Introducción a «Recuerdos de provincia» de Domingo Faustino Sarmiento
María M. Caballero Wangüemert
Durante los tres siglos de la colonia española el territorio argentino fue una vía de paso desde el Atlántico hacia la metrópoli de Lima. Descubierta en el siglo XVI no tendrá un virreinato propio hasta 1776; y este retraso y la configuración geográfica del país constituido por escasos núcleos urbanos y una inmensa extensión de terreno prácticamente deshabitada que Sarmiento denominará «el desierto»
, explican que a principios del siglo XIX Argentina sea un país casi inexistente como tal. Por ello, los esfuerzos de los hombres salidos de la independencia estarán encaminados a configurar política, económica y socialmente la nación; y en esta tarea la literatura tendrá a su cargo un importante papel a la hora de gestar un proyecto cultural propio. A través de la adaptación de modelos europeos deberá consolidarse por medio de las letras una incipiente nación; y serán los hombres de Mayo (1810) y los de la primera generación romántica (1837) los encargados de realizarlo. En consecuencia, surgirá ahora una literatura en busca de la identidad, aunque paradójicamente, en un primer momento, se lastre con la dependencia de modelos europeos.
En el primer tercio del XIX, el antiguo virreinato del Río de la Plata pasa a constituirse en nación independiente. Como marco, una serie de factores internos y externos1, entre los que se encuentra el descontento criollo por la política española en cuanto a cargos de gobierno y comercio, que favorecía a los peninsulares; la lenta penetración de las ideas racionalistas y liberales, importadas de Europa; y el ejemplo estimulador de la independencia de los Estados Unidos y la Revolución francesa. El detonante inmediato fue la invasión napoleónica, ya que el vacío de poder de la metrópoli obligó a reemplazar al virrey por una Junta de Gobierno. Pero, más allá de los titubeos del primer momento que llevaron a protestar fidelidad al rey hispano en apuros, hay que admitir que, de hecho, el Cabildo del 25 de mayo de 1810 en Buenos Aires fue el punto de partida de la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata; independencia que se proclamó después en el Congreso de Tucumán (9 de julio de 1816).
Buenos Aires había asumido desde 1810 la dirección espontánea del movimiento, a pesar de estar dividida en su seno por la confrontación ideológica entre el conservador Cornelio Saavedra2, presidente de la primera Junta de Gobierno; y Mariano Moreno, secretario de la misma, traductor de Rousseau3 e impulsor de los aires de renovación. Por si este problema fuera poco, las distintas tradiciones culturales de algunas zonas del interior -por ejemplo Córdoba, más culta y conservadora, ligada al virreinato peruano4-; y las tensiones en el Alto Perú (Bolivia), Paraguay o Montevideo, siempre con deseos secesionistas que finalmente la llevará a la independencia bajo el nombre de República Oriental del Uruguay, ahondaron las diferencias entre la capital y lo que siempre se había denominado «las provincias»
. Hay soterrado un tema de proteccionismo y librecambio5 que explica, desde la óptica económica, esta contraposición: Buenos Aires era el puerto, la salida natural para las mercancías cuyo control a través de la tarifa aduanera fue continuamente rechazado por unas provincias que deseaban tarifas proteccionistas para sus productos y barreras aduaneras para los extranjeros. En parte por esta cuestión, los porteños pasaron a llamarse «unitarios»
, es decir, herederos del poder centralista de la colonia; frente a los «federales»
provincianos, cuyo deseo era impulsar una descentralización que les permitiera mayor autonomía en cuanto a régimen de gobierno y distribución de los productos.
La disparidad en los enfoques político y económico hunde al país en una guerra civil que tendrá sus hitos señalados en 1811 con la sublevación de Artigas, que se consolida como caudillo de la Banda Oriental6; y 1815, fecha en que se constituye una Liga Federal entre las entonces provincias independientes de Santa Fe, Corrientes y Córdoba... El factor religioso, tercer elemento en pugna junto al político y económico, exacerbó las tensiones durante el período de influencia de Rivadavia, quien como ministro de Gobernación y Asuntos Exteriores, impulsó la economía y particularmente la educación. Se crean en esta etapa la Universidad de Buenos Aires (agosto de 1821)7, el Departamento de Primeras Letras (febrero de 1822) y el Colegio de Ciencias Morales (mayo de 1823). Como heredero de la ilustración racionalista, su deseo fue establecer una educación laica, lo que lo enfrentó a la Iglesia que tradicionalmente se había ocupado de esa materia. En consecuencia los unitarios serán considerados «liberales anticlericales»
frente al grupo federal, más tradicionalista y defensor del país, aunque recorrido por las montoneras de caudillos cada vez más atomizados. Así las cosas, la constitución unitaria de 23 de enero de 1825 establece el cargo de Presidente de las Provincias Unidas del Río de la Plata, para el que fue elegido
Rivadavia en febrero de 1826. En un período presidencial breve erigió como capital a Buenos Aires, ciudad que poco a poco comienza a europeizarse en usos y costumbres; pero hubo de dimitir en 1827. Inmediatamente le sucedieron el general Dorrego, federal moderado, y el unitario Lavalle que lo mandó asesinar el 13 de diciembre de 1827, si bien logró sobrevivirlo políticamente sólo hasta diciembre del 29, momento en que es elegido como Gobernador de Buenos Aires el federal Juan Manuel de Rosas8.
