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Crítica y Verdad: un manifiesto polémico (avatares, vicisitudes y precedentes de una querella literaria149
Universidad Nacional de Educación a Distancia
Crítica y verdad (1966) es el manifiesto programático del estructuralismo literario francés y un texto polémico, culminación de la «querella de la nueva crítica», cuyos avatares tal vez no sea baldío recordar para situar este intento de «renovación» de los estudios literarios franceses.
En 1966, el conflicto tenía raíces ya antiguas: en su primera obra publicada, Le degré zéro de l'écriture (1953), compuesta en un tono —348→ desenvuelto y antiacadémico, Barthes lanzaba sus primeros dardos contra la crítica escolar francesa, acusada de valorar los textos en función del esfuerzo que conllevan. Al año siguiente, su intento de establecer las redes de la «temática existencial» del historiador francés romántico Michelet (Michelet par lui-même, 1954), suscitó un comentario de Jean Pommier, publicado en una revista eminentemente «universitaria» y erudita, la Revue d'Histoire Littéraire de la France, en el que el trabajo barthesiano se asocia a otro de Jean-Pierre Richard sobre Baudelaire («Baudelaire et Michelet devant la jeune critique», 1957). Más severo con Richard, Pommier denuncia los «sofismas» de estos «jóvenes» críticos (aunque Barthes por entonces ya ha superado la cuarentena) y concluye que los «provocantes colores» con los que Barthes pinta a Michelet sólo pueden ser útiles para quien tenga ya una imagen bien formada del autor «estudiado».
Por estos años, Barthes colabora en revistas y compone un cierto número de prólogos. Al recoger dos prefacios dedicados a Racine, en Sur Racine (1963), los acompaña de un tercer capítulo en el que fustiga los presupuestos de la historia literaria y alude a algunos de sus cultivadores: Jasinski, R. Picard, J. Pommier, etc. Para él tantos y tan admirables esfuerzos por establecer los hechos están abocados al fracaso porque, si lo que se desea es hacer la historia literaria, hay que renunciar al individuo Racine y atender «al nivel de las técnicas, las reglas, los ritos y las mentalidades colectivas».
En este mismo año de 1963, Barthes publica, en revistas anglosajonas, dos nuevos artículos polémicos («Les deux critiques» y «¿Qu'est-ce que la critique?», aparecidos, respectivamente, en Modern Language Notes y en el Times Literary Supplement), que recogerá en sus Ensayos críticos (1964). No podía agradar a los «universitarios» franceses ver en entredicho sus trabajos en publicaciones extranjeras y, además, Barthes se había atrevido a aplicar sus pocos «ortodoxos» análisis, no ya a un escritor contemporáneo o a un historiador, sino al gran clásico francés «por excelencia», Racine.
Las réplicas no podían hacerse esperar. Respondería, fundamentalmente, un universitario francés, Raymond Picard, que había dedicado largos años de su vida a establecer minuciosamente La Carrière de Jean Racine (2ª edición, 1961), estudiando detenidamente la vida y obra del autor, desde su infancia a la devoción de sus últimos años, pasando por su triunfo como dramaturgo y cortesano. No podía sino escandalizar a Picard la afirmación barthesiana de que nada cierto puede afirmarse sobre la obra del autor al que había dedicado tantos —349→ esfuerzos. Además de reseñar severamente sus Essais critiques en Le Monde (14 de marzo de 1964), publicó un breve opúsculo con un título significativo: Nouvelle critique ou nouvelle imposture (1965). La polémica tuvo éxito y la nueva crítica se benefició de la ola de contestación universitaria que, en los años sesenta, recorrió numerosos países, y especialmente Francia. La querella había saltado a la prensa, alcanzando al gran público.
En sus dos artículos de 1963, Barthes acusa a la crítica llamada «universitaria» «para simplificar» de no aceptar la coexistencia con la crítica «de interpretación o ideológica» (luego llamada «nueva crítica») porque, tras «el ropaje moral del rigor y la objetividad» del lansonismo se oculta un positivismo nunca declarado y un determinismo caduco. La tarea primordial de esta crítica «tradicional» es la busqueda de fuentes, el detalle externo, dejando escapar el sentido funcional de la obra. Cree alcanzar la verdad, cuando, en realidad, es incapaz de realizar un análisis inmanente de la obra de arte e ignora que la crítica no es sino un discurso sobre un discurso, un lenguaje segundo o metalenguaje, cuya tarea no es descubrir verdades sino valideces. Una de las ideas claves de estos trabajos, así como de Critique et vérité, es el situar a la crítica literaria más allá de la búsqueda de una verdad considerada utópica, inalcanzable y en resumidas cuentas inexistente.
