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ArribaAbajoTorquemada y la muerte

Antonio Sánchez Barbudo


Torquemada es uno de los grandes personajes de Galdós. Un avaro que, como él mismo dice, es «un bruto sui generis». En los cuatro volúmenes de la serie, vemos al pequeño usurero ascender a gran financiero, senador y marqués. Y hay, claro es, numerosos otros personajes. Pero aquí nos vamos a ocupar especialmente de Torquemada mismo. Y no tanto del avaro como del filósofo: Torquemada ante la muerte.

El primer volumen, Torquemada en la hoguera, se publicó en 1889; y la continuación, los otros tres, de 1893 a 1895. Ricardo Gullón, observando que el primer volumen es una novela corta concentrada en un solo incidente, que tiene un tempo rápido y fue escrita en pocos días, entre La incógnita y Realidad, dice muy acertadamente que es como si a Galdós le hubiera urgido «poner por escrito la narración de un episodio cuyos pormenores le impresionaron y temiera que el tiempo los borrase». Y luego agrega que algún «impulso incontenible le obligó a dar plenitud de existencia a esa figura hasta entonces transeúnte por su novelística».111

El episodio ese del primer volumen es la enfermedad y muerte de Valentín, un niño prodigioso al cual su padre, el usurero Torquemada, adoraba. Y bien pudiera ser, creo yo, que lo que urgiera a Galdós a escribir a toda prisa Torquemada en la hoguera fuese simplemente la impaciencia por fijar en el papel la estupenda idea que se le había ocurrido, quizás de pronto, basándose en un hecho real o no, de enfrentar a ese avaro amigo de doña Lupe -tan materialista, tan ajeno a todo lo divino- con la muerte y con esas fuerzas desconocidas que rigen nuestros destinos.

Al acabar la serie toda se ve bien que ese tema del avaro y la muerte es lo verdaderamente substancial de la obra. Cierto es que en los tomos segundo y tercero el tema es otro; pero en cambio en el último, en el magnífico Torquemada y San Pedro, no se habla otra vez sino de la muerte. Pero antes de que veamos a Torquemada ante la muerte y ante los dioses, veamos como es el ordinariamente.

Es sobre todo un personaje muy gracioso, aunque esto él no se lo proponga. Suele ser seco y malhumorado, aunque tiene algunos momentos de ternura. Es leal con los amigos, pero no perdona un céntimo. Le gusta gastar poco, aunque en este punto, comprendiendo la utilidad de mejorar de vida, cede en numerosas ocasiones. Aspira a una posición digna en la vida, pero no es demasiado vanidoso.

Lo más característico de él es su vivo lenguaje, inconfundible. Puede reconocérsele por ciertos gestos, como esa lenta elevación del brazo derecho y ese círculo que forma con los dedos pulgar e índice, a modo de «rosquilla» que cuidadosamente pone ante los ojos de su interlocutor como objeto de veneración. Pero se le reconoce aun más por ciertas expresiones que repite. La palabra «materialismo», que él usa para calificar algo que juzga desdeñable o de importancia   —46→   muy secundaria, la emplea toda su vida. Por ejemplo, en el primer volumen, de lo que su amigo Bailón, filósofo panteísta, le había dicho, él dedujo que la Humanidad era algo así como Dios; pero cuando al ponerse su hijo enfermo busca Torquemada en lo alto alguien a quien dirigirse, alguien que se apiade de él, deduce que, ya que «Humanidad» es nombre femenino, debe de ser, más bien que Dios, la Virgen... «Claro, es hembra, señora...», dice él. Más confuso luego con estas meditaciones, abandona el asunto y agrega, malhumorado: «no nos fijemos en el materialismo de la palabra» (916).112