Si la independencia americana quedaba consolidada al ganar a los españoles en las últimas batallas de Chacabuco, Maipú y Carabobo, afianzadas por la victoria de Sucre en Ayacucho (1824); en Argentina, con la llegada de Rosas al poder se abre un largo paréntesis hasta la derrota de Caseros (1852), dominado por este personaje que, en palabras de Sarmiento, instauró la barbarie en el corazón de la culta Buenos Aires. Estanciero, oligarca y federal, se apoyó en los montoneros, peones y gente de los bajos suburbios porteños para defender, paradójicamente, una política de preeminencia de la capital muy parecida a la que habían mantenido los unitarios con Rivadavia. Consiguió hasta lo que ellos no habían logrado: reunificar el país a lo largo de su dilatado mandato. Incluso salió vencedor de dos bloqueos exteriores, uno francés en 1838-40 y otro anglo-francés entre 1845 y 1850. Si bien frente al exterior su capacidad negociadora le brindó algunos éxitos, de cara al interior personificó la represión apoyado en la Mazorca, especie de policía creada a tal fin en 18349. Logró, en consecuencia, conjurar el peligro del indio que amenazaba las puertas de la ciudad desde la frontera pampa; y alejar toda posibilidad de subversión interna. Pero la férrea censura, su arbitrariedad, la torpeza en el tratamiento a la cultura y a los intelectuales, representada por el lema «mueran los salvajes unitarios»
, obligaron al destierro masivo de las cabezas valiosas del país. Finalmente la exaltación de los más bajos instintos populares acrecentó la corrupción, hiriendo por igual a federales y unitarios. Hacia finales de la década su poder estaba ya muy deteriorado; en ello influye, como veremos a continuación, la labor de intelectuales como Sarmiento y Echeverría. Por fin, uno de sus propios caudillos confederados, el general Justo José de Urquiza, de Entre Ríos, dirigirá la ofensiva contra el dictador apoyada en la coalición de fuerzas que integran también Brasil y la Banda Oriental.
Con la constitución de 1853, redactada sobre el texto de Alberdi: Bases y puntos de partida para la organización nacional, y el pacto de San José de Flores por el que Mitre -que se había refugiado en Buenos Aires, separando la ciudad de la confederación de Urquiza- conviene con éste la integración, se pone en marcha un país que tendrá como primeros presidentes al mismo Bartolomé Mitre (186267); Domingo F. Sarmiento (1868-74) y Nicolás Avellaneda (1874-80). Su actuación constituye todo un ciclo de la historia argentina definido por el deseo de concretar el ideario de la generación del 37, primera que toma sobre sus hombros la tarea de configurar una nación.
Hacia 1830 los hombres cultos de Buenos Aires vivían en la época de las luces, a cuyo amparo se dieron la revolución de Mayo, la independencia y la primera organización política. Literariamente estos «hombres de Mayo»
aportaron muy pocas novedades a la historia de las letras argentinas. La emancipación y las luchas políticas conviven con una literatura cuasi colonial heredera de los moldes neoclásicos de inspiración francesa. En este plano puede decirse, en consecuencia, que la autonomía se produce con la llegada del Romanticismo al Río de la Plata; y ello sucede con la generación del 37. Argentina desvía sus ojos de la metrópoli a la que se adelanta en la recepción del movimiento10; sus hombres irán a beber en fuentes francesas e inglesas, principalmente. En el Río de la Plata el vehículo transmisor será Esteban Echeverría (1805-51) quien durante su estancia en París desde el 26 al 30, asistió a la eclosión del nuevo movimiento: el famoso manifiesto de Víctor Hugo en el prefacio de Cromwell (1827) y la reñida batalla entre clásicos y románticos que explotó en el estreno de Hernani (25 de febrero de 1830). Lamartine, Chateaubriand, Mme. de Stäel son los mentores literarios de una renovación que incluye un cambio social. Al progresismo enciclopedista del siglo XVIII sucede una orientación histórica que busca en el pasado, no un reflejo de las luces de la razón sino un punto de partida peculiar, propio de un proceso dinámico hacia fines superiores. Existe una unidad entre naturaleza, vida y espíritu que presupone que, a través de pueblos y culturas distintas, se va cumpliendo un plan providencial de civilización. Cada pueblo debe buscar su especificidad... Vico y Herder están en el trasfondo de esas doctrinas que se convierten en ideal progresista y humanitario teorizado por el naciente socialismo utópico de Saint-Simon y sus discípulos: Fourier, Leroux y Considerant. Convertido en ideal de libertad, como liberalismo, llegará al Río de la Plata con Echeverría.
