital General, y vanas y aparentes cuantas dificultades se pueden oponer. Porque, debiendo por los cánones asistir los fieles a sus parroquias, habiendo en esta miserable y decorada ciudad diez y quince conventos, sin contar gran número de ermitas, no pudiéndose celebrar en estas capillas el augusto sacramento del altar sino con poco decoro y como a puerta cerrada, sin ninguna, o con muy poca asistencia de los fieles, pudiendo cómodamente trasladarse los mismos altares que tienen al Hospital General, aun para que se verifique así lo material de cumplirse en ellos las fundaciones, pudiendo celebrar en su iglesia y salas de juntas que he mandado construir el cabildo de San Benito sus aniversarios y juntas, que esta gravísima y mayor dificultad que encuentra el Reverendo Obispo debiendo costar al Hospital General muy crecidas sumas mantener las capillas, alumbrar el Sacramento, dotar un sirviente que las cuide y repararlas continuamente, y no pudiendo por último destinarse los edificios a objeto alguno público sin vencer este ligero estorbo, me parece que Vuestra Alteza está en el justo caso de mandar a este Prelado, y mandarle con firmeza, que proceda desde luego a su profanación, y trasladar sus pocas y miserables fundaciones a la iglesia del Hospital General. Por esto mandé yo en mi auto de 31 de mayo se reconociesen, midiesen y alzasen planos de ellas por el arquitecto de mis diligencias, cosa que ha resistido el Reverendo Obispo, como Vuestra Alteza verá por su oficio n.º 7, estimando ya esto como una profanación de las capillas; y aunque yo pudiera, y tal vez debiera, haber entrado con este Prelado en una contestación más reñida sobre el particular, venerando sus canas y su dignidad y deseoso de la paz, he querido más bien abstenerme de hacerlo y consultarlo a Vuestra Alteza, para que se sirva demandarle que en adelante no me ponga estorbos vanos e infundados a las diligencias de mi comisión.

Mandándose asimismo por Vuestra Alteza, en su auto de 12 de febrero de 76, que se tome por la Junta estrecha cuenta a los administradores, y debiendo yo ejecutar este auto que hasta ahora no se ha cumplido por la injusta oposición de este Cabildo ni se cumplirá jamás si Vuestra Alteza no hubiese acordado con su sabiduría cometérselo a su ministro, he creído que estas estrechas cuentas deben serlo generales de todo el tiempo de su administración, y así lo mandé por mi auto de 30 de marzo. Muchos fundamentos me obligaron a ello. Fue el primero las mismas expresiones de Vuestra Alteza, el ser esto propio de un establecimiento nuevo, donde no pueden saberse ni su verdadera renta ni sus obligaciones, sino por medio de una cuenta estrecha y general, no pudiendo tenerse una certeza justa de las particulares; el que habiendo reconocido los libros maestros de entradas y salidas de enfermos y los diarios de varios años, he hallado contra los hospitales crecido número de raciones, pasando muchos meses de ciento y aun de doscientas las que se cargan sin resultar por los libros maestros; el que estos diarios ni están ni han sido nunca intervenidos por los Patronos en ningún Hospital; el que las cuentas que los Patronos han tomado pueden haber tenido poca formalidad, porque yo creo que ningún hombre pueda juzgar después de once meses de los gastos de un Hospital por sólo un diario simple e informal, presentado entonces por su administrador como hasta aquí ha sucedido; el hallar en los libros maestros de entrada y salida partidas postergadas, y muchos enfermos, sin que se sepa el día de su salida del Hospital, el tiempo de su mansión en él, y de aquí las raciones que devengaron; el que estas raciones salen con escándalo en el año pasado de 91 en el Hospital de la Magdalena a 8 reales y 20 maravedises, en el de Santa Escolástica a 7 reales y 20 maravedises, en el de San Joaquín a 9 reales y 16 maravedises, en el de la Misericordia a 7 reales y 20 maravedises, y en el de Dios Padre a 14 reales y 7 maravedises; que cuatro de estos cinco administradores han entrado a servir después del auto de 12 de febrero que se manda ejecutar; y el que por todo esto, y por muchas otras particularidades y observaciones que tengo hechas sobre los libros y documentos, se convence con evidencia la poca o ninguna formalidad que ha habido en la cuenta y razón, y de que todo ha estado hasta aquí sobre la conciencia y fe de los administradores. Vuestra Alteza juzgará sobre estos fundamentos y acordará si debo tomar cuentas generales, o si he de reducirme a la particular del último año con cada administrador.

Asimismo, mandando Vuestra Alteza, en su citado auto de 12 de febrero, se destinen los edificios que quedaren vacantes para el recogimiento y enseñanza de los mendigos y para las escuelas relativas a las fábricas de lana, me parece la más feliz ocasión de erigir en esta ciudad una Casa de Caridad, donde se recojan los muchos mendigos voluntarios que se hallan a cada paso por sus calles y que hacen nacer la indiscreta caridad de su Cabildo y comunidades religiosas. Esta casa pudiera y debiera enlazarse con las fábricas de lana y algodón que hoy tiene esta ciudad, y asegurarla por este medio la ocupación de todos sus individuos, por muchos que fuesen, y la salida de su trabajo. Y, si a esto se añadiese la agregación de alguna de las muchas Obras Pías que me dicen que aquí hay, podría mantenerse y florecer sin ningún dispendio. El intendente don Blas Ramírez ya pasó a Vuestra Alteza, según hallo en el expediente, un informe acerca de estas Obras Pías. Si éste se me comunicase, si mandase Vuestra Alteza que todas las comunidades me diesen una razón puntual de dichas Obras Pías y sus destinos bajo un breve plazo como de quince o treinta días, y si ante todas cosas fuese acepto a Vuestra Alteza este mi proyecto, podría yo extenderlo y arreglarlo en el tiempo que debo detenerme aquí para ejecutar los apeos, y esta ciudad miserable y casi toda de mendigos, pero con grandes recursos y excelentes proporciones de mejorarse, lograría un establecimiento que le es de rigurosa necesidad.

Por último, Señor, mandando Vuestra Alteza en su citado auto de 12 de febrero que la Junta que debió nombrarse según el uso de las mismas reglas y dirección que la Junta de Hospitales de Madrid, y las circunstancias y lo pequeño de este establecimiento, exigiendo reglamento y leyes particulares en muchos casos, me parece que, teniendo presentes las ordenanzas de dicho Hospital General, las de algunos otros hospitales particulares que he cuidado adquirir, y las urgencias y estado del que estoy erigiendo, debo y, tal vez, podré trabajar un reglamento que, aprobado por Vuestra Alteza sirva en adelante para su gobierno y sea bastante a todas sus necesidades. Mis luces, lo confieso, no serán suficientes a formarlo; pero mi celo las suplirá en gran parte, y la sabiduría de Vuestra Alteza enmendará sus defectos, y podrá darle su justa y debida perfección.

Otros muchos trabajos tengo hechos: razones y noticias tomadas sobre las rentas y muchos sobrantes de las casas, gastos de su administración, ahorros que se pueden hacer, y varios otros puntos de mi comisión; concluido el inventario de papeles y efectos de tres de los cinco hospitales, y establecida una economía en el General que me reduce sus raciones a menos de la mitad de su antiguo valer, sin faltar nada a la asistencia y regalo de sus pobres enfermos. Pero de todo ello informaré a la larga a Vuestra Alteza cuando, concluida mi comisión, le dé cuenta de todos mis trabajos. Entretanto, y reduciéndome a los puntos de esta consulta, me parece puede y debe determinar Vuestra Alteza:

1.º Que se prevenga con severidad al Reverendo Obispo no me estorbe en mi comisión con dificultades que no lo son.

2.º Que mande al administrador don Tomás Durán que vaya al Hospital General a cumplir las cargas de su capellanía, y aun, tal vez, hacerlas extensivas a los demás enfermos, y mediante la gratificación de cien ducados más como dejo expuesto; y que desocupe inmediatamente el Hospital en que vive, castigándole además con la pena de las dietas que he devengado desde el día en que se resistió a la notificación de mi auto, hasta que se le haga saber la providencia de Vuestra Alteza.

3.º Que Vuestra Alteza acuerde se profanen por el Ordinario las capillas de los hospitales suprimidos, como lo tiene pedido el fiscal y acordado Vuestra Alteza en 22 de agosto de 1782, mandando con estrechez al Reverendo Obispo pase desde luego a su profanación, para que yo, por mi parte, dé mis providencias a fin de trasladar sus altares y ornamentos a la capilla del Hospital General, que ganará mucho por este medio el culto y el decoro, en bien todo de los pobres enfermos.

4.º Que, asimismo, mande Vuestra Alteza a dicho Prelado no me estorbe alzar los planos de las mismas capillas, para informar y consultar a Vuestra Alteza sobre el destino de los edificios.

5.º Que Vuestra Alteza declare si debo tomar a los administradores cuentas generales, según los fundamentos que dejo representados, o contentarme con la última del último año de su administración.

6.º Que declare, asimismo, si le es de su agrado el que yo trabaje el reglamento por donde debe gobernarse este Hospital, separándome en lo que las circunstancias lo piden del General de Madrid.

7.º Que, asimismo, me dé sus órdenes sobre la Casa de Caridad que dejo propuesta, y, en caso de serle grata mi proposición, expida una orden severa para que se me comuniquen, bajo el breve plazo de quince o treinta días, las noticias más puntuales de las muchas Obras Pías y memorias que hay aquí, para destinar, si es posible, algunas al establecimiento.

Vuestra Alteza resolverá sobre estos puntos según su sabiduría y justificación. Pero no se olvide, yo se lo suplico rendidamente, de las circunstancias y estado lastimoso de esta ciudad, que careciendo de su antigua y lustrosa nobleza, reducida a los administradores de sus casas, es dominada por un clero lleno de preocupaciones e indolencia, a excepción de pocos que a su tiempo nombraré a Vuestra Alteza a fin de que los tenga en la justa estimación a que su celo y sus luces los hacen acreedores, acostumbrado a eludir por tantos años las providencias y acuerdos de Vuestra Alteza. Si hoy no habla Vuestra Alteza con severidad y sabe defenderlos, se burlará de ellos como hasta aquí se ha burlado, y del ministro a quien tiene Vuestra Alteza encomendada su ejecución.

Este ministro conoce bien sus cortas luces, pero trabaja con celo y deseo de acertar, y sentiría verse en cada paso embarazado en sus encargos a pretexto de unas dificultades aparentes. Quiere, como es justo, que Vuestra Alteza le juzgue, pero que le juzgue concluidos sus trabajos, y por ellos y sobre ellos, sosteniendo entretanto su decoro y autoridad contra unas gentes que no tendrán freno si Vuestra Alteza no las trata con el mayor rigor.

La experiencia que he adquirido me hace hablar a Vuestra Alteza con esta severidad, sensible a mi carácter naturalmente blando y moderado.

Ávila, 11 de junio de 1792.

Juan Meléndez Valdés




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Carta al deán del Cabildo


12 de junio de 1792

Muy Señor mío:

Habiendo pasado en 11 de mayo de este año un oficio al Ilustrísimo Cabildo por mano de su señor Presidente, a fin de que me franqueasen bajo del recibo correspondiente todos los papeles y pertenencias del Hospital de Dios Padre, que parece existen en su archivo, a fin de inventariarlos y hacer lo demás que se me previene en la comisión en que entiendo, se me respondió lo siguiente:

«Muy Señor mío: En contestación a su oficio de ayer, 11 del corriente, debo decirle que habiendo convocado en este día mi Cabildo para tratar sobre su contenido, ha resuelto se entreguen a vuestra señoría los papeles que solicita bajo el correspondiente resguardo, y para que se verifique con la debida formalidad están dadas las órdenes necesarias. Dios guarde a vuestra señoría muchos años, Ávila, y mayo 12 de 1792. Besa las manos de vuestra señoría su más atento servidor y capellán: Antonio de la Cuesta y Torres».

Habiendo pasado mi escribano a recogerlos en el día 14 en vista de este oficio, se le respondió por los archiveros no estaban aún corrientes, ni extendido el recibo que debía firmar, y que, en estando todo dispuesto, avisarían para que volviese dicho escribano a recogerlos. Pero habiendo mediado ya un mes desde esta contestación, y siéndome indispensables dichos papeles para continuar en mis trabajos, se servirá vuestra señoría hacerlo así presente a dicho Ilustrísimo Cabildo para que tome en el particular la providencia que estime conveniente, avisándome al mismo tiempo de ella para mi inteligencia. Dios guarde a vuestra señoría muchos años. Ávila, y junio 12 de 1792.

