
El son del corazón
Poemas
Ramón López Velarde
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1917.- Sonora. El General Manzo me invita a visitarlo en La Misa. No llego sino hasta Ortiz. Sin vehículo para proseguir el viaje, en la Estación Ortiz vivo tres días. Son veinte los habitantes de la Estación. No se puede charlar ni con cuatro. Me voy a la playa árida de un arroyo seco. Tengo un libro salvador: ¡La Sangre Devota! Lo leo cinco, ocho, once veces...
Desde entonces me son familiares Fuensanta, la tierra colorada de Zacatecas, el campanero hermano y las ilustraciones prófugas de las cajas de pasas.
1917.- En México. Con un amigo -el cabezón Nájera- voy al teatro. Trabaja Consuelo Mayendía. Distingo desde la fila undécima a un caballero, vestido de negro, que está en la segunda. Digo al cabezón:
-Te aseguro que aquel es el poeta Ramón López Velarde.
Lo abordamos a la salida. Se comprueba:
-¿Es usted Ramón López Velarde?
-Sí, señor. Mucho gusto...
Somos amigos.
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Nos encontramos frecuentemente en el restorán, en la calle, en el bar. Trabaja él en la Secretaría de Gobernación con Aguirre Berlanga. Es abogado y lo disimula muy bien.
Por las noches, desde su oficina a obscuras, conversa por teléfono con misteriosa dama. ¿Sería aquella «alta como una buena intención»?
1921.- Muere. Esa mañana, al leer la noticia, voy a Chapultepec. Acompaño al general Obregón -Presidente de la República- en su paseo matinal por el bosque.
-Ha muerto un gran poeta.
Le digo. Y le cuento de Ramón y le recito sus versos, que impresionan al poeta que existía en Obregón.
Al mediodía, en la Universidad, Vasconcelos llega alborozado:
-¡Qué gran Presidente tenemos! -dice-. Acabo de hablarle de López Velarde y me recitó sus versos.
-Hágale suntuoso entierro, por cuenta del Gobierno -había ordenado el invencible Manco.
Ante la alegría del Rector, yo sólo recordé las poesías lópez-velardescas que acababa de recitar y la formidable memoria del General Obregón.
En la Cámara de Diputados.
-Voy a proponer que se enlute la tribuna durante tres días por la muerte de Ramón.
Tal digo a Jesús B. González. Encantado Jesús B., me ofrece colaborar en la redacción de la iniciativa. De él y mía son las primeras firmas.
A sostener la proposición sube a la tribuna otro gran amigo nuestro y del bardo zacatecano: el doctor Pedro de Alba.
Lo enterramos en el Panteón Francés. Discursos. Muchos oradores. Y versos. Bellos versos...
Yo envío una corona, con un listón blanco. En él pongo esta inscripción a letras negras: Fuensanta... Y son exactamente cinco los puntos suspensivos, que quieren decir: ruega a Dios por él.
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A Zacatecas. Vamos en caravana lírica hasta veinte hombres de letras o cosa parecida. El gobernador de aquel Estado -Rodarte- hace justicia a López Velarde, grabando su nombre en un crestón de la Bufa y poniéndolo también en Jerez, en la casa en que nació Ramón.
Rafael López preside la caravana lírica y es prominente animador del grupo el melenudo dibujante García Cabral.
Cuando estamos en lo alto de la Bufa, un tren llega a Zacatecas, culebreando por los lomeríos. Todos sentimos la justeza del verso del extraño poeta jerezano: «El tren va por la vía, como aguinaldo de juguetería».
¿Mi último encuentro con López Velarde?
Este libro.
Djed Bórquez
Quinta Niní. Cuernavaca, julio de 1932.
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Una música vaga, desentonada y en sordina que alcanza a los oídos a través de un paisaje quieto, pero rico de olores y colores; una zurda orquesta que descompasa la obra de un genio, como aquella chirimía de indígenas que encontré una tarde magnífica de Tabor y de amor, acompañando a un cadáver al cementerio, y moviéndose en los surcos morenos, al ritmo antitético y apenas reconocible de la Marcha Fúnebre de Chopin; algo del encanto equívoco de estas evocaciones producen los versos de Ramón López Velarde.