Volviendo al aspecto literario, las primeras publicaciones del argentino: Elvira o la novia del Plata (1832) y Los consuelos (1834) preparan lo que será su manifiesto: La cautiva (1837), largo poema incluido en las «Rimas» que dará nombre a la generación. El prólogo y el primer canto consagran el descubrimiento del desierto como paisaje propio con categoría para impulsar la naciente literatura. Echeverría, que había conocido a la juventud progresista en el Salón de Mariquita Sánchez al que asiste desde 1830 y había participado desde 1835 en el Gabinete de Lecturas de la Librería Argentina de Marcos Sastre, germen del futuro Salón Literario, inaugura éste el 23 de junio de 1837, en la calle Victoria 59, apoyándose en un grupo de jóvenes inquietos: Juan María Gutiérrez, Juan Bautista Alberdi, Vicente Fidel López, Cané, Frías, José Mármol11... Se leen fragmentos de las obras de los contertulios, se rinde culto a los románticos como Byron y Hugo e, inevitablemente a pesar de la censura de Rosas, se discuten las nuevas orientaciones filosóficas que, a veces, tienen clara implicación política12. El Salón, al que en un principio asisten también personajes de otras generaciones e implicaciones políticas -por ejemplo, Pedro de Angelis-, debe cerrar sus puertas a fines de septiembre tras escasamente cuatro meses de vida; la librería, como tal, se clausurará en mayo del 38. A fines de este año y como continuación de los mismos ideales, se pondrá en marcha la Asociación de la Joven Generación Argentina, a imitación de la Joven Europa de Mazzini. En su seno, Echeverría, Gutiérrez y Alberdi elaborarán el Código o declaración de principios que constituyen la creencia social de la República Argentina, publicado por este último el 1 de enero de 1839, en El Iniciador de Montevideo -periódico que editaban Andrés Lamas y Miguel Cané-. El Código se apoya en quince palabras simbólicas, de las que las ocho primeras corresponden a principios más generales, como «asociación», «progreso», «fraternidad», «libertad»..., mientras que las siete restantes ajustan un programa más específico como «continuación de las tradiciones progresivas de la revolución de Mayo»
(así reza el número nueve).
El entusiasmo de los jóvenes comienza a difundir el texto en provincias: el sanjuanino Manuel Quiroga Rosas, residente en la capital porteña, se encarga a su vuelta de fundar la sociedad en San Juan. A ella se adhieren Sarmiento, Aberastain, Rodríguez y Villafañe. Este último la introduce en Tucumán; y en 1840 Vicente Fidel López la lleva a Córdoba... Todos ellos se nutren del socialismo utópico y citan con desorden a Mazzini, Lamennais, Saint-Simon y Lerminier; junto a Tocqueville, Jouffroy, Leroux y Cousin... En realidad, el Código responde a una cuádruple aspiración:
1.- Una especie de «liberalismo cristiano heterodoxo», procedente de Lamennais, que se robustecerá con el saint-simonismo. Se reduce a constatar el fermento humanitario del Evangelio; de ahí que estén presentes en el credo palabras como «fraternidad», «libertad», e «igualdad» -más allá del indudable influjo de la Revolución francesa; 2.- El fervor republicano y democrático de Mazzini13, de cuya introducción en el Plata fue bastante responsable Alberdi, a través de su periódico La Moda. Para los jóvenes del 37 que se sienten depositarios de la sagrada misión de construir sus naciones, los presupuestos de La Joven Europa y La Joven Italia, de claro sentido nacionalista, son modelo de lo que ya en el exilio se convertirá en la Asociación de Mayo; 3.- El socialismo utópico de Saint-Simon14, al que Echeverría suele acceder a través de su discípulo Leroux. En realidad el argentino «dulcifica» al maestro; lo que toma es un deseo de arbitrar las fuerzas sociales del país para que, a través de la solidaridad y el progreso, se desenvuelvan sin roces profundos. Se trata de una especie de «democracia social» frente al socialismo autoritario y antidemocrático del francés; 4.- La aproximación del hegelianismo y el saint-simonismo que realizará Leroux. Éste, al fundar el semanario El Globo y dirigir la Revue Encyclopédique, fue responsable de la ampliación del espectro saint-simoniano; difundió a Cousin, ecléctico encargado de adaptar el viejo iluminismo a la nueva realidad sociológica; a Lerminier, jurisconsulto dedicado a la fundamentación ética del derecho; Villemain, Jouffroy... Así los saint-simonianos se distancian del planteamiento teórico de su maestro y se hacen responsables de un liberalismo industrial, comercial y técnico que incidirá, a largo plazo, en el impulso progresista del Río de la Plata15.