Besa las manos de vuestra señoría su más atento servidor.

Juan Meléndez Valdés




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Carta al deán del Cabildo


18 de junio de 1792

Muy Señor mío:

En contestación al atento oficio de vuestra señoría del día 15, y deseoso de complacer al Ilustrísimo Cabildo y de darle continuas pruebas de mi justo proceder, paso a manos de vuestra señoría, para que se sirva ponerlo en su noticia, un testimonio de aquella parte de mi comisión en que se me manda hacer un inventario de los libros, escrituras y demás papeles de los cinco hospitales, y reunirlos todos, con la debida separación, en un archivo general. Y al mismo tiempo, desearía que, con la posible brevedad, me señalase vuestra señoría día y hora para que mi escribano pase a entregarse de los papeles que obran en poder de este venerable Cabildo, y le he pedido en mis anteriores oficios, bajo del recibo que prometí dar desde el principio, para continuar con ellos mis diligencias.

Sírvase vuestra señoría testificar al Ilustrísimo Cabildo mi sincera voluntad de complacerle, mientras yo ruego a Dios guarde la vida de vuestra señoría felices años. Ávila, y junio 18 de 1792.

Besa las manos de vuestra señoría su más atento servidor.

Juan Meléndez Valdés




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Representación pidiendo licencia para ir a convalecer


5 de septiembre de 1792

Muy piadoso Señor:

Mientras desempeñaba la honrosa comisión de Reunión de Hospitales que Vuestra Alteza se ha servido conferirme, me asaltó una aguda y peligrosa enfermedad que me redujo al último peligro de la vida y me tiene en cama veinticinco días ha.

La divina providencia ha sido servida sacarme del riesgo en que me he visto y aun librarme ya de calentura, pero el médico, a quien en lo humano debo la vida, es de dictamen de que debo salir de esta ciudad por veinte o más días a tomar aires nuevos y esparcirme para restablecerme y cobrar mi perdida salud, como Vuestra Alteza podrá ver por la certificación que acompaña esta reverente súplica.

En cuya virtud ruego a Vuestra Alteza rendidamente se sirva concederme su licencia para salir a alguno de estos lugares inmediatos a restablecerme y tomar aires nuevos por los veinte días o más que el médico estima indispensables o por aquellos que Vuestra Alteza guste, seguro de que sólo usaré de esta licencia por el plazo que me sea rigurosamente preciso, y de que antes de mi salida dejaré arreglados los puntos de mi comisión de manera que mi ausencia no cause desorden ni trastorno alguno. Vuestra Alteza, según su justificación, hará lo que más bien le parezca, que yo veneraré y obedeceré gustoso.

Ávila, 5 de septiembre de 1792.

Juan Meléndez Valdés




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Auto nombrando administrador y mayordomo


10 de septiembre de 1792


Digo que en atención a las buenas calidades, inteligencia, desinterés y celo que ha mostrado por este establecimiento, servicios que para él ha hecho y seguridad que asisten en la persona de don Rafael Serrano, vecino de esta ciudad, debía de nombrarle y le nombraba administrador general del nuevo Hospital General de la Misericordia, y mandaba y mando que los renteros, colonos y censualistas y demás que deban cualesquiera renta o servicio al referido Hospital, le reconozcan y tengan por tal administrador general, pagándole y poniendo en su poder todas las rentas de granos, maravedises y otras cosas de que sean deudores al mencionado Hospital, y las que en adelante se venciesen, que con su recibo se les habrán por satisfechas y bien pagadas. Y, asimismo, nombraba y nombro por mayordomo doméstico del citado Hospital General para la provisión y cuidado de sus enfermos a don Antonio Medina, de esta vecindad, atendiendo asimismo a las buenas calidades que en él concurren.

Ávila, 10 de septiembre de 1792.

Juan Meléndez Valdés




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Respuesta al Canónigo Doctoral


16 de septiembre de 1792

Muy Señor mío:

Contestando al oficio de vuestra señoría del día de ayer, debo decirle que antes de mandar en mi auto de 14 del corriente, en cuya consecuencia pasé a vuestra señoría el oficio a que me responde, el depósito de los caudales de los hospitales suprimidos en la Tesorería General de Rentas, procuré informarme con exactitud si había en esta ciudad, como sucede en otras, un depositario general de caudales donde hacer el depósito en cuestión. Hallé que no le había, y, en su virtud, me pareció, como debe parecer a cualquiera, que en ninguna parte estarían ni más seguros ni más bien custodiados que en la Tesorería Real, sin que haya el riesgo que vuestra señoría se teme de que puedan mezclarse con los caudales del Rey, o suplirse los unos con los otros por el tesorero; porque en ella hay, si vuestra señoría no lo sabe, una arca destinada a depósitos extraordinarios con dos llaves custodiadas por el contador y el tesorero, en la cual deposita el Consejo sus penas de Cámara y sobrantes de Propios, habiendo recientemente mandado que entren y se custodien en ella los copiosos sobrantes que ha ordenado recoger de los pueblos, y pasan de un millón en esta provincia, sin exigir del tesorero nuevas fianzas ni tener los recelos y temores que vuestra señoría manifiesta.

Yo soy su comisionado y me parece que en ninguna parte mejor puedo mandar depositar caudales relativos a mi comisión que en el arca misma en que el Consejo deposita los suyos, y en poder de las personas en quienes él tiene puesta su confianza. Porque, ¿quién me quitará reponer a vuestra señoría que yo, a cuyo cargo está, después de mi auto, la responsabilidad de estos caudales, no la tengo del depósito de la ciudad? Que sus regidores pueden, como vuestra señoría dice del tesorero, mezclar y cubrir unos ramos y cantidades con otros, y que en suma tienen menos seguridad sus arcas, hallándose en las casas consistoriales desiertas, o a cargo sólo de un portero, que las de tesorería custodiadas por un piquete; que el archivo de la iglesia catedral, robado en el ramo de espolios y vacantes y en algunos otros, diez o doce años ha, no es para mí seguro, y que los depósitos particulares de los conventos de Santo Tomás y Santa Teresa no me librarían, en caso de un desfalco, de responsabilidad en el Consejo; que éste me reconvendría justamente por haber puesto los intereses de mi comisión en un depósito particular, teniendo a la mano una Tesorería Provincial donde poderlo hacer, y en el que además llevarán, como sucede en Salamanca y otras partes, un interés de uno o dos por ciento, de cuyo pago es justo y de mi obligación librar los caudales de los pobres.

Todas estas razones vi antes de proveer mi auto, y me obligaron a mandar se hiciese el depósito en la Tesorería Real y en una arca asegurada con dos llaves custodiadas por dos personas atadas por sus empleos, y con responsabilidad al Rey, y en la cual, como he dicho, el Consejo, cuyo comisionado soy yo, deposita sus caudales, y no tiene escrúpulo de mandar depositar recientemente más de un millón de reales. En consecuencia de esto, he dirigido mis oficios al contador y al tesorero, y ni es justo ni decoroso para mí volver a recogerlos por una delicadeza de vuestra señoría y revocar mi auto, exponiéndome tal vez a que se me niegue en otra parte lo que aquí tengo llano, o a demandar gracias que no son necesarias.

Por último, y usando yo de todos mis derechos, puedo y debo decir a vuestra señoría que ni vuestra señoría ni los otros dos Patronos han debido retener en su poder las llaves del archivo después de que por mí se hizo el recuento de sus caudales, porque es obligación de todo juez el recogerlas, como las de los demás, de los efectos que inventarían, y si yo no lo ejecuté en el acto de la diligencia, fue parte por un efecto de atención, y parte porque mis principios son no mezclarme ni tocar un maravedí de ésta ni de ninguna comisión que se me confíe. Usando, pues, de este derecho, he recogido y obran en mi poder las llaves de los efectos y papeles de los demás hospitales, y si no lo hice de los papeles de Santa Escolástica, de que vuestra señoría es Patrono, fue por hallarse abandonados en una alacena llena de polvo y en el peor estado, sin llave y a arbitrio de las amas del administrador y cualquiera que entrase en su vivienda.

Usando en fin de todos mis derechos, podría yo retener en mi poder los caudales en cuestión, ínterin se finaliza el archivo, como retengo los demás efectos y papeles que son de mayor cuantía. Huyendo de esto, he mandado el depósito de ellos en Tesorería, y he expuesto a vuestra señoría las razones que a ello me han movido.

Y así vuestra señoría, después de mi auto, ninguna responsabilidad tiene y puede tranquilizarse, cierto de que están bien seguros en el arca destinada al efecto, por lo cual espero que vuestra señoría concurra el día y horas señalados a hacer su recuento y traslación a ella, evitando contestaciones que pueden detenerme en mis diligencias contra las intenciones del Consejo y producir malas consecuencias.

Dios guarde a vuestra señoría muchos años. Ávila y septiembre 16 de 1792. Besa las manos de vuestra señoría su más atento servidor,

Juan Meléndez Valdés

Señor don José Vicente de la Madrid.




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Al deán del Cabildo


17 de septiembre de 1792

Muy Señor mío:

En contestación al oficio de vuestra señoría del día de hoy, debo decirle que, no siendo mi objeto otro en haber mandado el depósito de caudales de los hospitales suprimidos en las arcas de la Tesorería Real que el cuidar de su seguridad, ínterin se ponen en el archivo que estoy construyendo en el Hospital General, no tengo reparo en que los caudales del Hospital de Dios Padre que existen en la arcas del Ilustrísimo Cabildo permanezcan en ellas, hasta que, concluido dicho archivo, se trasladen a él según manda el Consejo, aceptando, como acepto, la responsabilidad a que el Ilustrísimo Cabildo gusta obligarse, por la cual se servirá vuestra señoría darle en mi nombre las más expresivas gracias. Pero es indispensable para cerrar yo las diligencias del inventario de dicho Hospital, efectuar la del recuento de sus caudales, porque de otro modo no puede el escribano de mi comisión dar fe de su existencia, y así se lo expresé esta tarde al señor Canónigo Doctoral. Por lo cual espero que vuestra señoría, en nombre del Ilustrísimo Cabildo, se sirva deputar un Señor Capitular que asista a ella en la tarde del día de mañana y hora de las cuatro.




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Segunda representación del comisionado


22 de septiembre de 1792

Muy piadoso Señor:

Aunque con el sentimiento de molestar a Vuestra Alteza y distraerle de sus graves cuanto útiles tareas en que se libran el bien del Estado y la felicidad pública, me veo, sin embargo, precisado a representar de nuevo a Vuestra Alteza sobre los asuntos de la comisión con que me ha honrado de la reunión de los cinco hospitales de esta ciudad de Ávila, no porque en ella me ocurra duda alguna o haya necesitado tomar consejo de la sabiduría de Vuestra Alteza después de mi anterior consulta de 11 de junio, sino porque el empeño tenaz e injusto del Cabildo de esta catedral me obliga a mi pesar a hacerlo así, y mi honor, por otra parte, y la autoridad de Vuestra Alteza se ven comprometidos en esta resistencia.

El honor y decoro con que Vuestra Alteza me distingue en su última orden de 25 de agosto y la llena aprobación que se ha servido dar a cuanto tengo obrado, accediendo a los varios puntos que le consulté en dicha mi representación, despertaron más y más mi obligación y celo para llevar al cabo las sabias providencias de Vuestra Alteza, a pesar de hallarme incapaz de todo trabajo y convaleciente de una peligrosa y aguda enfermedad que he padecido tal vez por las amarguras, murmuraciones y disgustos que los enemigos del utilísimo establecimiento en que estoy entendiendo me han causado continuamente, poniendo en ella mi vida en el último peligro, y obligándome, a pesar de mi anhelo y deseo por concluirle, a pedir a Vuestra Alteza unos días de licencia para retirarme al campo a restablecerme y tomar aires nuevos, como así se ha servido concedérmelo.

Pero ni esta licencia, ni las amonestaciones de los médicos y mis amigos para retraerme del trabajo, han podido separarme de él y de proveer a varias cosas que parecían de urgente necesidad para retirarme después, teniendo para ello que dictar y escribir desde la misma cama, como lo hago en esta representación, por una recaída en la misma dolencia, o meterme en el coche en brazos de mis criados por mis dolores y mala constitución, para las diligencias de fuera.

