—158→
Los conquistadores, al remontar las grandes arterias fluviales, han ido formando pueblos, de trecho en trecho, jalones de sus etapas atrevidas en esta tierra desconocida, puntos de auxilio contra las sorpresas de todo género, siempre posibles, entre hombres salvajes, en naturaleza chúcara. En la Pampa, las corrientes de agua escasean, y los pueblos se fundan un poco al azar, como caen los dados en un tapete. Muchos han sido edificados por malhechores inconscientes, en terrenos bajos, malsanos, rodeados de cañadones y de ciénagos, cundiendo en ellos, apenas existen, y renaciendo siempre, la viruela, la fiebre tifoidea, la difteria y mil otras plagas, sin contar a los curanderos, que diezman su población.
—159→Otros, a falta de ríos o arroyos, se han fundado cerca de alguna laguna; hoy, la mayor parte nacen alrededor de una estación de ferrocarril; y lo mismo que los libros, tienen sus destinos los pueblos que así surgen del suelo pampeano, hijos del capricho, de la especulación o de sentida necesidad. Basta que la casa de negocio, primer núcleo, protoplasma de todo pueblo, se vaya rodeando de algunos establecimientos no menos útiles, como la inevitable fonda vascongada, la zapatería de los tres hermanos, la herrería, la peluquería y algunos más, para que se desarrolle el embrión y crezca, con ínfulas de ciudad. La panadería y la carnicería no tardan en establecerse, y en poco tiempo, frente a la manzana reservada, con el nombre de plaza, para muestra, al parecer, y recuerdo de la puna destronada, queda formada una calle que, por la intermitencia de sus construcciones y de sus terrenos baldíos, parece la dentadura mellada de una criatura de seis años; criatura a veces capaz de gran desarrollo, otras veces, raquítica y de vida endeble.
Y a los pocos años de edificada la primera casa, donde pacían las haciendas con toda tranquilidad, se ven chiquilinas barriendo veredas, y tirando a la calzada como para —160→ empedrarla, los papeles sucios y las cajas de lata vacías del almacén.
Crecerán las chiquilinas, y pronto se necesitarán escuelas, y mucho antes que haya iglesia y campana, el amor al campanario dará su primer fruto, fruto amargo: el odio y la envidia al pueblito vecino, competidor temido.
La necesidad de tener, juntos y a mano, los oficios más indispensables, ha fomentado la creación del pueblo; y en éste, se va creando a sí misma necesidades nuevas la misma población. Es poca, todavía, para tener en propiedad un cura, pero una vez por mes, el del pueblo grande más cercano vendrá a celebrar misa en la capilla improvisada en un galpón, catedral provisoría de la futura ciudad.
Y sucederá que, por una risueña ocurrencia de la casualidad, de vez en cuando, se encontrarán en la galera, el cura y el sacristán, con toda una comparsa de personas alegres, chillonamente vestidas y de conversación a gritos, de loras guarangas, que también van al pueblo nuevo, a prestar al vecindario los servicios de su oficio.
También las aves negras han abierto sus oficinas, pues no sólo necesidades, sino también parásitos nacen de toda agrupación humana, por humilde que sea, precursores infalibles de —161→ su naciente prosperidad, como lo es el gusano, de la madurez de una fruta.
El comercio tiende sus redes; la primera casa no ha quedado mucho tiempo sola, y, de todas partes, han acudido bolicheros, rezagados o quebrados de otros lugares, para tentar nuevamente la fortuna, a la luz de esta alba.
Tratarán de comerse vivos unos a otros; venderán perdiendo, por tal que el de enfrente se arruine.
Y seguirá la especulación sobre los terrenos; éstos irán tomando ficticiamente un valor que no podrán tener de veras antes de muchos años, viviendo de esperanzas, por lo pronto, sus felices poseedores.
La municipalidad se forma, y reparte, con mano liberal, impuestos a troche y moche; la policía se organiza y trata de efectuar arrestos, por cualquier delito, para facilitar a la primera los trabajos de embellecimiento del pueblo, haciendo abovedar por los presos, las calles ahondadas sin cesar por el rápido y constante traqueo de las activas jardineras de lecheros y panaderos, de los carros pesados y lentos, y de las descuajaringadas volantas de alquiler; y tanto se multiplican las autoridades, que pronto parecen una nube de escarabajos —162→ atareados en hacer desaparecer algún residuo festilizador.
¿Progresará, con todo esto, el pueblo nuevo? Sí, porque a pesar de todo, todo progresa en este país; pero el progreso será lento, difícil, a saltos, y no casi milagroso como en los Estados Unidos, donde se explota la agricultura y no al agricultor.
De cualquier modo, será, en medio de la tranquila soledad pampeana, un nuevo hervidero de pasiones humanas, mezquinas y turbulentas. Los odios nacerán en él, como los mosquitos en un charco: la política, las competiciones comerciales, la vanidad, el interés los crearán, de todos calibre y de todas formas.
En sus mil trampas, abiertas siempre: tentaciones sin gracia o groseros embustes, espoliaciones violentas o cautelosas estafas, dejará el campesino productor, algo de lo suyo, cada vez que en él penetre; y se tendrá una prueba más de que no hay infierno mayor que un pueblo. pequeño.
—163→
Don Evaristo López, español, madrileño, después de haber gozado, en su tierra, de respetable fortuna, malograda en los pasatiempos que, por todas partes, proporcionan a la gente, en diversas formas, los juegos de azar, había venido a caer, arrollado por la mala suerte, como hoja seca por el viento, en el pueblo General Álvarez, recién fundado sobre una estación de la línea de B. A. al Pacífico, estableciendo allí una modesta agencia de venta de billetes de lotería, en combinación con una casa de Buenos Aires.
Soltero, hombre ya de pocas necesidades y de menos ambiciones, incapaz de comprender que la lotería más segura es el trabajo asiduo y prudente, invertía en billetes casi todo el importe —164→ de su comisión sobre las tres decenas que alcanzaba a vender, reservándose siempre, entre otros, un quinto del mismo número, el 4032, al cual guardaba, desde cierto sueño que había tenido, una fe ciega.
Ese día, estaba don Evaristo esperando, después de un día de calor tórrido, durante el cual, a fuerza de andar, había logrado colocar el saldo de sus billetes, que la sirvienta pusiera en la mesa la modesta cena.
Cómodamente sentado en un sillón de hamaca, en mangas de camisa, fumando su eterno cigarrillo, descansaba de las fatigas del día, y, por supuesto, pensaba. Pensaba en su precaria situación, en su vida derrumbada y triste de desterrado; en lo lindo que sería poder volver, algún día, a España, sino rico, con algo, siquiera, que le asegurase la vida; y pensaba también en la imposibilidad probable de poder jamás realizar este sueño.
-«Sólo ganando la grande; pero ¿cuándo? Nunca sería para él semejante ganga».
Y con todo, en un rinconcito de su cabeza, no dejaba de revolver el montón relumbroso de los sueños dorados y de las risueñas ilusiones, que todo hombre cultiva, con razón, ya que hacen la vida más llevadera.
¡Ganar un quinto, no más, de la de cien mil! —165→ ¡veinte mil pesos! ¡la resurrección! Y brotaban primero, en su mente de viejo jugador, ideas de munificencia: daría mil pesos para el hospital español; quinientos a la sirvienta que, desde que estaba en este pueblo, cuidaba de él; a otros cien, haría regalos; y hasta se daría el orgulloso lujo de pagar cierta deuda vieja que, aunque nadie se la reclamase, le hacía en la conciencia cosquillas. Al pensar así, bosquejó el gesto, -siempre tan noble-, de pagar.
Inconscientemente, hacía de esa generosidad, algo exagerada, como una ofrenda propiciatoria a la suerte titubeante, para que se decidiese, de una vez, a favorecerle.
Y sólo entonces empezó a pensar en sí, y en lo que haría para su propia satisfacción; y compraba tantas cosas y gastaba tanto dinero que, aunque no apuntase las sumas, pronto vio que se pasaba, y tuvo que restringir en algo sus liberalidades.
Se enredó en sus cálculos; unas veces, mermaban hasta la parsimonia, creciendo, en otras, hasta la prodigalidad; pero afirmándose cada vez más en su cerebro, la ilusión,-¡qué ilusión!-, la certidumbre de que era el dichoso poseedor de bienes reales que necesitaban administración prolija, y no de castillos en el aire.
Y había acabado por dar, lápiz en mano, con —166→ una combinación definitiva, en la cual, por haberse acordado con tiempo del descuento de cinco por ciento que sufre el premio mayor, lo que le pareció una mera injusticia, quedaban reducidos a cien, los mil del hospital español, a cincuenta, los quinientos de la sirvienta, y borrados, por intempestivos, los demás rasgos de generosidad impetuosa, dádivas a futuros ingratos y pagos a gente más rica que él.
En este momento, la sirvienta trajo la sopera e introdujo al mensajero de la estación, portador de un telegrama.
Digan lo que digan, hay presentimientos en esta vida; don Evaristo se sintió temblar de emoción al romper el sello, y si se supo dominar, al leerlo, fue porque su estado mental inmediatamente anterior, en algún modo, lo había preparado a pasar, sin sacudida demasiado fuerte, de la ilusión a la realidad. Leyó: «Salió con la grande el número 4032. Lo felicito». Firmaba el dueño de la agencia de Buenos Aires.
Don Evaristo sintió detenerse, durante un momento, la circulación en sus arterias; lo invadió una oleada tal de felicidad aguda que fue casi un dolor; palideció, se ruborizó; estuvo a punto de cantar y de reírse, y de decírselo todo a la sirvienta que, de curiosa, lo estaba mirando —167→ para saber; pero se contuvo, cobrando en el acto, con la fortuna, el suspicaz instinto de recelosa defensa que, casi siempre, trae ésta consigo.
Así mismo, no pudo reprimir un movimiento revelador de su contento, y alargó al mensajero un billete de un peso, en vez de los diez centavos acostumbrados, lo que hizo que la sirvienta cambiase con el muchacho una ojeada llena de suposiciones.
Don Evaristo trató de comer, pero no pudo. La alegría le llenaba el cuerpo y el alma, y poniéndose otra vez el saco, se largó a la calle, después de comprobar que había vendido los otros cuatro quintos a Gregorio Lucena, el carnicero.
Tomó una volanta, hecho tan extraordinario que pareció llamar la atención de los cinco o seis personajes más copetudos de la localidad: el intendente, el comisario, el médico y otros, reunidos, como siempre, antes de irse a comer, en la casa de negocio de Irrazueta y compañía. Y como todos lo miraban con algo de burlón en la sonrisa, hizo parar el coche, se bajó, y entrando en la casa, le dijo a uno de ellos:
-«¿Qué le parece, amigo, el 4032? No me lo quiso tomar el otro día; pues, ¡embromarse!» —168→ y le enseñó triunfante el telegrama. El interpelado manifestó ruidosamente su pesar, otros se mostraron asombrados, y hubo muecas de duda, felicitaciones unánimes y bulliciosas, por fin, al oír que don Evaristo tenía un quinto y Lucena los otros cuatro. Don Evaristo no estaba en situación de percibir lo que podía haber de ironía disimulada en las sonrisas, y, glorioso, se fue.
El carnicero, que por las necesidades de su oficio, se tenía que levantar siempre a las tres de la mañana, ya estaba en cama, lo mismo que toda la familia. Al oír la noticia, al ver el telegrama, casi echó a bailar, pero pronto tuvo sus dudas. Irrazueta sabía que tenía él ese número, y ¿quién sabe si no era algún cuento, lo del telegrama? Se le hizo frío el sudor a don Evaristo; y para salir de duda, se fueron juntos a la estación; pero allí el jefe galoneado les enseñó, con su flema británica, madre de la confianza, el original del despacho, les confirmó su autenticidad, y los dejó convencidos de que su suerte era cierta.
Lucena sacudió a gritos a su gente toda dormida, hizo levantar a la familia entera, mandó a la mujer que hiciera pasteles, y se fue a la casa de negocio a buscar golosinas. Allí se encontró con la pandilla de los copetudos y, en —169→ cambio de sus felicitaciones, los convidó a tomar una copa de champagne. Una vez empezada la farra, duró toda la noche; fueron todos a comer los pasteles a casa del carnicero, llevándose más botellas que lo que de convidados había. Lucena, por cierto, insistió para pagarlo todo, y gastó doscientos pesos, en la noche, lo que para él era cantidad importante; pero ¿qué le importaba? Ya que iba a tener una punta de miles de pesos.
Aprovechó la ocasión para aproximársele despacio, un estanciero que, hasta entonces, nunca le había querido fiar un novillo, y le propuso todos los que tenía, a precio alto, por supuesto; pero, ¡bah!, cuando hay plata, ¿qué importa?, y Lucena, para florearse, los compró. Hubiera comprado todo, aquella noche...
A la madrugada, llegó el tren, y, con él, el extracto y el desengaño. Lo del telegrama había sido mentira, no más; un amable chasco, una liviana chanza de campesinos aburridos, ingeniosos bastante para forjar en alma ajena, sobre la efímera ilusión, una realidad casi palpable de dicha, para poder, en seguida, darse el sabroso placer de pisotearla a sus anchas, y de exprimir brutalmente de ella, con el pesado zapateo de sus risas sin piedad, algunas lágrimas de rabiosa decepción.
—170→
Alberto Dupont, poseído, desde su ya remota llegada a Buenos Aires, del deseo de conquistar, él también, siquiera en parte, la América, soñaba sin cesar, detrás del mostrador de su pulpería, con las lejanas y desiertas tierras de la Patagonia, y con la posibilidad de cortarse en ellas un amplio dominio, de cualquier modo que fuera. Joven y fuerte, con algún capital y bastante audacia, espiaba la ocasión propicia para lanzarse en alguna operación de tierras en el Sur, desde que en el mercado central de frutos, había visto pilas enormes de lana venida de aquellas tierras ignotas, oyendo de boca del consignatario que las vendía, datos alucinadores sobre el aumento extraordinario de las —171→ majadas y su maravillosa producción, en esas comarcas todavía despreciadas.
Y en un remate de la oficina de tierras públicas, como quien se tira en aguas hondas para aprender a nadar, arrendó por ocho años, en el territorio nacional de Santa Cruz, y por seiscientos pesos anuales, diez mil hectáreas.
Salió del remate, algo ensoberbecido de tanto coraje y, a la vez, temeroso de haberse metido en camisa de once varas, al pensar que su reino quedaba a trescientas leguas del punto bastante central y poblado de la provincia de Buenos Aires, donde estaba establecido; que las comunicaciones por tierra eran poco menos que imposibles y que sólo salía, cada mes, un pequeño transporte nacional, en fechas inseguras, sin itinerario fijo, sin comodidades dignas de este nombre, para pasajeros, y cargado, las más de las veces, por el mismo gobierno, con materiales y víveres destinados a las prefecturas marítimas de la costa.
Pagó, con más resignación que entusiasmo, la primera cuota del arrendamiento; firmó, en papeles sellados de elevado valor, las letras correspondientes a los pagos anuales siguientes, y de llapa, el compromiso leonino, absurdo, de hacer mensurar por su propia cuenta, él, arriesgado poblador, esta tierra arrendada al Estado, y que —172→ más tarde tendría que devolver, mejorada.
Y como el plano de los millares de leguas cuadradas que constituyen la parte patagónica del enorme patrimonio territorial de la República Argentina, ha sido dibujado al tanteo, haciendo en el papel una multitud de cuadritos calculados, cada uno, en cuatro leguas cuadradas, era lo más fácil que su lote quedase, como tantos otros, bajo las aguas del Atlántico, cuyas olas bravas castigan sin descanso estas costas llanas, tan poco hospitalarias, o fuera parte de algún árido pedregal.
Empezó a buscar datos, para orientar sus resoluciones; pues no era cosa de dejar improductivo el negocio; y pronto conoció que ya se formaba una corriente de fuerza insospechada todavía, pero irresistible, hacia esas comarcas desdeñadas hasta por los mismos indios y recorridas solamente por los pumas y los huanacos. No le faltaron fuentes de información, y, más bien, le sobraron, pues muchos datos se contradecían; lo que fácilmente se explica por la diversidad de las condiciones locales, en semejante extensión de tierras, desde la orilla del mar y la llanura desnuda, pedregosa, sin montes, y casi sin pasto ni agua, batida siempre por un viento feroz y por fin de escasa fertilidad, y los admirables y feraces valles andinos, —173→ entre las múltiples cadenas de las cordilleras majestuosas, con sus grandes lagos, sus misteriosas selvas y sus nieves eternas.
También varían forzosamente los datos que, sobre tierras despobladas, pueden suministrar hombres de diferentes profesiones y temperamentos. El marino, el criador, el turista, el agricultor, el especulador, el comerciante, las miran desde puntos de vista tan variados, que, difícilmente pueden concordar entre sí.
El aventurero superficial contará de ellas maravillosas exageraciones que no se acordará haber notado el poblador reposado; y el que, una sola vez, haya desembarcado en ellas, por tiempo casualmente sereno, tasará de ponderativo al marino experto que sostenga que son esos mares comúnmente ásperos y sus puertos poco accesibles.
Y después de mucho indagar, se le ocurrió, un día, a nuestro hombre ir a ver salir de la dársena el vapor «Primero de Mayo» que zarpaba justamente para las costas del Sur.
¡Qué pequeño el vapor! ¡y qué cargado! La cubierta toda rebosaba de instalaciones improvisadas, para caballos y mulas; de carros y rodados de todas clases, de cajones, de barricas, de baúles y de catres; muchos pasajeros apiñados en la proa: soldados que acompañaban —174→ hasta la isla de los Estados, a los presidiarios, encerrados ya en la sentina; peones de un agrimensor que iba a descifrar, por primera vez, los misterios de algún retazo del desierto; y, mezclados con hombres rubios y fornidos del Norte de Europa y con criollos puros, unos pocos inmigrantes napolitanos, en busca quizás de clima clemente, y que se habían conchabado para ir a la Tierra del Fuego, inducidos en error, sin duda, por la denominación engañosa; con ellos, iban algunas mujeres, esposas y parientas, torpes y atascadas, en sus vestidos domingueros, desorientadas, azoradas por tantas cosas nuevas vistas desde su salida de Italia; llamadas, así mismo, por su escasez, más que por sus lastimosas prendas naturales, a ser, allá, codiciadas y disputadas, como objeto, a la vez, de altísimo lujo y de primera necesidad, por los varones atrevidos que van a esas soledades, para poblar.
En la popa, en el muelle, suben, bajan, vuelven a subir, atareados, vigilando el embarque de los elementos de toda especie que llevan consigo, y cuyo extravío, aun parcial, podría serles, allá, en esas comarcas desiertas y faltas todavía de todo recurso, tan intensamente perjudicial, los pasajeros de primera clase, jefes de empresas, propietarios o mayordomos de —175→ grandiosas estancias ya establecidas, o fundadores de colonias, comerciantes y agentes de toda catadura. Algunos no dejan de darse cierto aire de conquistadores que no quieren la cosa, tomando actitudes de benévola superioridad, que, en otros tiempos, hubieran sentado bien al mismo Colón, cuando oyen susurrar: «Este es Fulano de Nahuel-Huapí, de Santa Cruz, o Mengano, de Puerto Deseado». Y se prestan, amables, a dar a todos los que se los pidan, los mismos datos, siempre confidenciales y siempre vagos, exagerados o deficientes, sobre las tierras de tal o cual región, agregando siempre: «pero lo mejor es, como hice yo, ir uno mismo», afirmando así, sobre todos estos novicios, ávidos de oír algo de lo desconocido, su incontrastable superioridad de pioneers efectivos.
Y Alberto Dupont completó, en una hora de conversaciones con gentes de allá, los datos que ya tenía sobre la calidad y ubicación probables de su lote, bastante para sentir nacer y crecer en su pecho de neófito audaz, el irresistible arranque que cambia los destinos del hombre resoluto, y le abre los arduos caminos de la fortuna; y juró, al ver perderse en el horizonte, el penacho negro del vapor, que el primero que saliese lo contaría, costase lo que costase, entre sus pasajeros.
—176→¡Y cuántos como él, no saldrían así, para forrar la frontera lejana de hombres enérgicos y vigorosos, si los gobiernos, dejándose de mezquindades absurdas, les facilitasen de una vez la posesión de la tierra! ¿Cuándo comprenderán que es preciso formar allá un cerco vivo, y que, para ello, hay que sembrar propietarios? Crecerían estos y se multiplicarían, y pronto, una nueva raza, la raza del Sud, blanca y rubia, de espíritu ponderado, fuerte, musculosa, emprendedora, libre de la indolencia nativa de los arribeños y de su nerviosidad enfermiza, formaría en la Nación Argentina, un núcleo de enérgicos porta espadas que, después de haber domado y poblado las áridas planicies y los valles fértiles de la Patagonia, ayudarían eficazmente a sus compatriotas del norte a hacer respetar, en mar y en tierra, su independencia, y a fomentar el progreso patrio, en todas sus formas, desde la aplicación amplia y sin mentiras de la liberal constitución argentina, hasta el desarrollo sin límite de las colosales fuerzas productoras del país.
—177→
A medida que el pasto ralea y se acorta, el pelo de los animales crece, se abulta y se tupe. Imprevisor, el gaucho no ha sabido juntar provisiones, para proteger a sus animales contra la penuria invernal; y tampoco se acordó que las noches de helada son largas, para pasarlas a campo raso, con la barriga vacía.
«Son sufridos», dice. ¡Oh! Sí, son; y tienen que serlo de veras, para llegar a la primavera sin haberse resbalado en alguno de los hoyos que tan bien les han preparado el hambre, el frío y la dejadez.