A fines del 40 casi todos los integrantes de la primera generación romántica están en el exilio; en 1841 Echeverría llega a Montevideo donde, andando el tiempo, reconstruirá La Joven Argentina bajo el nombre de Asociación de Mayo y reelaborará el Código editándolo como Dogma socialista (1846). El texto definitivo va precedido de una Ojeada retrospectiva sobre el movimiento intelectual en el Plata desde el año 37 y continuado por dos cartas, fruto de la polémica mantenida con Pedro de Angelis, que había tratado de ridiculizar El Dogma. El conjunto puede considerarse un corpus ecléctico articulado en tres tiempos con un sentido pragmático, que incluso fue enviado a Urquiza con la secreta esperanza de contribuir al futuro de la nación.
Sarmiento ha narrado en varias ocasiones -con insistencia en Mi defensa y en Recuerdos de provincia- el momento y la vía por la que tomó contacto con los intelectuales de la generación del 37 que, salvando las distancias, es la suya propia. Hombre del interior, nacido en San Juan -ciudad que había formado parte del reino de Chile como integrante de la provincia de Cuyo hasta 1776, cuando se erige el virreinato del Río de la Plata-, vino al mundo con la independencia americana, el 15 de febrero de 1811, aunque en vida forzará la fecha para hacer coincidir su epopeya personal con la de la patria. San Juan siguió los turbulentos avatares de la política de aquellos años, como parte de la Intendencia de Cuyo. En 1820 se sublevó el regimiento de cazadores de los Andes, deponiendo al gobernador de La Roza e independizándose de Mendoza y de la Intendencia de Cuyo. En 1825 el gobernador Salvador María del Carril (1823-25) le dio su Carta de Mayo, una de las primeras y más liberales constituciones provinciales; la asonada consiguiente provocó su destierro y el de sus colaboradores, poniendo fin a una obra de gobierno que equivalía a la realizada por Rivadavia en la capital. Años después, Sarmiento relatará cómo la provincia fue invadida por el caudillo Facundo Quiroga, quien impuso la candidatura de Manuel Quiroga Carril, anulando la labor progresista de Salvador. En un breve período de unos siete años se sucedieron hasta veintidós gobernadores, lo que puede dar idea del caos reinante en los años de la adolescencia sarmientina. Finalmente, en mayo del 36 asumió el poder el general Nazario Benavides, que se mantuvo paralelamente al mandato de Rosas hasta 1855, con escasos interregnos. Es el general al que Sarmiento se propondrá «civilizar» sin ningún éxito. Las luchas de unitarios y federales se suceden ininterrumpidamente, destacando tal vez la de Angaco entre Acha y los federales. El sanjuanino nunca se desliga de su turbulenta provincia, de la que toma el mando su amigo Aberastain en 1860. En esa fecha, el gobierno confederado ordenó la invasión, con la consiguiente resistencia a favor de la autonomía por parte de las tropas sanjuaninas. Finalmente derrotadas en La Rinconada (11 de enero de 1861), el incidente se salda con la ejecución de Aberastain. Sarmiento referirá con pesar la muerte del amigo y compañero en lides intelectuales. Después de esto, él mismo aceptará el cargo de gobernador en febrero de 1862, llevando a cabo un gobierno progresista al que deberá renunciar en abril de 1864 para cumplir una misión diplomática en los Estados Unidos.