Torquemada tiene un gran deseo de instruirse y aprender palabras finas. Siempre tiene cerca de sí alguien a quien admira por su cultura. En el primer volumen es ese Bailón, el cura renegado autor de unos folletos, unas «bobadas», dice Galdós, «escritas en estilo bíblico» que deslumbraban al avaro. Pero cuando el filósofo panteísta y estoico, queriendo consolarle en su desgracia, le dice que no somos sino «pedazos de átomos», algo insignificante ante «el sublime Conjunto», Torquemada, que tiene mucho sentido común y sabe que si su hijo muere lo mismo da para el caso, como él dice luego, «el grandísimo todo que la grandísima nada», responde irritado, rechazando el consuelo: «Váyase usted al rábano con sus Conjuntos y sus papas» (923). Y cuando cambiando de tecla, queriendo distraerle, el ex-cura aquél grandote le habla ahora de un posible lucrativo negocio de moderna lechería, Torquemada corta, tajante y madrileñísimo: «Déjeme usted a mí de leches».

A lo largo de los años se afina mucho y llega a hablar casi tan bien como cualquier senador. Pero, como dice Galdós, en los arrebatos de ira, que eran en él frecuentes, «asomaba la oreja» del villano (1084). En el último volumen por ejemplo, muy cerca Torquemada ya de la muerte y teniendo como consejero espiritual al clérigo Gamborena, a quien él llama San Pedro, se ha decidido a dejar una gran parte de su fortuna a la Iglesia. Como después de haber tomado esta grave decisión se siente muy mejorado, cree que ello es premio del cielo; y está, claro es, muy contento. Mas no tarda en empeorar otra vez; vuelven los dolores, se siente morir, y entonces, furioso, se vuelve hacia el clérigo y exclama: «Y, ¿qué me dice usted de esto, señor fraile, señor ministro del altar o de la Biblia en pasta?... ¿Qué me cuenta usted ahora?». Y como el sabio propagador de la fe, apretándole fraternalmente las manos, le aconseja sólo la oración, y pensar en la Santísima Madre; el tacaño, «airado, descompuesto, fuera de sí», replica: «Déjeme, déjeme, señor misionero, y váyase a donde fue el padre Padilla...» (1190).

En el segundo volumen es Donoso, el alto burócrata que le ayudará a contraer matrimonio con una aristócrata arruinada, quien le sirve de modelo. De él aprende expresiones tales como «partiendo del principio» o «admitiendo la hipótesis»; y también «excede a toda ponderación» o «abrigo el proyecto». Y en el volumen siguiente, ya senador, aprende a decir elevándose a lo clásico y mitológico, «la espada de Damocles» y «la tela de Penélope»; y puede soltar frases tan hermosas como esta: «blasono de ser el justo medio personificado». Pero muy a menudo mezcla los términos elevados con otros populacheros, sobre todo cuando, como sucede muy frecuentemente en ese tercer volumen, Torquemada en el Purgatorio, se trata de defender su bolsillo frente a los ataques de su   —47→   esposa o de su cuñada. Esta última tiene sueños de grandeza, y es quien le guía por las alturas, metiéndole de paso, como él dice, en una «serie no interrumpida» de gastos. En una ocasión, hablando él con las dos, le dice su mujer, Fidela, que sería conveniente llevar a su hermano Rafael, que está algo neurasténico, a París para que lo viera Charcot. «¿Y quién es ese peine?», pregunta Torquemada, malhumorado. Le dicen que sería muy conveniente para él mismo ir a París, pues así «ensancharía el círculo de sus ideas». Lo del círculo lo recogió él con «avidez», dice Galdós; pero rechazando la idea del viaje, responde: «El círculo de mis ideas no es ninguna manga estrecha para que nadie me la ensanche. Cada uno en su círculo, y Dios en el de todos». Le habla luego su cuñada Cruz de la imperiosa necesidad, para un hombre de su importancia, de tener coche propio. Y entre airado y festivo contesta Torquemada: «No me engatusa usted a mí con ese jabón que quiere darme. Seamos justos: yo soy un hombre humilde, no una entidad, como usted dice. Fuera entidades y biblias... Con esa mónita, lo que hace usted es dar pábulo a los gastos». Y cuando su mujer, en la misma charla de sobremesa, le dice que no habrá más remedio que invitar a ciertas distinguidas personas que ellos conocen, replica: «No pongo en duda su distinguiduría; pero profeso el principio de que cada quisque debe comer en su casa» (1028-1030).