La naturaleza no lo puede hacer todo, y no le alcanzan los galpones para tanta familia, pero cuando llega el mal tiempo, les proporciona a todos una cobija, que va aumentando —178→ de espesor, con los rigores de la estación. No es traje de lujo, por cierto, pero tapa algo los huesos a los pobres animales hambrientos y flacos, y les ataja un poco el frío. No los mantiene, pero siquiera los calienta y sirve de forro a su miseria.
De lejos, casi puede dar la ilusión de la gordura el caballo que eriza, esponja el pelo, para resistir mejor a la intemperie; pero pronto se conoce que sólo es apariencia, y que el cuero es ancho para lo que queda en él.
Poco a poco, las heladas aflojan y se vuelven menos seguidas; los días, más largos, dejan crecer el pastito verde; ya pueden pellizcar mejor los dientes alargados por el hambre; y el hueco de las panzas se va rellenando a vista de ojo.
Los animales, por su aspecto, todavía no podrían inspirar sino el cincel de algún escultor de estética singular, que fuera entusiasta de seres cabezones y barrigudos; pero, siquiera, ya dan señal de vida. No hablemos de corcovear, que ya es mucho el conservarse parado, pero está cercana la hora del renacimiento.
Una mañana, el sol radiante ha sacudido sobre la Pampa rejuvenecida como una gloria de luz y de calor; y el jinete, al llegar a su —179→ casa, ha tenido que cepillar el poncho, todo lleno de peluza.
Está pelechando el tordillo, y cuando empezó uno, pronto seguirán los demás. Ahuyentada la muerte, se va para otros pagos; aquí ya no tiene nada que hacer; y la rasqueta y el cepillo voltean a jirones los andrajos de poncho usado.
Ahora sí, relumbran los lomos y redondean las grupas, reflejando la luz alegre, lisas y brillantes, intranquilas y briosas, ávidas de lejanos horizontes y de galopes sin fin.
¡Fuera buey! ¡a correr! A menear esos huesos, ese cuerpo escuálido, para criar pronto carne y gordura. ¡A sudar! Haragán, para soltar de una vez ese pelo largo, sucio y descolorido, tapaflacura repugnante, ropa vieja de invierno.
El peleche no es privilegio exclusivo de los animales; también se produce en la humanidad, aunque no del mismo modo y por los mismos medios. Basta, para producirlo en el hombre, el calor artificial de alguna herencia, o de una suerte en la lotería, o sólo, algunas veces, el resultado feliz del trabajo.
En el hombre, el peleche no consiste en perder el pelo; no faltaría más. No; sus signos exteriores son, entre otros, la redondez y el —180→ color rosado de mejillas anteriormente chupadas, un aire general de prosperidad en el traje y en el modo de llevarlo; la amplitud naciente de la barriga, en sujetos que, hasta entonces, habían parecido tener apenas los medios de impedir su completo achatamiento. Algunos, al pelechar, sienten la necesidad de caminar erguidos, de inflar la voz para hablar, de mirar a la humanidad ambiente con aire protector, como si pensaran que fuera preciso hacer saber a todos que, no siempre, han sido tan vistosos.
Según la clase de animales, es el peleche.
La serpiente, por ejemplo, como no tiene pelo, no lo puede perder; pero, en la primavera, se deshace de su ropa de invierno, y aparece como joya esmaltada, entre las plantas floridas de la pradera. ¡Qué linda está! ¡qué brillantes colores! ¡el topacio, el rubí y la esmeralda, con ribetes de azabache, embellecen su cuerpo gentil!...
¡Puf! Serpiente era antes, y serpiente quedó.
...«¡Pero, miren, quien baja del tren! ¡Policarpio!
-¿Él es? -¡Él es! ¡Qué buen mozo nos ha venido!
¡Tan pelechado, amigo! Salió de aquí cuidando un vagón de hacienda, con una mantita —181→ de mala muerte, toda rota; un sombrero que daba lástima y un chiripá que daba miedo; ¡quién lo ve ahora!, de pantalón a cuadros, como un inglés, de fular de seda, de saco de casimir, de sombrero iguelife. ¡Qué Policarpio este! ¿Habrá comprado estancia?»
Y Policarpio se erguía...
-«También los burros suelen pelechar», dijo un envidioso.
—182→
Bajo los sauces, el asador estaba plantado, frente a la puerta de la cocina de los peones, y estos,-cinco o seis gauchos-, en cuclillas, unos, otros parados, con el cuchillo en una mano y un pedazo de carne en la otra, acababan su frugal almuerzo, antes de ir a dormir la siesta.
De repente, los perros, fieles cumplidores de su deber, heroicos, dejaron, sin vacilar, los huesos que estaban royendo y se abalanzaron, ladrando, hacia la tranquera. Un jinete se acercaba despacio, al tranco, después de haber arrollado su tropilla de overos, a corta distancia.
- «¿Quién será?, dijo uno de los peones.
-Algún resero, contestó otro.
—183→-O algún campero que viene a pedir rodeo.
-No debe ser; anda demasiado paquete.
-Ese es un forastero que pasa, no más».
Y todos los ojos, ávidos, escudriñadores, se apoderaban de su persona, calando, curiosos, con sus miradas agudas, al que llegaba, como para penetrar en el secreto de quién podía ser, de dónde podía venir, de su edad, de su profesión, pero no de su nacionalidad, que no parecía dudosa. Por poco, hubieran tratado de adivinar cuánto dinero traía en el bolsillo, y qué ideas encerraba su cabeza, y qué sentimientos su corazón.
El jinete se aproximaba y ya se le podían detallar la facciones. Hombre de treinta años, al parecer, de alta estatura, de anchas espaldas y cintura delgada, airoso, gallardamente sentado en el recado, el cutis bastante tostado, pero no tanto que no relucieran en él, en partes, unos reflejos rojizos, y, en la barba, algunos pelos dorados, que lo hicieron, al momento, notar por rubio.
No contradecía la filiación el color de los ojos, azules como los hay pocos en la Pampa, y si, por su lado, sondeaban estos las fisonomías, era sin deslizar la mirada, sino fijándola bien, como un foco de luz radiante y clara, a la vez que benévola.
—184→El ala ancha del sombrero se levantaba -un tanto compadrita-, sobre la frente alta y blanca, descubriendo una nariz aguileña que daba a toda la cara aspecto de muy resuelta decisión.
-«Buen gaucho lindo, dijo uno; ¿de dónde será?»
Y realmente que era lindo gaucho el que venía. Todo, en él, anunciaba el hombre de campo formal, que toma a lo serio su oficio, y lo lleva escrito en todos y cada uno de los detalles de su atavío. Garbozo era en el vestir, y no desprovisto de cierto lujo, pero sin la menor nota chillona. Usaba chiripá de paño negro y llevaba poncho de color, pero las anchas rayas eran de matices apagados, sin nada que llamase la vista o turbase el ojo.
Las botas de baqueta eran botas de trabajo, fuertes y sólidas, que no debían su elegancia más que a la sola forma del pie, sin que ningún bordado estrafalario indicare, como suele suceder, dolorosas pretensiones artísticas. El mismo fular, flotante en el pescuezo, si bien era de género rico, no cantaba su precio con colores a gritos, y el cuchillo de cabo de plata pasado en el tirador, era sencillo y cortador.
Y cuando, después de haber pedido licencia, se apeó, los gauchos que lo seguían —185→ estudiando, mientras ataba con cuidado su caballo al palenque, pudieron constatar que el hombre venía tan bien armado y montado como bien vestido, y que no sólo era gaucho correcto, sino también completo.
El overo, gordo, sin ser pesado, ni tampoco con formas de parejero, demostraba bien ser el caballo ideal de trabajo que sueña tener, para lucirse en el rodeo, todo gaucho, y que pocos, en realidad, saben, sino adiestrar, por lo menos conservar en sus buenas condiciones: bien tuzada la crin, en la forma que presentan a menudo los caballos de las antiguas esculturas romanas, lo que hacía más salientes las orejas; la cola larga, sin exageración, y primorosamente peinada; sanito de manos y patas, llevaba en el lomo un recado bien completo, confortable y adecuado, por su composición, a la conservación del caballo y a las necesidades del amo.
El lazo trenzado, el bozal y el rebenque, las riendas y la cincha, todo bien trabajado, fino y fuerte, anunciaban que el hombre sabía como nadie lo que era bueno y lindo; y cuando, sentado en el fogón, contestando a una pregunta, dijo a los peones, ofreciéndoles un cigarro negro, que él mismo fabricaba sus huascas, —186→ corrió entre los gauchos un pequeño murmullo de admiración.
Se supo que era mayordomo de una gran estancia lejana, y que iba para dentro, llamado por su patrón, a recibir y poner en marcha una hacienda destinada al establecimiento que manejaba. Como era, el hombre, de conversación chistosa y entretenida, que no le corría mayor prisa, y no le disgustaba dejar descansar un poco la tropilla, y como, por otra parte, el patrón de la estancia no estaba y sólo volvería tarde, el día siguiente, le hicieron fuerza para que se quedara.
Consintió; ayudó a carnear una res y a desollarla, luciendo su habilidad; y se pasaron lindamente las horas, escuchándole cantar, acompañándose con la guitarra, sentidos versos criollos, coplas de amor y de pelea, quejidos contra la suerte y alabanzas de la mujer querida.
-«Gaucho lindo!, repitió despacio uno de los peones al capataz.
-Sí; dijo este, un santiagueño viejo, astuto y desconfiado.
Pero ¿será que tiene un pelo en la lengua que no puede decir erre?»
Y dirigiéndose al forastero, le dijo:
—187→-«Seré curioso. ¿De qué provincia es V.?, dígame.
-De Suiza», contestó sencillamente el gaucho. Y para celebrar la Pampa aquerenciadora que se lo había asimilado tan bien, y, -fuera de un detalle, de por sí inmutable-, sin que una sola pincelada exagerada o torpe hiciera desmerecer la obra, preludió con la guitarra y cantó, en versos criollos, unas décimas a las nevosas y verdes montañas de su tierra, que, muy joven aún, había dejado, para venir a ver si la Fortuna había emigrado a las llanuras.
—188→
El celestial pintor encargado de iluminar, en el libro de la naturaleza, la gran página de la América del Sud, gastó en las comarcas más favorecidas por el sol, sus mejores colores. No dejó allá un árbol, una yerba sin pintar, y no sólo hizo inaudito derroche de verde en las hojas, sino que en todas partes colocó flores amarillas, coloradas, azules y violetas, prodigando en los bosques y en los prados, en las planicies y en las montañas, todos los esplendores de las notas más llamativas. No contento con esto, agotó casi todo lo que le quedaba de sus más brillantes pastas, en adornar regiamente las moscas, las mariposas y los pájaros; de modo que, cuando llegó a la Pampa, su paleta desasurtida no le alcanzó más que para —189→ pasar encima de todo, plantas y seres, una leve y uniforme mano de gris, verdoso o cas taño, apagado y sin barniz, pues también éste se le había acabado.
En vano, protestaron todos los bichos y pájaros que ya poblaban la Pampa; no había más remedio que sufrir y aguantar, lo que, renegando, hicieron, consiguiendo apenas, a gritos, una que otra pinceladita colorada, azul, verde o amarilla, algunos privilegiados, como el churrinche, que quedó con la cabeza y el pecho punzó, el flamenco que logró media mano de rosado, el tero que pudo teñirse las espuelas de colorado, y así algunos otros.
Pero, en compensación, ya que les faltaban los colores hermosos prodigados a las plantas y a los animales de los países tropicales, las plantas de la Pampa quedaron libres de ponzoña; las fieras fueron pocas y poco temibles, y lo mismo las serpientes. El romerillo, es cierto, bien podría matar algunos animales que no lo conocieran, pero basta zahumarlos un rato con una fogata de la misma planta, y pronto dejan de probarlo. Hay abrojos, en la Pampa, pequeños y grandes, chamico, paja brava y rosetas, cardos y cortadera, flechillas y pasto puna; pero los abrojos, sólo los trae la población; el agricultor es el que siembra, con —190→ su trigo, el chamico, y los cardos de espina más brava sirven, como cualquier otro yuyo, de mantención a la hacienda.
¿Quién no perdonaría a la cortadera los tajos que pueda dar en dedos imprudentes? Tiene que defender contra los atrevidos el delicado penacho de sus flores hermosas. La flechilla daña al cordero, si lo dejan con lana, pero también lo mantiene. Si el pasto puna poco sirve, tampoco resiste mucho al arado; y del hombre depende el tener tierra buena, siendo el pasto puna un mal merecido para el que, por pereza, lo quiera conservar. En tierras mejoradas, nacen mejores plantas: según los pastos son las haciendas, y según las haciendas, también son los hombres.
Entre los pajonales y los juncales viven los bichos dañinos y la gente perversa; todo lo malo se junta; se esconden allí los gauchos haraganes, atorrantes y ladrones; y también los tigres y los pumas, mientras no los aleje la población, al tupirse.
Pero también, entre el trébol abundante y florido, la gramilla tupida y el cardo nuevo, pastean a millares las mansas ovejas, cuidadas por gente pacífica y bien mantenida, y con el traqueo de las majadas, salen y suben al cielo, mezclados en delicioso concierto, los —191→ mil perfumes de las plantas olorosas de la cañada fértil, la altamisa, la verbena sutil, la flor morada, el trébol de olor y la rama negra embriagante.
No faltan, es verdad, algunos bichos traviesos, en esas mismas tierras privilegiadas, y no dejan, a veces, las plantas más buscadas por los rebaños, de dar hospitalidad bajo su follaje al zorro o a la comadreja. Es que también allí abundan las habitaciones, con sus despensas bien provistas, sus gallineros bien poblados, sus galpones llenos de maíz; y aunque debieran saber que poco le gusta al hombre que lo vengan a despojar de lo que es suyo, se atreven, a menudo, hasta a venir a cavar su cueva familiar en las mismas casas. La comadreja es la más osada, capaz, como lo es, de venir de noche, a chuparse la leche de un cántaro, o a robar pollos o huevos, o cualquier otra cosa, en una pieza habitada. Es que tiene que mantener a ocho o diez comadrejitas pequeñas, y le parecerá natural que el hombre la ayude a criar toda esta preciosa familia, de tan provechoso porvenir.
El zorrino también parece preferir la habitación humana para criar su prole ¡Aberración singular! Así mismo, no le gusta el progreso, pues raro es el viaje que pueda uno —192→ hacer en ferrocarril, sin respirar el perfume tan peculiar y penetrante con que se apresura a rociar a la pasada, las ruedas de los vagones.
Usa vincha en la cabeza, lo mismo que el hurón, la vizcacha, el bienteveo y varios otros cuadrúpedos y pájaros de la Pampa, que habrán querido, sin duda, imitar al indio, cuando lo conocieron.
Es también cosa de ver como todos los bichos dañinos de la Pampa se muestran ávidos de huevos: el hurón, el zorro, el lagarto, el zorrino, la comadreja, no cejan ante ningún peligro, para conquistar este su manjar preferido. Se comprende: la perdiz vuela y es difícil de cazar, pero pone, y los huevos ahí quedan; y el terú-terú pone tres, en su nido descubierto; y los patos innumerables y los cisnes de pescuezo negro, y los gansos y los chajáes gritones, y los mil pájaros de las lagunas, ponen y ponen montañas de huevos; y los flamencos se juntan en grandes bandadas rosadas para depositar en ciertas islas, de ellos conocidas, tantos huevos de su mismo color que, a lo lejos, aparece en los vapores del horizonte un espejismo rojizo.
Desde el huevito de la ratoncita que vive en el techo de paja del rancho, hasta el enorme huevo del avestruz, los hay de todos —193→ tamaños y de todos colores, sabrosos todos y nutritivos, presa fácil y predilecta de cuanto bicho ladrón anda rondando por ahí.
Es preciso que todos vivan en este mundo; pero, si la Pampa tiene que mantener a mucha gente, no le falta con qué, y cuando el zorro se para, pensativo, no es, en general, que le falte que comer, sino que anda combinando algún ecléctico menú para el almuerzo o la comida.
—194→
En 1880, una vez asegurada la conquista de toda la Pampa, con miles de leguas libres de indios y desiertas, no había pretexto ya, para un joven sano, guapo, y de atávico resabio de andariego, de quedar, toda la vida, encerrado entre sus cañadones nativos, de los derrames del Gualichú, sin ir a conocer mundo; así lo entendió Antonio Mesquita, y con la venia paterna, se fue a buscar fortuna por aquellos campos recién abiertos a la población y al trabajo, del Azul al Río Negro. Y con su tropilla por delante, armado de un recado completo y de buenas huascas, de un sombrero nuevo y de una muda de ropa, se fue, como tantos otros, a cincuenta, a cien leguas y más, conchabándose de peón de campo, trabajando por día en los —195→ rodeos, de mensual, a veces, buscando quien le diera alguna majada a interés o cualquier otra colocación ventajosa. Y se quedó así, muchos años, ganándose regularmente la vida, hasta que habiendo sabido que el viejo estaba muy enfermo, pidió licencia al patrón con quien entonces trabajaba, y se fue a hacer un viaje a la querencia vieja.
Cerca de quince años habían pasado desde que había salido de ella; ¡quince años!, todo un trozo de vida; y galopaba, tragándose las leguas, y pensando en lo que iba a encontrar por sus pagos. ¡Cuántos cambios iba a ver! No lo iban a conocer, por cierto, lampiño que era, cuando se fue; barbudo, ahora, como cabrón. ¡Qué cosa!, y como pasa el tiempo, ¡quince años!, y le parecía ayer. Más sueño parece, a veces, el recuerdo de lo que realmente ha sido que la frágil esperanza de lo que quizás nunca será.
De vez en cuando, había tenido noticias de la familia; sus hermanos y hermanas se habían desparramado, casi todos, por estos mundos de Dios, sabía que ninguno había hecho fortuna, pero si pocos eran los que tenían hacienda, todos, por lo menos, tenían hijos, y bastantes.
Los padres, ellos, habían quedado acompañados por dos o tres de esas familias, así brotadas, —196→ y no les había faltado ayuda. Por lo que era de él, venía, tan pobre como se había ido, con sus caballos, su recado y su lazo por todo haber, lo mismo que al salir, sin haber juntado un peso ni formado familia, y sin haberse acordado siquiera, en quince años, de venir una vez a visitar el rancho paterno.
Iba galopando, cuando su caballo, dando un paso en falso, casi rodó en un charco, y lo salpicó todo: «Me desconocen los cañadones», dijo, y vio que ya había dejado atrás la región arenosa de la Pampa, para entrar en la que, a cada paso, le iba a hacer acordar los risueños momentos de la niñez y de la juventud.
El invierno había sido llovedor, y el sol todavía no tenía bastante fuerza para haber secado los cañadones; así mismo, empezaba a bajar el agua, dejando marcado lo que había sido su orilla, con una orla de resaca, y asomaban, en el suelo empapado, las puntitas verdes del pasto nuevo que tan bien hace purgar las ovejas y apesta los corderos.
¡Ah! ¡Gualichú bien nombrado!, que no pierde ocasión de salir de su cauce, y de desparramarse en la llanura, cambiando la verde pradera en cenagoso criadero de plagas.
Iba Antonio Mesquita, acercándose a la querencia, pisando agua, chapaleando con regocijo —197→ íntimo, -¡hacía tanto tiempo que sólo andaba por campos arenosos!- entre los duraznillales de triste follaje gris y ralo. De la tropilla que arreaba, sólo la yegua madrina y dos caballos eran de los que había llevado, al salir del lado de sus padres, y pocos relinchos cambiaron con las manadas del pago, por serles, en su mayor parte, desconocidas; así sucede, que las vueltas, después de muy largas ausencias, despiertan siempre más curiosidad que cariño entre los que así se vuelven a ver, y que, por poco, parece intruso el que llega.
Pocos montes nuevos habían surgido; se comprende: ¿quién va a poblar en esos campos anegadizos? Una que otra zanja insignificante, perdida entre esta masa de agua, indicaba, por lo impetuoso de su corriente, las ganas que tienen de ser desagotados, y lo que podría producir el espíritu de asociación, con alguna iniciativa inteligente, en vez de la ruina, hija de la dejadez y de la mezquindad de gobiernos y particulares.
Los chajaes bulliciosos, de elegante cabecita copetuda y de cuerpo abultado; las garzas y las cigüeñas, imponentes, en su andar acompasado, los patos de mil clases, los gansos y los majestuosos cisnes, reinaban tranquilos en ese dominio que sólo les disputaban los mosquitos —198→ insoportables. No eran, pensó Antonio, los mismos reyes que cuando él se había ido, pero eran de la misma dinastía.
Algunos cambios, así mismo, pudo notar el viajero; las majadas que, cuando se fue, eran todas merinas, se habían vuelto Lincoln; en muchas partes, se ordeñaba vacas por centenares; en las lomas, había mucha tierra arada y por todas partes, parvas grandes de alfalfa. Se cruzó, en el camino, con unos gauchos que arreaban una tropilla y junto con ellos pasó un puente; ¡un puente; qué lujo!, y fijándose en los gauchos aquellos, notó que a pesar de llevar el lazo en el anca, no tenían ya el garbo peculiar de la raza; algo, en la facha, como de gringo, tenían, y más bien que jinetes, eran hombres a caballo: ¡y cómo no!, si ya no lidia más esa gente que con hacienda mansa.
Cuando llegó al rancho paterno, le ladraron fuerte los perros, como a cualquier forastero; muchos niños había, que tampoco sabían quién era, y su propia madre tuvo que mirarlo dos veces, antes de darle la bendición de bienvenida. El viejo había muerto, y, dos días antes, lo habían llevado; la casa toda y sus habitantes estaban sumidos en profundo luto, y Antonio también se vistió de negro.