¿Hasta qué punto los ataques de Barthes contra el lansonismo eran acertados? Prescindiendo de las importantes contribuciones de la llamada crítica «universitaria», bajo la forma de estudios de fuentes, establecimientos de ediciones críticas, estudios de la vida de los autores, etc., no cabe duda de que el método lansoniano, con el paso del tiempo, se había ido desvirtuando. No siempre había sido Gustave Lanson (1857-1934) un erudito: durante muchos años fue profesor de retórica en la enseñanza media. Tampoco había pretendido reducir el estudio de la literatura a un mero catálogo de fuentes e influencias. Había intentado, al contrario, renovarlo, huyendo tanto del subjetivismo impresionista como del positivismo de finales del siglo XIX, cifrado en Taine y Brunetière. Renovó la historia literaria, apoyándose en dos ciencias en auge en su tiempo: la historia erudita (que había alcanzado gran prestigio con Gabriel Monod, Ernest Lavisse, Charles- —350→ Victor Langlois, Charles Seignobos) y la sociología (representada por Émile Durkeim). Los datos eruditos minuciosamente rastreados no son para él sino un auxiliar para comprender la originalidad de los grandes autores, pues el objeto de la literatura es la descripción de las individualidades literarias (Prefacio de 1894 a su Histoire de la littérature française), entendidas como el estudio de los rasgos individuales de la obra literaria, que en parte explican las causas históricas, biográficas, sociales e incluso psicológicas, pero que incluyen también el «residuo indeterminado, inexplicable», al que responde la originalidad del autor (Ibid y prefacio de Hommes et oeuvres, 1895). Lanson creía que toda obra tiene un sentido único, independiente del espíritu y la sensibilidad del lector, pero, con el tiempo, por influencia de Proust, fue matizando este postulado fundamental, aunque mantuvo su creencia en la existencia de un sentido privilegiado: el que la obra tenía para su creador.
El método lansoniano contó con numerosos ataques, ya en vida de su creador. Péguy ridiculizó a los intelectuales incapaces de comprender la creación literaria y acusó a Lanson de oportunista; Proust protestaba contra toda exigencia de un arte humanitario y patriótico, en nombre de la independencia del creador; Anatole France tildaba a los lansonianos de «fichómanos»; Paul Soudey hablaba de «fanatismo de las fuentes»; Pierre Audiat destacaba que se olvidaban de definir lo que es la esencia de la creación; Fernand Vandérem, en la Revue de France (1922), denunció el carácter convencional y a veces interesado de las selecciones de autores de los manuales de historia literaria, entre otros del de Lanson; Valéry decía que la historia literaria era una sarta de «leyendas doradas», etc.
Los discípulos y sucesores de Lanson, a diferencia del maestro, intentaron vivir al margen de las corrientes filosóficas de su tiempo y de las innovaciones en ciencias humanas. No revisaron sus presupuestos, como lo hacían la historia o la sociología en las que Lanson se había inspirado. Redujeron y simplificaron su método, aunque también lo extendieron fuera de las fronteras francesas. Así, entre 1926 y 1929, se desarrolló un debate en la revista norteamericana The Romanic Review, en torno a la historia literaria erudita francesa, que fue acusada de chovinismo y de positivismo estéril. El mismo año en el que aparecen los dos artículos de Barthes, un profesor británico publica un duro ataque contra Lanson, al que acusa de reducir la literatura a la historia y de prescindir de la estilística practicada por Leo Spitzer (Percy Mansell Jones, The Assault on French Literature and Others Essays, 1963).
—351→Los ataques de Barthes contaban con numerosos precedentes pero ninguno había logrado remover los cimientos, empobrecidos y anquilosados, de un método que, en un principio, había logrado salvar los estudios literarios en la Universidad francesa, donde corrían el riesgo de verse desacreditados como viejos resabios de una época superada.