La musicalidad es lo primero que en ellos sorprende... antes de entenderlos. Es una suave brisa que acaricia o que hace daño vagamente; es un suspiro apasionado o burlón; sentimos estupor ante las asociaciones de sustantivos poéticos y de adjetivos tomados a una tecnología bárbara, adjetivos que a veces huelen a yodoformo; una confusión de lampos, de grisallas, de silencios inexplicables que mantienen hipnotizado al ensueño, pero que, al principio, la razón no acepta. Arte ingenuo y decepcionado que se expresa en una monotonía de canto llano, roto, sin embargo, por la acentuación rara del ritmo irregular. Manso ritmo ordinario, con olores a incienso y a manzana, a ropa almidonada y a guayabate monjil. Aun sin prestar atención a lo que expresa, su cadencia nos trae ya un dejo provinciano persistente.
Y en verdad, el poeta es sólo un provinciano, un zagal que estaba destinado a tañer su bucólica zampoña en la paz pueblerina, y que, por ironía de la suerte, ha venido a amargar su alma y a complicar su canto en la gran sirte de esta capital. Era, antes de su éxodo, un primitivo, un pequeño, atónito ante la vida y que la copiaba con la candidez de los precursores —16→ en el arte de la pintura. Su temperamento lo asimilaba a los primitivos alemanes: en él la inelegancia de las formas y lo sumario de la factura estaba compensado ampliamente por sus dotes de invención y de movimiento, por el sentido agudo del valor expresivo del detalle, por la gravedad del pensamiento y del sentimiento. Tenía su manera el agrado de una rosa silvestre en una tabla de alfalfa florecida; su conciencia escuchaba el mensaje de la poesía, con el aire tímido y sobrecogido con que Dante Gabriel Rossetti pinta a María al recibir la Anunciación. Hubiera podido ser cormano del monje Gualterio de Coincy, que escribía sus fábulas piadosas en una celda con vista a un huerto cerrado. Él y su escuela dirigían su arte ingenuo a probar la debilidad humana: el hombre es una criatura muy infeliz y muy impotente, incapaz de todo si Dios no lo asiste y no sostiene su voluntad vacilante.
Allá, en su pueblo natal, acólito e inocente, absorbió la paz de la vida eclesiástica y casera sin incidentes; su sueño se envolvía en un rebozo de seda; veía con ojos amigos la plaza provinciana de las dominicas; placíanle los talles y las nucas campesinas de sus conterráneas, las penumbras frescas de su parroquia colonial; las naderías que conmovían al pueblo. Garzón, tuvo que prender los vuelos de su imaginación a las cosas nimias, y sus amores candeales fueron a su prima Águeda, a Fuensanta, la primera novia, a quien rendía dulía diciéndole las jaculatorias con que venerara a la Virgen de su parroquia.
Entonces era su poesía puramente objetiva, bien que ya presagiara clausura en el microcosmos.
Poco a poco descubriera su propio mundo enigmático y diverso. De objetivo se tornó subjetivo y, por ende, más lírico, y pronto, de lo exterior usó únicamente como símbolo. Siguió empleando las mismas imágenes familiares y dilectas, los mismos temas provincianos; pero entrañó en ellos un significado: el viejo poco verdinoso y taciturno que, en medio a la casona, copia el primer lucero de la noche, fue su maestro.
Como su alma naciera sensible y dependiente, el misticismo la envolvió maternal en sus plumones; genuflecto se halla ante el misterio, y se promete que, a la hora del cansancio final, los callos de sus rodillas le han de ser viático.
La civilización, el poco de civilización que encierra la Ciudad de los Palacios, ha instilado al poeta un veneno más letal que los de Medea. Al correr por sus venas lo ha metamorfoseado, en cierto modo, basta el punto de que, a veces, se duda cuál es su verdadera fisonomía espiritual.
Esa estatura de San Cristóbal rústico, los músculos que se acusan bajo las ropas un tanto desgarbadas, tales atrevimientos en sus versos
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modernos -ásperos y túrgidos como el deseo de un egipán-, su voluntario hermetismo, lo harían digno de ser incluido por Verlaine en su galería de poetas malditos. Recuerda a Rimbaud hasta por aquella «su cara de ángel en destierro»
. Esa faz suele ser pacata; pero bien observada es ambigua, por cierto movimiento hacia atrás de la cabeza; por una ceja en rasgo de eñe que sombrea a un ojo sarcástico y sutil; por la boca sensual de sonrisa infantil. Su franca risa suena en ocasiones más irónica que todos los relinchos de los bouybunbums de Swift.