Pero a los pocos días, se sintió demás en —199→ ese hogar que le era como ajeno, y poco tardó en despedirse y en armar viaje, otra vez, para los campos de afuera, donde el horizonte le parecía más despejado y la vida menos oprimida.
—200→
No hay como el olor a carne muerta para atraer desde lejos a todas clases de aves negras; y por pequeña que sea la presa, acuden, presurosas, solitarias o en bandada, silenciosas o gritonas, a tomar posiciones, de donde puedan dejarse caer a pellizcar.
Cuando murió doña Serafina, no faltaron algunas que vinieron a olfatear la presa. La herencia era poca: un rancho, un corral de ovejas, de lienzos de madera, bastante grande y bueno, con los palos correspondientes; los veinte cachivaches del modesto ajuar; una puntita de caballos bichocos, tres lecheras, y, más o menos, mil doscientas ovejas de clase regular.
Pero, por poca que fuese, bien valía la pena —201→ de prestar a los herederos el flaco servicio de sembrar entre ellos la discordia.
Con sólo conseguir de uno de ellos un poder en forma, ya se podía armar una de esas embrollitas capaces de disolver, en trampas y gastos de justicia, algo más de la herencia. Y en esto se ocuparon sigilosamente dos o tres de los buenos amigos que, en el pueblito, tenían los hijos de la finada.
Cinco varones y dos mujeres, todos mayores de edad, de poca instrucción, pero de algún sentido común; regularmente unidos entre sí; sin quererse hasta el sacrificio, siempre dispuestos a cuartearse unos a otros para salir de un mal paso, y hacerse menos penosas las ásperas sendas de la vida.
De los hermanos, uno era hombre muy formal, trabajador e inteligente, Eufemio, en el cual, aunque no fuera el mayor, todos tenían mucha fe, y cuyos consejos no hacían dificultad en seguir.
Supo, pues, que a las dos hermanas, les estaban aconsejando mal, insinuándoles que los hermanos las iban a embromar, a quitarles de su parte todo lo que podrían, y que debían nombrar algún apoderado.
Uno de los hermanos, Juan, el más joven, quien, si por suerte, no hubiera sido tartamudo, —202→ habría salido muy doctor, apoyaba la idea; y cuando el candidato a apoderado, procurador conocido en el pueblito con el apodo de «Gusanillo», había desarrollado sentenciosamente sus argumentos irresistibles, él, con elocuencia espontánea, decía: «¡Por, por, por... por supuesto!» y quedaban muy perplejas las mujeres; hasta que, una tarde, convinieron en que al día siguiente, sin falta, iría una de ellas, de un galopito, a firmar el poder; y esta tarde, se volvió Gusanillo a su casa, tarareando alegremente una cancioncita, al compás del galope de su caballo.
Pero, esta misma noche, Eufemio reunió a toda la familia, y con los argumentos poderosos que le dictaba su convicción profunda, basada en un miedo cerval a la justicia, no les dejó duda que si pasaban los pequeños bienes dejados por la pobre vieja, por las uñas de las aves negras, no les iba a quedar absolutamente nada.
-«¿Co, co, co.... cómo haremos?» preguntó Juan; y Eufemio le explicó que su idea era de pedirle e don Mariano, hombre recto y bueno, dueño del campo que arrendaba la finada, se hiciera cargo de la partición; y la hiciera a su gusto, prometiendo todos de acatar lo que mandara.
—203→-«Así, dijo, evitamos gastos, discusiones, demoras, y juez por juez, me gusta más un mal conocido que un bueno por conocer».
-«Se, se, se.... se puede ver», dijo Juan, y remitiendo a otro día de firmar el poder, las hermanas asintieron, sabiendo que don Mariano arreglaría todo lo mejor posible.
Dos días después, don Mariano ató su caballo al palenque de la finada, con la cual, tantas veces, había venido a conversar un rato, escuchando con benévola sonrisa, entre dos mates, los charqueos que la vieja hacía del prójimo.
Enterado ya del asunto por Eufemio, para quien tenía la estima que siempre tiene un estanciero para el que, por sus cualidades, le haría cuenta tener de puestero, había formado su plan.
-«Miren, muchachos, les dijo; ustedes son siete, la herencia no es muy grande. No se metan a pleitear; si no se reparten todo a las buenas, de lo que ha dejado la finada, no les va a quedar ni un peso; de modo que cualquier arreglo vale más que irse ante el juez.
Hagan una cosa. Contamos la majada y como no se puede cortar en siete trozos, a campo, la volvemos a encerrar. Ponemos en un sombrero los siete nombres y tiramos a —204→ la suerte. El que sale primero, saca las primeras ovejas que salgan del corral, contadas hasta completar su parte, y así, en seguida.
Si alguno sale algo más favorecido que otro, será por poca cosa, y no se podrá echarle la culpa a nadie.
El rancho y el corral están en mi campo; les fijamos precio y cargo con ellos. Los muchachos podrán repartirse los caballos y dejar las lecheras y los cachivaches a sus hermanas, poniendo, por supuesto, a cada cosa su valor, y, si falta un pico de algunos pesos para equilibrar el reparto, se ha de encontrar.
-¿Qué, qué, qué... qué hago yo con mi, mi, mis ovejas? Preguntó Juan.
-Te las compro, le dijo Eufemio, que tenía economías y crédito, si don Mariano me deja en el puesto.
-«Te lo iba a ofrecer, muchacho; dijo don Mariano, y te completaré el capital para darte la majada en sociedad».
Otro hermano también le vendió sus ovejas a Eufemio y el reparto se hizo como había dicho don Mariano, sin más perito, sin más abogado, ni procurador, ni juez que él, quedándose cada uno conforme con su lote.
—205→Para festejar tan buen arreglo, Eufemio, puso al asador un lindo cordero gordo...
En este momento, llegó el amigo Gusanillo, algo inquieto del silencio de su clienta; lo convidaron, y le contaron alegremente el corte dado al asunto.
Con otra presa había soñado el pícaro, que con una costilla de cordero, y la encontró algo desabrida, a pesar de la cantidad de ajos que entredientes, iba mascando.
—206→
Toda inmensidad impone: el mar, el desierto, la Pampa hacen al hombre pequeño; y será por esto, quizás, que siempre sueña él con franquear la siempre renaciente sucesión de horizontes con que defienden su misterio.
La Pampa es, de todos los desiertos, el más fácil de vencer; ofrece recursos; tiene pastos y aguadas; está libre de los indios, y bien pocos son los animales feroces o ponzoñosos que viven en ella: su resistencia es puramente pasiva y cede con facilidad; pero no por esto deja de tener sus resabios de redomón mal domado, para rechazar las atrevidas acometidas del hombre.
Y hasta en las partes donde ya no tiene nada que ocultar, donde los ranchos y los montes —207→ la tienen como salpicada de hitos, todavía, a veces, se vuelve burlona, y maliciosamente se entretiene en engañar al novicio.
-«La casa de Fulano, por favor, ha preguntado.
-Allá, derechito, se ve de aquí»; le han contestado, enseñándosela en el horizonte.
Y se fue, galopando. Y el viento, viejo criollo travieso, le ha volteado el sombrero, haciéndole a la Pampa una guiñada. El novicio, impaciente, paró el caballo, le hizo dar vuelta, se apeó, agarró el sombrero y volvió a montar; y siguió... derechito. Y después de largo galope, llegó a una casa, persuadido que era la de Fulano; pero le dijeron que no, que allá, a sus espaldas, derechito, era. Hay que fijarse muy bien, en la llanura, para no errar.
También tiene la Pampa brillazones y espejismos engañosos y neblinas espesas; pero más que todo, tiene su cansadora inmensidad, su uniformidad y su silencio. Infunde el peor de los terrores, el de lo desconocido, que no le permite a uno atinar como defenderse.
Únicamente el gaucho le conoce bastante las mañas a la Pampa desierta, para poder vivir en ella y de ella, con relativa seguridad. Su sobriedad, preciosa y única herencia de sus famélicos padres; su aguante, adquirido en —208→ las faenas continuas de su vida; la paciencia, virtud nata del pobre; la previsión, que fácilmente adquiere él que sólo puede contar con sí mismo; la astucia, que le enseñan las mismas alimañas del campo; la vista penetrante, aguda, intensa, que dan los vastos horizontes; la observación sagaz que le hace adivinar lo que sólo ve a medias; la sangre fría que ataja los peligros y el valor que se los hace mirar de frente, son sus armas.
El gaucho desdeña la brújula, y hace bien, pues mejor que ella, su solo instinto lo lleva al punto lejano donde tiene que ir, aun por una mañana de cerrazón o por una noche, obscura; mientras que al quererla usar, pronto enredado en las indicaciones del instrumento, tendría que volver renegando con la bruja esa, obra, por cierto, de Mandinga, para engañar a los hombres y hacerles perder el rumbo.
Tiene sus astros familiares que le sirven de guía; y con consultar el viento y las formas de las nubes, la cara ceñuda de la luna creciente o la amable sonrisa de la luna llena; el aspecto tan diverso del sol saliente y del sol poniente, sabe lo que más le interesa, si lloverá o no. Y si tiene que viajar en noche obscura, estudiará a la luz del cigarro el pasto, para distinguir una mata de otra, conociendo —209→ su camino por las singulares revelaciones de su botánica especial.
Tampoco tiene el pampeano muchas necesidades: agua, carne y fuego; pero para conseguirlos y conservar así su vida e impedir que la sed le desparrame los caballos, ¿de cuántas precauciones no se rodeará? ¿de cuántos medios no se tendrá que valer?
En la memoria conserva el recuerdo de que en tal punto, hay agua; en tal otro, buenos pastizales; que ha habido vacas allá, hace poco, y que habrá por consiguiente leña, o que en el médano tal, hay raíces combustibles; y allí irá en derechura, y acampará, desprendiendo de la cincha del caballo la pavita que pronto cantará, colgada de la cruz del facón plantado de sesgo sobre un fuego de leña de vaca, para cebar el confortante mate, con la yerba traída en los dobleces del pañuelo. La perdiz, muerta, de un rebencazo, o la mulita, se asa de cualquier modo, y basta con esto para que no se muera un cristiano.
La madrina está bien maneada, con cuidado especial; las huascas son fuertes y bien sobadas; el crédito descansará, atado a soga, cerca del amo, a mano, por si acaso. Y confiado, se estira el gaucho en su recado, envuelto en su poncho, y duerme...
—210→Bastará, a veces, que el maneador bien engrasado baya tentado al zorro hambriento, para que el caballo suelto y espantado dispare, punteando para la querencia, dejando al jinete presa segura del hambre y de la sed.
Las leguas en la Pampa, con un buen caballo gordo y guapo, parecen siempre pocas y cortas; con caballo flaco, lerdo o cansado, se alargan y se multiplican; pero, a pie, se vuelven infranqueables; y la llanura burlona se ríe de la desesperación del hombre impotente, festejando, muda, como inocente travesura, su crueldad de madrastra.
—211→
La cristiandad está de luto; conmemora en sus templos, con cantos lagrimosos y lóbregas plegarias, el aniversario de la muerte de Jesús; y Juan Anocibar, nacido y criado en los Pirineos, todo embuido de la fe ingenua que mantiene incólume su reino en aquellas regiones montañosas, cerradas aun a la irrupción del progreso, ni un momento piensa, en ese día del viernes santo, en sustraerse al cumplimiento de los preceptos que le enseñó el cura de su aldea natal: ayunar y holgar.
Holgar no le hace ninguna cuenta, pues ha tomado por un tanto, con dos compañeros, un trabajo de alambrado; y por lo que es de ayunar, con sólo mirarle la cara, un poco antes de las doce del día, se tendrá la seguridad —212→ de que hace un verdadero sacrificio a sus infantiles convicciones.
En la Pampa, no hay iglesia sino en los pueblos, y no puede Juan, hacer veinte leguas, y perder tres días o cuatro: «para hacerles el gusto a los frailes», dice, riéndose; pues a pesar de haber conservado para ciertas prácticas un respeto supersticioso, no deja de burlarse un poco, desde que de su tierra salió, de los que, en su niñez, se lo impusieron; y, vistiéndose con su ropa dominguera, temprano se vino a la pulpería.
Allí, espera, fumando, -pues el cigarro no quiebra el ayuno-; y conversando, a ratos, que lleguen la doce para poder, en fin, comer. Y a medida que se viene acercando la hora, parece marchitarse más y más su grande y pesado cuerpo de atleta: su ruidosa alegría de hombrón algo bruto se calla, y rehuye hasta los juegos de manos que tanto le gustan siempre. Los gauchos que ahí están no participan, en general, de sus preocupaciones; comen, beben, y no dejan de hacerle algunas burlas:
-«Mire, don Juan, que mañana, le va a quedar flojo el alambre, si no come hoy.
-¿Qué quiere? Amigo; no puedo; me parece —213→ que si, en viernes santo, comiera antes de las doce, me haría mal».
Por fin, en el tosco reloj de la tienda, adelantado subrepticiamente de un cuarto de hora por el pulpero compasivo, han dado las doce; con un puñetazo formidable en el mostrador, se endereza el vasco, y dejando ver, en amplia risa, sus dientes alargados por el hambre, exclama: «¡Ahora sí mozo!»... Pero vacila en su resolución: iba a pedir un chorizo, cuando se acordó que, el viernes santo, la carne es prohibida, y sofrenando sus ganas pide una caja de sardinas, con pan y vino. Las sardinas desaparecen, y el pan y el vino; todavía no conversa don Juan, pero ya vaga sobre sus labios aceitosos y en sus ojos azules una sonrisa de satisfacción. Ha cumplido con su deber de cristiano, y puede comer ahora sin temer de cargar su conciencia con un pecado; y come, -¡mil demonios! -come con un apetito bestial. Después de dos cajas de sardinas, devoró una de ostras; no le gustan mucho, pero hay que comer algo que no sea carne, y no se puede comer siempre sardinas; y al enumerarle el pulpero las demás conservas que adornan sus estantes, oye: «pimientos morrones españoles», y pide una caja, y come a plena boca las picantes frutas —214→ coloradas que son, para él, como rayos del sol de su tierra encerrados en una lata.
Dos cajas de pimientos rojos pasan por el rojo trapiche de su boca poderosa, mascados y tragados con gran ruido de labios y mandíbulas.
Se ríe ahora el vasco, gozoso; hazaña les ha parecido el almuerzo a los gauchos que lo miran extasiados; y dele vino para apagar el fuego que dejan tras sí, inextinguible, semejantes manjares.
-«Pues, amigo, dijo uno, ¡qué atracón!»
Para cumplir en algún modo con la regla, todos los que tienen hogar se llevan para su casa un pedazo de bacalao; es una especie de comunión pascual que nada tiene de penitencia, pues al contrario, es un pretexto para variar un poco la comida. Todavía no ha muerto la religión de Cristo.
¡No ha muerto! No; apenas han dado las diez, el sábado, por la mañana, empiezan a chisporrotear las gruesas de cohetes de la India, llenando el aire de ruido alegre, de humo y de olor a pólvora, espantando los caballos atados en el palenque, haciéndolos patalear y tirar de los cabestros.
Es el Sábado de Gloria, y el sol otoñal, glorioso como una resurrección, desparrama por —215→ todas partes sus rayos de oro que calientan sin quemar y penetran las almas sencillas del intenso y suave gozo de vivir.
* * *
Muchos otros días de fiesta hay en la Pampa, pero muchos también pasan desapercibidos; no abundan siempre los pesos, y sin plata, la diversión tiene que ser poca.
Así mismo, no se perderá ocasión de correr algunas carreras, o de armar alguna partida de taba o de naipes, y la guitarra convidará al canto y al baile.
En las fiestas populares, dadas en cualquier ocasión, para el santo del patrón o para entablar en debida forma la manada chúcara de los electores, el asado con cuero será el gran atractivo; y la fiesta del Patrono del pueblito no irá sin carreras de sortija, que permitan a la juventud lucir su habilidad y su elegancia.
Por lo demás, cuando se quiere, todo puede ser fiesta; y nada como la marcación, por tal que sea de convite, para ser pretexto a mil diversiones, con acompañamiento de bailes y torta frita.
¡Y la noche de San Juan!, con sus mil fogatas de chala, que iluminan toda la campaña y —216→ parecen grandes ojos amigos cambiando guiñadas.
-«¡Mirá! Ya prendió don Pedro.
-»¡No! Es el de la Barrancosa.
-»¡Qué lindo el de doña María!
-»¡Y alla, en la loma!» Y en todas partes, surgen, efímeras y brillantes, las alegres estrellas, y con la languidez de las tibias noches del veranillo, las insulseces de los versitos de confitería parecen verdad a las niñas morochas, Salomés sin crueldad, dispuestas a entregar su corazón, sin exigir, en cambio, la cabeza de ningún Juan.
Navidad poca alegría suele traer. Hace mucho calor en la Pampa, en Diciembre; y Navidad es una fiesta de invierno europeo, fuerte y crudo, fiesta íntima de comilonas opíparas, enormes, en salas herméticamente cerradas y bien calentadas, mientras, afuera, cae y se amontona despacio, en los surcos adormecidos, la nieve silenciosa. En la campaña argentina, le falta forzosamente su principal atractivo.
-«¡Ché!, decía el hijo de un mayordomo francés al hijo del capataz de la estancia, criollito de la misma edad que él, ligeramente ataviado con una bombacha rota y una camisa sin botones, ¡ché!, esta noche pongo mis zapatos en la estufa. ¿Y vos?
—217→-¿Yo?, contestó el chinito sorprendido; en casa no hay estufa, y yo no tengo zapatos».
El carnaval, sí, podría ser lindo y lleno de gracia, por la estación en que cae, si el gaucho supiera reír; pero no sabe. Y durante tres días, hace vanos esfuerzos para persuadirse que se divierte; harapos sucios de telas chillonas, adornos de papel y moños de cintas, caretas insulsas e uniformes de alambre tejido, con los ojos sonsamente azules y sus mejillas de color enfermizo, carritos llenos de guitarras mal templadas y de acordeones desafinados, con hombres vestidos de mujeres, y otros hombres disfrazados de payasos o de no se sabe qué, que recorren leguas, sin otra gracia que la de gritar, en cada palenque, con voz aguda, «¡Te conozco! ¿cómo te va?» y de recibir con la contestación: «Te conozco mascarita», algunos jarros de agua.
Da tristeza el carnaval.
—218→
El patrón llamó a José y le dijo: «Apróntese para ir de chasque, tempranito, mañana, a las «Dos Hermanas», y como tiene que andar de prisa y traerme la contestación sobre la marcha, llevará caballo de tiro».
José era gallego; pero, desde unos seis meses que andaba trabajando de peón en el campo, se había hecho todavía algo desmañado en ciertas cosas, aunque regular jinete; y como conocía el camino de la estancia de las «Dos Hermanas», le pareció cosa fácil y de bien poco trabajo, ir y venir en seguida; en total, eran diez leguas, poca cosa para asustarlo, sobre todo llevando caballo de tiro.
Nunca, es cierto, había tenido ocasión de andar así, pues no poseía más que un —219→ mancarrón propio, y, una sola vez, había ido con un compañero, arreando tropilla, lo que también le pareció, y con razón, un lindo modo de viajar. Pero varías veces, había visto cruzar por los caminos o por el campo, o llegar a la estancia, a gauchos que andaban con caballo de tiro, lo que le había parecido lo más bonito y cómodo.
¡Tan bien que iban, y tan ligero; y tan descansados, al mismo tiempo! Daba gusto ver al jinete galopar en el ensillado, con esa regularidad rítmica de paso y esa serenidad que nada turba, mientras que, desnudo y liviano, trotea el de tiro, igualándose bien en la marcha, ambos, y caminando a la par, tan acordes como las dos manos de un pianista, aunque una toquetee ligero la sonata, mientras la otra insiste en el bajo, acompañando. Y al salir el sol, el día siguiente, estaba el amigo José ensillando, con todo esmero, un malacara medio petizón, pero guapo, teniendo atado al palenque con buen bozal y cabestro largo, un caballo rosillo alto, delgado y bastante inquieto.
El capataz, al ver que primero ensillaba al malacara petizón, caballo muy manso y bien adiestrado, estuvo a punto de aconsejarle de hacer lo contrario; pero reflexionó que con —220→ esos extranjeros, siempre se ven novedades, y se calló la boca. Hizo bien, pues cada uno, en este mundo, se las maneja como mejor le parece; y José pensaba que le convenía más salir en el más manso y dejar prudentemente que al otro se le fueran pasando los bríos con la caminata, antes de montarlo.
Ensillado el malacara, desató el rosillo y montó, teniendo bien arrollado el cabestro con la mano derecha; pero el rosillo era asustadizo, y al verlo montar, pegó para atrás un tirón que casi lo voltea, volviendo sobre sí y queriéndose encabritar.
El capataz, con un rebencazo, lo llamó a la orden, y José pudo asentarse en el recado, tratando, en seguida, de poner el rosillo a la par para emprender la marcha. Fue imposible; pero tirando fuerte del cabestro, y ayudado primero por el capataz que, de a pie, arreaba al animal, empezó a caminar, medio al tranco, medio al trote, haciéndose seguir por el mancarrón testarudo; y pudo hacer así, mal que mal, unas cuadras, lo que viendo, se retiró el capataz para la cocina.
De repente, y como movido por inquebrantable decisión, el rosillo se detuvo, se sentó y quedó plantado en sus cuatro patas, con el pescuezo estirado, sin que nada lo hiciera —221→ mover; y José al acordarse cuan fácilmente andaban los gauchos, con su caballo de tiro a la par y sin esfuerzo, se sentía abochornado.