Este ejemplar de laboriosidad que debiera causar lástima y detener en sus operaciones a los Patronos de los hospitales reunidos para no incomodarme con dilaciones voluntarias y hacerme acaso gastar todo un día en una diligencia que pudiera hacerse en una hora, de nada más ha servido que de alentarlos a ponerme trabas y dificultades nuevas.

Cada una de mis providencias ha sido una piedra de escándalo para ellos, o más bien este Cabildo, que tomando ya abiertamente la causa por suya, ha diputado en fin por comisionado en esa Corte para que frustre y trastorne a todo trance cuanto tengo obrado, sin acordarse de que otro procedimiento igual en este mismo asunto, haciendo el Cabildo la misma resistencia que hoy hace y por la persona misma que hoy tiene diputada para hacerla, le atrajo en el año 1778 una acordada severa de Vuestra Alteza, que mandó salir de la corte con término de 24 horas a su Doctoral La Madrid, y determinó por punto general que ninguno pudiese asistir en ella a negocios de su Cabildo.

Si la obediencia y veneración que merece esta providencia no debieran contenerle, debiera al menos hacerlo mi suavidad y modo blando de proceder, porque hablando, Señor, en verdad, por más que vuelvo sobre mí y examino escrupulosamente mis providencias después de la última orden del Consejo que ha conmovido al Cabildo, yo no veo en qué pueda éste quejarse, y en qué no haya accedido yo a sus pretensiones y deseos, tal vez con ofensa de mi autoridad y mi decoro.

He nombrado, como Vuestra Excelencia podrá ver por el n.º 2 del testimonio que acompaña mi representación, un administrador general y un mayordomo doméstico del Hospital General, bajo las competentes fianzas y aprobación del Consejo, porque debiendo retirarme a convalecer fuera de esta ciudad, habiéndoseme despedido por tres veces el que había quedado en él, siendo éste un eclesiástico esclavo de los Patronos, ciego contra la reunión, desafecto a todas mis providencias y que ha gritado y declamado contra ellas repetidas veces delante de los dependientes mismos del Hospital, no teniendo, así como los demás antiguos administradores, otorgada fianza alguna, y siendo éstos y él unos presbíteros unidos íntimamente con los Patronos adictos a otras cargas y obligaciones, prohibidos por las leyes, deberían ocuparse por su estado en administraciones y negocios temporales, creí que el nombramiento de estos dos empleados me era absolutamente indispensable para el gobierno del Hospital General.

He mandado en mi auto de 10 del presente (n.º 3) al presbítero don Tomás Durán, capellán en el Hospital suprimido de la Convalecencia, cumplir en el General las cargas de su capellanía por mandarlo así el Consejo. He pasado dos oficios sobre la profanación de las capillas de los hospitales suprimidos al Reverendo Obispo y su provisor (n.º 1 y n.º 4), porque el Consejo quiere que se profanen inmediatamente, lo tiene así mandado a este Prelado desde el 25 de agosto, y eran ya los 11 de septiembre sin haberlo ejecutado.

He proveído (n.º 9) que los antiguos administradores entreguen los efectos inventariados de los hospitales con término de segundo día, y los dejasen desocupados en seis, porque, nombrado el administrador general y el mayordomo, ningún motivo había para que continuasen en sus administraciones. Y habiéndoles, por otra parte, intimado en 31 de mayo que desocupasen sus casas en término de quince días, y repetídoles por mí esta misma orden verbalmente varias veces, no lo habían ejecutado, burlando mis providencias, y así era ya preciso usar con ellos del último rigor. Mas a pesar de este auto, aún querrán mantenerse en sus casas y eludirlo con excusas y pretextos; pero ya estoy resuelto a desalojarlos si es necesario a fuerza mayor para sostener mi decoro y la autoridad del Consejo.

En este estado, y habiéndose entregado mi escribano de los efectos de la capilla del Hospital de San Joaquín ya profanada, inventariados antes que el Reverendo Obispo resistiese esta diligencia y cuyo inventario me tiene aprobado el Consejo, me dirigió el provisor don Vicente de Soto y Valcarce, diputado por el Reverendo Obispo para estas diligencias, el oficio n.º 6, quejándose de la ejecutada y de que se hubiese hecho sin su asistencia. Respondíle en mi oficio n.º 7 exponiendo lo que dejo representado sobre la aprobación que el Consejo dio a mi inventario y justa inteligencia de su última orden en este punto, pero que siempre había pensado que la traslación de dichos efectos se hiciese con su asistencia, así como el inventario y traslación de los de las otras capillas.

Quedaron las cosas así hasta que, queriendo yo ejecutar estas diligencias, le pasé para ello y para que las presenciase mi oficio n.º 25, creyendo de buena fe no hallar ya dificultad alguna. Vime también burlado con la frívola y miserable razón de que, mandando el Consejo profanar las capillas y proceder luego al inventario de sus ornamentos, mandaba sin duda que se hiciese el de la de San Joaquín; pero yo, deseoso siempre de la paz, y creyendo que entrar en competencias y recursos era lo mismo que gravar y perjudicar a los pobres con nuevas dietas, volví a exponer mis razones con más vigor, pero cedí y me avine a formar con él el inventario.

Debiendo quedar yermas y sin ninguna custodia las casas hospitales suprimidas donde existían sus archivos y caudales, mandé en 14 de este mes se hiciese recuento de ellos, y se trasladasen a la Tesorería Real y al arca misma en que el Consejo deposita sus penas de Cámara y sobrante de Propios, ínterin se acababa ya el archivo general que estoy construyendo, no habiendo en esta ciudad un depositario general, ni creyendo nada más seguro que la Tesorería, para lo cual expedí en el siguiente los debidos oficios a su contador y tesorero, y Patronos (n.os 9 y 10).

Mas he aquí que el mismo Doctoral comisionado, lleno de celo y delicadeza, se atreve a tachar de poco segura la Real Tesorería, y se resiste a poner en ella los caudales (oficio n.º 11). Pretendí convencerle (testimonio n.º 12) con una multitud de razones en que le decía ya la seguridad de dicha Tesorería, la confianza que en ella y sus agentes tenía el Consejo, lo cubierto que yo quedaba con este Tribunal depositando mis caudales donde él pone los suyos, y ya la poca seguridad de los archivos que me proponía, ya el derecho que yo como juez tenía de custodiarlos a mi voluntad, ya, por último, la ninguna responsabilidad con que él quedaba, mandado por mí el depósito, puesto que a mí solo debía de hacérseme cargo de mis autos y providencias.

Yo ruego a Vuestra Excelencia que mande leer este mi oficio, y si él no le convence de mi justo proceder, desde luego me sujeto a que juzgue de mis intenciones del modo menos decoroso. Pero ni al Doctoral, ni al Cabildo, a quien éste le manifestó, hicieron fuerza alguna ni los convencieron, y así, concurriendo el mismo Doctoral a la primera diligencia de recuento y traslación de caudales en el Hospital suprimido de Santa Escolástica, repitió en su nombre y en el de su cuerpo las mismas aparentes y miserables razones que me tenía ya expuestas en su oficio, y pretextó la traslación pidiendo de todo testimonio; mandésele dar, como aparece, de mi diligencia (n.º 20), la cual y mi anterior oficio ponen bien en claro este punto, y hacen ver la mala fe del Cabildo y su comisionado, y la sinceridad y llaneza de mis procedimientos.

Otro Patrono, individuo también del mismo Cabildo, porque casi todos lo son, me respondió (oficio n.º 16) haber pasado la llave a su cuerpo por sus enfermedades. En vista de ello, dirigí mi oficio (n.º 17) a su Venerable Deán para que diputase otro capitular que concurriese con ella a la apertura de su archivo. Era éste el mismo del Cabildo, que como Patrono único de aquel Hospital custodiaba en él sus intereses, y así me respondió (n.º 18) diciendo tenía el Cabildo por poco decoroso la traslación del dinero y que así deseaba quedase con él, como con el de los demás hospitales, ofreciéndose a su seguridad. Y yo que, agriado ya tan justamente en este negocio y sabiendo por medios bien seguros la injusticia y la indecencia con que se me había tratado en los cabildos, podía y debía mantener mi autoridad y exigirle un dinero de que no era dueño, quise, sin embargo, darle otro testimonio de mis buenos deseos, y, rindiéndole las gracias por su ofrecimiento, aunque poco sincero (oficio n.º 21), y no pudiendo ya, por los oficios que había pasado a la Tesorería y por tener puestos en ella parte de los caudales, dejarle el todo que apetecía, le dejé, sin embargo, el que tenía en sus arcas, y aun tuve la generosidad de depositar en ellas nuevas cantidades en el acto de la diligencia (n.º 22), como aparece de ella misma.

Es bien de notar, Señor, que estos Patronos, que por tan celosos se jactan hoy de la conservación de los intereses de los hospitales, han sido, lo digo sin empacho, los más descuidados en su custodia antes de ahora. De cuatro solos archivos se ha hecho apertura por mí, o más bien de tres, porque el un Hospital ningunos caudales tiene, y el otro los guardaba en el archivo mismo de la catedral. Pues en estas diligencias, Señor Excelentísimo, he hallado que en el de Santa Escolástica, el mismo Doctoral, Patrono tan nimio y desconfiado hoy de la Tesorería, y que tenía ya perdida su llave en 16 de junio en que, habiéndose practicado con su asistencia otro recuento, me vi obligado a mandar descerrajar su cerradura, aún no había dispuesto fijarla en la noche anterior a la diligencia del recuento y traslación (n.º 19), dejándolo así abierto y abandonado por su parte desde principios de dicho mes a fines de septiembre; y que en el de San Joaquín estaban asimismo perdidas las dos llaves correspondientes a los Patronos del Cabildo y ciudad, sin haberse cuidado por ellos de hacer otras nuevas para tener expeditas las arcas (testimonio n.º 23).

¿Dónde está, pues, el celo de este Cabildo por los hospitales, cuyos representantes descuidan tanto sus archivos y tanto los abandonan? O, ¿de qué o cómo osan quejarse del comisionado del Consejo? ¿De que ha nombrado administrador y mayordomo legos y con competentes fianzas? Pues, los que él y los demás Patronos tenían nombrados, ningunas habían dado, y son pues todos los que él tenía nombrados contra las Reales órdenes unos eclesiásticos incapaces de administrar y distraídos por esta causa de sus obligaciones, además de ser éste uno de los principales encargos de Vuestra Excelencia, como dejo dicho. ¿De que inste por la profanación de unas capillas que de propósito se dilataba? Pues el Consejo quiere se profanen inmediatamente y así se lo encarga. ¿De que mande a un capellán de los convalecientes cumplir las cargas de su capellanía donde están estos convalecientes? Pues el Consejo se lo manda también. ¿De que inste porque desocupen los hospitales unos administradores que ya no lo son, ni deben vivirlos, con el breve plazo de seis días? Pues el mismo Consejo me las manda destinar a ciertos y determinados objetos, y esto no puede hacerse sin su salida, y ya, por otra parte, estaban mandados dejarlos desde 31 de mayo, burlando siempre mis órdenes y providencias. ¿De que mi escribano se entregase sin la asistencia del Provisor diputado por el Reverendo Obispo de los efectos y ornamentos de la capilla del Hospital de San Joaquín, cuyo inventario no fue resistido y me tiene aprobado el Consejo? Pues ya cedí de mis derechos por el bien de la paz, y se ejecutó nuevo inventario. ¿De que mandase trasladar a la Tesorería Real los caudales de los hospitales, cuyas casas quedaban yermas? Pues ¿dónde había de trasladarlos mejor que donde el Consejo pone y deposita los suyos? ¿Había yo de creer que el Cabildo, que tardó casi cuarenta días en entregarme, para sólo inventariarlos, los papeles de un Hospital que manda Vuestra Excelencia se me entreguen, teniendo ya acordado desde el primero se hiciese así, pero suscitando después las más agrias contestaciones contra este mismo acuerdo y que, en secreto y por terceras manos, se oponían y murmuraban cuanto yo obraba, me facilitaría sus arcas? Mas al punto que me manifestó desear quedarse con los que tenía en ellas, ¿no se le concedí, cediendo también? ¿Quiero acaso que por un vano antojo suyo extraiga yo de Tesorería los caudales que he puesto en ella, contra mi decoro y autoridad? ¿O juzga en fin que un ministro de una chancillería, comisionado de Vuestra Alteza, es alguno de sus mayordomos a quienes manda a su arbitrio?