Sarmiento es un autodidacta cuyo primer influjo cultural le llega a través de los nueve años de asistencia a la Escuela de la Patria, regentada por los hermanos Rodríguez. Ellos representaban el iluminismo enciclopedista apoyado en los franceses Rousseau, Voltaire, Diderot y Montesquieu y con un resabio de las ideas de afrancesados hispanos como Feijoo, Jovellanos, Aranda o Moratín. De allí tal vez procedan la idea de igualdad social y el sentido cívico de nacionalidad. Después el mal hado le imposibilitó el ingreso en el Colegio de Ciencias Morales de Buenos Aires, lo que le hubiera arrancado de su rincón provinciano caracterizado por una cultura conservadora y clerical, que será la que reciba de sus parientes religiosos durante el torbellino de las interminables revueltas civiles. Del 31 al 36 y emigrado en Chile, se dedicó a todo tipo de trabajos -maestro, bodegonero, dependiente de comercio, capataz de minas... Lee lo que encuentra a mano -la Biblia, biografías, los catecismos de Ackerman que desde Londres distribuían el saber de la época... Fue niño precoz, de memoria excepcional, autodidacta deseoso de mostrarse, una y otra vez, como fruto de su esfuerzo. Educado por medio de la palabra, buscó siempre la compañía de hombres instruidos. Por ello, al volver a San Juan a comienzos del 37 se vincula con jóvenes unitarios representantes de la escasa cultura provincial, abandonando el federalismo familiar. En los discursos de los fundadores del Salón Literario de Buenos Aires que conoció, pudo confirmar su sospecha de que esa vieja cultura era insuficiente para el proyecto de reconstrucción nacional. Por ello trata de conectar con Alberdi16 a quien considera modelo al haberse forjado desde la provincia; y a través de su corresponsal Quiroga Rosas va adentrándose en un mundo nuevo de lecturas que contribuirán a perfilar su configuración intelectual del 37 al 40.
En las obras completas de Sarmiento hay suficientes datos sobre su formación como para poder trazar un exhaustivo mapa de sus libros. Pero no interesa tanto el resultado que arroja un panorama desordenado y sin coherencia sistemática como reconocer que el clima de la época se amoldó perfectamente a su temperamento primario, liberal y luchador. En su caso, el historicismo romántico no consiste en la simple apropiación de las ideas de un Michelet o un Guizot, por ejemplo; sino más bien en la identificación de la marcha civilizadora con los avatares de su vida. Hay en él un providencialismo mesiánico que lo lleva a sentirse protagonista de la historia. Al estudiar ese proceso, enfocándolo sobre su país, comienza a gestar lo que será su tesis central, que aparece ya insinuada hacia 1839: «Hay una lucha social entre los principios liberales y civilizadores, por una parte, y el despotismo y la barbarie, por otra»
. Como modelos últimos de esta dicotomía podrían señalarse: Fourier, con su teoría de los estadios históricos; Cousin y su concepto de «guerra civil» formulado en la Introduction à l'histoire de la philosophie (1845); y algunos historiadores románticos como Thierry que estudia la historia francesa como fruto del antagonismo social entre razas contrapuestas. No hay que olvidar que en esta época fue grande el influjo de Tocqueville, discípulo de Guizot y Michelet, quien en La démocratie en Amérique (1839) aplicó el análisis histórico de manera sistemática al nuevo continente, insistiendo en un determinismo geográfico que más bien procede de Herder17.
El grupo cuyano cierra filas en torno a un periódico, El Zonda (1839), fundado por Sarmiento y Quiroga Rosas. Imita La Moda de Alberdi; y ambos remiten a la Revue Encyclopédique de Leroux. En el espíritu de Mayo desean la recuperación progresista del país, a la vez que procuran indagar su identidad siguiendo la estela romántica. Discuten las lecturas, transmitiéndose inquietudes y nuevos enfoques. Esta etapa sarmientina, con su acercamiento y distancia por formación y carácter al grupo romántico, finaliza en 1840, momento en que, tras enfrentar al gobierno local, y sobrevivir a la agresión de una montonera, parte hacia Chile.