Dichoso el tordillo de no entender el castellano de los alrededores de Vigo, pues no resiste la terrible avalancha de maldiciones que, siempre tirando del cabestro y agachado en el malacara detenido, le sacudía el hombre enojado. Así quedaron luchando un gran rato, hasta que después del desahogo, vino la resolución; y José, aflojando, corrió hasta el mancarrón, y, rabiando, le pegó un rebencazo tal, que al disparar, éste casi se corta los dedos con el cabestro.
Fue una revelación y el principio de la victoria. «Más bien arrear que tirar», pensó en seguida José, y como era medio filósofo, se acordó que mucha gente había como el rosillo, que, a las buenas, se empaca, y sólo cede a palos; y desarrollando la huasca lo más que pudo, corrió detrás del mancarrón trompeta, pegándole unos chirlos cada vez que lo podía alcanzar, haciéndolo disparar como desesperado y siguiéndolo al galope, dándole, de vez en cuando, unas sacudidas que le hacían entrar la travesaña del bozal en el hocico, hasta que el caballo ya tomó el trote y empezó a comprender que mejor era sujetarse.
—222→Acabó por ponerse a la par del malacara dócil, reglando su trote sobre el paso del compañero, evitando de quedarse atrás, donde lo iría a buscar el rebenque irritado, o de apurar el paso, lo que le hacía lastimar a tirones el cutis del hocico; y todos anduvieron entonces mucho más a gusto: el malacara, que no tenía más que seguir con su galope regular y sereno; el jinete, que dejó de sudar y de renegar y hasta pudo, descansado, prender un cigarro, y el mismo rosillo, más que ninguno.
José, después del trabajo bárbaro que primero le había dado este loco, pudo saborear a su vez, ese lindo modo de viajar con caballo de tiro, como lo había visto hacer a tantos gauchos; y no dejó de pensar que, en la vida, los que más valen no son los que se empacan, ni tampoco los que disparan, sino los que, sin echarse atrás, ni querer atropellar, saben andar a la par.
A la vuelta, fue todavía más fácil, porque se iba para la querencia; de donde sacó en limpio José que debía estar haciendo, en aquel momento, algo parecido a lo que su patrón, hablando de política, llamaba, días antes, gobernar con la opinión.
—223→
Sebastián Aguirre había nacido en la Pampa, al sud, no muy lejos de Chascomús, muchos años antes de que el pueblo fuera puesto en comunicación con la capital, por el ferrocarril. El campo, en estas alturas, era entonces poco poblado, las estancias extensas y mal delimitadas; muchas tierras, -la mayor parte-, pertenecían al gobierno, y éste las vendía o las arrendaba con facilidades de pago a los que las pedían; pero muchos, todavía, despreciaban estos campos del sud, anegadizos que eran en muchas partes, poco seguros, expuestos siempre a las incursiones de los indios, pudiendo allí, el gaucho, entregado a sí mismo, vivir a sus anchas, errante, haragán, vicioso y peleador, en medio de una abundancia extrema —224→ de lo único que necesitase: carne, sebo y cuero.
Y en la choza paterna, edificada en campo fiscal, hirviendo, bajo su techo de paja, de la prole de sus viejos, anual y patriarcalmente aumentada, había aprendido Sebastián, desde chico, a vivir de lo ajeno, en campo ajeno.
Consideraba la Pampa como bien propio y también las vacas que en ella andaban; y las aprovechaba a su modo, voraceando con ellas, como con cosas sin valor, ya que no las podía vender, pero indispensables para la vida.
Cuando cundió la población y que todos los campos de las cercanías llegaron a tener dueños, se empezó a disolver la familia, buscando cada uno de sus miembros el medio de seguir viviendo como había acostumbrado: y Sebastián se fue hasta los cañadones inmensos formados por los derrames del Azul, del Chapaleofú, de los Huesos y de tantos otros arroyos, que buscando, sin encontrarla, su salida hacia el mar, se juntan y se mezclan, y ahí quedan, remolineando como trozos de hacienda entrados a la vez, por varias tranqueras, en un mismo corral, cubriendo con sus aguas estancadas, durante varios meses, área —225→ tan fértil y tan extensa, que podría vivir en ella media nación.
Pero la llegada del ferrocarril y la venida de miles y miles de inmigrantes hicieron que toda la tierra tomase valor, y que hasta los cañadones se volvieran objeto de codicia para los que, aunque viviendo en la ciudad, no ignoran que del campo viene la riqueza, y conocen al dedillo las oficinas enlaberintadas, en zaguanes y corredores, misteriosos escondrijos donde se elaboran las combinaciones enriquecedoras. Sin mayor trabajo, llenan estos los trámites exigidos por la ley, amparados por amistades de alquiler, y, sin más gasto que algunas propinas oportunas y unos cuantos papeles sellados, borroneados de mala prosa, brotan, a veces de las obscuras bóvedas del avenegrismo habilidoso, los aristocráticos millonarios del porvenir.
Y tuvo Sebastián que mandarse mudar del rinconcito donde, durante algunos años, había dejado deslizarse su vida de suave holgazanería, únicamente ocupado en criar, a su vez, toda una nidada de gauchitos, enseñándoles lo que él mismo sabía: jinetear, enlazar, carnear, esquilar, y cuidar la hacienda paterna de tal modo que aumentase a la vez por los medios lícitos que proporciona la naturaleza —226→ y por los ilícitos que, a escondidas, facilita la Fortuna.
Y se fue. ¡Oh! Ni por un momento, le entró en la mente la idea peregrina de arrendar un retazo de campo para seguir, ahí mismo, cuidando con toda tranquilidad su pequeño rebaño. Sus instintos de independencia, la convicción innata de que la llanura toda más pertenece al que libremente la recorre, que al que tiene la pretensión de poseerla, le impidieron que solicitara alguna colocación fija o un puesto a interés; y armó viaje para fuera, llevándose la familia, la hacienda y los trastes, hasta que, muy lejos, y después de innumerables jornadas de indolente ganduleo pastoril por la llanura solitaria, volvió a encontrar otro campo fiscal. Cuatro leguas eran, de buena tierra, con buenas aguadas, cañadas fértiles y lomas que, aunque todavía de pastos muy duros, prometían un porvenir halagüeño. Era la reserva de toda una vasta comarca recién entregada a la ganadería, y había sido realmente previsor el gobierno, al elegir tan bien el sitio donde, más tarde, se levantaría seguramente algún próspero centro de población, rodeado de quintas floridas y de chacras bien cultivadas.
En esa reserva, -como bien se sabía que, antes —227→ de muchos años, no se formaría pueblo-, se habían amontonado los pobladores, como vizcachas en la loma, y nuevos ranchos, cada día, surgían del suelo. Sebastián ahí levantó también el suyo. Las pequeñas majadas de esa gente se mixturaban a cada rato; eran tantas, que no se podían extender, ni, por consiguiente, prosperar; pero, -consecuencia legítima de su situación irregular-, el recurso de casi todos estos pobladores sin campo propio, ni esperanzas de tenerlo jamás, más era la hacienda de los vecinos ya establecidos en las estancias linderas que sus propios animales, y se habían vuelto plaga para los hacendados de buena ley, para aquellos que, antes de poblarla, habían sabido conquistar la tierra, en las oficinas del gobierno.
Y como presentaran repetidas quejas vecinos expectables, el ministro de gobierno resolvió tomar contra los instrusos que así se habían apoderado de estas tierras fiscales, tan previsoramente reservadas para ejido del futuro pueblo, medidas eficaces.
Hubiera podido, por cierto, consagrar los derechos de los ocupantes, repartir entre ellos, en equitativo prorateo, las cuatro leguas que habían poblado, moralizando de golpe, con radicarlas en el suelo, treinta familias de vagos; —228→ pero no le pareció esto bastante radical, prefirió decretar la venta del campo y el desalojo por la fuerza, haciendo que, a las buenas o a las malas, tuvieran que volver a desparramarse a todos vientos, estos intrusos perjudiciales, con su familias numerosas y sus pequeños rebaños; y, entre ellos, Sebastián Aguirre, fiel a su destino de gaucho nómada, se fue a meter en una lonja angosta, sobrante de un campo vecino, donde con la resignación de siempre, esperaría que lo echaran otra vez.
Pronto se supo que las cuatro leguas de buen campo, tan previsoramente reservadas, en otros tiempos, para ejido del futuro pueblo, y libres ya de todo intruso, según afirmaban los partes de la policía, habían pasado a ser propiedad personal del enérgico ministro de gobierno.
—229→
-«La bendición, Tata.
-Dios te haga bueno, hijo.
-«Tata, aquí está un señor que dice que quiere hablar con Vd.».
El anciano, gaucho alto y fornido, de ancha barba blanca, erguido todavía, en su traje criollo, a pesar de sus 80 años, se levantó de la silla de paja, desde la cual, en el umbral de la puerta principal de la casa, seguía con cariñosos ojos, algo velados ya por el crepúsculo de la noche eterna, cuya hora paulatinamente se acercaba, los infantiles juegos de la cuarta generación de su sangre.
-«Pase Vd. adelante, señor, le dijo al visitante, y tome V. asiento. Marianito, traete una silla. Ana, un mate».
—230→Y el forastero, comerciante del Azul, introducido por el hijo menor del anciano, hombre ya de 28 años, se acercó, saludó, se sentó, y, ofreciendo al viejo un cigarro, prendió otro y empezó a fumar, callado, pensativo, y como cortado.
Es que la sola vista del patriarca, el aspecto de la modesta morada, repleta de familias, desbordando de muchachos de todas edades, hormigueando de humanidad, le hacían súbitamente parecer como peregrina la idea que había tenido de venirle a proponer al viejo don Ceferino Lacueva de comprarle el campo.
Y no se atrevió a hablarle de lo que, en realidad, lo había traído, comprendiendo que al roble secular no se le cambia de sitio. Se contentó con preguntarle por el precio que iba a pedir por la lana, cuando hubiera esquilado; si tenía cueros para vender, y otras cosas por el estilo, que el viejo le declaró que ya no eran de su incumbencia, sino de la de su hijo menor, Anselmo, ahí presente; él era que hacía de mayordomo y corría con la administración de los bienes de la familia, por ser el que mejor entendía de cuentas, habiendo tenido la suerte de nacer cuando se empezaron a fundar escuelas.
De los otros catorce hijos que le quedaban —231→ vivos, algunos se habían desparramado, un poco en todas partes; muchos ocupaban puestos en el mismo campo, cuidando a interés haciendas de su propiedad; otros se habían ido a buscar la vida en las estancias vecinas, de capataces, unos, de mayordomos, dos o tres, y hasta de peones, los que más no habían podido. Al fin, a todos y a cada uno les había proporcionado parte de lo que Dios le había dado, según los tiempos y las circunstancias, soltándolos a todos, a medida que las alas les iban creciendo y ayudándolos siempre, según sus propias fuerzas.
Y seguían ellos haciendo lo mismo con sus propios hijos, numerosa prole que se extendía en los campos adyacentes, con diferentes condiciones de fortuna, de tal modo, que un solo pulpero de los alrededores tenía dadas a personas del mismo apellido «La Cueva», ¡38 libretas!
-«Y ¿cuántos años hace que está V. en este campo? Preguntó el comerciante.
-Cuarenta, más o menos. En el sesenta, el patrón, en casa del cual me había criado y estaba yo de capataz, y que era hombre de posición, me hizo conseguir del gobierno esta suerte de estancia, tres cuartos de legua, que valían entonces poca plata, como pajonales —232→ que eran y siempre expuestos a algún malón de los indios.
Tenía bastante familia, y ya que, a pesar de lo poco segura que era entonces la vida, había podido escapar a la muerte, tanto en las guerras civiles que presencié, como en las expediciones contra los indios que me tocó hacer, juré que, sosegado ya, de aquí no salía más.
Y así fue. Tampoco tenía mayor ambición que criar la familia que Dios me mandara. Me la mandó, señor, numerosa, como Vd. ve. Cuando murió mi pobre finada, -que en paz descanse-, en el 82, teníamos ya treinta y cinco nietos.
Los haberes, es cierto, aunque todavía pocos, iban en aumento; las haciendas empezaban a tomar bastante valor, y el campito, refinado, podía soportar otra cosa que las 4000 ovejas y las 1000 vaquitas de antaño. Pero, señor, una familia tan larga come y gasta, y pasaron, hace mucho, los tiempos en que los terneros, nacían de las pajas, y en que la carne sobraba.
Aunque comprendo lo que es el progreso, encuentro que los campos están ya por demás tupidos de gente; y me es difícil no echar de menos el tiempo en que, para hacerse de un lazo bueno o de una cincha blanca, había que andar poco, antes de encontrar algún animal —233→ de marca desconocida que se lo proporcionara.
-Pero también, señor, insinuó el visitante, justamente por esa población, es que su campo hoy vale una fortuna. Mire que son 2025 hectáreas, que representan, por lo menos, cincuenta pesos cada una.
-No sé, señor, lo que valdrá, ni quiero saberlo. No entiendo de hectáreas, y sólo sé que son 1200 cuadras bien pobladas de hacienda, y donde pueden vivir, con sus familias, todos las de mis hijos que así lo quieran. Cuando descanse yo en la tierra, los muchachos se arreglarán. Dicen que será difícil porque son muchos, y que algunos han muerto, que otros andan desparramados; pero, entre mis nietos, no dejará de haber alguno capaz de componer las cosas, y de tratar de que puedan echar raíces algunos, siquiera, de los retoños, en el sitio donde vivió tanto tiempo el árbol viejo».
¡Cuán pocos han sido, en tierra argentina, los árboles así clavados en el suelo, bastante arraigados y firmes para conservar intacta, a través de los años, la cuna familiar, salvándola de la destrucción que, para el gaucho pobre, siempre han traído consigo los vicios, la dejadez, el despilfarro y las trampas!
—234→
La majada está en el corral, encerrada, y, por la escarcha que cubre el campo, se soltará tarde. Cansadas de rumear recuerdos y de hacer crujir las muelas para moler ilusiones, las ovejas se empiezan a levantar; se estiran, y apartado el sueño, se acuerdan de la sarna que las está trabajando, pudiéndose pronto constatar que, realmente, para el rascar, no hay más que empezar.
En movimiento febril, se rascan en la paleta, con la pata toda sucia, haciendo de su mejor lana, jirones verdosos que se desprenden y pronto cuelgan, sueltos, arrancados. Pero, rascarse con la pata cansa, y no basta: tratan de alcanzar con los dientes, destornillándose el pescuezo, el sitio donde roe la sarna. Apenas si —235→ lo pueden rozar, y el parásito sigue, muy tranquilo, cavando, en el cutis, la cuevita donde depositará los huevos.
Excitada la sarna de la paleta, pronto se despierta la de la cruz, y empieza a hacerle cosquillas a la oveja. Esta deja la paleta y endereza la cabeza, la echa por atrás, arrugando la piel y moviendo todo el cuerpo, fijo en las cuatro patas, como si la sarna pudiera quedar estrujada entre los dobleces del cuero. Pena inútil, la sarna se ríe de estos esfuerzos, y sigue, impasible, su trabajo: barrenea, serrucha, cava, penetra en el pellejo, abre trincheras, tira y amontona afuera los residuos de la excavación, come, pone, se multiplica, se extiende, y ni la pata, ni la boca de la oveja desesperada por la comezón, pueden hacerle nada, en esa situación inaccesible, entre las puntas de las dos paletas, donde la lana tupida, la grasitud abundante, el cuero espeso, le proporcionan alimento suculento y albergue tranquilo.
La oveja se echa, y, de lomo en el suelo, se remueve, con las cuatro patas arriba. Después, se acerca a los lienzos del corral; pero, allí, no puede todavía hacer lo que desea y se contenta con refregar fuerte, contra los listones, la raíz de la cola que ya empezó también —236→ a picar. ¡Cómo se conoce que goza! ¡Con qué alma, con qué fuerza, con qué ganas se frota la cola!, a derecha, a izquierda, se tuerce y se retuerce, y estira la lengua, y se lame el hocico, y hace crujir los lienzos del corral.
¡Deleite recio!
Pero la sarna de la cruz y del lomo la vuelve a molestar, y busca; y ve, por fin, en un costado del corral, un trecho de alambrado. ¡Ah suerte!, y mete entre los alambres la cabeza, el pescuezo, y con el alambre de arriba se rasca la cruz hasta cansarse, y al verla, es de creer que si fuera alambre de púa, el gozo sería mayor.
Se abrió, por fin, la puerta del corral, y don Salustiano, parado en ella, contempla, triste, el lento desfile de la majada. Ahí está todo su haber, se puede decir, y lo mejor de ese haber, lo constituye la lana, el vellón, el rico vellón de sus ovejas merinas, que ya tiene ocho meses y debería envolverlas enteritas, espeso y crecido, como opulento manto.
Pero no es así, ni lejos, y se ven, en el montón, tantos vellones despedazados, tantos ponchos desgarrados, y capas hechas trizas, que la majada parece turba de mendigos haraposos; también hay lomos tan pelados que su desnudez hace tiritar hasta los ojos que los ven.
—237→Los mismos corderitos tienen, en su lanita corta, manchitas redondas como piezas de moneda, -pero que no lo son-, y ya se saben rascar como la gente. Han nacido con sarna y así crecerán, hasta donde puedan; los que lleguen a borregos, raquíticos, flacos y deshechos, quedarán, hasta que los esquilen, hechos un amasijo de sarna viva, desde la punta de la nariz hasta la punta de la cola, suplicio refinado que les impone su amo, don Salustiano, sin tener, así mismo, hasta hoy, la fama de hombre cruel, al contrario.
¡Oh! Las excusas no le faltan: ha llovido mucho; es año de mucha sarna; los corrales siempre barrosos; atacó de golpe y cundió sin dar tiempo; empezaba la parición y no se pudo curar; la familia ha estado enferma, y hubo que atenderla; y, como se ve, el pobre no tiene la culpa. Son puras fatalidades.
También asegurará que, antes, no se conocía tanta sarna, y por poco que ande revuelta la política, no dejará de insinuar que, con los malos gobiernos, todo anda mal.
Por suerte, agrega, que pronto vendrán los calores, y que, haciendo corretear y sudar bien la majada, se ataja la sarna; remedio sencillo, de fácil aplicación y baratísimo.
Cuando venga la esquila, atropellarán los —238→ esquiladores a asegurar robos, eligiendo las ovejas ya de por sí peladas, y que en cuatro tijeretazos, dejan al peón su lata, y, al patrón, cuatro mechones de lana sucia que ni la lata alcanzarán a pagar.
Pero los robos fueron tantos, esta vez, y el importe de la lana tan poco, que don Salustiano ya se alzó contra la suerte y mandó hacer una bañadera, compró remedio, y tres veces en dos meses, hizo zambullir en el baño toda su majada.
Y se le llenan de gozo el corazón y los ojos, al ver, en pleno invierno, a pesar de las lluvias y del barro del corral, de la parición en su fuerza y de ser el año, de mucha sarna, -en otras partes-
desfilar, alegre y gorda, su majada bien vestida, majestuosas las madres, bajo el peso del espeso, largo y tupido vellón, intacto y limpio; alegres, gordos y retozando, los corderos.
Podrá pagar buen precio a los esquiladores, este año, don Salustiano, pues ya se les acabaron los robos, en su majada.
—239→
-«Alcánzame el chiquilín, Eufemia», dijo don Antonio a su mujer, al montar a caballo, para ir a repuntar la majada. Y doña Eufemia, sin la menor emoción, entregó al centauro, su esposo, el joven Aquiles, tiernísimo fruto de sus amores, que recién empezaba a probar con las patitas la firmeza del suelo.
Y la criatura, con los ojos agrandados por una curiosidad risueña, miraba las orejas del caballo, volvía la cabeza hacia su madre, se reía, y el padre, apretando las rodillas, hacía caminar al tranquito el animal, en medio de los palmoteos maternos y de las exclamaciones de triunfo: «¡Mirá el jinetito! ¡pégale, mi hijito!»
Y del tranco, se pasó al trote sacudidor, que duró poco, sólo algunos pasos, empezando a —240→ galopar, de este galope suave, hamacador, pampeano, que sin atropellar, silencioso, se traga las leguas, sin contarlas.
Y dieron despacio la vuelta a la majada, atajándola, un rato, para modificar su dirección e impedir que fuera a entrar en el campo del vecino.
¡Qué lástima que el cerebro del niño no pueda notar, para contarlas después, las impresiones de sus primeros pasos en este mundo! ¡Lástima es que, siendo tan vivaces, como seguramente lo son, sean, al mismo tiempo, tan fugaces! ¡Qué cantidad de cosas expresan esos grandes ojos aterciopelados, apenas abiertos a la luz! Inquietud, alegría, admiración, confianza, preguntas y contestaciones, dudas, certidumbre, orgullo, todo se podía leer sucesivamente en la carita movediza de Aquiles, durante ese paseo a caballo, en los brazos del padre, alrededor de la majada.
Pero todos los trabajos no son de a caballo, y también hay que aprender a caminar. Esto lo aprenderá Aquiles, bajo la dirección de la madre, teniendo como profesor directo, por falta de hermanos mayores, un cachorro de su edad, pero mucho más vaqueano que él para correr. Y juntos irán gateando, a comer, a manos llenas, la sopa de las gallinas; se revolcarán —241→ juntos en el pasto, en la tierra o en el barro, y cuando la madre, justamente indignada, le lave la cara, rezongando, el padre le observará que no se engordan chanchos con agua limpia.
También sucederá, que cuando sepa ya caminar del todo, se lo lleve el cachorro, jugando, campo afuera, poniendo en inquietudes locas a sus padres que lo buscarán en el pozo de la quinta, antes de divisarlo, allá, a cinco cuadras, acercándose a una laguna con el compañero, entre el duraznillal: primer amago de independencia.