En otra ocasión Fidela le habla de rescatar el título de Marquesa de San Eloy, que le corresponde a ella, y por lo tanto él sería marqués; mas para eso habría que pagar cuantiosos derechos, «lo que se llama medias anatas...» Y el avaro, viendo el golpe que le cae encima, furioso grita «¡Medias verdes, y medias coloradas, y el pindongo calcetín de la biblia en verso!... ¡Y que yo pague!...» (1071).

Pues bien, con la misma furia que ante los gastos se enfrenta él a la muerte. Pero en cuanto a la muerte, desde ahora hay que decir que no está obsedido por ella. Torquemada no es un agonista. Como la mayoría de los mortales, no piensa en la muerte, conscientemente al menos, sino cuando ésta se acerca o toca a alguno de aquellos a quienes él realmente ama. Todo en él, a este respecto, es bastante natural; sólo que sus reacciones por lo exageradas, por la tosca forma que presentan, por ser él quien es, resultan cómicas. Lo que piensa y siente en esas ocasiones parece una caricatura de lo que todos pensamos y sentimos en situaciones análogas. Pero esto no quiere decir que esas exageradas reacciones suyas resulten falsas: están muy de acuerdo con su carácter. Torquemada lo que hace, en suma, es gritar muy claramente lo que otros sólo dicen de un modo oscuro y a media voz.

Muchos ante la muerte sienten rebeldía, o buscan consuelo o dudan, o quisieran comprar la gloria o la salud; pero no en forma tan cruda como él lo hace. En la mayoría, por buenas maneras, por temor al ridículo, por pudor, o simplemente por entontecimiento, por incapacidad de expresar con vigor ciertos sentimientos, la actitud ante la muerte, aunque análoga a la de Torquemada, resulta gris, desvaída. Ahora bien si Galdós hubiera intentado pintar esta actitud humana corriente, el resultado tal vez habría sido también gris. Decir que a tal o cual persona, como a todos, la idea de morirse no le hacía en el fondo ninguna gracia, no hubiera sido una gran novedad. Claro es que para mostrar ciertas   —48→   actitudes humanas ante la muerte, destacando estas, hubiera podido también haber creado no un personaje gris, un cualquiera, sino un personaje grandioso, clamante y literario, agónico y unamunesco. Pero éste no era el método de Galdós, que se especializaba en crear personajes vivos. Lo que hace, pues, es crear un ser vulgar, vulgarísimo por sus modales, y muy vivo, pero que ante la muerte tiene reacciones fuertes, violentas. Lo que hace así, con ese personaje, es presentar como amplificadas actitudes muy comunes. Lo cómico es la gran franqueza y el lenguaje con que Torquemada se expresa. Pero la comicidad no quita la tragedia, al contrario, la realza. Gracias a lo cómico contemplamos el problema a cierta distancia, sin sentimentalismo. Y nos reímos de lo que dice, pero le comprendemos perfectamente; nos identificamos con él, y sentimos en medio de la risa como un leve estremecimiento de horror. Pocas obras hay como ésta, tan graciosas y que de tal modo nos enfrenten con la realidad de la muerte. El drama del hombre ante lo inexorable de su destino aparece puesto de relieve gracias, precisamente, a ese carácter cómico que es el usurero Torquemada; pero fijándonos ahora en lo literario y no ya en lo filosófico, podemos también ver que, a la inversa, ese carácter tan gracioso y vivo se engrandece enormemente, al principio y al final de la obra, al encontrarse de pronto ante la inminente desaparición de esos que ama, o ante el gran peligro de su propia, inminente desaparición.