Menos afortunada es otra afirmación de Barthes en «¿Qué es la crítica?»: esta nueva crítica francesa es «nacional», y lo precisa señalando que debe muy poco o nada a la crítica anglosajona, al spitzerismo o al crocismo. Es cierto que muy poco o nada debe a estas corrientes, pero Barthes recuerda únicamente las tendencias que no habían influido sobre la crítica literaria francesa, olvidando las que sí lo habían hecho. Hasta la Segunda Guerra Mundial, la teoría literaria francesa vivió de espaldas a las corrientes extranjeras, salvo un reducido número de autores cosmopolitas, pero la «nueva crítica» se inscribe dentro del amplio movimiento de renovación de las ciencias humanas que se inaugura en 1945 y que supone una apertura a las contribuciones extranjeras. Es propio de todos los manifiestos de «escuela» el intentar exagerar su radical novedad y originalidad. A la historia literaria erudita, a la que muchos acusaban de patrioterismo, Barthes oponía una nueva crítica supuestamente «nacional» (francesa) cuando, en realidad, su obra, heredera directa o indirectamente de diversas corrientes europeas, contribuía a constituir una crítica literaria internacional.
Raymond Picard, en Nouvelle critique ou nouvelle imposture, intentaba descalificar a diversos «nuevos» críticos y en particular a Barthes: le acusaba de encubrir, con su jerga seudocientífica y pretenciosa, afirmaciones a la vez impresionistas y dogmáticas. Le reprochaba su ignorancia del método lansoniano y de los trabajos de la mal llamada crítica universitaria, pero olvidaba afianzar sobre bases firmes el método que pretendía justificar: no respondía a las acusaciones de positivismo ideológico, ni defendía su gran postulado de la existencia de un sentido «único» en la obra literaria, que el historiador de la literatura intentaba desvelar.
El acierto de Critique et vérité fue el no responder a los ataques que había recibido su Sur Racine, salvo accidentalmente, y el plantear la —352→ polémica no como una disputa entre críticos sino como un debate de teoría literaria. Al mismo tiempo, desaparecen en esta obra algunas de las afirmaciones más rotundas y discutibles de sus artículos anteriores (descalificación esquemática del lansonismo, afirmación del carácter «nacional» de la nueva crítica, etc.). Hábilmente se achacan las críticas adversas a la incomprensión general que rodea siempre a las vanguardias.
La réplica a Picard adopta la forma de una contestación de los principios de la crítica francesa «clásica», cifrados en «lo verosímil» aristotélico, es decir en lo que se acepta, sin ni siquiera justificarlo, porque se basa en la tradición común, en la opinión de la mayoría, en el sentir de los «sabios», etc. Con ello Barthes desarrollaba, bajo nueva forma, una de sus principales ideas «críticas»: el deseo de denunciar las «falsas evidencias», aquello que ni siquiera se pone en tela de juicio porque, implícitamente, se considera incontestable.
Los tres grandes principios de la crítica «verosímil» son la objetividad, el gusto y la claridad. La objetividad es herencia del siglo positivista y, además, se define de manera diferente según las épocas. El «gusto» (es decir, el «buen gusto») y la «claridad» son un legado de la época clásica; el primero proscribe toda crítica que ose interesarse por la sexualidad y el segundo no es sino un mito desmontado por la lingüística moderna. Esta crítica «clásica» pretende respectar la «especificidad» del hecho literario, pero olvida que esta especificidad sólo puede ser postulada dentro de una teoría general de los signos. El defecto de la «antigua» crítica es su asimbolia (asymbolie), su incapacidad para captar los «símbolos» (o «coexistencia de sentidos»). Es decir, el defecto de esta crítica tradicional es evacuar todo cuanto no se integra en los usos más estrictamente racionales del lenguaje (connotación, etc.). Así, la antigua crítica ha sido incapaz de comprender que su Sur Racine se basaba en una determinada lógica simbólica, por lo que la única crítica válida habría sido rebatir la existencia y posibilidad de esta lógica o descubrir su defectuosa aplicación, lo que el autor habría aceptado, sobre todo teniendo en cuenta que el libro había sido redactado hacía ya seis años.
La segunda parte de Critique et vérité se dedica a establecer el programa de lo que entonces Barthes considera la «nueva crítica». Puesto que en ella se codean autores tan distintos como G. Poulet, J. Starobinski, J. P. Weber, J.-P. Richard, J.-P. Sartre, G. Bachelard o L. Goldmann -según establecía en un artículo anterior («Les deux critiques»)-, no es una «escuela» sino un conjunto de tendencias con ciertos —353→ rasgos en común: a) el considerar a la crítica como una forma de escritura; de este modo, la crítica comparte con la literatura su enfrentamiento primordial con el problema del lenguaje; b) el ser una lengua plural, es decir, partir del principio de la pluralidad de interpretaciones de la obra literaria, puesto que ésta, por sí misma, encierra varios sentidos simultáneos, está abierta, según afirmaba anteriormente Umberto Eco (Opera aperta, 1962); c) el basarse en las corrientes filosóficas modernas (psicoanálisis, marxismo, existencialismo, etc.).