Cinco años: ya casi somos hombre. Un hombre sin armas es incompleto; en las armas descansan la dignidad, el honor, la independencia y no sólo hay que tener armas, sino también saberlas manejar.
El cuchillo, de la cintura ya no se le cae, y con hilo de atar lana y tres pedacitos de carne, se fabricará Aquiles boleadoras poco peligrosas, pero ya muy fastidiosas para las gallinas y los patos, cuando anden cruzando el patio.
Con el cinchón, empezará a enlazar lo que le caiga a mano, y a correr la majada en el corral, cortando las ovejas en puntas, haciéndolas disparar por todos lados, asustándolas con el revoleo del lacito, volteando a veces —242→ los corderitos o llevado él, a la rastra, por todo el corral, por algún animal grande que, por casualidad, haya enlazado. Al verlo potrear así, se excusa la prematura severidad de ese buen cordobés que, expresando el deseo de poder hacerse de algunas cabras, vio que su hijo revoleaba el lazo, como para indicar que iba a agarrar uno de los cabritos así evocados, y se le enojó, hasta pegarle un sopapo, exclamando: «¡Déjame ese cáábrito!»
Pero con todo, Aquiles aprende a manejar diestramente boleadoras y lazo, parte principal de lo que será, algún día, su oficio.
Y no crean que preste pocos servicios. En cualquier aparte de ovejas, allí está él, haciendo lo que no es capaz de hacer, según dice el refrán, el hombre zonzo: ataja portillo.
Y en la esquila, se pasea por el tendal con un tarro de bleque y un hisopo, para curar las numerosas heridas hechas por las tijeras, en el cutis de las ovejas.
Y ayuda en muchas otras cosas, siendo ya bastante de a caballo para poder prestar también al padre servicios apreciables, en el cuidado de la majada. La repunta con paciencia; sabe distinguir ya los animales conocidos, y avisar si falta alguno; cuenta las dumbas y los cencerros, y no deja de hacer —243→ juntar con la madre el corderito que se ha quedado atrás, dormido entre las pajas, y que levantándose al grito, dispara, la cola tremolante, con balidos entrecortados por el susto, hacia la majada.
Pronto empezará a tener el cargo de ir de madrugada a campear y traer la manada de caballos, y a buscar la vaca lechera, cuyo ternero atado en el palenque, muge tristemente, y sacude con el hocico la trompeta con que lo tienen loco de hambre tantálico.
En tiempo de parición, con igual empeño cuidará los corderos vivos y los corderos muertos; los primeros, por deber, y los otros, por interés, pues representan para él, los cueritos que salve de las garras del carancho, a más del aprendizaje necesario para desollar ligero y bien, deliciosos horizontes de caramelos y de galletitas; y cuando no haya en la esquina donde los esté negociando, nadie que lo pueda descubrir, preferirá un atado de cigarros; pues ya sabe fumar a escondidas.
Pero todavía es pequeño para ponerse de un salto en el lomo del caballo, o para usar el estribo; y para treparse en el paciente mancarrón, tiene que buscar vueltas y darse maña, utilizando como escalera la mano izquierda del animal, agarrándose como pueda, con los pies —244→ y las manos, y hasta con los dientes, de todo lo que, poco o mucho, resalte, desde la rodilla hasta la paleta, la crin y el cogote...
Allá, lejos, aparecen, ligeramente esfumados en opulenta orladura de vapores translúcidos, los contornos de forma dudosa de un ser apocalíptico. Se aproxima ligero, corre, vuela, se viene como si fuera parejero o mala noticia. ¿Caballo? Así parece; pero ¡qué forma rara!, lo de encima semeja un toldo negro, bajo, que apenas alcanzará a sobrepasar la cabeza del animal. Caballo es; ya no hay duda; pero ¿qué será ese bicho raro que se le ha pegado encima y lo hace andar como el viento?
Ese bulto raro, ese insecto dominador que maneja al animal y lo hace obedecer a su fantasía juvenil, es Aquilecito: Aquiles que vuelve de la esquina, a donde lo mandaron con la libreta, a buscar una porción de cosas. Como amenazaba llover, lo han tapado con un inmenso poncho de paño, que lo cubre hasta bastante más bajo que los pies desnudos, y de techo, le han metido un sombrero viejo que deja pasar una mecha, por un agujero, y le entra casi hasta el pescuezo. De cintura, lleva el clásico pañuelo azul, a cuadros, bien arrollado y rebosando de paquetes y atados, —245→ lo que casi duplica el volumen de su pequeño cuerpo, y acaba de hacerle perder toda forma humana.
—246→
Don Nicolás Santillán tenía una especialidad singular: todos los animales de su propiedad salían mañeros. El hombre no era mal gaucho, al parecer; sabía domar, enlazar, desollar un animal, como cualquier otro, pero sería perseguido sin duda por la suerte, pues no sólo nunca podía conseguir un caballo sin maña, sino que hasta las mismas ovejas se le volvían resabiadas; y de sus hijos mejor es no hablar, pues eran los peores de la marca; sin contar que, desde chicos, empezaban a ser, ellos también, maestros para formar animales mañeros.
Don Nicolás tenía, por supuesto, su buena tropilla de caballos; pero con una yegua madrina tan terrible para caminar maneada, que —247→ siempre, por la mañana, cuando iban de viaje, la tenía el amo que ir a campear lejos. Y raras veces, en estos casos, andaba todavía con ella cierto lobuno que, desde que lo habían asustado los muchachos con un cuero que arrastraban, no perdía ocasión de mandarse mudar solo, para la querencia.
De los demás, el que no era empacador, disparaba; uno había aprendido a sacarse el bozal, cuando estaba en el palenque, y a mandarse mudar, cuando estaba ensillado, lo que ya le costaba a don Nicolás dos recados completos; tropezadores algunos, espantadizos otros, cortándose de la tropilla, varios, cuando iban arreados, cada uno tenía su maña.
Santillán era domador atrevido; no había potro que lo asustara y, por esto mismo, era brutal con ellos, y nunca los amansaba bien. Hay que ser un poco miedoso para amansar lindo, porque el que tiene recelo a los animales, en vez de irles en contra, les busca la vuelta. Tiene que andar con paciencia, para evitar los golpes; y el potro, tratado con suavidad, no cría mañas. Con don Nicolás, el que, aunque caballo ya hecho, no corcoveaba, al salir, o no se boleaba, coceaba al que se le acercaba, o se revolcaba, para no dejarse ensillar, y —248→ más de uno, cansado en el primer galope, había quedado deshecho para siempre.
Es que don Nicolás Santillán no había nacido para educador; no tenía paciencia, que es lo primero que se requiere.
Brutal, a veces, hasta el exceso, abusaba del rebenque; pegaba como loco y en cualquier parte, en la cabeza, lo mismo que en la grupa; y esto, sin motivo, casi siempre. Después, de repente, le entraba, por unos cuantos días, una mansedumbre tal que dejaba de castigar las peores faltas, de modo que el animal creía haber cambiado de amo, y aprovechaba la oportunidad para conservar las mañas que le habían hecho adquirir los rebencazos, y criar con esmero las que no le habían atajado.
Con el mismo sistema, educaba a sus hijos y manejaba a los peones, de modo que, en la casa, eran a cual más mañero, hasta los mismos perros que nunca sabían, cuando se los llamaba, si debían venir o mandarse mudar, por no ser los chirlos, en la casa, resultado, legítimo de algún delito, sino de mero capricho.
Para encerrar en los chiqueros la majada, cuando la quería repasar, le costaba siempre tanto trabajo a Santillán, que, las más de las —249→ veces, se acobardaba y dejaba que la sarna anduviera no más, haciendo de las suyas. Es que, en un corral que siempre tiene fallas, donde los listones quebrados no se cambian, sino que se tiende, para tapar el agujero, alguna huasca, pronto las ovejas dan con la tecla y cuando pasó una, pronto pasa la majada; y se vuelven a mixturar las apartadas con las otras, y se deshace sólo el trabajo ya por acabar, y se manda todo al diablo, naturalmente.
Hay vacas, que es un gusto llevarlas al rodeo; un grito en el campo, y paran la oreja, todas; otro grito, y se levantan las que están echadas; mirando ya para donde deben ir. Cuando se acercan los jinetes, todas empiezan a trotear, se juntan, se dirigen al sitio acostumbrado. Allí descansan y se quedan, tranquilas, sin porfiar para el campo, cortándose el señuelo, al primer grito de «¡fuera buey!» y cualquier trabajo se hace con facilidad y bien.
La haciendita de Santillán, ella, parecía hija de Mandinga. No había primavera, a pesar de estar desde muchos años ya en el campo que arrendaba, que no se le fueran algunas vacas para la querencia vieja, y eso únicamente porque, al traerlas, las había cuidado mal, dejando irse algunos animales que nunca —250→ después, se había podido entablar. Para traerlas al rodeo, era todo un trabajo; parecía que si bien los gritos las hacían disparar, era para el lado opuesto; y se cansaban los caballos galopando y los perros ladrando, para sacar de las pajas a las vacas empacadas.
El señuelo, de repente, disparaba para el campo o se volvía con todo lo apartado al rodeo, al cual, por otra parte, era cosa difícil tenerlo parado solamente una hora; para esto hubiera necesitado cada vaca un peón.
«¡Vaya, vaya con las mañeras!» se quejaba don Nicolás, pero no hacía nada para remediar el mal, y dejaba el trabajo sin poderlo acabar.
Tenía lecheras Santillán, ¿cómo no? Pero para conseguir un vaso de leche, había que lidiar fuerte. Casi siempre, amanecía la madre con las ubres secas; y tranquilamente dormido en el palenque, estaba el ternero, con la trompeta sacada y la panza llena.
Y la señora de don Nicolás, que era la que ordeñaba, a pesar de su buen cuidado, muchas veces, había rodado por el suelo, con el banquito, el jarro y el balde, renegando con la mañera que coceaba como mula; otras sabían a las mil maravillas detener la leche, quedando como si no la hubieran tenido, y —251→ los dedos más vaqueanos no les podían sacar ni para llenar una taza.
Y mientras tanto, los toritos y vaquillonas amansados en el tambo, habían aprendido a colarse en el maizal por entre los alambres y destrozaban las plantas antes que madurase el grano.
Pero, «¿dónde habrán aprendido esas mañas?» clamaba Santillán, al ver que, por otro lado, los cerdos habían agujerado la troja y se comían el maíz, y que los peones se robaban todos los huevos, y que las gallinas destrozaban los cuatro repollos que constituían la huerta. Y muy sosegado, sentado en la cocina, llenando el mate por la trigésima vez, repetía; «¿Pero dónde habrán aprendido esas mañas?»
—252→
¿Por qué fue allí y no allá, en esta loma y no en aquella o en la de enfrente, del otro lado, del cañadón, que, para siempre, desató los bueyes don Pedro Agüero? Lo sabrá la semilla alada del cardo, que llevada, en loca carrera, por el huracán o suavemente arrollada por la brisa, cae en el suelo, por algún capricho del viento.
Pedro Agüero había salido del centro de la Provincia de Córdoba, con la idea de ir a la de Buenos Aires, a probar fortuna, y había juntado su carreta de bueyes con una tropa que iba para la capital, cargada de frutos. Después, había ido para el Sud, rodando despacio por la Pampa solitaria, sin más rumbo que el deseo de encontrar algún campo en el que pudiese poblar, acabando por pararse en este sitio.
—253→Era campo del Estado, como tantos otros, entonces; y poblándolo, lo podría solicitar en arrendamiento o en compra. Tenía algunos pesos; se hizo de una majadita, y no faltó, en el vecindario, una muchacha que consintiera en ligar su suerte con la de este mozo de modales simpáticos y de buena presencia.
La carreta se volvió casa, y ya que una casa no es cosa de mover, se vendieron los bueyes, y cuando después de algunos años, con el aumento de la familia, y por los destrozos que en todo ocasiona el tiempo que pasa, la carreta se volvió inhabitable, Agüero edificó un rancho. Del pértigo sacó la cumbrera; la caja, el techo, el piso de la carreta, todo sirvió para el nuevo edificio; y las dos ruedas de madera dura, enterradas hasta el mazo, en tierra bien pisoneada, formaron el más resistente de los palenques, el más pintoresco también, y para don Pedro, el más sugestivo y el más durable de los recuerdos de toda su vida anterior.
* * *
«¡Ave María!» grita, parado cerca del palenque, un jinete. Los perros ladran, rodean al caballo, que agacha las orejas, aprontando, por si acaso, una coz para el que se atreva por demás. —254→ El jinete inmóvil, espera la contestación que le permitirá apearse; y por su actitud, por su vestimenta, por el caballo y por su apero, puede desde ya prejuzgar algo de su personalidad, el dueño de casa. Éste, despacio se aproxima, filiando al recién venido, con los ojos clavados, en atención aguda, concentrando toda su perspicacia en tratar, -antes de dejar caer de sus labios el sacramental: «sin pecado concebida», que le permitirá franquear el límite de la vida privada-, de acordarse o de adivinar, por algún detalle exterior, quién puede ser, de dónde y a qué viene, qué intención o qué noticia trae.
Si es forastero, seguirá todavía, por un buen rato, y por ambos lados, la indagación muda y discreta de los ojos, mientras, despacio y con el cuidado requerido para evitar disparadas, el recién venido esté formando, con el cabestro, algún nudo de experta combinación, de estos que parecen algo sueltos, por lo poco complicados, -hay nudos así, en la vida-, pero que con los tirones del caballo, se cierran, quedando fáciles de desatar, sólo para el amo.
* * *
Cuando, desde lejos, al volver a su casa, divisa el campesino un caballo desconocido atado —255→ en el palenque, siempre le late el corazón; y ¿cómo no? ¿Quién será? ¿Quién habrá venido, y a qué? ¿Traerá alguna esperanza o algún desengaño? ¿En qué forma vendrá a turbar la vida aletargada, monótona y pasivamente feliz del pastor? ¿O será alguna visita insulsa? A medida que se aproxima, va conociendo los detalles que le revelan la personalidad o las condiciones del que lo está esperando en su casa. Antes que todo, el color del caballo: es el rosillo de don José el resero; o el malacara de don Justo, un vecino fregador, que, cada tric y traque, viene a pedir rodeo; o el zaino bichoco del napolitano Juan -seguro que se habrán mixturado las majadas-, o el ruano de sobrepaso de don Eugenio, que viene a ver los cueros, o el caballo desconocido de algún transeúnte que viene a pedir licencia; y, según la visita, esbozan los ojos del campesino una sonrisa de contento o una mueca de fastidio.
Hay también, a veces, en los palenques, caballos que comprometen...
Al volver, a la noche, del pueblito, donde había anunciado primero que se quedaría dos días, don Crescencio Herrera divisó, en el palenque de su rancho, un caballo desensillado, y, al acercarse, conoció al tordillo de Máximo Benavidez. A pocos pasos estaba, y ya los —256→ perros, sin haber ladrado, le venían a acariciar. Se detuvo. Para contener, a la vez, el desconsuelo que deja el inesperado y súbito derrumbe del hogar, y el pesar de la felicidad perdida; el asco que da la traición; el arrebato de rabia vengativa contra el amigo que engaña y la mujer culpable, y el rubor, por la mancha sufrida, el corazón es pequeño; y sintió, en las sienes, agolparse la sangre, como si hubiera querido, oprimida, romper la frágil puerta de su cárcel.
Dejó pasar un rato largo, mirando el rancho, como si se admirara de verlo quedarse inconmovido, en su presencia, y se aproximó despacio, algo más sereno ya, dominándose poco a poco. Se apeó en el palenque, ató su caballo, soltó el tordillo y lo espantó, haciéndole ganar campo, y con el mango del rebenque, golpeó en la puerta, llamando, con voz que trataba de conservar firme: «¡Carlota! ¡Máximo!» Oyó el rumor apagado de las voces asustadas, de los movimientos torpemente precipitados en la obscuridad; las consultas, a media voz, vacilantes entre la violencia imposible y la sumisión quizás peligrosa, con rebeliones varoniles sujetadas por lágrimas femeninas.
Después de un momento, don Crescencio volvió a hablar, y nunca, hasta entonces, había notado que su voz fuera susceptible de tonada —257→ tan imperiosa, al pronunciar palabras tan sencillas: «A ver si se van, de una vez, y me dejan mi casa!»
Un sollozo le contestó; en el umbral, apareció un hombre armado, como dispuesto a vender cara su vida; pero don Crescencio, tranquilamente, le ordenó de sacar del rancho su recado y de llevarse a la compañera. Y, dominado por el sentimiento de su humillante situación y por la actitud serena de Herrera, volvió al interior de la pieza, se echó al hombro el recado, y llevándose de la mano a la mujer, cabizbaja y sacudida por el llanto, pasó, sin mirarlo, por delante de don Crescencio. Vio que en el palenque ya no estaba el tordillo, y comprendiendo que castigo les era impuesto, agarró con ella, a pie, por el campo, entre las sombras de la noche profunda.
* * *
Hay palenques lujosos, de puro palo a pique, con barrotes de fierro; algunos encierran plantas de sauce, que proporcionan a los caballos durante el verano, ese lujo: sombra; y hay otros que los compone un pobre estacón torcido. El palenque del domador tiene que ser sufrido, para resistir, sin aflojar, los golpes y los —258→ tirones locos de los potros recién agarrados; y el del pulpero, discreto, por las muchas confidencias que ha de oír, rodeado, como está siempre, de tantos caballos, venidos de todas partes, de la estancia y del puesto: flacos y gordos, parejeros ricamente aperados, o mancarrones que con sólo un cuerito en el lomo, rumian tristes monólogos, durante las largas horas de fastidiosa espera, al sol, a la lluvia, al frío.
Y después de mucho andar, el jinete atará el mancarrón al palenque de la Vejez, de donde lo sacará poco, para paseos cada vez más cortos; hasta que se apee en el hospitalario palenque de la Muerte, donde podrá desensillar, con toda confianza.
—259→
Don Gustavo, siendo francés, todo le parecía fácil, por tal que lo miraran. Desde poco tiempo en el país, estropeaba con atrevimiento y sin compasión el español, haciendo creer y también creyendo que lo entendía, reemplazando por gestos expresivos las palabras ausentes de su vocabulario.
Aunque, en su tierra, nunca hubiera andado a caballo, pronto se había hecho medio jinete y no dejaba de empezar a querer alborotar al gauchaje con sus proezas; causándoles gracia siempre, a todos, el verlo salir de las casas a todo galope, castigando a dos lados, desde el palenque, como si la carga de duraznillo que debía traer del cañadón, en el petizo, se le hubiera podido escapar.
—260→Una vez, los que estaban trabajando en el corral, al ver volver, a toda disparada, el petizo ensillado, con un cinchón largo a la rastra, comprendieron que don Gustavo había querido hacer una gauchada, y venir con doble carga, pero a la cincha, en vez de traerse una brazada por delante, como se lo habían mandado. El petizo, por falta de precaución, se había asustado, sembrando por todos lados la cosecha de don Gustavo, y volvía, jadeante, quizás de risa.
Tuvo don Gustavo que volver a pie, lo que para él era de poca gravedad, y cuando llegó, todos lo titearon en grande, como titean al pasajero novicio los viejos lobos marinos. No se enojó; pero quiso dar una lección al petizo,-un animal de dieciséis años, ¡figúrese!- Lo llevó al palenque, y allí, lo ató, pero no del cabestro, sino de la cincha, «para que aprendás», le decía, y le pegó un buen rebencazo. El efecto fue inmediato: tiró el animal, y como el poste no podía ceder, se cortó la costura de la argolla y quedó colgando la cincha; el petizo pataleó un rato, y se desensilló solo, quedando ahí no más, muy tranquilo, pellizcando el pasto tierno...
Hubo risas alegres, esta tarde, entre la peonada.
—261→Un compañero le compuso la cincha, y para no dar su brazo a torcer, quiso don Gustavo ensillar otra vez el petizo: pero éste empezó a cocear y a retorcerse por todos lados, sin que pudiera don Gustavo darse cuenta del por qué; hasta que uno le gritó que por el lado del lazo no se ensillaba un caballo.
Por fin, volvió a montar, pero el petizo se puso inquieto, tanto que por poco hubiera corcoveado; ¡cómo no!, si ya tenía la cincha en la verija, lo que a don Gustavo le dio otro trabajito. -«Si hasta los mancarrones viejos se vuelven ariscos con él», decían, riéndose, los compañeros. ¡Ah gaucho!
* * *
Muy serio, conversando, después de comer, aseguró, un día, el capataz que en la estancia donde antes había trabajado, habían conseguido magníficos resultados, cruzando venados con ovejas. Y el día siguiente, vieron todos que don Gustavo durante la siesta, ora corría por todos lados a galope tendido, ora caminaba con un sigilo de rastreador, alrededor de la majada rodeada; y como había muchos venados en el campo, se dieron cuenta de que había cuajado la insinuación, pues, afanoso, —262→ trataba él también de echar a la majada algún macho, para hacer cruza.
Otra vez, lo mandaron a que fuera, de un galope, a impedir que se mixturase la majada con la de un vecino que se le iba aproximando, y que se viniese despacio, arreándola para el corral. Y se fue, señor, disparando; y cuando, a la oración, estuvo cerca con las ovejas, recién le hicieron ver que se había equivocado, trayendo la majada del vecino y dejando allá la de la estancia.
Lo mismo, de repente, salía a todo correr, creyendo ver cortada de la majada, y yéndose a lo lejos, una punta de ovejas; y las traía, triunfante, gloriándose, entre sí, de haberlas salvado de una pérdida segura: «¡qué lindas!, murmuraba; ¡las mejores de la majada!» y ¡zás!, a gritos, mixturaba, muy fresco, el plantel con la majada de consumo.