Veamos como ocurre ese enfrentamiento, empezando por Torquemada en la hoguera. Bailón le había dicho que es «aquí», en esta tierra, donde «pagamos tarde o temprano todas las que hemos hecho» (914). El viudo Torquemada hubiera olvidado quizás esto, pero al ponerse enfermo su hijo comienza a sospechar y temer que el cielo va a castigarle por haber él apretado demasiado a sus acreedores. Comienza, pues, para remediar el mal, a hacer obras de caridad, a ser generoso; aunque todo ello con cierta prudencia: al salir a repartir monedas, se asegura que éstas sean de calderilla, y cuando con un gesto magnánimo se decide a dar a un pobre su capa, no lo hace sin antes haber ido a su casa para cambiar la nueva, que es la que llevaba puesta, por otra vieja que tema arrinconada. Pero no negaremos que, alguna vez, tiene rasgos que para él son realmente extraordinarios. Y que llega a enternecerse cuando, agradecidos, le abrazan Isidora y su amante tísico. Muy sinceramente el avaro gime entonces: compadézcanme, que yo también lo necesito» (928).

Cada vez se va convenciendo más de que, como él dice, «en las obras de misericordia está todo el intríngulis» (921). Se va sintiendo aliviado: «¡Vaya, que es bueno ser bueno!...» (930). Y por el hecho mismo de pensar que la causa del mal debe de estar en sus acciones pasadas, no cabe duda que tiene algún sentimiento de culpa. Pero no tiene verdadero remordimiento ni propósito de enmienda. Tiene temor, pero le falta compunción. No se pliega a la voluntad divina, no se pone en las manos de Dios; y mucho menos logra, ni siquiera en esos momentos que ve la muerte de cerca, situándose en lo alto, mirando desde lo eterno, considerar lo terrenal como algo insignificante y pasajero. Esto, aunque difícil, hubiera sido lo realmente cristiano. Pero el sentimiento católico de Torquemada, como dice Galdós, «no había sido nunca muy vivo» (914). En vez de considerar las cosas de la tierra desde el punto de vista   —49→   de los valores celestiales, lo que él hace, por el contrario, es mirar hacia lo divino con su mentalidad de hombre de negocios. Lo que quiere Torquemada, en suma, es comprar, con pesetas, el favor de Dios. Algo que tal vez también hacen algunas damas de algunas juntas benéficas, aunque no tan descaradamente. Dice a su hija Rufina, al informar a esta de sus decisiones y de los resultados que espera conseguir: «acciones cristianas habrá, cueste lo que cueste... Bien sabe Dios que esa es mi voluntad, bien lo sabe... No salgamos después con la peripecia de que no lo sabía...» (921).

Poco antes de decir esto, cuando tras haber repartido algunas monedas volvía a su casa angustiado, miró al cielo, cosa rara en él. «¡Cuantísimas estrellas!» Y dice Galdós, explicando lo que entonces el pobre hombre sintió: «Lo que más suspendía el ánimo del tacaño era la idea de que todo aquel cielo estuviese indiferente a su gran dolor, o mas bien ignorante de él» (921).

Al morir luego su hijo, quizás él volvió a mirar, o recordó aquel cielo indiferente. En todo caso en algo muy parecido pensaba cuando dijo a los amigos que venían a darle el pésame: «Está visto: lo mismo da que usted se vuelva santo, que se vuelva usted Judas, para el caso de que le escuchen y le tengan misericordia» (935). Y al terminar Torquemada en la hoguera dice él a la vieja que le reprocha estar preparándose, al día siguiente del entierro, para continuar con sus negocios de usura: «yo me sé cuanto hay que saber de tejas abajo y aun de tejas arriba, ¡puñales! Ya sé que me vas a salir con el materialismo de la misericordia... La misericordia que yo tenga, ¡puñales!, que me la claven en la frente» (936).

