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ArribaAbajoTorquemada: hombre-masa

Peter G. Earle


Quien lee a fondo las Novelas Contemporáneas llega tarde o temprano a convencerse de que el sentido crítico -tanto en el análisis psicológico particular como en la preocupación ética general- es de una importancia igual o aun mayor que la función observadora dentro de la tradición «realista». Como Balzac, Pérez Galdós es un novelista establecido firmemente en la antesala de la sociología del siglo XX, en el sentido de que su método investigador (la cuidadosa documentación, la experiencia, los contactos personales), y la estructura, los personajes y el estilo dialogado de sus libros apuntan siempre hacia una visión teórica de la vida y la historia. La tradición y la modernidad, el pueblo y la burguesía, la tolerancia y la intolerancia, la caballerosidad y los intereses creados, la religión personalista y el dogmatismo, se hallan en dinámica lucha a través de su obra. Galdós no sólo observaba y creaba. Comprendía las realidades de su tiempo y teorizaba sobre ellas a través de un simbolismo bastante complejo.

Pero creo que esa «comprensión» galdosiana se ha entendido mal. Por la idea de cierta magnanimidad y tolerancia cervantinas se ha querido ver en Galdós una especie de pater familias nacional, cariñoso y algo blando con su ambiente y época, y el intérprete y hasta apologista de una existencia a la vez monótona y pintoresca. En fin, el que todo lo comprende y perdona. Pero es de notar que el idealismo de Galdós -el social y el religioso- lo llevaba a conclusiones singularmente escépticas. Uno de los resultados más memorables de aquel escepticismo ha sido el tragicómico Francisco de Torquemada.

Será mi intento, al seguir en algún detalle la evolución de Torquemada desde su sencillez usurera hasta su enmarañamiento social, señalar algunos antecedentes fundamentales del hombre-masa orteguiano: la subversión de los valores, el derecho de la vulgaridad, la fe en el especialismo, el triunfo del mediocre (Torquemada) sobre el selecto (Rafael del Águila). Las diferencias de actitud de temperamento y de técnica entre el novelista y el ensayista son innegables.79 Pero no por eso deja de ser la enorme caricatura de Galdós un extraño augurio del diagnóstico cuidadoso y objetivo de Ortega. El personaje Torquemada también es concepto; el concepto hombre-masa («señorito satisfecho», «novísimo bárbaro», «niño mimado» de la sociedad) también es personaje. Finalmente, notaremos, al comentar el desarrollo novelístico de Torquemada, la paradoja de una transformación circunstancial (el usurero primitivo convertido en un hombre representativo del siglo XIX) al lado de un absoluto estancamiento espiritual.

Como el personaje más ampliamente desarrollado del inmenso mundo galdosiano, Francisco de Torquemada resulta ser mucho más que un usurero pintoresco y aun más que un hombre de su tiempo. El novelista elaboró en él no sólo un caso de tacañería monumental sino, entre todos sus personajes, el ejemplo culminante del mal gusto y de la desolación espiritual. La vulgaridad de   —30→   Torquemada es de proporciones tales que el personaje se sale forzosamente de los límites de su propia individualidad, arrastrando en la corriente de su materialismo a toda una sociedad. Sin querer o sin saber reconocer el genio imaginativo de Galdós, Miguel de Unamuno sí supo -a la hora de la muerte del novelista en 1920- ver en su obra un rasgo ético que no ha sido comentado con suficiente detalle. Me refiero a ese sentido de crisis moral, en parte acumulativo y tradicional, en parte iniciativo y profético, que Galdós como auténtico precursor de la Generación de 1898 lograba infundir a sus mejores obras, y que Unamuno casi a regañadientes admiraba:

En la obra de Galdós, como en espejo fidelísimo, se retrata la pavorosa oquedad de espíritu de nuestra mal llamada clase media que ni es media ni es apenas clase. Su Torquemada es un símbolo, y otro símbolo el Amigo Manso. La vida, triste, de una desolación íntima trágica y de una frivolidad agorera, de los pequeños empleados, tal como se puede ver en la obra novelesca galdosiana, nos explica la tragicomedia mansa de la España de hoy, tragicomedia de charca ponzoñosa. Si leyendo la obra novelesca de Dostoyuski [sic] se comprende el huracán de pasiones desenfrenadas que está amasando, con barro hecho con sangre y alcohol y bilis, la Rusia de mañana, del mismo modo, leyendo la de Galdós nos daremos cuenta del bochorno que pesa sobre la España en que él ha muerto, del bochorno de una anarquía de modorra.80



Descartando lo que hubiera de antagonismo personal en esta valorización, antagonismo, es decir, de Unamuno frente a la política española de 1920, pensemos en la calidad profética que don Miguel encuentra en las novelas de Galdós, y también en la elección de Torquemada (que se alimenta del lucro) y Máximo Manso (que se alimenta de las abstracciones) como símbolos dispares del último cuarto del siglo XIX.