No hay que hacer, la Pampa siempre desconoce, durante un tiempo, al que no ha nacido en ella, y antes que el extranjero sea capaz de cruzar campo sin perderse, de afilar su cuchillo como es debido, de hacer un nudo que asegure de veras el caballo, de ensillar como la gente, de hacer fuego, en cualquier parte, por cualquier tiempo y con cualquier cosa, de adquirir, en una palabra, por experiencia, por —263→ reflexión y por observación, algo de los dones nativos del gaucho, tiene que pagar más de una vez la chapetonada.
Lo que en uno es instinto, en el otro, tiene que ser el fruto, a veces amargo, de muchos desengaños.
Pero no, por eso, dejó don Gustavo de hacer pronto su primera gauchada: manejando un carro, con un solo caballo atado, dejó caer una rienda; el caballo pasó del tranco al trote y del trote al galope, hasta que agarrando con la rueda un poste por el medio, se volcó el carro patas arriba; y la gauchada fue que de semejante trance que le podía costar la vida, salió ileso don Gustavo.
Escapar de un peligro, aun por mera suerte, llevar a cabo algún trabajo difícil, salir parado en una rodada, evitar cualquier perjuicio por una rápida resolución, dar prueba de tener, de día, la vista tan aguda, y de noche, el oído de tal alcance que nada le puede pasar desapercibido de lo que ocurre en el campo, estas son gauchadas.
El extranjero novel, al ver disparar un caballo lo seguirá corriendo y no lo alcanzará; el gaucho, sin apurarse tanto, pronto le corta el paso y lo agarra; si la hacienda apartada se vuelve disparando para el rodeo, el que no —264→ sabe trata de atajarla, y pronto se ve desbordado; el buen gaucho le alza el poncho y la desvía, a todo correr, campo afuera.
Toda gauchada es una resultante del conjunto de calidades nativas o adquiridas, apropiadas al ambiente; de la intuición de los peligros que hacen correr al hombre el desierto y sus secretos, los animales y sus mañas, y de los medios que se les puede oponer.
Ser buen gaucho, -y muchos extranjeros llegan a serio-, es juntar la prudencia con el valor, la agudeza de los sentidos con la viveza de la inteligencia, la paciencia en la espera y la rapidez en la acción, la resignación para sufrir las penurias y el saber aprovechar, cuando cae.
Pero si hay gauchadas nobles, también las hay perversas; como de ensillar para una visita, sin avisar un caballo coceador que se deja aproximar y, de repente, pega a traición; o para hacerse de un par de botas de potro, la de tirar un pial al potrillo que corre, para detenerlo, y aflojar de golpe, de modo que se quiebre el espinazo: y mil otras.
No hay tampoco gaucho que, de vez en cuando, no haga alguna chambonada; como el que, confiado, no manea la madrina y amanece sin tropilla; mientras que, volviendo a la querencia, —265→ por una neblina cerrada, el gringo que deja que el caballo ande como quiera, y llega así, derechito a su casa, hace una gauchada.
—266→
Siete leguas para ir: un paseo de tres horas, por la mañana, pisando pasto verde y florido, bebiendo la brisa vivificante de la madrugada; otro igual, a la tarde, siete leguas para volver, bañándose los pulmones con el soplo perfumado del céfiro crepuscular, suavemente hamacado por el galope igual y parejo del mancarrón guapo, la cabeza llena de sueños primaverales, los ojos de luz, el corazón de alegría, era un gusto sin par, tener que ir de la estancia al pueblito, a hacer alguna diligencia.
Pero los campos del Sur se suelen inundar, y el pasto florido de los cañadones, muchas veces, queda sepultado debajo de un pie o dos de agua tendida, cruzada de corrientitas entrecortadas que, acá y acullá, en una depresión —267→ del terreno, amago de arroyo angosto y hondo, tratan de abrirse un lecho entre el duraznillal. El camino desaparece bajo el agua, cortado de atolladeros fangosos, de pozos traicioneros, cavados por los carreros empantanados, y anegados por los rebalses de cuanta laguna costea.
Y el arroyo tan cantante y bonito, tan claro y transparente, en los días de verano, y fácil de saltar a pie, hoy se hace el imponente. Ancho, amarillento, feo, arrolla de barranca a barranca, y todo atareado, una enorme masa de agua turbia, que no sabe a donde llevar, porque él mismo no va a ninguna parte; y la tendrá, después de haberla sacado, de puro comedido, de algún cañadón, que derramar en algún otro, hasta que un hombre enérgico le diga: «¡No, ché, esto, al mar!» y le abra camino.
Pasado el arroyo, vuelven a extenderse por todas partes, lagunas y cañadas, charcos y pantanos, sin interrupción, hasta las chacras del pueblo; y ahí es peor, porque, con admirable previsión -la Pampa es tan pequeña- se ha mezquinado de tal modo el terreno para caminos, que el que no es un río angosto, estrechado entre dos zanjas y dos alambrados, es un fangal, en el cual nadie se atrevería a meterse.
—268→Cuando las siete leguas que separan la estancia del pueblo están inundadas, que los días son cortos, y que amanece escarchado el pasto, o nublado el cielo y frío el viento, una diligencia al pueblo, de gusto, se vuelve carga, de paseo, viaje, y más bien que viaje, jornada.
Ir a caballo es casi imposible, pues esto de atravesar al tranco, con las piernas encogidas, las interminables extensiones anegadas, sería cosa de morirse, y pasando de los veinte años, ya poco placer encuentra uno en azotar como loco por entre el agua, matando caballos, y mojándose de los pies a la cabeza. Mejor es atar el tílbury y lanzarse a rodar, cortando por los cañadones y las lagunas, como si estuvieran en seco, con un caballo de varas, de pie firme y sin miedo, bien mantenido y fuerte, obediente y vivo. ¡Adelante y paciencia!, que un ojo bien abierto y un buen látigo son dos cosas grandes, en la, vida.
Después de los escollos del cañadón, y de haber evitado de caer en algún trozo de arroyito en formación, dispuesto a encajar entre sus barranquitas ocultas, abiertas debajo del agua, como mandíbulas de tiburón, las ruedas del tílbury, se llega a la costa del arroyo. ¡Tremendo, el arroyo! No da paso.
Por suerte, don Pelagio, dueño de la otra —269→ ribera, benefactor de la humanidad ambulante y de su propio bolsillo, se ha tomado el tra bajo de hacer construir un puente de madera, encima de la turbulenta corriente. Pero don Pelagio duerme todavía y todos los de su casa; y como, para que ningún pícaro pase por el puente sin abonar los veinte centavos del pasaje, ha tendido en él una gruesa cadena con candados, hay que esperar un gran rato, hasta que el ladrido de los perros haya despertado y hecho salir de la casa a uno de los habitantes. Perezosamente, va a buscar la llave; lentamente, vuelve, y, despacio, arrastra la cadena a un lado; y rueda el vehículo, con ruido de trueno, sobre las tablas descuajaringadas, con gran susto del caballo que parece vacilar entre el costado izquierdo y el costado derecho, para tirarse al agua, parando y moviendo las orejas, y llega, por fin, sano y salvo, arrastrando al virloche y al amo, en tierra firme. No hay duda que, cuando el arroyo no trae mucha agua, es menos peligroso que el puente.
...¿Y ahora? ¡Un carro volcado en el mismo medio del camino inundado, en el único lugarcito libre de pozos! No hay más remedio que enderezar, al tanteo, entre el agua, sin atropellar, pero no tampoco muy despacio, dispuesto —270→ a todo, y el látigo levantado. ¡Zás!, de repente, un barquinazo terrible; el caballo hundido hasta el encuentro; la rueda derecha hasta el eje en el barro, y la izquierda levantada; cruje el elástico; salta el lodo, entra el agua en la volanta, y si las leyes del equilibrio fueran ciertas ¡qué beso hubiera ido a dar el liviano vehículo, al carro volcado!, pero una palabra enérgica, un latigazo envolvedor y picante, un esfuerzo soberbio del rosillo, imponen a las reglas físicas, antes que hayan tenido tiempo de afirmar su imperio, un terrible mentís, y sigue rodando y balanceando, con campestre elegancia, su capota embarrada, el tílbury victorioso.
¿Y este? ¡Pues señor! ¿Este también? Se acabaron los niños. Una miserable zanja que, mil veces, ha pasado uno sin pensar siquiera que existiera, se ha vuelto todo un arroyo, enojado, con una corriente bárbara de agua sucia. ¿Qué hacer?
¿Qué hacer? -Pasar no más; el pueblo ya esta cerca. El rosillo se paró, indeciso. Tuerce la cabeza a un lado, como para consultar o pedir órdenes; compartirá el peligro; pero no quiere asumir sólo la responsabilidad.
-«¡Firme! Rosillo. Tu amo tiene confianza en ti, y no duda que la tengas en él». Y resoluto, entra en la corriente; el viajero estira los —271→ pies en el guarda-lodo, con el agua hasta cerca del asiento, tratando de conservar el pulso firme y el corazón sereno. Pronto, nadó el caballo, pero cortó la corriente, y con las manos tocó la barranca, resbaladiza como jabón, que, dos veces, le rechazó las uñas; y sólo fue arañando que se trepó, al fin, el rosillo triunfante, con el tílbury a la rastra. -« ¡Bravo rosillos!- gritó entusiasmado el amo; y recién entonces, sintió que, al ponerse de pie, sin pensar, en la volanta, durante la travesía, se le habían llenado de agua las botas, y se dejó caer sentado... en el agua estancada en el asiento.
Pero siquiera, llegó al pueblo, salvado de los naufragios por su resolución y su prudencia, dos cualidades muy necesarias en toda clase de navegación, y con una vaga idea que, quizás, es algo deficiente todavía la viabilidad, en la Pampa.
—272→
Han pasado dos semanas enteras, desde que don Florencio, armando viaje para fuera, se ha ido con su hijo mayor y un peón, a recorrer campos desconocidos, internándose en la Pampa, un poco al azar, con datos algo vagos sobre tal y cual punto que le han ponderado como bueno y fácil de arrendar, en condiciones ventajosas. Otros han ido, de los cuales algunos han vuelto, y se preparan a mandarse mudar con todo, sin mirar para atrás, convencidos de que ya, adentro, no hay adelanto posible y que allá, lejos, con campo extenso y barato, a pesar del pasto duro, están el porvenir, el aumento, la fortuna.
Sólo los miedosos se quedarán, amontonados y estrechos, pagando arrendamientos aplastadores, —273→ en estos campos sin holgura, donde el dueño les limita el número de yeguas y de vacas; donde las majadas, a cada rato, se mixturan; donde todo podrá ser muy lindo, ricos los pastos, verdes las lomas, dulce el agua, pero donde falta esta hermosura que sola hace la vida feliz, aun en medio de sus tristezas, la esperanza en el porvenir.
Y cuando don Florencio, de vuelta, dejando la tropilla, se aproxima al palenque con sus compañeros de viaje, entre la alegre gritería de su numerosa prole y de los saltos locos de la perrada, todos, en la sonrisa alegre que le ilumina la cara, leen otra cosa que la banal satisfacción de encontrarse ya en su hogar y rodeado de su familia; canta en sus facciones tostadas como nunca, por el áspero y continuo roce de los vientos y del sol de la Pampa, durante los quince días pasados a la intemperie, el triunfo del éxito. No llegaría Colón a España, después de su primer viaje a las Indias, más lleno de orgullo por su descubrimiento que don Florencio, ese día.
Y sentados en la rústica mesa, devorando en grandes tajadas el jugoso costillar de vaca, cuyos sabrosos vapores llenan la cocina del apetitoso perfume de la carne gorda asada, todos escuchan con avidez los mil cuentos —274→ que hace el viajero, de su larga expedición, cautivando la atención de su auditorio con la descripción de la llanura despoblada y la enumeración de sus riquezas inexplotadas. «¡Vieran que pastizales!¡Allá no se puede comer los capones de gordos!» ¡Y las lagunas, y las flores que hay en el campo, y el trébol de olor!, y a lo lejos, se ven sierras, las de Curamalal; ¡y la cantidad de venados, de perdices, de mulitas, sin contar los bichos de todas clases, tan tranquilos todavía, en ese desierto fértil, donde nada les falta!
Encantados están todos; y no cabe vacilación; mañana, irá don Florencio a la ciudad, a cerrar trato por dos leguas cuadradas de campo, y a la vuelta, -cuatro días apenas-,se empezará a preparar todo para la marcha, para el éxodo a los campos de afuera.
Nadie está triste en la casa, aun los que en ella han nacido, pues estos son muchachos todavía, y charlan sin descanso, con sus grandes ojos relucientes, soñando ya de mil proezas contra las alimañas de que habló el padre, y Martincito, que ya tiene diez años, hace revolear sus boleadoras de carne, persiguiendo un gallo, y gritando, en un arrebato de imaginación: «mirá, ché, mirá: ¡un avestruz!»
Y mientras anda don Florencio por la ciudad, —275→ se da aparte a los vecinos en los tres puestos del establecimiento, para dejar bien limpitas de ajenas sus cuatro mil ovejas; después se marcarán estas en el anca, con un fondo de botella mojado en alquitrán, precaución que evitará por el camino muchos trastornos, en caso muy posible de mixtura con majadas de señales parecidas. Y todos estos trabajos se vuelven fiestas para los muchachos, y también para los grandes, inagotables temas de conversaciones, de bromas, de suposiciones, de proyectos, optimistas todos, por supuesto.
Volvió don Florencio: ha tratado con el dueño del campo lejano, un comerciante de Buenos Aires, algo sorprendido de que ya pudiera darle renta ese campo que tiene como olvidado, desde más de diez años, y que, por lo demás, nunca ha pensado en visitar. Logró condiciones inesperadas, inesperadas para ambos, a la verdad, pues el campo le salió barato a don Florencio, y para el dueño, fue toda plata encontrada. Algunos días para acabar los preparativos, vender algunas cosas que estorbarían, en el viaje, comprar ropa y provisiones, arreglar las cuentas con el pulpero, herrar los terneros y los potrillos orejanos, embalar los cachivaches, contratar algunos peones que ayudarán a juntar los animales dispersos en la —276→ vecindad, y a arrear la hacienda; y una buena mañana, estando ya más o menos todo listo, empezó la jornada.
Todos han madrugado de veras, ese día; hay que aprovechar las horas de la mañana para emprender la marcha y hacer la primera etapa. Corta será, dos leguas quizás apenas; del sitio, elegido de antemano, de la primera parada, todavía se alcanzará a divisar, medio perdidas en los vapores de la lontananza, como espejismo que se desvanece, las poblaciones que se acaban de entregar al dueño del campo; pero, por corta que sea, esta primera etapa es la que violentamente separa el pasado, con todas sus zozobras, del porvenir, que sólo ofrece a los ojos de la ilusión, promesas hermosas.
Las tropillas, juntas con la manada, tomaron la delantera, y no quedan más caballos, en el palenque, que los ensillados.
El carro, donde ya se instalaron las mujeres, siguió al trote largo para el lugar donde deberán ellas preparar el almuerzo; van arreando los peones el rodeíto de lecheras, pequeño plantel del rodeo grande con que, con razón, sueña don Florencio, al salir para los campos extensos de pasto duro, tan propicios para la hacienda vacuna, y cuando ya se va —277→ retirando esta vanguardia, se abre el corral de las ovejas y se suelta la majada, juntándola, a las pocas cuadras, en medio de una tormenta de balidos ensordecedores, con las otras dos, traídas de los puestos; y despacio, sin apurarlas, dejándolas comer, el patrón, con sus hijos y algunos peones, arrean, en un solo trozo, las cuatro mil ovejas, haciéndolas salir, sin que lo sientan, del campo acostumbrado, hacia sus nuevos destinos.
Don Florencio se ha hecho vaqueano del camino que tiene que recorrer. Calcula que echará de doce a quince días, haciendo, por día, dos etapas de dos a tres leguas cada una. Ha fijado en su memoria, en lo posible, los sitios más adecuados para las paradas; los lugares donde hay agua y pasto, en campos de fácil acceso, sin demasiados alambrados, ni dueños de estancia conocidos por inhospitalarios y rezongones con las tropas que cruzan el campo.
En las primeras paradas, no está todavía, que digamos, muy bien organizado el servicio de campaña: por temor de olvidar la olla, se le ocurrió a doña Mercedes, la señora de don Florencio, de ponerla antes que todo, en el carro; y al llegar, por supuesto, hubo que descargar una cantidad de cosas para poderla encontrar. La suerte que había salido el carro —278→ con mucha anticipación y que hubo tiempo para preparar todo, prender el fuego y preparar el puchero, antes que llegara la majada.
A la noche, fue más fácil, porque se pudo llegar a lo de don Teódulo Fuentes, un amigo viejo de don Florencio, quien lo estaba esperando con buen corral para la manada y las vacas, cena lista para toda la comitiva, amos y peones, y hasta buenas camas para las mujeres. ¡Qué charla! Esa noche. ¡Qué de cuentos! ¡qué excitación! ¡qué alegría!, a pesar del cansancio causado por ese repentino cambio de vida.
¡Mire!, que le pidió datos y más datos don Teódulo a don Florencio, sobre los campos de afuera, y lo que costaba la legua, y si eran buenos los pastos, y si había buenas aguadas, y si el agua no era muy amarga; y quiénes estaban ya por allá, si a don Fulano le iba bien, y qué tal andaba de aumento; y sino era mejor vender las ovejas y comprar vacas, y esto, y el otro; y las contestaciones algo entusiastas, por supuesto, de Florencio lo dejaron tan pensativo que su despedida, por la mañana, fue casi una promesa de ir, el año siguiente, a visitarlo por allá.
Seguía el viaje, con todas las pequeñas —279→ peripecias previstas e imprevistas que se pueden presentar, en tan larga jornada.
Cada día traía consigo algún pequeño acontecimiento que le imprimía su sello peculiar, de satisfacción o de inquietud, de malestar o de relativo descanso. Las paradas no siempre salían como era de desear; en unas, se encontró romerillo, y quien sabe si no hubiera habido mortandad, a no ser la previsión que tuvo don Florencio de hacer zahumar en seguida las ovejas con una fogata de la misma planta; así se evitó un desastre seguro, pues en el campo de donde venían, no se conocía semejante peligro y las ovejas incautas y hambrientas, apenas en libertad, habían empezado a pellizcar las ramas florecidas.
Hubo días de lluvia, tristes y largos, durante los cuales, iban todos envueltos en humedad y en barro, con el ánimo desalentado, sepultada la cabeza en espesos pañuelos y la mente en pensamientos lóbregos, la vista ahogada por la espesa neblina que no permite siquiera ver a los compañeros, y apenas deja distinguir el trozo más inmediato del rebaño en marcha; ¡y qué vista aquella! Las ovejas cabizbajas, lentas y pesadas, por el agua que llevan en la lana, chapaleando en el barro —280→ de la huella, echando, de vez en cuando, un balido triste, triste como el día.
Penosa es la vida, en semejante ambiente cargado de agua, con el cielo que se desploma en lágrimas sobre el suelo esponjoso y empapado: difícil es prender fuego y conservarlo prendido; apenas alcanzan para ello los cardos secos y las ramas de cicuta que, por el camino, se han podido juntar y se han guardado al reparo, con toda clase de cuidados. ¡Y los cueros que no se secan! Allí están, tendidos en todas partes, sobre las barras del carro y sobre los cachivaches, los de los capones de consumo y los de los animales muertos por el camino, por una causa o por otra; y no dejan de ser numerosos ya, pues el que, acurrucado en el nido, mal que mal se conserva en vida, muchas veces, si lo mueven, aprovecha cualquier pretexto para dejarse morir.
Lo peor es, cuando llueve, no tener a mano, siquiera para las mujeres, algún rancho para que puedan pasar la noche bien abrigadas y en seco. Pero, no hay más remedio, a veces, que arreglarse como uno puede, y tender los colchones a bajo del carro, formando una especie de carpa con lienzos y lonas... y sufrir; una mala noche pronto se pasa.
Sí, pronto pasa; pero como quiera, no pasan —281→ tantos días, fecundos en pequeños trances de todas clases, sin dejar recuerdos a veces imborrables en los que, juntos, se han encontrado en
ellos. Se forma, durante ese tiempo, tal cúmulo de ayuda recíproca, de atenciones continuas, de
familiar cambio de ideas; reina una comunidad tan estrecha de penurias pasajeras, alegremente
ufridas, y de relativos goces compartidos, que se anuda toda clase de vínculos; y apenas ocho días después de haberse emprendido la marcha, no podía ya recibir Celestino, buen muchacho, puestero de don Florencio, un mate, de manos de Filomena, hija de este mismo, sin que se le viniera a los ojos un rayo luminoso, tan intenso que a la muchacha le hacía derretir el corazón y temblequear la mano.
-«Pero Filomena, ¿qué estás haciendo? ¿no ves que vuelcas el mate?, gritaba doña Mercedes; y ¿cómo no lo iba a ver Filomena, si el agua le quemaba las manos?; pero hay dolores que para que sean gustos, basta que los presencie... Celestino.
No siempre llueve; también hay días lindos, para hacer nuevas etapas y adelantar el viaje, más cuando se va al Sud, y que después de la lluvia, sopla casi de frente y con todas sus ganas, el viento sudoeste, el Pampero que todo lo rejuvenece y lo reanima.