Este propósito de no tener piedad, ya que de nada sirve, es bien natural en él; aunque claro es que, moralmente, no está en modo alguno justificado. Él en verdad se propone tan solo hacer lo que ya antes había estado haciendo. Y es que es duro de corazón con los que no ama, con casi todos, lo cual es su mayor pecado. Bailón, u otro filósofo naturalista cualquiera, podría haberle dicho que aunque el cielo no escuche y aunque la piedad no sirva para nada tangible, no por eso hemos de dejar de tener caridad, compasión de los que sufren a nuestro lado.

El volumen siguiente, Torquemada en la cruz, escrito cuatro años más tarde, trata de las hermanas Águila y del hermano ciego, aristócratas arruinados, y del casamiento de Torquemada, al final, con la Águila menor. Esto ocurre años después de la muerte de Valentín. El tema ese de la unión de las clases aristocrática y plebeya, ya lo había tocado Galdós poco antes en La loca de la casa. El ciego Rafael, el Águila varón, tiene quizás un amor algo incestuoso hacia su hermana Fidela, como ya señaló Gullón, y es un personaje muy interesante. Pero en cuanto al asunto de Torquemada y la muerte, sólo hay que señalar esos extraños monólogos que en las noches, a solas en su cuarto, tiene Torquemada frente al retrato de su hijo Valentín. En un estado algo sonambúlico, realizando silenciosos ritos frente a lo que él considera altar, el avaro es a esas horas un ser completamente distinto al que vemos de día. Una noche, con aquel «lenguaje que era rapidísima transmisión de ojos a ojos», el niño le habla y dice que va a volver a nacer. Esto no es del todo sorprendente ya que por esos días es cuando Torquemada empieza a pensar seriamente en casarse de nuevo.   —50→   «Estoy tan chiquitín, que no me encuentro», dice el niño. «No tengo más que el alma, y abulto menos que un grano de arroz». Y entonces en una escena algo surrealista, mientras Torquemada, que se ha arrojado de la cama, a oscuras «se arrastraba a gatas» por el suelo, murmura: «Tu mamá no aparece. La traía yo en el bolsillo, y se me ha escapado. Puede que esté dentro de la caja de fósforos» (967-968).

En Torquemada en el purgatorio se trata del vertiginoso ascenso del antiguo usurero hacia las altas cumbres del mundo de las Finanzas. El personaje adquiere en ocasiones un valor algo simbólico, y como suele ocurrir en tales casos, resulta a veces algo borroso. Representa quizás aquí Torquemada -representa, esa palabra tan amada por algunos críticos- el ascenso de la burguesía, el triunfo de los negocios y el eclipse final de la aristocracia. Rafael, aristócrata decadente, se suicida entre otras razones al descubrir que, como dice al final, la monarquía es «una fórmula vana; la aristocracia, una sombra. En su lugar reina y gobierna la dinastía de los Torquemadas» (1110). Pero esto aquí no nos interesa. Hay que decir, sin embargo, que el personaje Torquemada resulta en este volumen simbólico y borroso sólo cuando se alude, sin que veamos de cerca la cosa, a operaciones financieras y a entrevistas con altos personajes. En casa, que es donde generalmente le vemos, defendiendo la peseta frente a los embates de su cuñada que le domina, oyéndole hablar, resulta como siempre vivísimo. Y es que entonces Torquemada simplemente es, y no representa nada.

En Torquemada y San Pedro, años después, vemos a la familia del rico marqués de San Eloy, el viejo Torquemada, muy entristecida en el palacio grandioso en que habita. No hay ya grandes reuniones ni fiestas en la casa. Torquemada y su mujer están algo enfermos. Cruz muy decaída. Y todos tienen la pena de ver que el nuevo Valentín, el heredero, en vez de ser un genio como esperaba el padre, es un pobre anormal, un pequeño monstruo.