En los cuatro libros en que actúa Torquemada de protagonista se nos presenta una España decadente y poco consciente de su propio ser.81 Lo significativo de Torquemada no se limita a su propia personalidad, que de por si es única e inolvidable, sino que se extiende a la sociedad entera. Lo asombroso no consiste, como quiere Menéndez Pelayo, en «la espantable anatomía de la avaricia» sino en la instrumentalidad de su persona para todos los que llegan a aprovecharse de sus flaquezas morales. Ya en las primeras páginas de Torquemada en la hoguera Galdós nos advierte que Torquemada no era un usurero para quien la posesión en sí constituyera un placer. No era de los «místicos o metafísicos de la usura». Con Francisco de Torquemada (tal vez el nuevo rico más espectacular de toda la literatura occidental) la usura se convierte en positivista, porque Torquemada, como dice Galdós, «no pudo eximirse de la influencia de esta segunda mitad del siglo XIX, que casi ha hecho una religión de las materialidades decorosas de la existencia».82


I. Hacia una teoría de la mediocridad

En verdad los personajes más memorables de Pérez Galdós son los que se manifiestan como hijos agonizantes (o inconscientes también) del nuevo materialismo madrileño de la Restauración y la Regencia. El problema mayor -sea por razones del hambre, de la dignidad propia, o de la salvación espiritual- se presenta repetidas veces en alguna forma de la cuestión económica,   —31→   pues en aquella época todo, desde las cuestiones de honor hasta la caridad cristiana, parece inseparable del conjunto de «materialidades» a que se refiere en el capítulo segundo de Torquemada en la hoguera. Como el español ejemplarmente consciente de su siglo, Galdós no era menos idealizador que los más altos representantes de la Generación de 1898. Pero seguía siempre el camino oblicuo de la ironía, y el del escepticismo disfrazado por el sentido cómico. Casi al revés (así como Flaubert, basándose en todo lo mezquino y negativo, nos insinúa a través de Madame Bovary lo que es el amor humano en su más alto sentido), Galdós idealiza silenciosamente entre los escombros morales de su vasto mundo exterior. Desde Doña Perfecta hasta Misericordia predomina el héroe inadaptable a las convenciones de un mundo ya caduco. En sus libros el modo de vivir isabelino sobrevive a Isabel, y Torquemada como paladín de la mediocridad se encuentra con una numerosa compañía. Lo que le impulsa desde su estado casi larval de la usura hasta las alturas de senador y marqués no es tanto su fuerza individual de voluntad como la colaboración progresivamente más intensa de la gente en torno suyo. Al principio Don Francisco, «la cara y las manos sin lavar, rascándose a cada instante en brazos y piernas», no tiene por socio sino a doña Silvia, su primera mujer, que sale en los negocios en «unas botas viejas de su marido» (OC, V, 908). Después le ayuda doña Lupe la tía de Maxi Rubín («la Magnífica»; en colaboración con «el Peor»), y el diabólico sacerdote exclaustrado don José Bailón, que convierte a Dios en «la Humanidad». Luego viene Cruz del Águila, que será su cuñada y directora social y financiera, con José Ruiz Donoso, burócrata astuto, y finalmente, los pudientes comerciales y administrativos de media España.

Pero así como a Torquemada nunca le faltaba colaboración, tampoco escaseaban en las Novelas contemporáneas personajes complementarios, gente de vidas opacas y mezquinas ambiciones que habían de contribuir su parte a la nueva era del hombre común.

Uno de estos «complementarios» es el otro don Francisco, el de Bringas. Moderado en todo, «su flaco era -se nos dice al principio de Tormento- cierta manía nobiliaria» (OC, IV, 1459). Este primer Francisco no llegaba a la agresividad del señorito satisfecho orteguiano. Carecía de ambiciones y vicios y llevaba en su talle y fisonomía del gran Thiers todos los aires de un hombre metódico. Pero, dice Galdós, «faltábale lo que distingue al hombre superior que sabe hacer la historia y escribirla». Era el hombre común «que ha nacido para componer una cerradura y clavar una alfombra» (OC, IV, 1461). La de Bringas se sitúa en el ambiente de la crisis palaciega de 1868, ambiente establecido en torno al extraño mausoleo de pelos confeccionado por Bringas y descrito -como sólo Galdós sabe describir tales cosas- en las primeras páginas del libro. Es el «artificio sepulcral» que parece ser el museo histórico de tradiciones y modos de vivir ya decrépitos; y Bringas, historiador sin visión histórica, que real y simbólicamente se ciega a sí mismo en el mismo proceso de historiador, y que es, por supuesto, tacaño empedernido, antecede y complementa a Francisco de Torquemada. Bringas y Torquemada representan respectivamente los estados pasivo y activo del hombre burgués del último tercio del siglo XIX, pero constituyen además una evolución cómica desde la endeble aunque ostentosa respetabilidad   —32→   del primero hasta la primitiva y plebeya agresividad del segundo; es decir, desde el simple parásito de palacio hasta el monstruo capitalista.

Torquemada, Bringas, el deshumanizado burócrata Pantoja de Miau (en cuyo cerebro «dormía cierto comunismo de que él no se daba cuenta» y cuya cara revelaba «cierta inercia espiritual», OC, V, 614 y 613) son tres de los monumentos galdosianos de la mediocridad. Con otros personajes de la misma índole subrayan estos la preocupación constante y general de Galdós por una nivelación subversiva de los valores, en la vida pública como en la particular (recuérdese el desdén de Pantoja a los «particulares», es decir, a todo personalismo y a todo individuo con criterio propio). Es la época -si hemos de aceptar el vibrante testimonio de Nietzsche (que publicaba su Genealogía de la moral en 1887)- del «rebajamiento y nivelación del hombre europeo». Aunque Galdós no seguía al moralista alemán en atribuir las flaquezas del hombre moderno a la ética cristiana, me parece innegable que compartía con él la idea de que la civilización cristiana estaba en la segunda mitad del siglo XIX en plena decadencia. También me parece que en sus palabras, pensamientos, actos y gestos Bringas, Pantoja y Torquemada -ciego cada uno a su modo- encarnan ese terrible «cansancio del hombre» que según Nietzsche es la tragedia mayor de la humanidad. Como Galdós, Nietzsche comprende lo paradójico de este hecho; es decir, él ve que entre progreso material y caducidad espiritual no se le considera al hombre como un valor en sí. El hombre parece «mejorarse» cuando en realidad solo se deshumaniza, convirtiéndose en hombre-masa. Citemos a Nietzsche:

In the dwarfing and leveling of the European man lurks our greatest peril, for it is in this outlook which fatigues -we see today nothing which wishes to be greater, we surmise that the process is always still backwards, still backwards towards something more attenuated, more inoffensive, more cunning, more comfortable, more mediocre, more indifferent, more Chinese, more Christian. Man, there is no doubt about it, grows always «better» -the destiny of Europe lies even in this- that in losing the fear of man, we have lost also the hope in man, yea, the will to be man. The sight of man now fatigues. What is present-day Nihilism if it is not that? -We are tired of man.83



En sus ámbitos predilectos de oficina, hogar y calle, Pantoja, Bringas y Torquemada forman una trinidad de ordinariez. Y había en ellos, como decía Baroja de su héroe suicida Andrés Hurtado en la última frase de El árbol de la ciencia, «algo de precursor», pero sin la ambigüedad que rodeaba el triste fin de este último. Ortega y Gasset nunca llegaría a reconocerlo, pero Torquemada fue uno de los abuelos del hombre-masa del siglo XX.




II. El Torquemada constante: el primitivo

Galdós se refiere en Fortunata y Jacinta a «toda la parte del siglo XIX que duró la larguísima existencia usurera de don Francisco Torquemada» (OC, V, 196). Aquí y en otras partes se subraya la larga duración de Torquemada, cuya vida profesional parece abarcar desde 1851 (cuando se estableció con dinero heredado por su mujer doña Silvia) hasta su muerte casi medio siglo después: tiempo suficiente para que Galdós hable de la «tercera fase» positivista de la evolución social de su héroe (en Torquemada en el purgatorio).84 El hecho de   —33→   que Galdós haya puesto una nota al comienzo de Torquemada en la cruz (1893) indicando como «antecedentes» a Fortunata y Jacinta y a Torquemada en la hoguera y de que llame Torquemada y San Pedro (1895) el «tercero y último de la serie» le hace pensar a Joaquín Casalduero que los tres últimos volúmenes forman «una novela completamente independiente de Torquemada en la hoguera»85; pero yo no creo que los hechos literarios puedan reducirse a estas mínimas formalidades.

Es verdad que forman los tres últimos libros una historia unida y continua. No es verdad, sin embargo, que forman «una novela completamente independiente». Hay, por ejemplo, dos personajes de Torquemada en la hoguera que «renacen» después, y su muy significativa actuación al principio y al fin sigue una estructura que se podría llamar simétrica. La figura de San Pedro se duplica en el limosnero a quien Torquemada regala su capa -la usada, no la buena- (OC, V, 921) en Torquemada en la hoguera, y en el Padre Gamborena del último tomo. Ya en vísperas de la muerte Torquemada le cuenta a su consejero espiritual el episodio pasado de la capa y, después de comentar la igualdad de fisonomías entre el limosnero y el sacerdote, reúne a los dos en una sola figura, diciendo: «Mi San Pedro era usted». Y Gamborena, que le ofrece a Don Francisco la posibilidad de salvarse sólo a base de un arrepentimiento sincero y una caridad espléndida, confirma la coincidencia de identidades: «Tenemos que repetir lo de la capa, quiero decir, que yo se lo pido a usted otra vez».86

El segundo y más importante de los personajes continuos es Valentín. El Valentín de Torquemada en la hoguera sólo se completa con el Valentín de los tres libros que siguen, y éste no tiene sentido sino completando a aquél. El niño-prodigio de Torquemada en la hoguera, «el monstruo de la edad presente» para los maestros y sabios (OC, V, 911), «Cristo niño entre los doctores» (OC, V, 912), pasa a ocupar después de su prematura muerte un altar que el padre le prepara en Torquemada en la cruz.87 Y para que esta «divinidad» -la única que admite el usurero en su casa y en su fe- tenga efecto vital, Galdós le hace comunicarse con Don Francisco por las noches. En una de estas «séances», que para Torquemada eran «como decir misa», Valentín expresa el deseo de resucitar (OC, V, 967). En efecto, en la Segunda Parte de Torquemada en el purgatorio nace el segundo Valentín («otro Valentín, en una palabra, el mismo Valentín bajo su propio aspecto», al decir de su orgulloso padre) y nada menos que en la Noche Buena: «nuestro Redentor», «el Mesías prometido» (OC, V, 1076-77). Pero este Mesías, para Torquemada el esperado maestro y guía en un hermoso mundo de números y monedas, resulta ser un perfecto idiota. Parecido en lo cabezón al primer Valentín, pero además patizambo y con orejas que le cuelgan «como las de una liebre», los dientes afilados y una boca salivosa que nunca llegara a formar palabras. Es el Heredero, último fruto de una evolución que parece haberse desarrollado al revés, en grotesca parodia del proceso positivista. En efecto, Valentín traza el verdadero camino espiritual (no intentaré decir «de perfección») de Francisco de Torquemada, hombre que al asimilar ciertos refinamientos exteriores para poder coexistir con la familia del Águila y con la sociedad, se hunde cada día más en el fango de su propia vulgaridad.