Tres son los enfrentamientos posibles con la literatura: la lectura, la crítica y la ciencia literaria.
La crítica literaria se propone, no «traducir» la obra, sino «generar» un sentido determinado, descubriendo sus cadenas de símbolos y las relaciones homológicas que encierra; no está abierta a «cualquier interpretación», como piensa Picard, pero su criterio de validez es la propia coherencia del discurso crítico y no su verdad.
No será tarea de la ciencia de la literatura (o de la escritura) describir los sentidos de la obra, sino establecer su «gramática», describir la aceptabilidad de las obras, como la lingüística chomskyana describe la aceptabilidad de las oraciones de una lengua. No atenderá a los autores -es una falacia pensar que el autor detenta el sentido de su obra- sino al discurso literario. Se apoya, pues, en la lingüística pero recurre también a la historia -quien habrá de determinar la duración de los códigos segundos, como el código retórico- y a la antropología, que describe la lógica general de los significantes.
Los defensores de la crítica llamada «universitaria» veían en la obra la expresión del escritor y de unos valores humanos generales. El estructuralismo literario, del que en estos momentos Barthes se convierte en brillante campeón, amalgamaba dos tradiciones distintas. El recurso a una metodología «científica», viejo resabio de un positivismo al que Barthes tanto denigra, y la consideración de la obra literaria como lenguaje intransitivo, idea que hunde sus raíces en el romanticismo alemán y halla su mejor plasmación francesa con Mallarmé. Valéry y Blanchot insistían en que la poesía no es un lenguaje transparente; las palabras no se desvanecen para remitir a un referente —354→ externo sino que se convierten en objetos. Sartre hereda esta tradición pero la limita a la poesía, mientras que ve en la prosa un uso referencial del lenguaje (Qu'est-ce que la littérature, 1948).
Al quebrar los límites entre poesía y prosa, Barthes extiende esta intransitividad a todo el lenguaje literario e incluso da un paso más ampliándola también a la crítica. Así puede establecer, partiendo de un principio lógico, que la crítica busca no verdades sino valideces: es la coherencia del método, y no su adecuación a un supuesto sentido de la obra, lo que permite valorarla. La ciencia literaria no intenta describir el sentido de la obra sino su sistema y las reglas que lo gobiernan, del mismo modo que la lingüística de su época no intenta describir el significado de las oraciones sino su aceptabilidad.
Al considerar a la obra como un lenguaje intransitivo, ésta queda cortada del momento histórico de su creación y de su creador: se radicaliza la postura de Proust (1954b: 157), quien insistía en que toda obra es el producto de un «yo» distinto del que «manifestamos en nuestras costumbres, en la sociedad, en nuestros vicios». Poco tiempo después de la publicación de Critique et vérité, Barthes escribía un artículo titulado «La mort de l'auteur» (1968). Recogía así una tendencia presente en muchos autores franceses de su siglo (surrealistas, Valéry, Blanchot, etc.). El estructuralismo literario supone una ruptura con el historicismo de la historia literaria anterior, del mismo modo que el estructuralismo lingüístico rompió con la lingüística histórica que lo precedió.
Barthes no comprendió la contradicción que existía entre sus pretensiones de construir una «ciencia» literaria y su consideración de la crítica como una forma de escritura. Es más, como tantos redactores de manifiestos, puso muy poco interés en «cumplir» este programa: a finales de esta misma década, pasa del estructuralismo al postestructuralismo y, unos años después, en su Roland Barthes (1975), nos revelará que considera a la crítica como una novela, como una mera creación del lenguaje.
Critique et vérité fue sólo una etapa de este autor cuyo pensamiento siempre estuvo en constante evolución. Pero, partiendo del deseo de desvelar el convencionalismo de todas las formas de representación modernas, este breve texto, en muchos aspectos desfasado (hoy no se aceptaría su foso entre «crítica» y «verdad», ni su confianza en un método lingüístico ya superado, etc.), actuó como importante revulsivo para la crítica literaria universitaria francesa, no tan anquilosada —355→ como su autor quería hacernos creer, pero tampoco muy favorable a las grandes innovaciones.
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