Y esto, Señor Excelentísimo, ¿se osa llamar celo por los hospitales y los pobres? ¿Merecerá un comisionado que asista en la corte (porque, hablemos en verdad, éste y no otros, aunque se aparenta, es el motivo que le lleva a ella) y un comisionado, prohibido por la orden de 78 de ir a agenciar negocio alguno, mandado salir precipitadamente de la misma corte para la causa misma que hoy intenta promover, y por el cual se vio Vuestra Alteza en necesidad de prohibir a los doctorales de las demás iglesias la residencia cerca de sí? ¿Me veré yo por sus solicitudes y maniobras turbado y atrasado en mi comisión, causando dietas y gastando los caudales de los pobres? Sobradas, Señor Excelentísimo, me han hecho devengar ya por los estorbos que se me han puesto, y de que el mismo Cabildo querrá otro día hacerme cargo para aparentar nuevo celo.

Este Doctoral, Señor Excelentísimo, aunque lo digo a mi pesar, es la causa principal de estos estorbos, acompañado del provisor don Vicente Soto y Valcarce, los cuales, levantando el grito, arrastran tras de sí a otros muchos que los veneran como oráculos. El primero, protector declarado de los antiguos administradores, a quienes el interés, por no decir la mala administración y los desórdenes y usurpaciones, hace gritar contra mí, contra Vuestra Excelencia y contra la reunión que ha mandado, de un genio duro, orgulloso, tenaz en sus malos deseos, e incapaz de avenirse ni a una conferencia ni al parecer de otro, ha movido en gran parte al Cabildo y héchole tomar el partido que ha abrazado. Yo, por mi parte, he solicitado estas conferencias con él y con el mismo Cabildo para exponerle mis ideas y atraerlos a la razón, y podrían en caso necesario ser testigos de ello el canónigo Lectoral don Buenaventura Moyano, Patrono también, y que siempre me ha hallado dócil a sus justas propuestas, el canónigo don Martín Uría y otros, aunque siempre sin fruto alguno, porque los proyectos del Cabildo son eludir las repetidas órdenes de Vuestra Alteza sobre la reunión de los hospitales, mantener los cinco que ha habido, y en ellos su informal y desordenada administración.

En mi expediente, hago ver a Vuestra Alteza los desórdenes citados y sobre que ya le representé, aunque brevemente, que en el año pasado salieron con escándalo las raciones de sus enfermos a cerca de nueve reales, y yo las he reducido, cuidándolos mucho mejor, a menos de la mitad del coste: ahorraré una tercera parte en los gastos de su administración. Tengo formado un Hospital donde caben más de 200 enfermos, no habiendo pasado éstos de 79 en el día de mayor entrada en este último decenio. Lo tengo acreditado así en la ciudad como en los lugares inmediatos, de modo que hoy concurren los pobres con gusto y en mayor número, habiendo ejemplares de haberse antes muerto en las calles por no haberlos querido recibir en ningún Hospital, como lo tiene representado la ciudad; tengo concluidos los largos y molestos inventarios de todos sus papeles y pertenencias, casi ejecutadas las obras que representé a Vuestra Alteza, y añadidas algunas otras de absoluta necesidad, sobre todo lo cual informaré latamente y, en suma, aprobado con honor por Vuestra Alteza cuanto he obrado.

Por lo mismo que tengo obrado, por lo que me falta que obrar, quiero que Vuestra Alteza propio, concluida esta comisión, me juzgue; que si en ella me he excedido de sus órdenes, o he tenido otras miras que las de la justicia, otros deseos que los del acierto, otro objeto que el bien público, ni otro celo que el de llenar, según mis cortas luces, las intenciones del Consejo y cumplir con el honroso encargo que me ha confiado, me señale con la nota pública, o represente a Su Majestad sobre mis excesos; niéguese en buena hora el honor, que es la más dulce recompensa de los trabajos de un magistrado, y caiga yo en la justa indignación a que es acreedor un mal ministro.

Pero entretanto, y mientras concluyo mi comisión, deseo paz y tranquilidad, singularmente por el estado en que me veo; que no se maquine contra mí ante Vuestra Alteza; que no se le representen a medias mis providencias ni sin la debida justificación, o tal vez con proposiciones falsas; que Vuestra Alteza se servirá darme parte, si lo tiene a bien, de estas representaciones para informarle yo con la debida justificación, y, en fin, que se me deje obrar con la justa libertad a que se hace acreedora la responsabilidad de mis obras.

Para todo lo cual suplico rendidamente a Vuestra Alteza que, llevando a debida ejecución la su orden que he citado del año de 78 sobre los doctorales de las iglesias y su residencia en la corte, haga salir de ella inmediatamente que se le presente, al doctoral de ésta, don José Vicente de la Madrid, que por su genio, sus principios y su comisión no puede menos de ponerme continuas trabas en la que tengo a mi cargo, con perjuicios de los pobres y de los deseos del Consejo, apercibiéndole severamente, así como a su Cabildo, para que en adelante no me estorbe llevar a ejecución mis justas providencias, multando a éste en las dietas que he devengado con mi escribano, pues, por sus injustas delicadezas, me he visto a cada paso turbado en el curso de mis diligencias, o tome en fin sobre esta consulta aquella providencia que a su sapiencia y su sabiduría tenga por más conveniente. Ávila y septiembre 22 de 1792.

Juan Meléndez Valdés




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Al deán del Cabildo, señor don Pedro Gallego Figueroa


10 de octubre de 1792

Muy Señor mío:

El escribano de mi comisión, don Julián López, me ha dado parte de cierto oficio de tres pliegos que vuestra señoría me dirigió en lo más peligroso de mi enfermedad, y se le entregó por un notario con orden de que no se me diese parte de él hasta que mis males lo permitiesen; y como éstos y la absoluta prohibición que el médico y cirujano me han hecho por ahora de todo trabajo me imposibilitan para enterarme de él y poder contestar a vuestra señoría, llevará a bien el que no lo ejecute hasta que me halle enteramente bueno y en disposición de poder trabajar, poniéndolo en noticia del Ilustrísimo Cabildo, para que, entretanto, no eche menos mi contestación. Dios guarde a vuestra señoría muchos años.

Besa las manos de vuestra señoría su más atento servidor.

Ávila, a 10 de octubre de 1792.

Juan Meléndez Valdés

Señor don Pedro Gallego Figueroa.




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Respuesta al oficio del Reverendo Obispo, Ilustrísimo Señor doctor fray Julián de Gascueña


23 de noviembre de 1792

Ilustrísimo Señor:

Lo grave de mi recaída y la prohibición rigorosa de todo trabajo que se me hizo por el médico y cirujano que en ella me asistieron, me ha impedido responder hasta ahora al oficio de 26 de septiembre que Vuestra Ilustrísima me pasó en lo más peligroso de mi mal. Lo he leído y releído con admiración, lo confieso con sinceridad, así por su estilo nonada decoroso, ni a la persona de Vuestra Ilustrísima ni a quien se le dirige, como por la multitud de especies o falsas o incompletas o poco meditadas que contiene. Quisiera responder, guardando siempre la justicia y la moderación que nos debemos recíprocamente unos a otros, y que, si en el común de los hombres es una obligación, en las personas de carácter y letras debe serlo mucho más estrecha. Pero, si tal vez me excediese en alguna palabra o expresión, déselo Vuestra Ilustrísima, yo se lo suplico ardientemente, a un hombre lleno de pundonor, que siempre lo ha tratado con respeto y particular amor; que no ha tenido otros fines en cuanto ha obrado que el bien público y el estrecho cumplimiento de sus deberes; que ve hoy censuradas todas sus providencias, o de injustas o de atropelladas, por una persona de quien esperaba muy distintamente; y que, en esta amargura de su corazón, no es mucho que se resienta con alguna viveza, porque si las canas de Vuestra Ilustrísima sin saber por qué producen llamaradas y fuegos, ¿qué harán mis cortos años?

Son tantos los puntos del oficio de Vuestra Ilustrísima, que apenas sé por dónde empezar para satisfacerlos. Una sola respuesta concluyente y breve les bastaría, a saber: que Vuestra Ilustrísima pudiera haber evitado su oficio y sus cargos si hubiese tenido presente al hacérmelos el auto del Supremo Consejo de 12 de febrero de 1776, que por último ha motivado mi comisión, y no hubiese echado en olvido los muchos ruegos que le tengo hechos antes de nuestras primeras representaciones, para que en cualquiera duda que se le ofreciese, en cualquiera especie falsa o truncada que le quisiesen sugerir los enemigos de la reunión, me buscase, me enviase un recado, me llamase para satisfacerle, que yo ofrecía hacerlo, no con palabras, sino con papeles y documentos, y que en mis principios, llenos de justicia y de amor al bien, jamás habría un misterio, porque no deseaba sino convencer y persuadir con la verdad y con el cálculo.

Si Vuestra Ilustrísima me hubiera creído, hubiéramos ahorrado mi primera representación de 11 de junio, y la que Vuestra Ilustrísima hizo sobre el inventario de las alhajas de las capillas y demás ocurrido por la resistencia a mis autos del presbítero administrador Durán, y ni a éste ni a los demás administradores hubiera Vuestra Ilustrísima creído cuando le han representado falsedades. Tales son las de que yo les mandase en mis últimos autos con multas y apremios desocupar las habitaciones en que vivían; que les instase y apremiase para que entregasen a don Antonio Medina los muebles, alhajas y efectos de los hospitales; que se les privase por mí de su libertad, y otras cosas que abundan en el oficio de Vuestra Ilustrísima sin duda por los siniestros informes de dichos administradores.

En mis autos y en todas las diligencias de mi comisión, no hay nada de esto; conque dichos presbíteros mintieron torpemente a Vuestra Ilustrísima si así se lo representaron, como dice, en 18 de septiembre. Y Vuestra Ilustrísima descuidó un medio fácil de salir de error y cortar una contestación que tuvo y tendrá siempre bien a la mano, a saber: el de hacerme llamar por un criado, pues yo se lo tengo pedido así, y ofrecido satisfacerle a todo.

Mas demos por un momento que yo hubiese apremiado y conminado con multas a los presbíteros administradores para que desocupasen los hospitales. ¿No eran bien acreedores a esto a mediados de septiembre, estando mandados salir de ellos desde 31 de mayo con término de quince días, y repetídoseles a boca la misma orden varias veces? El Tribunal lene y moderado de Vuestra Ilustrísima, ¿les hubiera tratado con más blandura? Pero sigamos el oficio de Vuestra Ilustrísima.

Dice en él que le han representado los presbíteros administradores sufrir gravísimos daños y perjuicios en sus personas, honor y estimación; que es muy atroz la ofensa que se les hace, que es gravísimo el escándalo causado en este pueblo y su tierra con los ultrajes hechos a los presbíteros administradores en sus personas, y que es demasiado lo que se ofende y vulnera el estado eclesiástico por habérseles separado de los empleos que servían y mandado formalizar cuentas generales de su administración. Ciertamente es para mí muy nuevo este género de ofensa, y por más que reflexione, no hallo que se vulnere el estado eclesiástico poco ni mucho, ni que padezca en nada el honor de cinco administradores porque en un establecimiento nuevo se les deje a todos y escoja a otro tercero que no se oponga como ellos, sino siga las ideas del que lo hace. Vuestra Ilustrísima, en mi entender, debía corregir con su doctrina y su brazo el deseo inmoderado de estos presbíteros por unas administraciones que todos los cánones y numerosas leyes y Reales Pragmáticas les prohíben. ¿Es acaso esta administración otro género de negocio que la de un mayorazgo? ¿Pide otra clase de diligencia? ¿Se reciben las rentas, dan sus cartas de pago, o forman las cuentas de otro modo? Me admiro, por cierto, que un Prelado tan lleno del espíritu de la Iglesia como Vuestra Ilustrísima apoye las pretensiones de estos presbíteros, contrarias a la sana disciplina, y que de necesidad les extraen de su ministerio y sus deberes.