Casi de repente, sin causa visible, la mujer de Torquemada, Fidela la marquesa, se encuentra a las puertas de la muerte. El financiero siente temor y pena casi tan grandes como sintió cuando cayó enfermo el prodigioso primer Valentín. Pero esta vez no se siente culpable. Nada puede hacer. Cree que es inútil implorar al Altísimo. Pero no por ello se conforma, ni mucho menos, con la muerte que espera. Mira hacia lo alto con furia. En su cuarto, solo, paseando como una fiera, se pregunta: «¿Es esto justo? ¿Es esto misericordioso y divino?... ¡Divino! Vaya unas divinidades que se gastan por arriba... Tengamos dignidad. ¿Y qué es el rezo más que una adulación; verbigracia, besar el palo que nos desloma?» Un momento le pasa por la cabeza la idea de rezar, sin embargo, pero la rechaza pronto: «Yo... al fin y al cabo... rezaría si fuese preciso, si supiera que había de encontrar piedad; pero... como si lo viera... ¡piedad!... ¡Anda y que te adulen otros! No es uno un pelagatos, no es uno un cualquiera, no es uno un mariquita...» (1144).

Esta falta de resignación, esta rebeldía, no es cosa nada nueva en él. Conformarse ya que no hay otro remedio, será lo razonable, pero no es lo que hace Torquemada. Y la verdad es que la mayoría de las personas, en el fondo, quizás no se conforman, aunque otra cosa pretendan. Ante la muerte, como Torquemada dice, «no es cosa de conformarse así, a lo bóbilis, bóbilis» (1140).

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Tal inútil y obstinado desafío tiene algo de grandioso. Piensa uno en Prometeo. Y en Prometeo pensó Galdós. Nos dice que habiendo dejado Torquemada la habitación en que estaba, salió hacia la galería, impaciente, angustiado, esperando ver llegar de un momento a otro al clérigo Gamborena anunciándole la muerte de Fidela; y que entonces, en el fondo de esa «dorada cavidad» donde estaban los valiosos cuadros, «vio una figura enorme... un lienzo de Rubens, que a don Francisco le resultaba la cosa más cargante del mundo, un tío muy feo y muy bruto, amarrado a una peña. Decían que era Prometeo, un punto de la antigüedad mitológica» (1145).

La ironía está, claro es, en que ese «tío muy feo y muy bruto», que tanto desagradaba al marqués, expresaba su propio desafío, su falta de humildad, su rebeldía frente a los dioses.

Muerta ya Fidela, Torquemada se limita a repetir: «No hay consuelo ni puede haberlo... El consuelo es un mito». Y como se le incita a acatar la voluntad divina, él parece ceder. Pero dos veces se equivoca, a propósito o no, muy significativamente, al decir: «Ataquemos, digo, acatemos los designios...» (1149).

Poco después se pone enfermo y se agrava pronto el propio Torquemada. Y entonces empieza la lucha con el clérigo que quiere salvar su alma. Torquemada va cediendo, porque, como él dice: «La duda me pica y, francamente, duda uno sin sospecharlo, sin quererlo. ¿Por qué duda uno? Pues porque existe, ea». Pero plantea el problema de su salvación, otra vez, como verdadero «negocio». Quiere que ése a quien él llama San Pedro le «garantice» los resultados, porque, razona: «sería muy triste, señor misionero de mis entretelas, que yo diera mi capital y que luego resultara que no había tales puertas ni tal gloria, ni Cristo que lo fundó...» (1157).

Quiere él estar seguro de salvar su alma, si llega la ocasión; pero mientras tanto lo que quiere él conseguir es salvarse de la muerte, curarse, vivir. Y cuando Gamborena, viéndole más grave de lo que él cree, le aconseja «ponerse en lo peor» y «prepararse para mejor vida», arrepintiéndose a tiempo, se arrita y entre otras cosas le dice: «no me opongo, en principio, se entiende. Pero aún no, ¡ñales!, y guárdese usted sus responsos para cuando se los pidan» (1162). Hay momentos cuando empeora en que, abatido, siente miedo, aunque lo disimula; pero cuando se alivia un poco no hace sino pensar en una gigantesca operación financiera que se le ha ocurrido: la conversión de la Deuda Exterior del país.