—282→En esos días, al poco andar, dos de los muchachos cortaban de la punta delantera, cien o doscientos animales guapos y livianos, capones, los más, y echándolos por delante, los arreaban ligero, haciéndolos correr un poco. Las ovejas que quedaban por detrás no querían, por supuesto, ser menos, y balando, empezaban a correr también, para juntarse con las de adelante, y seguían las demás, y al cabo de un rato, se iba deshilando la chorrera, apurando el paso, cada una según sus fuerzas, para alcanzar a las de adelante, ocupando el arreo, con su inacabable rosario de cuatro mil ovejas que caminaban de a una o de a dos en fila, una extensión de una legua. Hasta que la culata haciéndose más pesada, con la corrida, y más renga, y más lerda, y más mañera, exigiendo de los que la arreaban, cada vez más gritos y más esfuerzos, había que mandar parar la punta delantera; y a esta le entraba entonces tal apuro para comer, que a vista de ojo se hinchaban las panzas y se pelaba el campo.
Al pasar por delante de un rancho, don Florencio se paró y pidió un vaso de agua. Iba él detrás de todo, cuidando de que no quedase rezagada alguna punta de ovejas, olvidada entre las pajas, o algún animal caído, al cual hubiera que sacar el cusro; y ya no podía más el pobre, —283→ con la tierra que le llenaba la garganta y los ojos, cubriéndole el rostro de una capa espesa; y aunque fuera para él un desconocido, el dueño de casa lo vino a saludar y lo convido a bajarse un rato, a tomar un mate, siquiera. Un resero, que compre y arree animales para dentro, o que vaya para fuera con hacienda de cría, merece siempre ser bien recibido; pues de él no se puede esperar sino cosa buena: dinero, si compra, datos, si se muda. Don Florencio se tragó primero un gran jarro de agua, y apeándose, entró en el rancho; no podía quedarse allí mucho rato, pues seguía caminando la majada, aunque más despacio, y apenas demoró un cuarto de hora. Pero fue tal la avalancha de preguntas y de indagaciones que le hizo el huésped, que comprendió que también ese era otro candidato para los mismos rumbos; y cuando se le preguntó como le iba a don Casimiro Arancibia, que era un conocido de ambos, y también se había mudado para aquellos pagos, y que contestó: «¿Don Casimiro?, si somos vecinos, allá; ocho leguas escasas hay de su casa al campo a donde voy. Le va espléndidamente», ya se le afirmó la resolución al hospitalario criollo, de mandarse mudar también pronto, con hacienda y todo, para fuera.
—284→Ese mismo día, se llegó a la orilla del Azul, arroyo barrancoso, de regular anchura, pero poco hondo, y se buscó n un buen sitio para poderlo vadear sin mayor dificultad, en la mañana siguiente. Noche apacible fue aquella, tibia, sin viento, de silencio profundo, sólo turbado por el soñoliento balido de algún borrego separado de la madre, por el cantito del agua sobre la tosca, y por el monótono ruido del rumeo de las ovejas que, hasta tarde, se habían podido llenar a su gusto, con el pasto tierno, abundante de la costa del arroyo. Y cuando dejaron las estrellas, encandiladas por la luz del alba, de mirarse en el espejo quebradizo de la corriente rizada, don Florencio se recordó y despertó a los compañeros, para que después de churrasquear y tomar un mate, se empezara el penoso trabajo de pasar el arroyo.
Puede ser que si hubieran sido extranjeros, hubieran dejado los caballos a un lado; pero siendo criollos, todos, lo primero que hicieron fue de arrear, montados, la inmensa majada, amontonándola en la ribera, encerrándola cada vez más, haciéndola remolinear, revolcando los rebenques y desgañitándose a gritos. Una hora, por lo menos, duró el esfuerzo; pero al sentir el agua, las ovejas les mezquinaban las —285→ patitas, como si hubiera sido fuego, y hacían tanta fuerza para atrás como si hubieran sido, ellas mismas, infranqueable corral; de tal modo que las de la orilla, pisoteadas por los caballos y golpeadas, sin poder avanzar, pronto no tuvieron otro deseo que el de volverse por atrás y de ganar campo: y diez veces, lo consiguieron, cortándose en puntas, disparando por todos lados, entre la patas de los caballos, burlando la rabiosa impotencia de los peones desanimados.
-«Cortaremos una punta, dijo don Florencio»; y manteniendo aproximada al arroyo la majada, atajada por dos o tres muchachos, los otros cortaron, entre todos, las doscientas de siempre, las delanteras de las caminatas aceleradas; y echándolas a todo correr hacia el arroyo, a gritos y golpes, trataron de hacerlas enderezar para la otra orilla; mientras los muchachos empujaban el grueso de la majada, para que no se interrumpiese la corriente.
Si los hombres hubieran andado a pié, quizás pasan las delanteras; pero estaban a caballo, y fue en vano; apenas hubieran tocado el agua, que nada las pudo contener y se volvieron como tromba. Desanimados estaban todos, cuando un puestero irlandés que vivía —286→ ahí cerca, notó el percance y vino en su auxilio.
-«¡Porfiadas las rabonas!, como cangrejos para volverse atrás, le dijo don Florencio, cuando se acercó; vamos a quedar aquí toda la mañana.
-No crea, contestó el irlandés; pruebe de otro modo. A pie, corten una puntita que puedan, entre todos, encerrar de tal modo que ni una oveja se vuelva; acérquenla despacio, sin gritar, sin chistar, siquiera, sin golpear, y mientras por detrás se va arreando la majada, cruzan el arroyo, a pie entre el agua, empujando despacio las ovejas con las manos».
Don Florencio, renegando, pero dócil como quien conoce que ha agotado todos sus recursos y acepta cualquier auxilio como caído del cielo, obedeció, y la maniobra empezó, bajo la dirección del irlandés. ¡Oh!, la primera vez, no salió bien; pues, aunque las ovejas, como abombadas por la tuerza silenciosa que las envolvía, entraran al agua, sin hacer mucha resistencia, vacilaron los peones, al ver que había que mojarse casi hasta la cintura, y empezaron a aflojar.
Dos capones grandes se dieron vuelta, forcejearon hacia la orilla que ya iban dejando; un peón gritó, otro levantó un brazo para pegar —287→ a los revoltosos, y bastó esto para que toda la puntita se volviera atrás, rompiendo el cerco y pasando los animales entre las piernas abiertas y los brazos levantados, de tal modo que los peones quedaron con la cara compungida de quien ha cerrado fuerte la mano para agarrar agua.
El irlandés se reía: «¡Oh!, decía, le tienen miedo al agua; hay que entrar, no más, con las ovejas, y seguirlas hasta la otra orilla; sino no hacen nada».
Y se volvió a hacer la misma maniobra; pero esta vez, en toda forma, y cuando llegaron a la otra orilla, todos mojados, pero satisfechos, y dejaron allá, sueltas, las veinte o treinta ovejas que habían así llevado, oyeron en seguida detrás de sí, los balidos apurados de toda la majada que, en columna espesa, cortaba la corriente y salvaba el paso.
Ya empezaban los pastos a cambiar de naturaleza. La población era todavía escasa, por aquellas alturas, pero era llanura fértil y de tierra buena, voluntaria para cubrirse de pasto, algo duro quizás, pero tupido y florido; tan florido que, dos horas después de haber pasado el arroyo, vio con sorpresa don Florencio que muchas de sus ovejas caían y se revolcaban, como atacadas de alguna enfermedad nerviosa.
—288→Hizo juntar pronto la majada, acordándose-de lo que le habían contado del chucho, pasto muy pernicioso, le habían afirmado, que mataba en un momento millares de ovejas.
No pudo conocer esta vez el dichoso yuyo ese, fruto, por lo demás, de la imaginación campestre; y sin sospechar siquiera que la súbita enfermedad pudiera ser un simple acceso de ebriedad, causado por las flores con que se habían llenado vorazmente las ovejas, emprendió otra vez la marcha, después de señalar con cinco esqueletos rojizos la etapa.
Pocos son los sitios donde se haya hecho parada, que no luzcan mayor o menor cantidad de estos tétricos mojones. Pero, aunque merme un poco la majada, durante el viaje, no hay por eso que perder la fe en el porvenir: ¿no hablan todos los que han ido a establecerse en aquellos campos, de aumentos inauditos? Y entonces, ¿qué importan cien o doscientas ovejas sembradas por el camino?
Don Florencio, por su parte, tiene el corazón rebosando de esperanza; nunca por cierto, ha oído hablar de los patriarcas bíblicos; pero lo mismo que ellos, siente que su misión de pastor, en estas inmensas llanuras, es de poblar: poblar con sus rebaños la Pampa extensa; desparramar por ella, en enjambres, los animales domésticos, —289→ providenciales proveedores de la humanidad, que, con prodigalidad sin igual, le ha confiado la naturaleza, y también esparcir por estos campos tan injustamente desiertos, los hijos de su sangre, para que, según la orden divina: «crezcan y se multipliquen».
...Y lo mismo piensan Celestino y Filomena.
—290→
Los peones de don Juan Arambeheré estaban, cargando en un vagón fardos de pasto, y trabajaban con cierta flojedad, por el gran calor que hacía, cuando llegó el patrón. Él había sido peón también, unos cuantos años antes, y peón de almacén por mayor, de estos que, por apuesta, suelen llevar al hombro una bordalesa de vino, de trescientos kilos, caminando, con ella cargada, veinte pasos; y no le desagradaba, ahora que estaba en el camino de la fortuna, enseñar, de vez en cuando, a sus subordinados que no había perdido del todo sus pequeños talentos de sociedad.
Se apeó, lo que, por el soplido que este dejó oír, pareció gustar sobremanera a su caballo, pues era corpulento el vasco, musculoso y de —291→ poderosa humanidad; a pesar de lo cual, se trepó al vagón, retó por la forma a sus hombres, y, agarrando con las dos manos el alambre de un fardo que trataban los otros, inútilmente, de cambiar de sitio, tiró con todas sus fuerzas. El fardo no se movió; ni se podía mover, pues estaba atrancado por otros, pero a don Juan no le importaba; del momento que él tiraba, tenía que ceder el fardo, ¡...! y siguió tirando, no más, hasta que reventó el alambre, tan de golpe que, de lo alto del vagón y de la pila de pasto, fue a dar de espaldas en la vía el pobre don Juan, lo que le valió un mes de cama.
El que tiene mucha fuerza la debe usar con tino, y sino, se perjudica.
Pero don Juan Arambeheré, de músculos hercúleos y testarudo como él solo, hacía poco caso del tino y aplicaba, con inquebrantable resolución, el sistema de la fuerza bruta a todos los problemas de la vida. Y cuando, con brio ciego, enderezaba a algún pantano... y se quedaba en él, sacudía el mancarrón con toda clase de nombres y apellidos, sin reservarse para sí ninguno, como hombre modesto que era, lo mismo que hubiera hecho con el alambre, sino se hubiera desmayado, al caer.
La prudencia más elemental parecía serle extraña; y un día que andaba muy apurado —292→ para alcanzar el tren, pensaría que la línea recta es la más corta, aun cuando está sembrada de vizcacheras, pues entre estas, azotó al caballo como si tal cosa y pegó una rodada feroz, naturalmente. Se levantó, cubiertas de tierra su ropa dominguera y la boina nueva, pero, muy fresco, se sacudió, y se consoló pronto, al ver que, por suerte, no se le había roto el pito.
Cuidaba sus ovejas con mucha prolijidad, y los vecinos podían tomar por modelo las majadas de don Juan Arambeheré. La sarna no tenía peor enemigo que él y no mezquinaba remedio ni trabajo para extirparla. Pero sucedió que, un año, fue tan porfiada que ya no sabía don Juan que hacer, y se le ocurrió que sólo recargando el baño con una dosis bárbara de remedio, la iba a vencer. Y le metió el doble, ¡...! de lo que rezaba el prospecto. El resultado fue inmediato, y doscientas ovejas se le murieron en el día.
Quedó un poco ajada su convicción de que nunca daña la abundancia; pero no por esto dejó de seguir comiendo hasta reventar, y bebiendo vino como pipa, cada vez que se le ofrecía la ocasión, pues ¡...! él no era oveja, y el vino no es veneno.
Firme en estos principios, y como le gustaba —293→ mucho el pavo gordo, quiso hacer como su vecino don Urbano, un bearnés vivo, que cebaba los suyos a la fuerza, con pelotillas de harina y con maíz; pero quiso engordar los de él más ligero y mejor, y para esto ¡...! le metió al pavo tanto maíz en el buche que lo ahogó.
Difícilmente pudo entender que con maíz se pudiera ahogar un pavo, pero ahí estaba, no más, la prueba.
Con todo, le parecía ser esto como si, cuando iba uno a pagar cien pesos, hubiera tenido que sacar del tirador justito los cien, en vez de sacar, como siempre hacía él, un puñado siquiera de cinco mil, por lo menos; no para lucirse, no crean, sino porque siempre es mejor que sobre y no que falte.
Oyendo contar don Juan que unos troperos, sus compatriotas, habían querido, en otros tiempos, hacer caer la piedra Movediza del Tandil, y no lo habían podido conseguir:
-«¡Vascada linda hubiera sido!» exclamó, pero pensó que no debían haber sido vascos de veras, ya que no habían atado bastantes yuntas de bueyes.
Don Juan Arambeheré sentía no haber estado allí; no hubiera cejado él, no, para conquistar semejante gloria, pues cuando se metía algo en la cabeza, ¡..!
—294→Y, a veces, le habían aprovechado la maña; como aquel que habiéndole, en una feria, ofrecido en vano, por quinientos pesos, un carnero premiado, se lo hizo pagar mil en el remate, ayudado por dos gurupíes: uno que hacía posturas, y otro que le decía al vasco: «Déjelo, hombre; no ve que son muchos los que lo quieren», lo que aguijoneaba de tal modo a don Juan que, por ningún precio, lo hubiera dejado ir.
Pero, ingenuo como era, al punto de ceder por un momento, durante un almuerzo, a la maligna insinuación que los caracoles se comían con cáscara y todo, le parecía conveniente, para dar a sus pesos todo su valor, imponer bien al médico de lo que, por su plata, exigía; y un día que había venido a ver al doctor, con su sobrino, pobre joven, víctima de una de esas enfermedades que, celosas, velan en las puertas del paraíso, le dijo:
-«Mirá, sabes; está medio... embromado, sabes; fícate bien. Y es preciso darle unos arremedios que arrempujen, sabes, para que no gaste plata al ñudo».
—295→
Recibida la hacienda y puesta en marcha, don José cortó de las demás su tropilla y se volvió para la estancia, donde era capataz, arreando solo y en tren ligero, los quince caballos rosillos y la yegua mora que, con su recado, su poncho y sus huascas, constituían lo mejor, sino el total de su fortuna, al mismo tiempo que eran su orgullo y su gloria.
Unas veinte leguas, más o menos, tenía que hacer: de estas leguas pampas, medidas al tanteo, y que, según la estación y la hora, el estado del caballo, la dirección del viento y el rumbo, parecen dos cada una, o se vuelven un soplo. Todo, en esa ocasión, le favorecía: la tropilla, compuesta de puros animales lindamente baqueteados y bien reposados, volvía —296→ para la querencia, por una mañana deliciosa de otoño y con el viento de cara, que refresca y barre el polvo: era como quien dice el cielo.
Una cosa es andar en esas condiciones y otra muy diferente galopar, envuelto en una nube de tierra, con el viento de espaldas, y por una tarde de verano, en mancarrones flacos, cansados o demasiado gordos, o mal arreados y que porfían para volverse; así, ¿quién no llega marchito?, pero, como iba don José, es fácil guapear y, sin sentir, andaba, suavemente arrullado por el galope rítmico del caballo, mecido por el campanilleo alegre del cencerro de la yegua que marchaba por delante, acelerando el trote, rodeada por los catorce rosillos, en grupo compacto.
Ninguno se atrevía a pasar delante de la madrina, dejando todos que puntease su cabeza, y que, a su lado, marchase sin estorbo el bonito potrillo de pocas semanas que la acompañaba.
Don José iba pensando, cantando, silbando o conversando solo, y de vez en cuando, apostrofando a sus dóciles compañeros de viaje, no con palabras muy elegidas, que digamos, pero siempre en tono de indulgente cariño, como amo altanero a viejos servidores queridos.
—297→Se acordaba cuántos años y cuánto trabajo le había costado la formación de su tropilla.
Quince caballos, de un mismo pelo, siguen una yegua; obedecen al silbido, al gesto del amo; andan en un solo montón, sin que ninguno se corte; no se separan de la madrina, ni de día, ni de noche; paran a mano, en medio del campo, y se dejan ensillar sin moverse, todo esto con tanta facilidad y tanta limpieza, que cualquiera se figuraría que así han nacido: al que no sabe las cosas, todo le parece sencillo. Pero don José sabía, él; y en cada pieza de su tropilla, podía leer un capítulo de su historia.
Cuando hizo sus quince años, su padrino le regaló la primera yegua mora, con un potrillo rosillo, y su padre le sacó un boleto de marca a su nombre. ¡Ah!, como todavía se acordaba el gusto, el orgullo con que había, él mismo, aplicado el fierro candente en el cuarto del primer potrillo de su propiedad! ¡Qué rico olor el del pelo quemado! Desde entonces, cada vez que había podido tener juntos unos pesos, y encontrar, a la vez, algún potro rosillo que pudiese comprar, aumentaba la tropilla. Y habían pasado ya muchos años; la yegua fundadora había muerto, siendo reemplazada por una hija que le salió igualita, y los —298→ potros se habían vuelto caballos, domados todos por el mismo amo con el cuidado que siempre se le da al trabajo que uno hace para sí, amansados con mano prolija y paciente.
Por cierto que muchos se habían renovado; de los primeros entablados sólo unos cuantos quedaban, y viejos ya, medio bichocos, pero a medida que se hacía inservible alguno, lo reemplazaba un potro, siempre del mismo pelo.
A pesar de ser todos tan parecidos, primera vista, don José bien los sabe distinguir: uno es más claro, otro, más oscuro; éste tiene un lunar blanco en el lomo, aquél, una estrella en la frente. La cola, la crin, el tamaño, el modo de orejear, todo le sirve de indicación para conocerlos y saber cuál debe ensillar en tal o cual parte del viaje, o para tal o cual trabajo.
Aquél que anda allá, a mano derecha, contrita la yegua, es el más viejo de todos; guapo y sufrido como ningún otro, tiene un galope tendido y suave, exquisito, y se ensilla siempre el último, en las jornadas largas, cuando vienen llegando las ganas de descansar. El postre, lo llama, por esto, don José. Este es tropezador, porque se duerme caminando; y es necesario pegarle, de vez en cuando, un —299→ buen chirlo. Otro tiene el galope duro y seco, cansador y desagradable, pero, amigo, para carnear, no hay otro, porque solo, sin jinete, sujeta, sin aflojar, cualquier novillo enlazado. Si se trata de apartar, aquel, allá, es el mejor; pues, busca el animal con el pecho y se le pega hasta que salga corriendo. Para ir de chasque, ese alto, y, de tiro, el que lo sigue, y no hay tren que lo gane.
También hay el de las carreras, y el del juego de sortija; para bolear avestruces, hay uno lindo, y si viera, en el rodeo, aquél otro, pegando una pechada, quedaría admirado. Cualquier mujer puede ensillar este que va en la orilla; es un carnero, de manso, y anda de sobrepaso.
Algunos tienen sus defectos o sus mañas; uno se lastima en el lomo, otro es duro de boca, aquél es espantadizo, pero esto es poca cosa y no hay que hacerle caso, pues casi es tan imposible encontrar un caballo sin tacha, como un hombre perfecto.
Y don José, galopando, repasaba en su memoria muchas cosas del pasado: no puede uno estar solo, durante tantas horas, sin que trabaje la mente y, por ella, se remuevan recuerdos y pensamientos. Se acordaba cómo había tenido cada uno de sus animales; y cómo los —300→ había domado; lo que, con cada cual, había hecho, y en qué circunstancias alegres o tristes, buenas o malas, lo habían acompañado. Uno le había dado un porrazo; con el otro, se había llevado en ancas, a su rancho, por una noche oscura, y, para asegurar el consentimiento paterno, a la mujer con la cual iba pasando la vida y rodeándose de muchachos; con aquellos dos, se había presentado, en el 80, a la comisión reclutadora, cuando la revolución. Tres de ellos habían quedado perdidos más de seis meses, llevados quien sabe por quién, -aunque sospechaba-, y devueltos por la suerte; y aunque ya no fueran de los mejores, porque se los habían cansado y echado a perder, les tenía ese cariño especial, tan fuertemente arraigado en el áspero suelo de la injusticia, que siempre otorga el padre cariñoso al hijo pródigo.
Así de todos, y de cada uno; y a cada recuerdo, esboza don José una discreta sonrisa o una mueca triste; y cuando le toca ensillar uno de los que menos le agradan se resigna, pensando que, en la vida, siempre hay que sufrir, y que el hombre feliz es el hombre de aguante, y que cada cual tiene que cruzar la travesía con el caballo que le haya caído en suerte, pingo guapo, bagual indómito mancarrón bichoco.
—301→
-«¿De quién es esa población, don Julián?
-De una viuda. Es puesto del campo vecino. Ahí vive una pobre mujer, que ha quedado con una punta de hijos; pero no está mal; tiene su buena majada y un rodeíto de lecheras.
-No ha de faltar entonces quien la festeje.
-Claro. ¿Y qué más puede hacer que volverse a casar? ¿Quién le atendería los intereses? ¡Pobre de ella, si no tuviera ya quien la ayudase!»
-¡Ah! ¿ya tiene...?
-¡Y como no! Vd. cree que las viudas, en el campo, se quedan mucho tiempo viudas. Pues no faltaría más. ¿A donde iríamos a parar, con tanta tierra que poblar y tan poca —302→ gente, si quedasen mucho tiempo las ovejas sin carnero?»
Y pegó don Julián un chirlo al cadenero, enderezándolo a otro puesto, cerca del cual nos aseguró que ibamos a encontrar martinetas.
-«¿Y será también de alguna viuda?, le preguntamos.