No estará solo; con el tiempo se le van uniendo V. F. López, Mitre, Alberdi y otros más que Ricardo Rojas denominará «la escuela cuyana»
, responsable de una importante difusión cultural en el país vecino. En efecto, es ahora cuando madura su vocación intelectual, al servicio de la sociedad y por las vías complementarias del periodismo y la educación. Su desembarco en el mundo chileno es narrado por él con los tintes románticos del descubrimiento del genio: un artículo anónimo titulado «El doce de Febrero de 1817» y firmado por «Un teniente de artillería de Chacabuco»
que logra publicar en El Mercurio de Valparaíso, el 11 de febrero de 1841, por recomendación de su amigo Lastarria, «hizo una gran sensación»
-en palabras de su autor- hasta el punto de que «los hombres de estado [...] se apresuraron a buscar la procedencia del escrito y llamar a su autor, aun suponiéndolo extranjero, a dirigir o expresar la política del gobierno en la prensa»
. La exageración y la conciencia providencialista tan habituales en él, encubren un fondo verdadero: trabajará en El Mercurio, colaborará en El Nacional y en 1842 fundará El Progreso con V. F. López. En realidad, su vida hasta el 52 será el periodismo combativo, llegando a colaborar en más de quince publicaciones. Su escritura se caracterizará por la espontaneidad y estará recorrida por innumerables exclamaciones y signos de interrogación. La materia del escritor -según él- debería sella observación de la realidad nacional, tanto política como de otros aspectos que la configuran (fiestas, modas, costumbres más o menos pueblerinas...). Así para algunos críticos es el iniciador del costumbrismo chileno18. En crónicas anónimas o bajo el seudónimo de «Pinganilla»
-famoso mono de circo- disecciona el entorno al modo de la fisiología francesa; o siguiendo el ejemplo de Larra al que consideraba modelo de la juventud patriota19. Así, por ejemplo, detrás de la aparente crítica colorista hay una preocupación social y reformadora. Tras la divertida sátira de las vestimentas locales en Avíos y monturas (7 de diciembre de 1841) se percibe su deseo de oponer la civilización europea a la barbarie americana; el vestido será el espejo del carácter. Su revisión cultural se detiene también en el teatro, que aborda como fenómeno global -texto, escenificación, público...- adelantándose a las modernas teorías de la estética de la recepción.
1842 es una fecha inolvidable en el proceso intelectual y literario chileno: con la famosa polémica entre clásicos y románticos se inicia el romanticismo cuyo eje fue Victorino Lastarria, fundador de la Sociedad Literaria. Tanto Sarmiento como V. F. López son responsables de su puesta en marcha, al enfrentar actitudes dinámicas a la cultura oficial representada por Andrés Bello y su círculo. La disidencia originaria se centró en el vehículo lingüístico y se desencadenó con un comentario de Sarmiento al artículo anónimo de El Mercurio (27 de abril de 1842) que llevaba por título «Ejercicios de lengua castellana» y planteaba corregir de forma académica el mal uso de esta lengua. El argentino responde apoyándose en un concepto romántico, según el cual el idioma es portavoz del espíritu de un pueblo en ebullición, por lo que su creatividad nunca debe ser cercenada por la normativa de los gramáticos. En la contrarréplica, Bello, bajo el seudónimo de «Un quidam»
muestra su temor por la degradación de un castellano que se va plagando de extranjerismos y, según él, debería estar controlado por las autoridades en la materia. La polémica amplía su espectro al sumarse los discípulos de Bello. En realidad se enfrentaban dos actitudes: el orden mental del clásico frente al ansia de libertad del romántico. De ahí que, en sucesivas etapas, se vaya perfilando el subyacente sistema literario sarmientino: romanticismo, liberalismo e historicismo.
La polémica se extiende a otros periódicos a partir de mediados de junio: V. F. López se alineará junto a su amigo argentino desde las páginas de la Revista de Valparaíso y La Gaceta de Comercio; en contra de los redactores chilenos del Semanario de Santiago. En esta segunda fase, el punto de partida es el artículo de López titulado «Clasicismo y romanticismo», en que obviamente se decanta por el segundo. Sus contrincantes asimilarán el término «romántico» -como en su día sucediera con el «barroco»- a todo lo extravagante, desatinado y... galicista. Sarmiento, que siempre fue un polemista apasionado, escribirá a partir del 25 de junio hasta ocho artículos sobre el asunto, reforzando los seis de su amigo. Lo curioso del tema es que el sanjuanino insiste en la función social del término «romántico», que va más allá de un supuesto romanticismo lacrimógeno, cuya defunción europea se señala20.
Consecuente con sus ideas y apoyado en el gobierno conservador a través de su amistad con el ministro Montt, funda la Escuela Normal de Preceptores de Santiago de Chile (18 de enero de 1842) y publica un Método gradual de lectura que se adoptó en las escuelas públicas chilenas. Propone, además, un proyecto de reforma ortográfica en una de las primeras sesiones de la recién creada Facultad de Filosofía y Humanidades (17 de octubre de 1843). La pretensión de modernizar las grafías le supone ataques de El Progreso con cuyo redactor, Minvielle, cruza más de diez cartas justificando su propuesta; hasta que consigue sea aceptada el 24 de abril del 44.