No es sólo por la imagen de San Pedro y la del Niño Mesías que los cuatro   —34→   tomos de Torquemada constituyen una historia unida e indivisible. Son en algunos aspectos cuatro movimientos sinfónicos. De tempo vivo y rápido, Torquemada en la hoguera contiene en forma concentrada los elementos principales de los libros subsiguientes. Torquemada en la cruz como segundo movimiento es relativamente lento (andante), marcando el comienzo de la tambaleante elevación social de Torquemada. Torquemada en el purgatorio, el clímax, es el movimiento de baile alegre que culmina en el gracioso discurso del protagonista, en la doble coronación de marqués y senador, y en el mesiánico nacer del segundo Valentín. En Torquemada y San Pedro, el movimiento final, todo acaba de modo absoluto e inequívoco: la muerte de Fidela, el pavoroso embrutecimiento del Valentín resucitado, la crisis gástrica y progresiva neurosis de Torquemada, el total estancamiento religioso-moral de éste en los últimos e inútiles diálogos con el Padre Gamborena, la muerte. Torquemada y San Pedro es el rondo tragicómico que repite y concluye todo lo anterior. Aunque fue escrito cuatro años antes de Torquemada en la cruz y con una rapidez ya legendaria, Torquemada en la hoguera -por la cuidadosa estructuración posterior de los tres libros de la supuesta trilogía- queda perfectamente integrada en el todo. Como típico primer movimiento «clásico» presenta en forma abreviada los motivos y temas que habrán de desarrollarse y repetirse después. Uno de los más constantes es el ya comentado Valentín, compañero proteico del protagonista en los cuatro libros. Pero hay otros motivos importantes que se repiten con variaciones:

1) La tía Roma en su indignado resumen de la tacañería y animalidad de Torquemada durante más de veinte años de matrimonio con doña Silvia, y en su consejo final («Mala muerte va usted a tener, condenado de Dios, si no se enmienda»), hace esencialmente el mismo papel del Padre Gamborena, porque los dos, a su modo, tratan de salvar a Torquemada, llamándolo al arrepentimiento. Torquemada, claro, no entiende ni a la criada ni al sacerdote.

2) La capa. Así como intenta comprar la misericordia divina suficiente para la salvación de Valentín, «regateando» su precio con la capa de segunda mano y con las pinturas que se lleva de la casa de Martín e Isidora, Torquemada trata de asegurar su propia salvación en la tercera y ultima parte de Torquemada y San Pedro. De nuevo quiere emplear «la capa» que ahora es su inmensa fortuna. Su posible salvación no pasa de ser un trato comercial. Otra vez se echa atrás, ofreciendo sólo «una cosa prudencial, verbigracia, un chaleco en buen uso» (OC, V, 1191). Ningún valor le es comprensible. Numerosas veces a través de esta tercera parte de Torquemada y San Pedro se destaca el terror, la desconfianza y el ciego egoísmo del moribundo. Reducido a sus elementos más primitivos, el dinámico hombre-masa del libro anterior no es más ahora que un triste espectáculo del instinto puro que ha sido prefigurado en las grotescas descripciones del segundo Valentín. Sólo habla la voz del instinto puro: «-¿Qué entiende usted por salvarse?» le pregunta Gamborena ya cerca del fin. «-Vivir» es lo único que sabe contestar Torquemada (OC, V, 1193).

3) Don José Bailón, a quien llama Ángel del Río «cruel caricatura del progresismo»,88 es el primer maestro de Torquemada en materialismo,89 el que le introduce a un modo dogmático de pensar ante el mundo y el más allá. José Bailón, su primer director espiritual, un exclaustrado empedernido librepensador   —35→   sin la capacidad de pensar, anticipa al José Donoso de Torquemada en la cruz y al Morentín y al Zárate de Torquemada en el purgatorio, pues tiene como ellos la facilidad de deslumbrar a su rudo discípulo con unas cuantas simplezas.90 Lo único que logra sacar de los confusos panfletos y arengas de Bailón es la fórmula Dios es la Humanidad (OC, V, 914) y ni eso le queda claro, porque lo revuelve con lo poco que retiene del catecismo de la niñez.91

4) Otro motivo de este «primer movimiento» (Torquemada en la hoguera) que se repite en las demás novelas en el ataque epiléptico o «patatús» que le da a Torquemada pocos instantes antes de morir Valentín (OC, V, 934). Es uno de tantos preludios a su propia muerte (seguido en este primer caso de un «profundo sopor, que a la muerte, por lo quieto, se asemejaba»). El segundo viene al principio de Torquemada en la cruz. Esta vez las convulsiones son de doña Lupe, compañera fiel de Torquemada en la usura, que ahora se halla en «completa quietud de miembros, precursora de la del sepulcro» (OC, V, 937).92 En la muerte de su esposa Fidela (caso que Torquemada califica de injusticia y «envidia» celestiales, pues lo mismo que Valentín, Fidela no lo «merecía») Don Francisco sufre su segundo ataque espasmódico y, finalmente, como remate de la comida memorable en el bodegón de Vallejo, «gruñendo como un cerdo, se retorcía con horrorosas convulsiones» (OC, V, 1173). Con esta comida y sus volcánicos efectos se inicia el proceso final de la muerte que ocupa toda la tercera parte del último libro y que tiene alguna semejanza con el espantoso fin de Iván Ilyich del cuento de Tolstoy, eso es, en la experiencia humillante y desesperante que sufren los dos protagonistas. Aunque al final Ilyich percibe una luz espiritual salvadora y Torquemada no hace más que murmurar su torpe ambigüedad («Conversión») ambas vidas estancadas demuestran -con leve patetismo en el caso de Ilyich, con un ambiente de comedia grotesca en el caso de Torquemada- cómo se ha de acabar la creencia en una existencia material perdurable.