-¡Hombre!, justamente; pero no por muerte del marido, esta. Tiene también una caterva de muchachos, pero todos de apellidos diferentes; forman una especie de índice de los diversos esposos que la han sucesivamente dejado viuda. Dicen que es de mal genio. La verdad es que no faltan gauchos vividores que tratan de aprovechar; y sea que ella se canse de mantener haraganes, cuando ha cumplido, con lo que considera probablemente como mi deber anual, sea que piensen aquellos que ya no tienen allí nada que hacer, ella queda... viuda. Jura, por supuesto, que se acabó y que ya no quiere saber nada; pero, amigo, cuando la primavera hace que los padrillos repuntan, es difícil que las yeguas viejas no contesten el relincho».
Tuvimos, en otros paseos largos que con don Julián hicimos, varias ocasiones de preguntarle de quién era tal o cual población, —303→ puesto humilde, modesta chacra o estancia grande, y nos admiramos de la proporción considerable de viudas, o llamada tales, que existen en la campaña.
Es cierto que, como lo decía nuestro huésped, pocas eran las que quedaban viudas mucho tiempo; pero, viudas de veras o viudas sin haberse casado, todas, pronto, sentían alrededor suyo el suave revoloteo de los candidatos, más o menos disimulados, a la sucesión del finado. Por otro lado, rica o pobre, joven o vieja, con o sin familia, ¿qué haría sola, una mujer en el campo? ¿Cómo atendería sus intereses, que siempre requieren el brazo del varón? Por cierto, se han visto excepciones, pero son escasas las mujeres capaces de tomar realmente a su cargo y con éxito, el manejo de un establecimiento de campo, después de la muerte del marido o del compañero, y todo, pronto, se junta, el anhelo interesado de uno con la necesidad de ayuda de la otra, y el renuevo pícaro, para que no quede sin cumplirse la gran ley, por la cual, demostrando la naturaleza su horror al vacío, se empeña en que cunda en la Pampa, lo que más precisa: la población.
Cuando doña Martina enviudó, perdiendo, a los pocos meses de casada, a su esposo —304→ querido, trágicamente muerto de una coz, aunque no tuviera más que una majadita, pronto se vio rodeada de comedidos que, con algún pretexto, la venían a visitar y a ofrecerle sus servicios.
Su hermano Benjamín había venido a acompañarla y a atenderle la majada; y por cierto, en los primeros tiempos, impertinentes le hubieran parecido hasta las visitas de condolencia; pero el hermano era muchacho; no estaba, ni podía estar siempre llorando con ella; perder a un cuñado no es lo mismo que perder a un marido, y pronto la tristeza que habían momentáneamente infundido a Benjamín el acontecimiento, el duelo y la soledad en que quedaba la casa, había tomado su vuelo dejándolo listo para las risas y las alegrías de su edad. No podía ella impedir que el muchacho recibiese a sus relaciones, y sin darse él mismo cuenta del por qué, de repente se encontró con una cantidad de amigos a quienes apenas conocía. Mientras uno cuidaban con él la majada en el campo, charlando de todo y de mil otras cosas, no alcanzaba el palenque para los caballos de los hermanos mayores o compañeros de ellos; y no estando Benjamín en casa, tenía a la fuerza que atenderlos la viuda.
—305→Y a pesar de la honda herida de su corazón, realmente destrozado por la súbita desaparición del esposo amado, mal se podía defender de cierta gratitud enternecida, al oír los benévolos ofrecimientos de toda esa gente, tan desinteresada, al parecer.
Entre mate y mate, los tres o cuatro gauchos que siempre por allí andaban, hacían alguna alusión a lo poco que da una majada mal cuidada; a lo fácil que es de perder las lecheras o los caballos, cuando falta de casa el amo; a lo perniciosas que suelen ser, para la salud, la tristeza y la soledad; y con astucia más o menos ingenua o torpe, cada uno le hacía a la viudita desconsolada, desamparada, joven y buena moza, la delicada alusión que le pareciera más adecuada a su tema preferido.
Primero, todo y todos le parecieron a doña Martina fastidiosos y cargosos; sobre todo que en los primeros tiempos, ahí estaban ellos, como postes, incapaces de decir una cosa que valiera la pena, porque la gente campestre, para expresar sentimientos, es poco ladina. Después, los que se atrevieron a hablarle del finado y de la pérdida que había hecho, aunque no fuera más que con algunas palabras mal ensartadas, se le hicieron más soportables.
—306→Otros le supieron hacer comprender que sola, iba a andar mal con sus intereses, e iba pronto a quedar pobre. A estos contestaba la viuda, diciendo que tenía al hermano; pero ni ella misma, ni menos los pretendientes se hacían sobre el punto mayores ilusiones.
Uno se quiso hacer el vivo, y sólo la trató como a mujer deseable, por lo bonita; quizás en otro tiempo, hubiera salido bien, pero en aquella ocasión, era esto varear en cancha sin orear; y resbaló el parejero.
Un día, Benjamín manifestó a la hermana el deseo de volver a casa de los padres, por una semana, dejándole, para cuidar la majada, a uno de sus amigos. Y con menor trabajo de lo que él mismo pensaba, consiguió lo que pedía, poniendo ella como única condición que no propusiera el cargo a otro que a Victoriano, y que él lo aceptara.
Victoriano aceptó...
Había sabido, este, templar la guitarra en la tonada requerida, modulando la voz según el verso, y pudo apretar las llaves, calladito, para el próximo canto de la victoria.
Cuando volvió Benjamín, aunque fuera desierto el palenque, la casa le pareció más alegre; y, de vez en cuando, Martina dejaba, entre dos lágrimas, asomar una sonrisa.
—307→De la punta de las hojas, más lustrosas que nunca, cuelgan todavía, después de la tormenta, gotas de lluvia; pero en ellas, se ríe el sol.
—308→
Junio, recién; y ya se cortan en puntas las ovejas. Mala seña, piensa don Martín, al recorrer el campo de pasto duro que recién ha poblado, y al encontrarse, por todas partes, con pequeños grupos de diez, de cinco, de dos ovejas, flacas y sin fuerza.
¿Y qué será, en Agosto, cuando hayan pasado tres meses más, de heladas o de aguaceros, sobre los pobres animales?
No le digan mala madre a la oveja que abandona el cordero; pues cuando deja de mandar el instinto materno, es que obedece el animal, aun a su pesar y mirando para atrás, con balidos de lamento, a otra ley de la naturaleza; la propia conservación es más imperiosa, para la oveja, cuando se siente —309→ débil, que la de su prole. Lo mismo, cuando olvidándose de su amor a la majada, las ovejas se cortan en puntas y dejan de seguirse unas a otras; o cuando, al cruzar cerca de ellas el jinete, no disparan, mala seña; y no sin razón, don Martín considera con tristeza el campo amarillento y de pasto ralo, donde, en verano, sólo llega a florecer la puna, por ser la única planta que desdeñan los animales.
¿Qué será, ¡sí! En Agosto, cuando el invierno, al terminar su carrera, acabe de limpiar, de una vez, lo que no puede más, antes de hacer la suma total de todo lo sufrido durante el año, de cerrar las cuentas de la muerte, y de proclamar el resultado? Resultado funesto, a veces; y si no fuera que asoma la primavera, calentando el lomo de los animales flacos que han sobrevivido, y haciendo brotar un poco el pasto nuevo, sería cosa de desesperar. No es todo color de rosa, en la vida del hacendado.
Pero ¿no tendrá él, en algo, la culpa?
¡Clima benigno, el de la Pampa, que permite al hombre criar los animales domésticos a la intemperie; tierra generosa, la que le permite mantenerlos con lo que ella produce, sin que en nada, la ayuden! Y ya que el clima es tan benigno y la tierra tan generosa, ¿por qué trabajaría el hombre?
—310→Pero el clima más benigno tiene sus caprichos; pasan meses sin llover: las lagunas se secan, el pasto ralea, desaparece, y las haciendas mueren de hambre y de sed. ¡Suerte ingrata!, clama el pastor. O bien, lluvias demasiado frecuentes y abundantes llenan las cañadas, achican el campo, lo reducen a algunas lomas exiguas; y perecen las majadas, aniquiladas por la constante humedad, pisoteando, amontonadas, el poco campo que les queda; y vuelve el pastor a maldecir su suerte.
La sarna hace estragos en las pocas sobrevivientes; renguea lastimosamente la mitad de la majada, arrastrándose las ovejas, como pueden, a algunos metros apenas del corral, paciendo de rodillas, muchas de ellas, por no poder tenerse de pie; y las osamentas colorean por todo el campo, salpicando la llanura de tétricos reflejos, mientras en los alambrados y en los corrales, secan, al viento, los arrugados cueros de epidemia, fúnebres colgaduras de escaso valor, cenefas haraposas de funerales sin cuento, herencia ruinosa para el pastor, que, ni siquiera, por ellas, podrá, con exactitud, tarjar sus pérdidas.
Aun en clima benigno, tirita, a veces, el hombre, en su rancho mal construido, ni le faltan goteras al techo. Pero no por esto se acuerda —311→ de lo que sufren las ovejas, en el fango de su corral sin reparo, mojadas hasta los huesos, ni qué con plantar algunas estacas de álamo o de sauce, pronto podría hacerles un abrigo salvador; y ¡para qué se va a acordar! ¿valdrán realmente la pena de cuidarlos, animales, que sin esto, le dan todo lo que necesita?
La tierra más generosa también tiene sus horas de desgana. Falta el pasto; las heladas lo han quemado, o el sol de verano; y, raquíticas, endebles, bamboleándose en las patas que se les cruzan, vagan, despuntando las pajas duras y la puna, sin jugo, las vacas hambrientas.
¿Sembrar para mantenerlas? ¿acaso el amo siembra para sí? ¡qué hagan come él! Cuando la carne es flaca, come menos. ¿Y si se mueren? ¿qué le haremos?, se sacarán los cueros, que siempre valen algo.
Aguantar lo que Dios manda; la lucha es estéril contra los furores de la naturaleza. ¿De qué sirve al hombre tratar de conocer y de atajar las enfermedades de todo género que diezman los rebaños en la Pampa, ya que siempre vuelven?
Y en lugar de la riqueza exuberante de que, con ayudar en algo a la benignidad del clima y a la generosidad de la tierra, podría gozar, el pastor pampeano parece preferir el acostumbrado —312→ cuadro de miserias siempre renovadas, que sólo debe a su incurable indolencia, a su fatalismo innato.
El campo, cubierto de los ásperos fachinales primitivos, empobrecido por el recargo de hacienda, parece teatro preparado para todas las catástrofes de que amenazan a todas las haciendas las mil plagas del desierto. Y así fue, y así será, mientras no entienda el pastor que al hambre invernal de las haciendas lo debe combatir con el arado, y que sus animales, objeto ya de la envidia del orbe entero, merecen, cada día más, el esfuerzo varonil, que los libre de los peligros que los rodean, y permita recoger la cosecha de inmediata prosperidad que tienen ellos en reserva.
—313→
En el mismo momento en que la cocinera ponía en la mesa la sopera, el capataz se paró en la puerta y dijo:
-«Patrón, hay fuego en el campo.
-¿Dónde? Preguntó el mayordomo, frunciendo la ceja.
-«En el reservado», contestó sencillamente el capataz, con el tono más natural del mundo, sabiendo que no necesitaba grandes gestos, ni frases dramáticas, para producir efecto.
-«¡En el reservado!» exclamó el mayordomo, y retirando el asiento, sin dar siquiera una mirada de sentimiento a la sopera humeante, que, como matrona hospitalaria, parecía convidar a los presentes a reponerse de las fatigas de la mañana, se levantó, gritando:
—314→-«¡Aten el carro, muchachos!, mojen cueros; llenen un barril de agua y echénlo al carro, ¡Pronto, ligero! ¡y se van todos al fuego!»
Saltó a caballo, y, acompañado de un peón que llevaba algunos cueros pelados ya mojados, voló en dirección al humo. El «reservado» era un retazo de campo muy pastoso, reservado efectivamente para recibir e invernar una hacienda que se esperaba, el día siguiente. Un desastre, si se quemaba ese campo.
Distaba de las casas como legua y media; al cruzar una loma, se dio cuenta el mayordomo de la extensión del mal. Un sol que rajaba; las doce del día, un viento algo suave, pero suficiente para avivar la llamarada y ayudarla a correr ligero, por el pasto hecho yesca y por el calor de la atmósfera.
Pronto vio que con la poca gente de que podía disponer, iba a ser tarea difícil atajar el elemento destructor. Quiso tratar de detenerlo, prendiendo fuego, él mismo, en contra de la ráfaga de llamas que se venía; se bajó, y dando el cabestro a su ayudante, prendió un fósforo; apenas tuvo tiempo de volver a subir a caballo. Como pólvora, venía corriendo la línea de fuego, devorando en las lomas el pasto puna y la paja voladora, llevándoselo todo por delante.
—315→Las yeguas, curiosas, venían acercándose a la llama, estirando el pescuezo, parando las orejas, olfateando el humo y, de repente, echando a correr como locas, haciendo temblar el suelo con el estrépito de su carrera sin rumbo.
El fuego, ligero en las lomas arenosas, donde encontraba poco alimento, se detenía en los bajos, de pasto tupido y de pajas altas, comiéndose despacio, como saboreando, los pajonales, avivándose repentinamente, al devorar una mata de cortadera, envolviendo con sus roscas coloradas los magníficos penachos plateados, tumbándolos y no dejando el sitio, sino cuando no quedaba más que un tronquito calcinado, resto informe de la soberbia planta.
Venía llegando gente, y, a cuerazos, iban apagando poco a poco, achicando, en lo posible, la línea de incendio, tratando de impedir que se deslizase más adelante, cortándole el paso en las senditas de la hacienda, trabajando con rabia, para evitar que ganase el alambrado y que quemase los postes, parecidos, desde lejos, a condenados de la Inquisición, retorciéndose en las ligaduras.
La mancha negra se iba extendiendo, rodeada de humo, tapando como de un manto enlutado, dobladillado de rojo, las lomas y los bajos, reemplazando con cenizas la vegetación —316→ exuberante que, horas antes, los cubría con su esplendor. Y el olor acre del pasto quemado apestaba la atmósfera, llevando a leguas de distancia su penetrante sahumerio de tristeza y de desolación.
Las aves carnívoras, los caranchos, chimangos y gaviotas, revoloteaban en bandadas, llenando el aire con sus gritos de melancólica alegría, espiando la presa sabrosa, achicharrada por el fuego, tan variada como variada es la fauna pampeana: bichitos e insectos de todas clases y tamaños, envueltos en el mismo cataclismo.
Atajado por un lado, el fuego se volvía a levantar por otro, consumiendo, en una hora, pasto suficiente para mantener, una semana entera, mil animales vacunos, y fue necesario apelar al medio heroico de bolear una yegua, degollarla y cortarla largo a largo, del hocico a la cola, en dos horribles trozos, que yuntas de jinetes, enlazando cada uno un miembro del animal descuartizado, arrastran al galope, haciéndolos saltar, deshechos y sanguinolentos, en la línea del fuego, dominándolo ya bastante para que, con algunos esfuerzos más de los de a pie, se vaya, al fin, venciendo del todo.
Y si no se consigue acabar con la quemazón, dura, algunas veces, días y días, sobre —317→ todo en campos poco poblados; devasta muchas leguas, alumbrando de noche el horizonte lejano con líneas de luces que sugieren, un momento, la visión de ciudades iluminadas, edificadas, en un día, en las llanuras desiertas.
El olor a quemado destruye pronto la ilusión, y sólo queda una rasgadura negra en el traje gris de la Pampa, hasta que pase por allí un aguacero remendón y le pegue un retazo de paño nuevo, demasiado verde, que, por el contraste, chilla.
FIN DE LA IV.ª Y ÚLTIMA SERIE
—318→
¿Qué ocurre? ¿Se me turba la vista? O ¿se me ha descompuesto el aparato?... No, por cierto; ni una, ni otra cosa; pero van cambiando tan rápidamente los tipos criollos que me complacía en retratar, y modificándose tan hondamente el paisaje pampeano que hacía mis delicias, recuerdos queridos de cuando mi vigor me permitía hacer lo que hoy sólo puedo contar, que sí no renuncio en presentarlos como los ven todavía los ojos de mi memoria, pronto me van a tachar de embustero.
Y por esto es que me paro. Pero juro que así los he conocido y que no han nacido de mi sola fantasía las siluetas y los horizontes que he pintado; así lo podrán atestiguar muchos hombres, no muy ancianos todavía, que, como yo, los han visto.
¿Existe todavía el gaucho? -Sí, todavía —319→ existe; pero tan diferente del gaucho que he conocido en 1880, como lo era ese mismo, de su antecesor de veinte años antes, el imperecedero Martín Fierro.
Es preciso internarse cada vez más en los territorios todavía despoblados, para encontrar el tipo genuino del gaucho irreducible, refractario a toda disciplina, heredero empedernido del nomadismo original. Siempre ha ido retirándose hacia el desierto, arrollado sin cesar por la ola de la población, y sólo desaparecerá del todo, en su tipo primitivo, cuando ya no sepa, a donde ir, sin chocarse con la civilización que avanza.
En cada etapa, merma el número de los que así resisten, quedando muchos de ellos envueltos en las volteadas del progreso, conquistados al trabajo por la necesidad y el ejemplo.
El roce continuo del gaucho con el extranjero va modificando sus costumbres de dejadez y de imprevisión: se burlaba, antes, del trabajador y de su economía; ya no se burla; imita.
Siente, comprende, que hay que elegir: o quedarse y trabajar, o huir y seguir entregándose a los azares de la vida errante, que lo lleva cada vez más lejos, sin esperanza, de mejorar su suerte.
Lo aconsejan bien, y, muchas veces, lo convencen, —320→ la tierra que se cultiva, las haciendas, que se refinan. No cede siempre al primer tirón; se enfurruña y se va; pero siempre lo alcanza el progreso y le toca la espalda. Se da vuelta, mira: el desierto en que vagaba se ha vuelto chacras; lo que, más allá, había creído otro desierto más inaccesible, está invadido; los años vienen, trayendo consigo el sosiego y los deseos de vivir tranquilo; y se entrega. ¿Qué más iría a hacer? Los alambrados cubren, con las mallas de su red inextricable, toda la llanura; la inmensidad ha quedado destrozada por los caminos y las tranqueras; las haciendas, casi mansas, no necesitan lazo; se cuidan solas, en pequeños potreros, y las vacas son todas tamberas.
Los montes se multiplican, y hasta el mismo Pampero se siente domado, vencido. En canales hondos y numerosos, ora corre apurada el agua que, antes, se estancaba, durante meses, en los cañadones anegados, ora se desparrama obediente, detenida por la mano, del hombre que, por fin, corrigió la Naturaleza, en los campos amenazados por la sequía.
Los pajonales y los juncales, guarida del matrero y de las fieras, han desaparecido, dejando que, en su sitio, la alfalfa, esa maravilla, extienda su preciosa alfombra verde, salpicada —321→ de novillos, inagotable reserva de las carnicerías europeas. El jinete que, en su largo viaje, en vez de ir cruzando campo, tiene que dar vuelta, con su tropilla, para no pisar trigales, ha dejado, a la fuerza, de ser gaucho errante.
Seducido por el arado, atará en él su pingo, tirando el poncho que estorba, el mate que hace perder tiempo; sin, por esto, dejar de ser buen domador y de lidiar con astucia, fuerza y paciencia, con los animales mañeros.
Sus huascas, cortadas en cuero comprados con cuchillo de cerrar, que ya no quiere ser arma, no, por esto, serán trabajadas con menos primor. El alcohol y el juego tendrán poco atractivo para este gaucho de nueva laya, capaz de leer con fruición el libro civilizador que enseña a cultivar bien la tierra y a cuidar con esmero las haciendas, o el que recrea y alumbra el espíritu, mientras descansa el cuerpo.
Perderá, con la cultura, algo de esta resignación burlona que siempre le permitió, a pesar de su coraje natural, sobrellevar sin rebelión violenta, casi sin quejarse, los peores males y las mayores penurias; pero conservará, de su genio nativo, la espiritual ironía que, aguzada por la instrucción y ayudada por el buen sentido, podrá, más que la fuerza, contribuir a —322→ reformar las leyes opresoras y a derribar a los que de ellas abusan.
Cuando haya, para él, tantas escuelas como de pulperías ha habido para sus antepasados, pronto se verá que el gauchaje sólo ha sido turba, mientras no se ha tratado de hacerlo gente, y saltará a la vista que la ignorancia en la cual lo han mantenido, era como el agua que se echa en las orejas del bagual, para poderlo jinetear.
¡Qué inmensa fuerza moral y física ha desperdiciado el país, al dejar sacrificado, tanto tiempo, ese elemento fundamental y valioso de la raza! Y sino, que lo digan los que, salidos de esta multitud, por alguna circunstancia feliz, han sabido ocupar su sitio en la sociedad.
Ahí, es cierto, sale, a veces, a relucir el voraceo, hijo casi legítimo de las privaciones pasadas, con su tendencia a abusar de toda ventaja lograda, haciendo del poder, el gaucho mal pulido que a él llega, y según el escalón a que ha podido treparse, una tiranía grande o pequeña que, para castigar al contrario o favorecer al amigo, no vacila en prostituir a la justicia, en pisotear las leyes económicas, en comprometer el interés público, en conculcar las libertades más sagradas.
Pero siempre han sido, son y serán pasajeros —323→ estos males, pues no faltan, ni jamás dejará de haber hombres de buena voluntad que, por sus nobles esfuerzos, traten de hacer de la Pampa el emporio de producción y de vida fácil y dichosa, que la destinó a ser la Naturaleza.