En las violentas diatribas que degeneran, en ocasiones, al nivel de insulto personal, Sarmiento se fue ganando enemigos empeñados en humillar al advenedizo achilenado. Por si esto fuera poco, un decidido apoyo a la facción de Montt dentro del partido conservador le acaba alejando de hombres como Lastarria que estaban al lado de Irarrázabal, cuyos intereses como facción opuesta defendía El Siglo. Política, pasión personal y literatura se entrelazan íntimamente, como suele ocurrir en la Hispanoamérica del XIX. En este caso, el resultado fue un furibundo ataque del coronel Godoy, colaborador de El Siglo, que determinó al sanjuanino a redactar su primera autobiografía bajo el título de Mi defensa (1843). Todavía tuvo arrestos, tras el violento episodio, para mantener otra larga polémica con su compatriota Alberdi, varios años después. El asunto giró entonces en torno al planteamiento nacional que debería hacerse como razón de estado, tras la previsible caída de Rosas. Las Cartas quillotanas recogen los textos de un Alberdi que todavía está lejos de aquel que redactará las Bases...
A pesar de su agitadísima existencia, poco a poco se va conformando un sistema de valores que cristalizará en una de sus obras más antologizadas: Facundo, o civilización y barbarie. El detonante inmediato es la llegada a Chile de una embajada de Rosas para desacreditarlo y pedir su extradición. Apremiado por las circunstancias comienza a publicar, como folletín por entregas, un texto que venía madurando desde la militante oposición al dictador y que publica ahora, casi sin pulir, a lo largo de un mes. Texto híbrido, donde se combinan el ensayo sociológico, la biografía del caudillo Facundo Quiroga y un análisis del proceso histórico argentino desde la revolución de 1810. La tesis subyacente no es original; lo original es el producto sarmientino.
Libro extraño, informe, se plantea como ensayo que se aparta de la tradición española en busca de la originalidad que trascienda los estrechos límites de los géneros. En la introducción se proyecta una dura empresa de desciframiento del ser y el destino de la patria; para ello se analizarán las causas histórico-sociales e incluso geográficas responsables, en última instancia, del carácter nacional. El medio físico -la inmensidad y despoblación de la República Argentina- determinará el surgimiento de un ser humano bárbaro, germen del caudillismo que destroza el país. A partir del capítulo quinto ejemplifica la tesis con la biografía de Juan Facundo Quiroga, caudillo de los llanos. Lo hace emerger de la tumba, mediante un conjuro romántico utilizando el molde de las fisiologías para caracterizarlo en su retrato -el terror en la mirada, la maraña de pelo que lo recubre- como metáfora de la barbarie nacional. Gaucho malo, dominado por el instinto y la irracionalidad, encubre a un doble, su versión más refinada: Juan Manuel de Rosas. Porque en definitiva él será el blanco de la denuncia que rezuma el panfleto sarmientino. Así el libro se vertebra mediante un sostenido sistema de oposiciones, trabadas entre sí y que en ocasiones van desplazándose21; el eje viene dado por la dicotomía entre la civilización ciudadana y la barbarie del desierto22. Si en la colonia la civilización era lo hispano frente a la barbarie indígena, a partir de la independencia la civilización corresponderá a lo europeo que se opone ahora al atraso español y la barbarie americana. Por ello Buenos Aires se distancia de Córdoba, aunque acabe contaminándose con la siembra del dictador instalado en su centro. A través de las parejas de opuestos se elabora todo un cuadro histórico-social que pretende dar cuenta del fenómeno del caudillismo argentino en general y del despotismo rosista en particular. La originalidad del sanjuanino consiste en haber ido más allá, proponiendo en el último capítulo un programa para el gobierno que sustituirá al denigrado -no en vano Sarmiento se considera a sí mismo adalid de la oposición armada contra Rosas.
Desordenado, reiterativo... aun así exhibe el orgullo del escritor ya forjado y consciente de su valía. Hay un plan metatextual23 patente en el continuo diálogo con el lector al que se increpa con preguntas y respuestas, exclamaciones y rápidos virajes. De vez en cuando se sintetiza lo narrado para proyectarlo en el futuro, descubriendo lo que vendrá detrás -conviene recordar que estamos ante un folletín que debe captar la atención del lector. Sarmiento es el agonista del texto: lo medita, lo sufre, expone sus ideas, en una doble y constante relación con el lector y con sus personajes.
Manifiesto de la preburguesía argentina de las ciudades del interior, canto al progreso que deberá instaurarse a través de un programa de educación e inmigración europea o norteamericana, el Facundo es una obra compleja que se presta a múltiples interpretaciones y que en su momento atrajo sobre sí el interés y también la ira de sus contemporáneos; hasta el punto de que su autor debió dejar Chile.