En resumen, los cuatro temas que se repiten a modo de leitmotiv musical son (1) el papel de consejero espiritual desempeñado por la tía Roma y el Padre Gamborena; (2) la imagen y símbolo de la capa; (3) la sucesión de maestros materialistas desde José Bailón hasta Cruz del Águila; (4) los ataques espasmódicos precursores de la muerte. También hemos observado la presencia continua del hijo Valentín (prodigio, fantasma, monstruo) y de la imagen de San Pedro. Estos leitmotivs y estos personajes hacen de los cuatro libros de Torquemada un conjunto simétrico e indivisible.




III. El Torquemada variable: el civilizado

Lo que posiblemente hace que Torquemada en la hoguera y los otros tres libros parezcan dos entidades independientes es la notable diferencia entre el Torquemada relativamente puro de la primera novela y el más complejo e influido de las tres últimas -diferencia ya señalada (nota 89)93 entre el prestamista primitivo y el magnate civilizado. En la primera novela no hay conflicto en lo que se refiere a la circunstancia y carácter de Torquemada. Sufre y agoniza, pero el único resultado de aquel sufrimiento y agonía (en tomo a la muerte de Valentín) es la pérdida de una «posesión» más, si bien la más importante.   —36→   Don Francisco no ha cambiado; eso nos lo recuerda la tía Roma al final. Aquí Galdós fija al personaje en su carácter y tendencias generales, mas no hay evolución. Se nos presenta el prestamista como fuerte individualista en su estado natural, aislado y temido. Los consejos de José Bailón le afectan poco. Torquemada es el simple usurero feroz en la realidad y leyenda de unas cuantas vecindades madrileñas. Es la futura civilización de este hombre primitivo la que le convertirá en hombre-masa.

Pero no hay que perder de vista -años y libros antes de Torquemada en la hoguera- la imagen original de «aquel animal de don Francisco»: imagen netamente religiosa. Casi nada se conoce de él en su primera aparición (El Doctor Centeno, II) pero ya lleva su «tacha de sacristán» (OC. IV, 1398). En La de Bringas y Fortunata y Jacinta se revela en mayor detalle, más o menos sucio y repugnante y siempre en su raro aspecto de figura hierática, de extraña solemnidad. Es el misterioso sacerdote de la concupiscencia económica, formando con el dedo índice y el pulgar el círculo místico que asemeja una moneda. A la afligida Rosalía, mujer de Bringas, se le presenta aquel símbolo «como se ofrece la Hostia a la adoración de los fieles».94 Esta constante función sacerdotal en los préstamos tiene su trascendencia. Eso es, más allá de las tentaciones y necesidades de los deudores, Torquemada se va descubriendo poco a poco como instrumento y ministro de esa «religión de las materialidades de la existencia» tan magistralmente descrita por Galdós. La mayor parte de la sociedad -como vemos en Torquemada en el purgatorio, sobre todo en el pintoresco y aplaudido discurso del banquete- acepta y celebra a Don Francisco. Unos cuantos hombres selectos, entre ellos Maxi Rubín con sus raras dotes espirituales y Rafael del Águila, último paladín de la tradición aristocrática, se oponen enérgicamente al auge del gran plebeyo.95 Nótese que Maxi y Rafael interpretan a Torquemada como una fuerza del porvenir, presagio de un materialismo más desarrollado y precursor de un nuevo espíritu de las masas. Galdós hace funcionar al alucinado y al ciego como profetas.

Desde el principio de Torquemada en la cruz se inicia la metamorfosis definitiva del usurero en figura grande y, simultáneamente, del protagonista activo en agente pasivo. A partir de la muerte de Doña Lupe, Don Francisco abandona la voluntad propia para cumplir con las voluntades ajenas, las de Doña Lupe, Cruz, José Donoso. «Es usted el caracol -le dice Donoso- siempre con la casa a cuestas. Hay que salir, vivir en el mundo» (OC, V, 959). O en otras palabras, comprometerse haciendo la voluntad de otros. Torquemada no tiene intención de comprometerse, pero el tosco «admirador sincero de cualidades que no poseía» empieza a imaginarse como hombre de ciertas posibilidades (OC, V, 942). Se deja llevar. Su futura cuñada, directora financiera y casi esposa (Cruz) soslaya discretamente las primeras impertinencias lingüísticas y sociales y le instruye en materia de respetabilidad. Ya no dirá «mismamente» ni «ojo al Cristo»; no se vestirá de modo sucio y ordinario ni se despedirá de las tertulias tropezando con muebles y puertas. Acabará perdonando réditos, y aceptando por esposa a la que le eligen. Que la metamorfosis es lenta, grotesca y -en el fondo- ilusoria, se comprueba al fin de la novela en la fiesta de bodas. Y sin embargo, aquella misma exhibición de animalidad y mal gusto demuestra más que nada que   —37→   Torquemada está ya totalmente dispuesto a que se haga con él la voluntad de Cruz. Lo que tenemos en este momento crítico de la evolución torquemadiana es la reventazón definitiva de su individualidad puramente usurera,96 digno preludio para la inserción del homo oeconomicus puro y simple en la historia. El día de bodas tiene para Torquemada doble significación, porque en efecto se casa con las dos hermanas. Una (Fidela) es la persona que le habrá de obedecer y mimar. La otra (Cruz) es la sociedad que le habrá de dirigir.