Pasemos a las cuentas generales. Desde el principio me inclinó a mandar su formación el auto mismo de 12 de febrero, que dejo citado, la naturaleza de mi comisión que, siendo la erección de un nuevo establecimiento, lo exigía precisamente, y el ver que de otro modo no podía yo saber con evidencia las rentas seguras con que debía contar. Sin embargo, los mismos administradores, muchos de los Patronos, y aun Vuestra Ilustrísima saben mis intenciones, y que yo no venía a sindicar con nimiedad lo aprobado por otros, prescindiendo de los exámenes que para ello se hubiesen hecho. Pero aún más deseoso del acierto, lo consulté al Consejo, quien, en 25 de agosto, me manda expresamente tomar a cada administrador cuentas generales o de todo el tiempo de su administración. ¿En qué, pues, los ofenderé yo, mero ejecutor de las órdenes de un Tribunal todo justicia y sabiduría? Conque Vuestra Ilustrísima tampoco tema que por ello se diga mira con indolencia los ultrajes hechos a los eclesiásticos, porque ni hay tales ultrajes, ni más que el interés o la pasión que claman para alucinar.

Continúa Vuestra Ilustrísima quejándose de que habiendo Vuestra Ilustrísima ofrecídose gustoso a auxiliar mis providencias y ofrecido yo tratar y consultar mis determinaciones con los que podían, como Vuestra Ilustrísima darme las más importantes, seguras y desinteresadas noticias, no lo haya hecho. Aquí también busco yo los efectos de este auxilio y no los hallo, como no sea haberse negado Vuestra Ilustrísima al inventario de las alhajas de las capillas, desocupe de casa del presbítero Durán y mandato de que cumpliese las cargas de su capellanía donde debe hacerlo, sin duda por lo difícil de la decisión de estos puntos, abriendo así la puerta a nuestras primeras representaciones. Yo ofrecía en mi oficio de 9 de junio remitir a Vuestra Ilustrísima los originales mismos que debían decidir las dudas del administrador Durán. Vuestra Ilustrísima se me negó a esta decisión y me obligó a representar para allanar el tropiezo. ¡Es bien claro que Vuestra Ilustrísima «desea auxiliar mis providencias»! Yo mandé, en virtud de una orden del Consejo, que los administradores me den cuentas generales. Vuestra Ilustrísima nada tiene ni con aprobarlo ni con resistirlo. Les mandó, sin embargo, no lo hagan, y me dice en su oficio no lo permitirá en tanto que el Consejo no determine otra cosa, teniéndolo ya determinado. ¡Es aún más cierto que vuestra señoría Ilustrísima concurre gustoso a auxiliar mis providencias!

En el segundo punto de que ofreciese yo tratar y consultar mis determinaciones, padece Vuestra Ilustrísima una equivocación, sin duda de memoria. Por acaso, puse por escrito las cuatro palabras que dije a los Patronos al notificarles mi comisión; procuré decorarlas bien, y no encuentro tal ofrecimiento ni en mi memoria, que es bien fiel, ni en el borrador que conservo.

Pero, sin embargo, lo he ejecutado con Vuestra Ilustrísima mismo, y con aquellos Patronos que han tenido la bondad de acercarse a mí; y si con otros no lo he hecho, habrá sido cierto porque en estas cosas de consejos, todos, y singularmente los hombres de letras, tenemos nuestro poquito de amor propio y creemos bastarnos a nosotros mismos. Este mismo amor propio, y tal vez mis tales cuales luces, me hacen negar a Vuestra Ilustrísima lo que tiene por verdad constante respecto de mi falta de luces y conocimientos precisos para gobernarme en estos negocios. En mi arenga hubo algunas palabras relativas a ello, que si Vuestra Ilustrísima quiere tomar por verdades exactas, sería preciso decir que cuantos saben las reglas del bien hablar, deben olvidar la primera de todas y empezar jactándose de sus grandes talentos. Así que, mientras Vuestra Ilustrísima no sepa puntualmente mi instrucción en punto de hospitales y cuanto puedo haber leído y meditado, déjese de tener por verdad constante mi insuficiencia en estos puntos y pasemos a otros del oficio.

Separados los presbíteros de la administración, ¿es acaso extraño que quien los separa les mande entregar los efectos que obran en su poder al nuevo administrador o mayordomo? Pues, si Medina lo era ya, por mí nombrado, ¿cómo lo extraña vuestra señoría Ilustrísima? Lo que sí es extraño es que Vuestra Ilustrísima, tan instruido en este negocio, pierda de vista el auto de 12 de febrero, citado ya, y que se me manda ejecutar, cuando me tacha de que haya formado inventarios, trasladado muebles, recogido papeles, despedido dependientes, etc., cosas bien expresadas en él; pero aún es más extraño el que me quiera sindicar la despedida de los llamados enfermeros y admisión de unos rapaces inútiles con nombre de practicantes. Porque sepa Vuestra Ilustrísima que uno de estos rapaces es un cirujano examinado tal, el otro un sangrador, y los dos, practicantes de los hospitales de Madrid. ¿Quién, pues, dará más utilidad al Hospital y servirá mejor a los pobres? ¿Unos peones tomados dondequiera, o estos «rapaces inútiles de 19 y 25 años»? Sin duda ignora Vuestra Ilustrísima que en el Hospital General de Madrid no se les admite ya de esta última edad o poco más. ¿Y cuenta Vuestra Ilustrísima por nada, siendo tan amante de su pueblo, que esta providencia mía será un semillero de buenos cirujanos para él? Pues yo, que no lo debo amar tanto, lo tuve bien presente al acordarla.

Sobre la censura de las camas y alcobas que he dispuesto, ¿qué he de decir, si Vuestra Ilustrísima no ha visto el Hospital después de sus mudanzas? Si yo respondo que para cualquiera de ellas he ido y venido con el arquitecto y reconocido a dedos el terreno, haciendo y repitiendo pruebas, Vuestra Ilustrísima no se convencerá, y yo me afanaré sin fruto. Este fruto yo lo espero algún día, cuando las gentes me hagan justicia, por el orden que no había en los hospitales, y Vuestra Ilustrísima me tacha de haberlo trastornado, cuando yo me glorío de haberlo establecido.

Otro tanto pudiera decir sobre la traslación de los enfermos, y, sin duda, que aquí la memoria de Vuestra Ilustrísima se ha olvidado también de que, sin necesidad de hacerlo, fui yo mismo en el propio día o en el siguiente a darle parte de ello. Cabalmente, lo primero que se me encarga en mi comisión es la traslación de los enfermos. Yo la suspendí, deseoso de hacerla con algún aparato y por última diligencia, creyendo que, siendo todos de buena fe, no hallaría en el nuevo establecimiento los estorbos que se me han puesto. Entendí, después, que los administradores buscaban de propósito enfermos para aparentar número, recibí una información sobre el estado de los pacientes, y el médico mismo me aconsejó los trasladase. Había piezas separadas donde ponerlos con comodidad y economizaba mucho en ejecutarlo. Pregunto, pues: ¿debí hacerlo en estas circunstancias, o dejar a los administradores este como coco para imponer al público? Además de esto, el Consejo me lo tiene aprobado, conque táchelo Vuestra Ilustrísima cuanto quiera, que yo estoy bien seguro de haber cumplido con mi obligación, y lo mismo digo de las obras, que todas han sido necesarias, y no hay en ellas ni un ladrillo que no se haya puesto sin mucha detención y consulta.

Pasemos al camposanto. Éste se hallaba en un lugar malsano; determiné ponerlo en otra parte. Reconocí para ello todo el terreno del Hospital, y casualmente se ha colocado donde Vuestra Ilustrísima y todos los Patronos lo ponían en sus planos remitidos al Consejo. ¡Cuán desgraciado soy! Si ejecuto lo que la junta tiene acordado, se me censura; si no lo hubiera hecho, se clamaría también porque dejaba el camposanto en un lugar de pestilencia. Pero ¡se han dado barrenos y sacado mucha piedra para el relleno de las sepulturas! ¿Es culpa mía acaso que todo el Hospital esté sobre peñasco? ¿Puse yo allí las piedras al proyectar la obra? ¿Hubiera dejado de hacerse por la junta, según los planos de que acabo de hablar? O cuando se trata de la salubridad, ¿hay ninguna consideración de economía que la deba estorbar?

Dice, además, Vuestra Ilustrísima que me empeñé en la profanación de las capillas. Si es empeñarse en ello pasar los oficios debidos para la ejecución de una orden, y no a la primera insinuación del Consejo, confieso que lo hice; pero si lo es haber tomado un calor ajeno de mi obligación, yo busco en mis oficios este estilo acalorado y no puedo encontrarlo.

En punto de las fundaciones que dice Vuestra Ilustrísima que hay en San Joaquín y Santa Escolástica, hablamos sin esperar el fin. Si Vuestra Ilustrísima viese que, acabada mi comisión, yo dejo a mi Hospital General con cualquiera renta o cosa que justamente no le sea debida, o que las fundaciones no se cumplen según su verdadero espíritu, cúlpeme de ello en hora buena. Pero si entretanto me censura, ¿no ve Vuestra Ilustrísima que se pone a equivocarse en ello? Vuestra Ilustrísima dice que tiene representados al Consejo estos inconvenientes, «pero que duda si, por olvido, se habrá dejado de dar cuenta de lo que expuso». En aquel Supremo Tribunal no hay de estos olvidos, y cierto cumpliría yo bien su voluntad si por este recelo de Vuestra Ilustrísima dejase de ejecutar sus órdenes. Pero así como Vuestra Ilustrísima tiene esta duda, ¿por qué no podría inclinarse a que desestimaron sus reparos como se han desestimado los mismos en otras representaciones que corren en el expediente y tengo bien leídas? Es de nuestra naturaleza el poner dudas en ciertas cosas y no ponerlas en ciertas otras.

Vamos pues al depósito de caudales que Vuestra Ilustrísima me tacha por haberlo hecho en la Real Tesorería; si el Cabildo, si alguno de los Patronos, y si Vuestra Ilustrísima por su medio no puede menos de saber los motivos que a ello me movieron; si cualquiera recelo de robo o extravío en la Tesorería es infundado; si yo, comisionado del Consejo, pongo mi confianza donde él mismo la pone y deposita centenares de miles; y si, por último, hecho su inventario y recuento, pude yo recoger los caudales y retenerlos en mi poder; si tengo sobre mí toda su responsabilidad y mi auto libra de ella absolutamente a los Patronos, ¿a qué es esta censura? Crea Vuestra Ilustrísima, y lo digo de una vez para siempre, que procede equivocado en exigir de mí consultas ni dictámenes, ni exigirlos la Junta. Por la omisión de ésta desde el año de 76, he venido yo aquí. A mí solo se me manda ejecutar cuanto ella debió hacer; yo solo, y no ella, soy responsable al Consejo de cuanto obre, y sería indecoroso que este Supremo Tribunal enviase un ministro a las órdenes de una Junta que no le ha obedecido en tantos años. Así que queda y estuvo siempre en mi arbitrio pedir o no pedir consejos, puesto que todos los de la Junta no me disculparán de un malhecho para el Tribunal ante quien debo responder de mis encargos.

Esto mismo me debe bastar sobre los dos nombramientos de administrador y mayordomo, si en aquella desgraciada desavenencia del mes de junio, Vuestra Ilustrísima supiera el modo, la responsabilidad y motivos que he tenido para ellos. Las personas son de mi confianza, me tienen otorgadas nuevas fianzas, lo que algunos de los presbíteros de Vuestra Ilustrísima no habían ejecutado, y, sobre todo, el orden de administración que pienso establecer no dejará arbitrios para los alcances que sabe Vuestra Ilustrísima han hecho antes de ahora otros presbíteros administradores; conque deje Vuestra Ilustrísima de censurarme una cosa por concluir y sobre que no tiene las luces suficientes, ni yo necesidad de consultarle.

Pero estos administradores son legos. Y si los eclesiásticos no pueden serlo según las leyes y cánones, ¿de dónde he de tomarlos? Pero Vuestra Ilustrísima no se conforma con que lo sean el tesorero don Rafael Serrano, ni don Antonio Medina. Si el Consejo me encargase obrar siempre de conformidad con Vuestra Ilustrísima, sería justa la queja. Pero Vuestra Ilustrísima no los tiene por seguros... Si yo los juzgo tales, si sus buenas fianzas los abonan, si hallo en ellos las calidades que para mí no tienen los presbíteros de Vuestra Ilustrísima, ¿no estará de más la censura? Pero el don Rafael es tesorero de rentas; y ¿hay acaso alguna prohibición para que estos empleados no tengan algunas ayudas de costa? ¿O me habré contentado yo con las mismas fianzas que tiene otorgadas a la Real Hacienda? ¿No es bien obvio que habré sabido y deseado asegurar los intereses del Hospital? Así lo he ejecutado, Señor Ilustrísimo, porque esta omisión sería en cualquiera una torpeza.