Un día parece haberse en él realizado ese cambio de actitud, ese «movimiento espontáneo del corazón» que el padre Gamborena esperaba, pues no sólo deja en su testamento mucho dinero para limosnas, sino que declara tener fe y estar «muy contento de ser buen cristiano»; y dice rotundamente: «Sea lo que Él quiera, y cúmplase su voluntad». Ya puede, al fin, respirar el clérigo. Pero pronto se descubre que lo que sucede es que, sintiéndose ese día mucho mejor, está convencido, como pronto declara, que «la voluntad de Dios es ahora que yo viva» (1186-1187).

Al empeorar luego de nuevo, se revuelve furioso contra el clérigo, como ya al principio vimos. Y Gamborena, comprendiendo que «mientras tenga esperanza de conservarse en sí, como es, no se conformará con la muerte», decide arrancarle   —52→   de una vez toda esperanza, para lograr que se arrepienta, y le dice con toda claridad que ha llegado su última hora y que es «urgente prepararse» (1193). El efecto fue terrible, pero Torquemada no respondió nada. Pronto entró en una especie de delirio, y de ahí pasó a la agonía. Pronunció algunas frases incoherentes, pero claramente se entendió que decía, además de «alma», la palabra «Exterior», referente sin duda a la Deuda. Y así cuando minutos antes de expirar pronunció su ultima palabra, «Conversión», nadie supo con seguridad a qué carta quedarse. «¿Es la de su alma o la de la Deuda?», pregunta finalmente el sacerdote San Pedro. Un chiste este de Galdós, cierto es; pero que se justifica por todo lo que precede.

Vemos pues que, por raro que parezca, este personaje Torquemada tiene más de un punto de contacto con el sabio y famoso rector de Salamanca. Se parece a él en lo que, en mi opinión al menos, es lo verdaderamente grande en Unamuno: su descaro al proclamar que no quería morirse, su completa falta de resignación. «¿Qué entiende usted por salvarse?», le pregunta hacia el final de la obra Gamborena a Torquemada. Y éste, sin dudarlo un momento, responde, como lo hubiera hecho Unamuno: «Vivir» (1193).

Pero si Torquemada recuerda a Unamuno, a quien recuerda Galdós con su estupenda obra, como otras veces, es a Cervantes. Es cervantesco, por ejemplo, el comienzo de Torquemada en el purgatorio, donde se habla de «cronistas» que historiaron la vida del financiero, y de lo que estos no dijeron. Más importante y más cervantesco aún, como ocurre en muchas de las mejores novelas de Galdós, es el modo de contar, el punto de vista del narrador, que habla como si estuviera entre sus personajes y con el lenguaje de ellos; describiendo con exactitud, pero permitiéndose burlones juicios y comentarios. A menudo Galdós califica de «bestia» o «animal» a Torquemada. Una dureza aparente esta que queda, como en Cervantes, ampliamente compensada por una mirada llena de ternura, comprensiva y amorosa, hacia el carácter que está creando. Pero lo más cervantino en esta obra es desde luego el humor, y sobre todo esa fina mezcla de lo cómico y lo trágico. Incluso al final, la dudosa conversión de Torquemada recuerda la dudosa vuelta a la razón de Don Quijote.

Lo que yo no puedo ver en esta Obra, aunque sea del período «espiritualista», es ascensión alguna de la Materia hacia el Espíritu, con mayúsculas. Galdós pinta una realidad; un hombre que esta en la tierra, y muy apegado a ella, y que no asciende a ninguna parte. Lo que sucede es que una parte de la realidad, de la total realidad del hombre, es su espíritu. En este caso, una parte de la realidad de ese avaro, tan materialista, es darse cuenta, en ocasiones, de lo que la muerte significa -la muerte de aquellos a quienes él ama, y la suya propia-; darse cuenta de la situación trágica del hombre, y no conformarse con ello.

Universidad de Wisconsin



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