A través de toda su evolución Torquemada se conserva, como auténtico hombre-masa, ignorante de su propia imagen y de sus responsabilidades sociales. En cambio, otros personajes principales -casi en función de coro clásico- perciben y comentan su grotesca condición. Con toda su inocencia de joven dama sentimental Fidela intuye el estado inferior de su futuro marido en un sueno y luego lo relata al mismo Don Francisco (OC, V, 962). En el sueño éste llega con coche propio y lacayo a la casa de los Águila y empieza a subir la escalera, escalera simbólica. Fidela relata el episodio onírico con matices burlescos que Torquemada, por supuesto, no llega a sentir:

No acababa nunca de subir. Yo me asomé a la escalera, y le vi sube que te sube, sin llegar nunca, pues los escalones aumentaban a cientos, a miles, y aquello no concluía. Escalones, siempre escalones... Y usted sudaba la gota gorda... Ya, por último, subía encorvadito, muy encorvadito, sin poder con su cuerpo... y yo le daba ánimos. Se me ocurrió bajar, y el caso es que bajaba, bajaba sin poder llegar hasta usted, pues la escalera se aumentaba para mí bajando como para usted subiendo...



Con esta imagen profética Galdós anticipa el enlace con que se concluye Torquemada en la cruz, matrimonio disparatado pero, como enseña el autor en los últimos tomos, de profundas consecuencias históricas y sociales.

Por otra parte, Rafael del Águila anticipa de modo clarividente lo que su hermana sólo presiente. El «suceso extraordinario» que el «sexto sentido» de Rafael le revela (OC, V, 979) es una alusión al nacimiento del segundo Valentín (o el segundo nacimiento del primer Valentín) en la novela siguiente, hecho que -pensándolo bien- constituye el Apocalipsis de toda la serie, porque en verdad este engendro es la contribución mayor de Francisco de Torquemada a la historia, contribución, claro, mucho mas importante como símbolo que como realidad.

Cruz, tan consciente como Rafael del carácter y condición groseros del protagonista, lo considera en su potencia positiva, convirtiéndolo, en fuerza productiva. En cambio Rafael, aristócrata que se niega a comprometerse, lo rechaza. Don José Donoso, voz del progreso, capitalista moderno, también reconoce y se aprovecha de las capacidades naturales de Torquemada en todo lo financiero y ayuda a dirigirlas. Irónicamente el personaje que menos llega a influir en Torquemada es el Padre Gamborena, sacerdote y misionero que en remotos lugares había podido convertir a la gente primitiva, pero que en el flamante senador y Marqués de San Eloy encuentra el alma más impermeable de todas.

No nos engañemos. Poco importa el hecho de que Gamborena, «San Pedro de acá», no pueda afirmar ni negar la salvación de Torquemada. Seguramente Galdós no ha querido presumir ni comprometerse de modo efectista al final.   —38→   Ni él ni Gamborena han querido deshacer «el hermoso misterio de la existencia humana» (OC, V, 1196): admirable reverencia ante lo desconocido, humildad espiritual no menos digna del alma creyente que de la escéptica. La tarea emprendida por Galdós no fue la de salvar o condenar un alma sino demostrar sus consecuencias históricas, un espíritu ruin. No hay por qué confundirse; la trayectoria de vida abarcada en estos cuatro libros monumentales de la miseria y poquedad espirituales no llega más allá de esa puerta de San Pedro soñada a última hora por el moribundo protagonista, hecha de oro y plata y clavos de diamantes y cubierta de monedas. Galdós se cuida hasta de decirnos que esas monedas no están fundidas «sino claveteadas unas sobre otras o pegadas no se sabía cómo» (OC, V, 1194). En fin, esa puerta de San Pedro no es puerta, sino simple meta amontonada de lucro. La vida de Torquemada no fue más ni menos que la asimilación de la figura tradicional del prestamista por la sociedad moderna y, por otra parte, la formación de un prototipo del hombre-masa de nuestros tiempos.




IV. El Torquemada colectivo, y el derecho a la vulgaridad

«Hay siglos -dice Ortega y Gasset con referencia al XIX- que por no saber renovar sus deseos mueren de satisfacción, como muere el zángano afortunado después del vuelo nupcial».97 Así es como muere, en efecto, Francisco de Torquemada. De satisfacción se revienta: de ahí el simbolismo de la comida en el bodegón de Vallejo, y de todo el malestar digestivo posterior que resulta en su muerte.98 A partir de las bodas al fin de Torquemada en la cruz, o desde el día siguiente cuando Torquemada se despierta del largo y profundo sueño producido por la borrachera, el crudo prestamista ha dejado de existir. Don Francisco, enfrascado en su sociedad adoptiva, ya es otro y ese otro sólo en lo subconsciente parece acordarse del anterior. Persisten las mismas tendencias: la tacañería, el aire de simple materialismo inmundo, el recuerdo -al menos del rito religioso de números y monedas (el altar de Valentín, «las santísimas matemáticas», la rosquilla de los dos dedos, etc.), pero todo esto en segundo plano ya. En sus propias palabras, Torquemada se halla dispuesto al nuevo orden de cosas (OC, V, 1017). La obra de transformación iniciada por Cruz del Águila y José Donoso esta, desde el primer capítulo de Torquemada en el purgatorio, en pleno desarrollo, capítulo en que Galdós mismo se refiere a «los progresos del transformado usurero en el arte de la conversación».99 Todo este libro de «purgatorio», el más vigoroso y movido de los cuatro, trata de la educación social de Torquemada, o bien, su paso por un intensivo proceso civilizador que -como ocurre en todos los casos del hombre-masa en ascenso- lo hará socialmente aceptable y hasta celebrado, sin alterar en lo más mínimo su negativa esencia interior. Rafael del Águila, uno de los grandes personajes teóricos de Galdós, coloca a Torquemada en un futuro desolado. Rafael, que se cree capaz de calcular el porvenir como quien mueve las figuras (i.e., «los hechos pasados») sobre un tablero de ajedrez «conforme a las leyes de la lógica» (OC, V, 1025), es el hombre selecto que a base de un contraste dramático de personalidades pone de relieve la patanería de su cuñado. A través de Rafael, antítesis aristocrática, Galdós describe y define al hombre-masa de su tiempo.