«Pero el don Antonio Medina no tiene gobierno, ha disipado cuantiosos caudales que le dejaron sus padres, tiene una mujer moza y tres hijos». Creo que Vuestra Ilustrísima sabrá que por mano de este don Antonio, nombrado pagador de estas reales obras por el intendente don Blas Ramírez y sus sucesores, y aun por el primero sin fianzas, han pasado más de dos millones de reales sin un maravedí de desfalco; que la ciudad le tiene por su depositario de baldíos; que en él se hacen las pagas de gruesas cantidades y que ni su mujer ni sus hijos le son causa de ningún atraso; que aún conserva sobrada hacienda raíz para su abono; y que su mujer moza (tengo por sencilla esta expresión) lo es menos que las criadas de los presbíteros administradores de Vuestra Ilustrísima. Y no sé cierto por qué ha de ser una tacha para emplear a un hombre el santo matrimonio, ni menos por qué ha de empecer a Medina su mujer y dos hijos (no tiene más), y no al administrador Falagiani una hermana casada y un sobrino que mantenía consigo; y una madre y hermana al administrador Durán; o un sobrino al administrador Pelilla, fuera de las amas y criadas que he visto como en gavilla en los cuartos de todos.

Señor Ilustrísimo, no puedo negar que para este nombramiento ha concurrido también mi gratitud. La familia de Medina me ha asistido con una caridad verdaderamente fraternal en mis dos peligrosas y largas enfermedades, y mi corazón naturalmente sensible y agradecido se gloría y gloriará siempre de haber ayudado a esta familia y hallado en ella un sujeto para mi elección con cuantas calidades pudiera apetecer. Pero si Vuestra Ilustrísima no juzga tal, siga en hora buena su juicio, mientras yo me complazco con el mío, que yo pondré mis cotos para que Medina y su familia «aunque tengan a la mano el pan, la carne, chocolate, vino, azúcar, bizcochos y pasas de los enfermos», o no las toque, o responda de su extravío, sin olvidar la buena asistencia de los pobres dolientes.

Dice también Vuestra Ilustrísima que es insufrible se vocifere que los patronos miraron con mucho descuido y negligencia la inversión de los caudales de los hospitales. Séalo en hora buena, y Vuestra Ilustrísima quéjese de cuantos sin justicia tachen su conducta, que yo estoy bien seguro de no haberlo hecho, ni dicho no reconociese ni aprobase Vuestra Ilustrísima con el mayor esmero las cuentas de los expresados hospitales. Pero por Dios, Señor Ilustrísimo, dejémonos de hablillas, concurramos todos a los fines que el Consejo desea, y no dilatemos sus intenciones con oficios y representaciones cuyo fruto es turbarnos la paz.

Por lo demás, Vuestra Ilustrísima puede, después de haberlas visto y reconocido, bajar la mano a las obras hechas en el Hospital, a los caudales consumidos en ellas y a los muchos más particulares que se toquen cuando llegue el caso de examinar este asunto en el Supremo Consejo. Creo que Vuestra Ilustrísima me haga la justicia de pensar que los caudales consumidos... Me avergüenzo de hablar de caudales, y si Vuestra Ilustrísima pudiese siquiera sospechar..., ni sus años, ni sus canas, ni su dignidad, nada me detendría para perseguirle ante todos los jueces de la tierra y hacer ver a los hombres la atroz ofensa que irrogaba a un ministro que todo es pureza y desinterés. Perdone Vuestra Ilustrísima si me he excedido, porque el honor y la virtud son muy escrupulosos, y déjese de pensar también, yo se lo suplico, en la mala situación en que se halla el edificio y la imposibilidad en que está de no ser jamás bueno, aunque para adelantarle se expendan medio millón de reales, porque esto está dicho y repetido al Consejo y despreciado por él, y yo, si Vuestra Ilustrísima gusta reconocer mis cortas obras, le convenceré de que sus cuadras son tanto y más saludables y cómodas que las mejores de otro Hospital, y admiten más de doscientos enfermos, no habiendo pasado éstos de 79 en el mes de agosto de 1786, mes y año desgraciados y de epidemia general en todo el reino.

Por último, Señor Ilustrísimo, aunque nuevo yo en esta ciudad, crea Vuestra Ilustrísima que en punto de confiarme de sus gentes he sido bastante detenido, y así déjese de poder presumir, yo se lo suplico, «que me haya valido de los mismos que hace muchos años tienen formado el proyecto de comerse el caudal de los pobres, los destinados para sufragios de las benditas ánimas, y los que hasta ahora he merecido para curar enfermos», porque, como la seguridad de estos caudales estriba toda en su administración, acaso alcanzaré a establecerla tal que sean menos fáciles las quiebras o malas versaciones, y Vuestra Ilustrísima mismo lo verá por sus ojos, cuando en otra santa visita reconozca el nuevo Hospital y algunos de mis trabajos.

Me parece que tengo respondido al oficio de Vuestra Ilustrísima, y acaso con alguna viveza, porque su contexto es como una reprehensión bien severa de cuanto he obrado. Sírvase Vuestra Ilustrísima disimularlo, si así fuese, mientras ruego a Dios guarde su vida muchos años.

Ávila, 23 de noviembre de 1792.

Juan Meléndez Valdés




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Respuesta al oficio del Cabildo


25 de noviembre de 1792

Muy Señores míos:

Si no constase a Vuestras Señorías lo peligroso y largo de mi recaída en la enfermedad que padecí, no pudiera tranquilizarme por no haber respondido al oficio de Vuestras Señorías de 2 del pasado octubre, entregado a mi secretario en medio de mi mal, aunque con el encargo de que no me diese parte hasta mi restablecimiento, aun a pesar de la estrecha prohibición de todo trabajo que se me impuso hasta recobrar mi salud, y de la licencia que he merecido al Consejo para el mismo fin. Porque en mi genio naturalmente exacto no era soportable una detención tan larga, ni en los principios que me gobiernan. Pero Vuestras Señorías saben bien mi absoluta imposibilidad y que mi recaída fue el fruto desgraciado de mis tareas anticipadas, y así espero se sirvan disimularme esta inculpable detención mientras yo paso a responder al oficio.

Lo seguiré paso a paso para no omitir nada sobre los cargos que Vuestras Señorías me hacen, aunque todos pudieran reducirse a dos solos capítulos, a saber: a que no he dado parte a los Patronos, ni he contado con su dictamen en mi comisión, habiéndoles ofrecido consultar y valerme de sus luces en el auto de notificársela, y debiéndolo haber hecho según ella; y a que, en consecuencia de este culpable descuido, falto de instrucción y experiencia, o me he excedido o errado en cuanto tengo obrado.

Si a estos dos cargos respondiese yo que Vuestras Señorías, pueden equivocarse (sin duda porque no asistieron a la notificación) en lo que aseguran de mi necesidad de contar con los Patronos ni la Junta y mis ofrecimientos de consultarla, habríamos salido del primer cargo; y si añadiese que ni me he excedido ni errado en la serie de mis operaciones, todas necesarias, encargadas a mi ejecución y bien meditadas por mí, desharía con la misma facilidad el segundo. Pero si aumentase que en nada puedo ni debo entenderme con Vuestras Señorías sobre el negocio de hospitales, como que no son los Patronos nombrados por el Cabildo quien, una vez que los escogió, depositó en ellos todos sus derechos para que los representasen; que en este concepto ellos solos cargan con la responsabilidad del Cabildo y como tales diputados suyos llevan y ejercen en todo su voz y sus derechos, saldría aún con más facilidad de los cargos que por Vuestras Señorías se me ponen. Mas yo deseo convencer, y convencer con hechos, y, amante siempre de la verdad, jamás huyo de su discusión, ansioso de encontrarla.

El expediente sobre la reunión de hospitales se suscitó en el Consejo en el año de 1775; en 12 de febrero de 76, la dio aquel Tribunal por hecha, mandando la mayor parte de lo que yo ejecuto; resístenla y dificúltanla los Patronos y el Cabildo como tal y vuelve a mandarse en 23 de mayo del mismo año. Nuevas dificultades y representaciones y nuevo auto del Consejo, en 22 de agosto de 82. No se acallan los Patronos, instan de nuevo, y el Consejo reitera sus mandatos en 18 de mayo de 90; forman nuevos reparos, y el Consejo, demasiado paciente en casi quince años de dilaciones e inobediencias, toma en fin el partido de encargar a un ministro la ejecución de su justa y acertada voluntad. Se lo manda a él solo, habla con él solo, a él solo dice: «harás, ejecutarás, transferirás, tomarás cuantas providencias tengas por convenientes, etc.». Pregunto, pues: ¿este ministro necesitará contar con la junta para nada? ¿El Consejo lo mandará a sus órdenes? ¿Dejará que las dificultades de la junta, dichas y repetidas tantas veces pero desestimadas siempre, le detengan en la ejecución de sus encargos? ¿Sería bien que para ellos citase este ministro a juntas y más juntas, oyese en ellas dudas que no lo son, y practicase, al fin, lo que la Junta por su anterior conducta tiene bastantemente acreditado, a saber ser la reunión impracticable, cuando el Consejo no la ha estimado tal, la sienta y da por hecha, y se la manda ejecutar? ¿Sería esto de la prudencia del Consejo? ¿Este sabio Tribunal diputa así a ningún ministro suyo, o es culpa del ministro las detenciones y dudas de la Junta por quince años?

Añaden Vuestras Señorías que yo pedí y ofrecí a todos los Patronos valerme de sus luces, de sus observaciones y experiencia para el acierto y buen éxito de mi comisión en que me confesé extraño y forastero. Es cierto que en las cuatro palabras que les dije me anonadé y no hablé con la satisfacción y jactancia que prohíben la buena educación y las rentas del bien decir; pero tomar esto por una verdad constante es lo mismo que si yo, cuando disminuyen Vuestras Señorías sus talentos en sus sermones y se confiesan incapaces de hablar, tuviese por cierta esta incapacidad y me saliese de ellos sin quererlos oír. Porque ¿no ven Vuestras Señorías que en el acto mismo de haber yo admitido mi comisión, o subir Vuestras Señorías a la cátedra de verdad, decimos lo contrario con las obras que lo que expresan nuestros labios? Yo (es justicia que me harán los que me hayan tratado), más que de amor propio, peco cierto de desconfiado de mis luces, busco consejos, y apenas hay cosa que no quiera consultar con otro. Pero crean también Vuestras Señorías que sin la capacidad necesaria no hubiera admitido el honroso encargo del Consejo, y que el punto en cuestión, o por lo que haya leído, o por lo que haya meditado, me es mucho menos extraño que a otros de los Patronos, y aun (¿lo diré también?) a la junta, pues que allano dificultades que ella creyó tantos años insuperables.

Pedí a los Patronos me ayudasen con sus luces. Lo confieso, me las ha dado alguno. Lo he deseado de todos, pero si bien presto empezaron las desavenencias, si el Ilustrísimo Cabildo me tuvo un mes detenido para entregarme unos papeles que desde el primer día acordó se me diesen, y si yo no podía dudar que los Patronos estaban firmes en sus primeras opiniones, ¿era prudente acaso irles a pedir consejos? Además, ¿no los he tomado de algunos?, ¿no he deseado conferencias con otros?, ¿no son a muchos otros bien notorias todas mis providencias y mis obras?, ¿no se las he leído?, ¿no les he presentado los libros y los documentos, deseoso siempre de convencer?, ¿no he clamado por todas partes estos mismos deseos?, ¿he cubierto con el velo del misterio ninguno de mis autos y mis pasos? Pues ¿de qué me culpan Vuestras Señorías o podrán sindicarme por el Cabildo?

Siguen Vuestras Señorías que los Patronos, de puro confiados, no me pidieron un testimonio de las órdenes con que venía. Ésta será culpa o defecto suyo, y no de quien tenía mandado con anticipación (auto de 25 de marzo) darles cuantos testimonios pidiesen. No reclamaron los Patronos: ya se ve; después de una resistencia de quince años y de tantas y tantas representaciones al Consejo, ¿qué habían de hacer?