¿Será un sacristán erótico? ¿Oirá algunas veces las misas negras de Gilles de Rais? A mí me parece que hasta su tercer pecado capital es ingenuo y que iría, a lo más, a las cristianas celebraciones que, en el siglo de Elagabal impulsaban a los fieles a entregarse mutuamente a la hora del Perdón, en una basílica incipiente y ante un Krestus colosal clavado en una Tau, que simbolizaba el principio de la vida, por derivación del oriental culto del sol.
Es, en suma, un neo-romántico, un descendiente de René y de Obermman. Ellos experimentaron todas las ansias y todas las inquietudes; quisieron cubrir a la creación en un gigantesco abrazo, y, al verse muy pequeños para darlo, se rebelaron.
El romántico de hoy siente lo mismo, mas no llega hasta la rebelión. ¿Es una fuerza o una lacra?
López Velarde es romántico aun por el hecho de que todavía tiembla ante la mujer. (¡Líbranos, Señor, de la Jactancia!) Su drama, él lo dice, es a la vez sentimental y cómico, y por sus versos pasan amores otoñales, deslumbrantes enlutadas en día nefasto, mujeres cuyos nombres tienen desinencia en diminutivo, doncelleces que se prolongan como vacuas intrigas de ajedrez.
Esa es su obsesión, aun cuando lo liberen, a ratos, las remembranzas de sus frescas provincianas, las propicias Pasajeras de los días lluviosos, los giros hieráticos de Tórtola Valencia o el taconeo de estrofa de Antonia Mercé.
Por sobre esa teoría, remonta, sin embargo, un sueño: el de la mujer que sea barro para su barro y azul para su cielo. Dejemos que la alabe... antes de que se convenza.
Se hace minúsculo conscientemente (ser una casta pequeñez), y dilucida su drama interior con un gesto resignado y lento. Lo decora con todo lo nimio, con todo lo insignificante, y logra, así, renovar el bagaje lírico con que se expresan los sentimientos... aun el amor.
—18→Ni en ritmo ni en ideas tiene miedo a la séptima inarmónica y obtiene con ella efectos prodigiosos, disonancias que dan a su verso un encanto único, ironía miserable e íntima.
¿Cómo logra fijar algunos aspectos de la belleza que pasa suspensa en la fluidez de su vida? Desde su rincón, su alma, que tiene por única virtud el sentirse desollada, atisba; le interesa todo lo que no tiene fin preciso, los despilfarros de fuerza y de pasión, lo fútil, lo que nadie mira, lo sencillo y suave, la debilidad, el pecado, la tristeza. Y todo eso lo traspone en imágenes, en imágenes puras.
La idea es dinámica y la imagen estática. El poeta quiere detener, con un gesto de amante en desespero, el instante fugaz y, así lo clava como una mariposa en un cartón de entomologista, con el agudo alfiler de su propia inquietud. Quiere que su creación sea un resumen de su conciencia total del momento, y, obstinadamente anota todas sus coincidencias.
Todos los artistas que crean según la estética de la intuición, hacen otro tanto: asocian sus estados emotivos a todas las circunstancias materiales exteriores, a las más nimias, que serán las más personales; pero éste, que es un máximo ensimismado, prende sus estados interiores uno al otro, los describe ambiguamente y resulta, a las veces, ininteligible para los profanos. Y es que se necesita una profunda consonancia para intuir todos los estratos de la conciencia de otro espíritu y adivinar así las alusiones a ellos.
De su gramática no hay que hablar, porque ya Rafael López le auguró excomunión mayor.
Mas sí cabe hablar, al paso, de su filosofía, aunque haya en el mundo más cosas de las que puedan soñarse en ella. Es desencantada y amarga. El poeta ha dicho valientemente que asistirá con sonrisa depravada a las ineptitudes de la inepta cultura; que toda la ciencia, la zurda ciencia, cabe en la axila de una danzarina, y que la norma de la vida es Eva montada en la razón pura.
¡Que en honor de estas afirmaciones, por los milenarios, descalzas y purificadas las juventudes vayan en peregrinación a su sepulcro, que ha de estar ornado de una imagen bifronte; por un lado un Salicio plorante: por el otro un pecador que tendrá en la mano un candil en forma de nave!
Genaro Fernández Mac Gregor
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