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Como fenómeno ficticio de carne y hueso, Francisco de Torquemada es un precursor del fenómeno histórico de abstracción orteguiano. El suicidio de Rafael es la protesta del mundo ya caduco de la hidalguía española frente al mundo del voraz progresismo. Marca por otra parte la derrota del hombre culto por el hombre-masa.100 Rafael no ve en Torquemada solamente al hombre en bruto, sino también el proceso de una transformación simbólica. «Ese hombre -dice poco tiempo después de la boda- acabará por hablar como las personas».101 Más importante todavía, los cambios sufridos individualmente por Torquemada coincidirán con cambios igualmente significativos en la familia y la sociedad que asimilan y reforman al antiguo usurero:

Al fin seremos todos grotescos, más grotescos que él, pues tú [Cruz] conseguirás retocarle y darle barniz... Digo que la sociedad concluirá por ver en él un hombre de cierto mérito, un tipo de esos que llaman serios, y en nosotros unos pobres cursis, que por hambre hacen el mamarracho...


(OC, V, 1026)                


Es Rafael el que comenta entre risas histéricas la creencia de Torquemada en que puede haber ciertos procedimientos concretos para que los hijos de un matrimonio nazcan científicos en vez de poetas (OC, V, 1039). También es Rafael quien, afligido por los terribles celos que le incita su monstruoso sobrino, reconoce en éste un porvenir opuesto al pasado (ie., Rafael), contraste que parece manifestarse en la transferencia de atenciones y afecto por parte de las hermanas desde Rafael a Valentín.102 Aparte del rencor personal de hermano abandonado, Rafael crea para sí la imagen histórico-social de Valentín, el hombre-masa aumentado en esperpento, la culminación bárbara («un absurdo, un error de la Naturaleza») del proceso evolutivo que ha seguido al enlace Torquemada-Águila, lucha selectivo-natural en que lo noble ha de sucumbir ante lo plebeyo.

Al hablar de Torquemada en su calidad de hombre-masa no pretendo meterlo de una pieza en el molde orteguiano. Pero como figura colectiva del siglo XIX, quien, concretamente, acumula y representa los intereses creados de la clase media española, y quien, hacia el final, se chapuza simbólicamente en la comida orgiástica en el bodegón popular, Torquemada funciona como «muchedumbre» en uno, imponiendo por todas partes «el derecho de la vulgaridad». Poco a poco él sube, a la par que los demás (familia, socios, burócratas, administradores) bajan. Y en el momento de su inolvidable discurso en el que se presenta simultáneamente como negociante, senador, marqués, pater familias y filósofo de la historia, puede decirse que nuestro protagonista experimenta una asombrosa iluminación. Consiste ésta en sentirse por primera vez «como todo el mundo». Decididamente se ha realizado en este personaje -antaño sencillo, monolítico y único; ahora compuesto, heterogéneo y representativo- la síntesis negativa de su época. Solamente en la hora de su muerte tenemos el retorno, con algo del regreso de Don Quijote a la personalidad de Alonso Quijano, a la sencillez. O a la simple tacañería: volver a la tacañería es para Torquemada el único modo posible de purificarse.

Y sin embargo, ahí está toda la materia prima del hombre-masa. A partir de su casamiento, Torquemada va adquiriendo la sustancia del alma vulgar definida por Ortega y que «sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera».103 Cuando en la comida del bodegón   —40→   de Matías Vallejo (vuelta del protagonista al paraíso popular) Torquemada reafirma la humildad de su origen -afirmado antes en el discurso del banquete de honor y en otras partes (e.g., OC, V, 1029)- «Pueblo fui, y pueblo seré siempre...» (OC, V, 1169), el orgullo que él siente es bien distinto del de la vibrante heroína de Fortunata y Jacinta. Persona y símbolo como Torquemada, Fortunata no aspira a otra virtud que la de la naturalidad. Fortunata también es «pueblo», pero en el sentido antiguo, idealista; de masa, de ordinariez, nada tiene. Torquemada no es «natural» sino ruin y vulgar.

En el capítulo VI de la primera parte («Comienza la disección del hombre-masa») Ortega describe el ambiente o «nuevo escenario» en que el hombre-masa empieza a formarse en el siglo XIX. Dice que tres principios, «la democracia liberal, la experimentación científica y el industrialismo» han hecho posible el mundo del hombre-masa,104 principios (sobre todo los dos últimos) que son humilde y cómicamente aludidos a través del discurso en el banquete de honor. En este capítulo Ortega también señala la diferencia radical entre dos actitudes del «vulgo» ante la vida. En toda época anterior el hombre común aceptaba la vida como «limitación, obligación, dependencia; en una palabra, presión».105 En cambio, a fines del siglo XIX el hombre común no admite limitación, ni obligación ni dependencia salvo en ciertas formalidades. Todo es seguridad y abundancia para el que se entrega con fanatismo torquemadiano al trabajo. Todo sistema y organización forma parte, para el hombre-masa, de la naturaleza universal; nada se da; todo se aprovecha. Difícil sería encontrar una síntesis psicológica del discurso de Torquemada en el banquete superior a este pasaje de Ortega:

Esto nos lleva a apuntar en el diagrama psicológico del hombre-masa actual dos primeros rasgos: la libre expansión de sus deseos vitales, por tanto, de su persona, y la radical ingratitud hacia cuanto ha hecho posible la facilidad de su existencia. Uno y otro rasgo componen la conocida psicología del niño mimado.106