Me sindican Vuestras Señorías de que por mí solo y con la asistencia de mi escribano comencé desde luego, por el fin y principal objeto de mi comisión, trasladando los enfermos en el día 8 de mayo que no fue de los más benignos. Pues sepan Vuestras Señorías, en descargo mío, que aun me tengo por omiso en haberlo hecho tan tarde, debiendo haber empezado por aquí que es lo primero que se me manda ejecutar. Que según mis ideas, que algunos de Vuestras Señorías saben, debiera este acto haber sido el último de mi comisión, para celebrarlo con decoro y aparato; pero que los presbíteros administradores me obligaron a acelerarlo, ya por las voces que parece sembraban, y porque entendí buscaban de propósito enfermos para aparentar un grande número, y ya porque por uno y otro despertaron mi atención; pero en todo caso la traslación se hizo en un día bien benigno (yo asistí a ella, y lo aseguro a Vuestras Señorías), con aprobación del médico y su asistencia, en cuadras cómodas, como consta a alguno de Vuestras Señorías, y además se han logrado considerables economías, como también le consta por los estados y papeles que ha visto. Conque tranquilícense en esta parte.

Siguen Vuestras Señorías culpándome de que emprendiese obras en lo interior de las cuadras y demás oficinas, sin tener que añadir una vara de pared al antiguo edificio, que en el día se figura ya suficiente para contener 180 o más enfermos, y no parece hay apariencia deformar nuevos planes o reformar los ya hechos y remitidos al Consejo. Cabalmente es éste un cargo que sólo la vista material del edificio lo deshace. En las cosas de hecho, las palabras nada son. Yo hallé por un estado el más exacto que los enfermos en los diez años anteriores jamás habían pasado de 79 en los hospitales reunidos; medí a dedos el terreno del de la Misericordia, y hallé también que con comodidad podían colocarse en el edificio más de 200, reparándolo en todo su interior, que encontré bien destruido. En las salas, donde sólo había quince malos y tristes alcobones opuestos a las cortas luces que tenían e inutilizados algunos por las ventanas, podían ponerse doble y más número, y alguno de Vuestras Señorías me acompañó a todos estos pasos; allí están, pues, las cuadras, que hacen 34 camas bien colocadas, y en caso de estrechez diez o doce más, bien ventiladas, alumbradas, y en todo distintas de lo que fueron. No hay más que verlo y dejarme de sindicar.

Añaden Vuestras Señorías que he reducido lo grande a pequeño, las alcobas a camas, y las camas a la estrechez de medidas, o catres como encajonados en ellas, lo que no debe tenerse por bastante para un Hospital cómodo y desahogado. Pero ¿si lo grande era insalubre e incómodo? ¿Si las camas son más que sobradas? Y si las alcobas son aun mayores que debieran ser, habiendo yo aun tenido que ceder a la preocupación en esta parte, porque en un buen Hospital no debe haberlas, y yo, para conciliarlas con la ventilación y la salubridad, las he dejado abiertas y sus tabiques de menos de dos varas, ¿por qué no deberán tenerse por bastantes? Yo aseguro a Vuestras Señorías que son tanto y más cómodas y desahogadas que las mejores, y si gustan de verlo por sus ojos, les acompañaré en ello con mucha complacencia.

En punto de que no haya formado ni reformado planes: si no han sido necesarios, ¿para qué lo había de hacer? Los Patronos tienen dicho y repetido al Consejo que el edificio no era suficiente para Hospital. Vengo yo, y acomodo en él dos partes más de enfermos con mis reparos que los que ha habido en los hospitales de Ávila en el mes de agosto de 86, mes el mayor de este decenio y de epidemia universal en todo el reino; pues ¿a qué nuevas obras y planos de ellas? Allí está el edificio: reconózcase por cualquiera no preocupado y júzgueseme después. De lo gastado en estas obras, paréceme ocioso contestar a Vuestras Señorías, porque ni es su gasto lo que Vuestras Señorías aseguran con equivocación, ni yo debo dar mis cuentas a Vuestras Señorías, sino al Consejo donde después las pueden ver.

La obra me lleva a la censura del camposanto, en que también pueden Vuestras Señorías equivocarse, pues no se ha aumentado, sino hecho todo de nuevo, colocándolo, por el sitio insalubre en que existía el antiguo, precisamente en el mismo sitio en que la Junta de Patronos (cuyas ideas parece quieren Vuestras Señorías que yo hubiese seguido) le colocaba en los planos que remitió al Consejo. ¡Malo pues si sigo los pasos de la junta, y malo si no los sigo! Pero del camposanto se ha sacado mucha piedra a fuerza de barrenos. Y si la Junta hubiera hecho por sí, ¿qué hubiera sucedido? ¿Yo por ventura la he llevado allí? ¿Está sobre arena o tierra movediza lo demás del Hospital? ¿Y la salud y la ventilación no deben entrar y contarse por nada? No puedo separarme del punto de las obras sin añadir que, aunque sin hacer imposibles ni reducir el todo a alguna parte, he dispuesto en mi Hospital las oficinas necesarias. Proceden Vuestras Señorías un tanto equivocados, así en decir que éstas sean para el médico y cirujano, que sería cierto muy bueno viviesen allí, pero que por lo de ahora no vivirán, como en que los practicantes no habitasen antes en el antiguo Hospital. Habitaban los enfermeros, y yo no sé que éstos puedan acomodarse donde los otros no. En suma, y salgamos de una vez de obras, vuelvo a repetir que allí están ellas y que yo acompañaré gustoso a Vuestras Señorías para que por sus ojos se desengañen de que hay tanto y más que es necesario sin haber hecho imposibles.

Prosiguen Vuestras Señorías que pedí libros y cuentas a los administradores e inventarié todos los bienes, efectos y rentas de los referidos hospitales. ¡Notable anhelo por censurar! ¿No se manda así literalmente en el famoso auto de 12 de febrero que vengo a ejecutar? Pues ¿qué había de hacer yo? ¿Hallar acaso las dificultades que por desgracia han hallado los Patronos y ser tan moroso como ellos fueron? Dos cosas se me ofrecen aquí: la primera, que Vuestras Señorías pueden equivocarse en afirmar sacase yo de todos los archivos los respectivos papeles para formar el inventario general y colocarlos en el archivo que se debía hacer, porque ni saqué tales papeles ni hice otra cosa que ir y venir a los mismos hospitales a reconocerlos e inventariarlos; a no ser que Vuestras Señorías lo digan por los respectivos a su Hospital de Dios Padre, que por cierto tardaron un mes en entregárseme, y me detuvieron no poco en mis trabajos; y la segunda, que advertí con admiración un orden nuevo de archivos en los de los dichos hospitales, porque vi que todos los papeles estaban en poder de los administradores sin recibo ni responsabilidad alguna. Por cierto que los de Santa Escolástica se hallaban en una alacena no nada limpia, revueltos y desordenados, y franca y abierta a todos por haberse extraviado su llave, según me expresó el presbítero administrador.

También me sindican Vuestras Señorías de que notifiqué a los administradores y los apremié para que no saliesen en todo este tiempo de la ciudad y para que en breve término desocupasen las habitaciones de los hospitales. Ya se ve: cuando las noticias se reciben a medias, no podemos juzgar bien. Habíasele notificado cierto auto a uno de los dichos administradores; no había sido obedecido; entro sobre ello una contestación con el Reverendo Obispo y entiendo, fuese como fuese, que el mismo administrador trata de ajustar un retorno para Madrid, dejándome pendiente en mis diligencias. ¿Quién, pregunto, se hubiera sufrido burlar tan malamente? Mandé, pues, a él y a todos los demás, no que no saliesen en todo este tiempo de la ciudad, sino es que no saliesen por entonces y sin mi licencia. El auto de 31 de mayo, sobre que desocupasen las casas, es lo mismo: mandelo, sí, con un breve plazo, pero ellos han vivido sus habitaciones hasta el mes de octubre a pesar de otros mandatos y providencias mías; y si en esta parte merezco alguna censura, más es por mi blandura que por un rigor que no es de mi carácter.

El punto de depósito de caudales y ofrecimiento hecho por el Ilustrísimo Cabildo sobre su seguridad lo tenemos bien ventilado, así en mis oficios al señor canónigo Doctoral, don José Vicente de la Madrid, de que el mismo dio cuenta al Ilustrísimo Cabildo, como en los que yo pasé a éste por medio de su cabeza. Allí están bien discutidas las razones por una y otra parte y mi justa atención a los ofrecimientos del Ilustrísimo Cabildo. Pero ¿me tocaba a mí saber sus intenciones? ¿O fue culpa mía el que se me ofreciese demasiado tarde? ¿No dejé en su poder cuanto pude dejarlo con decoro? ¿O quería el Ilustrísimo Cabildo que yo arrancase de la Tesorería el dinero depositado en ella, desairándola y desairándome a mí mismo, por complacerle en una oferta hecha fuera de tiempo? En suma, sobre este cargo, yo apelo y apelaré siempre a las razones y atenciones de mis oficios.

Es cierto que he separado de la administración y gobierno del nuevo Hospital a los presbíteros de Vuestras Señorías y nombrado a dos seglares. Pero ¿no saben Vuestras Señorías que al clero está prohibido por los cánones, por nuestras leyes y pragmáticas, toda administración y negocio? ¿Que ésta lo es tanto y más secular y embarazosa que la de cualquiera mayorazgo con el mismo giro, con las mismas cobranzas, las mismas cuentas y ocupaciones? ¿Sería bien que un ministro del Rey autorizase con sus elecciones el abuso escandaloso que acaso hay en esta parte? Yo esperaba por cierto que lejos de sindicarme Vuestras Señorías por este capítulo, me lo aplaudiesen, y ¡ojalá que todos los jueces y cabildos, penetrados de la justicia de nuestras leyes y de la sana disciplina y deseos de la Iglesia, detestasen por siempre tal desorden! No veríamos a cada paso los sacerdotes distraídos del altar para perseguir enjuicio a un infeliz labrador, y acaso en otros tratos y ganancias peores, a que tal vez no se darían sin estas administraciones y negocios. Aun añado sobre la exclusión de los presbíteros que, prescindiendo de estos principios, ellos se la han acarreado; que el mayordomo Pelilla me expresó y expresó a mi escribano por tres o cuatro veces no acomodarle la administración, encargándome buscase otro para servirla; y por último que hubiera sido una imprudencia imperdonable dejarla en ninguno de los cinco presbíteros, que, desafectos a la reunión y acostumbrados a otro orden de cosas, hubieran procurado o destruir o trastornar mis mandatos y establecimientos.

Sobre las calidades del nuevo administrador y mayordomo, no sé cierto qué decir a Vuestras Señorías, porque si les respondo que esta elección, como todas, me corresponde a mí; que yo, cumpliendo con mi obligación, he procurado no equivocarla; que a ninguno de los dos debe obstar para ello el santo matrimonio; que, aunque de mi confianza, he exigido de ambos abonos y seguridades que otros de los administradores no tenían, y, sobre todo, que el orden de administración que debe establecerse no dejará tan fáciles las quiebras que han hecho antes de ahora otros presbíteros administradores, Vuestras Señorías dirán que yo le alego para disculpar mis elecciones, y yo me mantendré en la justicia y la verdad de mis principios sin que jamás convengamos.

Lo que no puedo menos de extrañar es que Vuestras Señorías pretendan que yo me retrajese de estos nombramientos porque en una palabra podía haber conocido que no son de su satisfacción. Hablemos en puridad, Señores. ¿Me ha mandado el Consejo a complacer a Vuestras Señorías? Esta complacencia, ¿me acreditará para con él en mis aciertos, o me disculpará en mis yerros? ¿Qué tienen Vuestras Señorías con la junta? Y aun cuando querramos darlo todo, ¿tendrá el Cabildo en ella más que sus voces, como cualquiera otro Patrono? ¿A quién hubiera yo elegido si hubiera querido consultar a todos en particular y escoger para cada cosa persona de la satisfacción de cada uno?

También me sindican Vuestras Señorías porque se profanaron las capillas e iglesias a fuerza de oficios e instancias al Prelado, sin embargo de los reparos y dificultades que me representó éste, y representó al Cabildo, digo Consejo. Perdonen Vuestras Señorías que también les diga en este punto que proceden algún tanto equivocados, porque yo, aunque registro los dos oficios que pasé con este motivo al Reverendo Obispo, no hallo en ellos más que la expresión sencilla de que cumpliese con lo que el Consejo tenía mandado desde el mes de agosto. Si este Tribunal desestimó las representaciones del Reverendo Obispo, que están hechas y repetidas muchas veces en el expediente, ¿es culpa acaso mía? ¿O debía yo detener el cumplimiento de su voluntad por unos reparos que el Consejo desestimaba? Aun también pueden equivocarse Vuestras Señorías en decir que me los representase el Prelado, porque sobre este punto jamás hemos entrado en discusión. No puedo pasar en silencio lo que Vuestras Señorías añaden de no saber si hemos llegado al término o fin de la comisión y su cumplimiento después de tantos meses, porque parece que esta última expresión me tacha en algún modo de querer yo alargar un negocio fastidioso, en que los mismos que me censuran me ponen trabas y dilaciones; que tal vez me ha detenido dos veces a la muerte y que sólo retengo por principios de honor y porque, esclavo siempre de mis deberes, sé y he sabido sacrificar a ellos todos mis gustos y afecciones. Además, si Vuestras Señorías no ignoran la multitud de partes de mi cometido, si éstas son tales que han detenido a toda una junta de Patronos por quince años, y si a cada paso nacen y se hallan nuevos ramos que me ocupan y distraen, prescindiendo por ahora de mis largos males, ¿será culpa mía allanar en algunos meses lo que la Junta o no ha querido o no ha podido hacer en tantos años?

Pero pasemos adelante, y puesto que Vuestras Señorías dicen no quieren detenerse en las providencias económicas que todas giran precisamente hacia los pobres enfermos, quienes son en esta parte los testigos más abonados, a ellos apelo para que me juzguen, así de las que he tomado hasta aquí, como de las que siga tomando, aunque pudiera a Vuestras Señorías añadir sobre estas providencias que hay, según se dice, más aseo y cuidado que antes había; que los enfermos comen tal vez mejor; que asisten a esta santa obra el mayordomo y capellán, lo que antes no se hacía; que hay una cuenta y razón desconocidas hasta ahora; que se han corregido no pocos abusos importantes; y que de todo ello resulta en las raciones un ahorro que cualquiera de Vuestras Señorías puede ver con facilidad, y muchos individuos del Ilustrísimo Cabildo han reconocido y palpado, sin que los pobres dejen de ser por esto a lo menos tan bien asistidos y tratados como antes eran.

Otro cargo de Vuestras Señorías he notado con admiración, y es el de que en cuantas providencias se han tomado relativas al Cabildo, a sus individuos y subalternos, manifestase desde los principios la mayor desconfianza, o ninguna correspondencia. Yo he tratado y trato familiarmente con individuos del Cabildo; he paseado con ellos, bebido en sus casas, y ellos en la mía; a cuantos me han buscado, he expuesto mis ideas con franqueza; a cuantos han querido, he manifestado aún más de mis providencias que debiera. ¿Vuestras Señorías me culpan de desconfianza, o ninguna correspondencia? ¿Y cuál ha sido la del Cabildo hacia mí? ¿Ha tenido ninguna de las franquezas de que yo he dado ejemplo? ¿Me ha dicho su modo de pensar, como yo lo he hecho a cuantos individuos suyos me han querido oír? Pero pasemos a las dos pruebas que Vuestras Señorías alegan de esta desconfianza.

El señor canónigo Delgado era Patrono del Hospital de Dios Padre, abrióse la curación del gálico en este Hospital, y yo reasumí en mí todas las facultades sin contar con el Cabildo ni el Patrono nombrado, fijé las papeletas para que acudiesen los enfermos a ser admitidos por mi persona y concurrí a la admisión sin pasar un recado de atención o convite al Patrono, como lo hice a otros. Pudieran Vuestras Señorías añadir «individuos del Ilustrísimo Cabildo», pues que lo fueron todos los convidados. Pero voy a lo sustancial del cargo: reasumí, es cierto, las facultades del Patrono del Hospital de Dios Padre, porque creí y creo tener en mí las de todos mientras dure mi comisión. Mas encargué al administrador se lo dijese así de mi parte, y aun añadí que, teniéndolo entendido, me era indiferente el que las papeletas se fijasen en su nombre o en el mío; así que si el administrador olvidó mi recado no es culpa mía, ni Vuestras Señorías deben motejarme por ello. No le convidé, también es cierto, el día de la admisión. Pero si este señor es para mí del todo desconocido, y este convite, según se me informó, es sólo de amigos y personas íntimas, ¿debí acaso hacerlo? ¿Y no soldé bien este, sea en hora buena, desaire hacia el Cabildo con haber convidado para el mismo fin a cinco o más individuos suyos?

Segundo cargo: En los oficios que he pasado al Cabildo y a sus individuos he señalado día, hora y lugar, y no los he precedido del menor recado. Aun aquí, Señores, proceden Vuestras Señorías un tanto equivocados: dos solas veces he tenido que entenderme con el Ilustrísimo Cabildo, una sobre la entrega de papeles del Hospital de Dios Padre, en que todo lo dejé a su arbitrio en mis oficios de 11 de mayo y 12 de junio, pidiéndoles expresamente en el 17 me señalasen día y hora para que mi escribano pasase a entregarse de ellos, como en efecto la señaló el Cabildo, según su oficio de 20 del mismo mes. Mi segunda contestación con el Cabildo fue accidental. Por un oficio idéntico, a todos los Patronos los cité en ciertos días para el recuento y traslación de caudales. El señor canónigo Delgado pasó por sus males, según expresó en su respuesta, la llave que obraba en su poder al Cabildo. Yo había llenado y distribuido todos los días con estas diligencias; debía además salirme a convalecer; ¿es pues extraño que no dejase entonces en manos del Ilustrísimo Cabildo la elección de día y hora para el recuento? En suma, sobre mi falta o exceso de atención, apelo y apelaré siempre a todos mis oficios, porque me precio de urbano y bien criado. Si con los Patronos particulares no he gastado recados de prevención, ha sido cierto porque llevando mi escribano mismo todos los oficios, era ociosa esta formalidad, y porque de otro modo, siendo tantos los Patronos, estos cumplidos nos hubieran embarazado. Además, Señores, ninguno de los Patronos se ha quejado de ello hasta ahora, y mis oficios no son otra cosa que urbanidad y nimias atenciones. Vuelve a decir que a ellos apelo y por ellos quiero que se me juzgue. Por lo demás, saben Vuestras Señorías que el señalamiento de día y hora me corresponde, y que si como Meléndez puedo someterme y allanarme a todo, como ministro del Rey no puedo hacerlo.

También me sindican Vuestras Señorías porque pido en el día cuentas con justificación a los administradores eclesiásticos de todo el tiempo de su administración. Vuelvo a repetir que en procediendo sin pleno conocimiento de los datos, es muy fácil equivocarse. Yo, después de haberlo consultado con quien podía darme las luces más llenas en este punto, lo mandé así en efecto en un auto del mes de marzo, contentándome con los posibles recados de justificación. Moviome a ello, además, lo literal del auto de 12 de febrero, el ser esto indispensable en un establecimiento nuevo y el no poder yo saber de otro modo las rentas ciertas con que debía contar. Pero ¿qué no hice? ¿Qué no hablé a los mismos administradores para ponerlos en estado de darlas? Apelo a ellos, a alguno de Vuestras Señorías, y a cuantos del Ilustrísimo Cabildo me han oído, porque a todos, a todos sin excepción, manifesté que no venía a reñir, que mi carácter no era la nimiedad, y que siempre al tomarlas me haría cargo de las circunstancias. Sin embargo, consulté al Consejo sobre el mismo asunto, y éste me manda expresamente en 25 de agosto: Tomad a los administradores cuentas generales o de todo el tiempo que respectivamente sirvan sus encargos los actuales. ¿A quién pues seguiré? ¿A Vuestras Señorías, que, en nombre del Cabildo, quieren que sobresea en estas cuentas, o al Consejo que me las manda tomar?

Por lo demás, yo no tengo la culpa, ni de que las raciones de los enfermos hayan salido en el año pasado de 90 en el Hospital de la Magdalena a 8 reales y 20 maravedises, en el de Santa Escolástica a 7 reales y 15 maravedises, en el de la Misericordia a 7 y 20, en el de San Joaquín a 9 y 16, y en el de Dios Padre a 14 y 7, como estoy pronto a manifestar a Vuestras Señorías si gustan de tener esta curiosidad; ni de las voces que Vuestras Señorías me dicen se han esparcido de que las cuentas de los administradores están llenas de falsos datos, que se han enriquecido a costa de los hospitales, que los Patronos las han consentido y mirado con el mayor abandono, y hasta los Prelados igualmente en sus visitas. Tal vez los mismos administradores las habrán motivado con su injusta resistencia a darme cuentas; tal vez algún maligno las habrá sembrado para indisponernos; o, lo que es más natural, serán efecto de la ociosidad de las gentes y de ver que hoy se ejecuta lo que se ha resistido por tantos años. Y ciertamente yo me admiro mucho que Vuestras Señorías hagan tanto empeño en hablillas y voces vanas, cuando está tan fácil y a la mano el modo de desvanecerlas, a saber: dar los administradores las cuentas que se les piden, y resultar de ellas el orden y la economía que de necesidad habrán tenido los hospitales, puestos como lo han estado a los ojos de los Patronos.

Además, ¿qué no se ha dicho y dice de mí por el partido opuesto a la reunión? Y, sin embargo, de ser bien mirado y escrupuloso, yo callo y callaré a todo, porque el hombre de bien consulta más su corazón que las vanas hablillas de las gentes. En fin, Señores, yo venero al estado eclesiástico, porque conozco su necesidad y el orden que ocupa en la sociedad civil, pero sería bien duro quererme hacer responsable de lo que otros digan sobre mi comisión. Vuestras Señorías culpen a quien lo esté y penetrémonos todos de que andar deteniéndonos en parlerías es distraernos del fin principal y del camino del bien público. Animémonos de un vivo deseo de este bien, y concurramos, cada uno según pueda y deba, a efectuar la reunión de los cinco hospitales. Que después, los Patronos en el Consejo por mi expediente y el público en Ávila por lo que vea y palpe, podrán juzgarme con pleno conocimiento y culparme según mis obras.

Vuestras Señorías perdonen esta larguísima contestación, que me ha sido precisa para responder a los muchos cargos del oficio de Vuestras Señorías, y sírvanse, yo se lo suplico, ponerla en noticia del Ilustrísimo Cabildo, ofreciéndole mis verdaderos y sencillos respetos.

Dios guarde a Vuestras Señorías muchos años. Besa las manos de Vuestras Señorías su más atento servidor.

Ávila y noviembre 25 de 1792.

Juan Meléndez Valdés




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Representación hecha a Su Majestad pidiendo la exoneración de tributos y derechos


29 de noviembre de 1792

Señor:

El Hospital General de Nuestra Señora de la Misericordia de la ciudad de Ávila y don Juan Meléndez Valdés, del vuestro Consejo en la Chancillería de Valladolid, su actual visitador, confiados en la paternal piedad de Vuestra Majestad, a sus reales pies, dicen que siendo las rentas de este Hospital apenas suficientes para el preciso socorro y asistencia de los muchos pobres enfermos que concurren a él a curarse de todos sus males (singularmente después que, reunidos en uno erigido en tal Hospital General los cinco particulares que había antes de ahora en dicha ciudad sin exclusión de ciertas dolencias que por sus constituciones particulares no se curaban en ellos, admite ya indistintamente a todos los pobres y les presta sus auxilios necesarios en sus enfermedades), se halla con el gravamen de adeudar derechos por todos los consumos, como cualquiera otro particular, en vuestras aduanas; y siendo vuestro Hospital rigurosamente necesitado, casa de caridad, y cuanto tiene y tenga lo expenderá siempre en el socorro de los pobres enfermos de los vastos estados de Vuestra Majestad, no es compatible con la real e ilustrada piedad que anima todas las obras de Vuestra Majestad, el que quiera continúe sobre él esta pesada carga.

Tal vez el no habérselo representado los Patronos a Vuestra Majestad, tal vez la desidia de sus administradores o el no querer ni unos ni otros molestar sus reales oídos con ruegos y demandas, habrá sido causa de no verse hoy libre de esta contribución; y por lo mismo, y no siendo ella sino de mil reales escasos, pues en el año pasado no ascendió más que a 978 reales, el Hospital General, y su visitador en su nombre, imploran rendidos la real piedad de Vuestra Majestad y le suplican se sirva concederle la libertad de derechos de aduana para todos los géneros de su consumo y el de sus pocos dependientes.

Así hará Vuestra Majestad una limosna verdaderamente acepta, y el Hospital podrá socorrer más bien según su piadoso instituto a cuantos pobres enfermos lleguen a sus puertas. Ávila y noviembre 29 de 1792. A los reales pies de Vuestra Majestad, el Hospital General de la ciudad de Ávila y su visitador,

Juan Meléndez Valdés



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