En verdad, el flamante marqués de San Eloy, el nuevo rico, el nuevo senador, el orgulloso padre del recién nacido «Mesías prometido», el gran financiero presentado en el banquete como «administrador de la Humanidad», no es más que el niño mimado de la sociedad. Ahora se aprovecha de la presencia de 300 personajes para elogiarse a sí mismo en su estado de vistosa mediocridad: «Yo soy hijo de mi siglo eminentemente práctico, y patrocino el ordinario, mejor dicho, la ordinaria del mundo entero: la locomotora» (OC, V, 1101). El discurso, claro, contiene toda la riqueza lingüística acumulada hasta ese momento por Don Francisco -neologismos, clisés, expresiones de última moda y burdos disparates- que el autor (con la ayuda de 18 notas al pie) hace coincidir con su nuevo caudal monetario. Unos días antes del banquete Rafael del Águila pronuncia un discurso preliminar, burla feroz no sólo de Torquemada sino del auditorio que lo adula y celebra por «las riquezas, que son, en esta edad triste, la suprema virtud y la sabiduría por excelencia» (OC, V, 1093).107

Otra característica del hombre del siglo XIX manifestada por Torquemada es la que Ortega llama «la barbarie del especialismo», tema y título del capítulo XII de La rebelión de las masas. Aquí el pensador destaca el hecho de que para 1890 el científico europeo típico ya no conoce más que una ciencia, y que   —41→   conoce bien sólo la parte de ella en que trabaja activamente. Todo intento de conocimientos generales lo desprecia como dilettantismo.108 Pues bien, lo paradójico y cómico es que Torquemada, enemigo de toda poesía y amante de toda «ciencia», no tiene el menor asomo de fe en la ciencia. Su frustración consiste en que la ciencia pura no ha dado fruto en el especialismo, como, por ejemplo, las «santas matemáticas» deberían culminar en las monedas que el usurero moribundo sueña claveteadas en la puerta de San Pedro. Esa frustración puede seguirse fácilmente en la sucesión de los Valentines, el precoz genio de las abstracciones y el hijo deforme en su salvaje realidad. Los lamentos paternales de Torquemada en la hoguera, los sueños dialogados con el Valentín-fantasma de Torquemada en la cruz y Torquemada en el purgatorio, y la convicción de Don Francisco poco antes de nacer el segundo Valentín de que en el vientre de Fidela «se elaboraban todas las combinaciones matemáticas que habían de transformar el mundo» (OC, V, 1069) confirman la persistencia del profundo deseo, subconsciente de Torquemada de recobrar una vocación perdida -la que empezaba a desempeñar el idolatrado Valentín del primer libro de la serie.109 Reconociendo conscientemente la imposibilidad de ello, Don Francisco se presenta en el discurso del banquete como hombre de acción, «dispuesto a patrocinar los grandes adelantos del siglo, a llevarlos al estadio de la práctica» (OC, V, 1101).

De variada manera, distintos personajes de la serie de Torquemada ayudan a elaborar la figura del hombre-masa español del siglo XIX; además del protagonista mismo, Rafael del Águila, el burócrata José Donoso, el parásito social Morentín («informado espiritualmente de una vulgaridad sobredorada») el vacío pero enciclopédico Zárate, para nombrar los más destacados. Pero aparte de estas creaciones ejemplares, Galdós mismo se ha expresado teóricamente en más de una ocasión. En la primera parte de Torquemada en el purgatorio habla, por ejemplo, de la nivelación física y moral de todos los tipos tradicionales españoles. Cada uno tenía su «carta» inconfundible -el militar, el Don Juan, el avaro, el beato. Ahora todos parecen iguales «en el lento ocaso del mundo antiguo»:

Todo eso pasó, y apenas quedan ya tipos de clase, como no sean los toreros. En el escenario del mundo se va acabando el amaneramiento, lo que no deja de ser un bien para el arte, y ahora nadie sabe quién es nadie, como no lo estudie bien, familia por familia y persona por persona.


(OC, V, 1040)                


Si Francisco de Torquemada no es «natural» en el sentido que lo es Fortunata, es, sin duda alguna, un primitivo: lo que Ortega llama «un Naturmensch emergiendo en medio de un mundo civilizado»;110 y en la civilización actúa como si fuera un ser natural. Comparado con unos simples usureros «de pie quedo» que no pasan de ser usureros (e.g., el codicioso Don Salvador de La barraca de Blasco Ibáñez, el cínico Don Telmo de La busca de Baroja, el lascivo corruptor de doncellas en el capítulo IV de La colmena de Cela), Torquemada es un dinámico, un fenómeno en evolución, un detrito del pasado a la vez que un augurio de nuestro tiempo. Si Torquemada nos atrae y asombra, no lo hace tanto por su persona como por el hecho de ser la humilde encarnación literaria (y con «literaria» quiero decir algo más vital y profundo que «real», «verosímil», o «realista») de las ilusiones, groserías y simplezas de una época. El lector   —42→   comprensivo lo considera en sus grandes dimensiones simbólicas; en Torquemada no tenemos una simple víctima sino un monstruo de la civilización, elaborado y hasta idolatrado por toda una sociedad. No se condena lo que bien se comprende, y dentro de las rudas verdades humanas de Torquemada Galdós nos descubre su justificación lógica en las circunstancias. Si algo alivia la persistente dureza con que el gran novelista retrata a este protagonista, es la distribución -objetiva, justa y ecuánime- de culpas morales entre los infinitos seres de aquel laberinto madrileño que se inclinan ante el becerro de oro.

Universidad de Pennsylvania





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