El 28 de octubre de 1845 embarca en Valparaíso con la misión oficial de estudiar los métodos educativos en Europa y Estados Unidos, en un viaje que se prolongará durante tres años y cuyas vivencias lo impulsarán a reelaborar algunos de sus presupuestos teóricos. Es el momento en que conoce, a su paso por Montevideo, a Echeverría y algunos otros de los proscritos porteños. En las páginas de los Viajes hay referencias al Dogma, como antes en el Facundo había señalado La cautiva como ejemplo de literatura nacional. De cualquier forma, no parece haber existido gran afinidad entre ambos, por carácter y porque el sanjuanino defendía una escritura social más revolucionaria que la operante en el líder del 37.
Al salir de Río de Janeiro ha coincidido en el barco con Tandonnet, discípulo directo de Fourier con quien entrará en contacto en París. A partir de entonces será reticente frente al personaje y a su doctrina de los falansterios, cuyos ensayos en Brasil y Francia habían fracasado. Por otro lado, la culta y civilizada Europa le decepciona por no serlo tanto y porque no encuentra allí los resultados democráticos que imaginaba por sus lecturas. El liberalismo europeo le parece sin relevancia en la dinámica social; y en el futuro los sucesos del 48 le mostrarán los abusos en que puede degenerar la demagogia revolucionaria. Lo que siempre admirará es el arte y las tradiciones europeas insertas en un paisaje histórico del que carece el joven continente americano. En cambio los Estados Unidos se le ofrecen como paradigma por sus alcances en materia educativa y práctica política. La vieja admiración por Franklin será el polo imantador de un pensamiento que no lo abandonará ya. Su concepto de civilización se tiñe de racionalismo utilitario y, más cauto ante la soberanía popular, aprende ahora con Lerminier que una libertad sin contenido ético puede ser peligrosa.
A su vuelta del largo periplo publica apoyándose en sus dotes de observador y excelente memoria: De la educación popular y el volumen de los Viajes...24 Este último bajo la forma de un heterogéneo conjunto de cartas a sus amigos y una serie de textos no epistolares, a la que antepone un prólogo explicativo, consciente de que su texto es «otra cosa» que los habituales libros de viaje; y deseoso de encontrar un lugar no ocupado por el discurso europeo, aunque eso lo lleve a presentarse como escritor que compone desde la barbarie25.
Ya de vuelta en Chile lleva a cabo y publica anónimamente una nueva aproximación a la coyuntura histórica del país, cuyos temas entroncarán con las propuestas del último capítulo de Facundo. A pesar de ello, esta obra siempre ha sido considerada «utópica», tal vez porque la propuesta sarmientina de fundar una nueva capital para la confederación en la isla desierta de Martín García, recordaba los viejos escenarios de la utopía. Si lo es, como siempre en el argentino, se contextualiza históricamente: a la vista del ejemplo de Estados Unidos donde la fundación de Washington vino a dirimir entre los derechos de las viejas ciudades americanas, no le parece desatinado hacer la misma sugerencia para solventar la rivalidad entre Córdoba y Buenos Aires. Por otra parte, la isla de Martín García, por su importancia estratégica para el comercio en la desembocadura del Paraná y por ser un espacio concentrado, permite a su autor insistir en las tesis salvadoras: inmigración europea y apertura económica basada en la navegación fluvial26.
El pragmatismo del sanjuanino se acrecienta ahora: la salvación para su tierra deberá contar con lo previsto en el pacto federal de 1831. Hay un deseo de predisponer la opinión del caudillo Urquiza, integrado inicialmente en la confederación, pero que parecía indisponerse con Rosas; por ello se le elogia y se le incita a protagonizar la nueva organización constitucional.
La coyuntura política está muy presente en la actuación y en la escritura sarmientinas; es algo que conviene tener en cuenta al enfocar Recuerdos de provincia que se publica este mismo año. La complejidad generadora del texto es indudable; siempre se ha examinado a la luz de sus palabras, según las cuales la obra habría surgido como en su día Mi defensa, de la necesidad de defenderse de las insidias constantes de sus múltiples enemigos. Pero, lo cierto es que es mucho más: hay una intencionalidad de presentar un candidato y un programa ante sus compatriotas, de elaborar una convincente imagen pública de un hombre que se ha gestado a sí mismo, en paralelo al surgimiento de la patria. De cualquier forma, el detonante inmediato de la escritura es, otra vez, una nueva embajada de Rosas ante el gobierno chileno.
Los hechos subsiguientes exceden al marco de la obra estudiada aquí pero completan la biobibliografía de un gran luchador cuya escritura nunca desaparece, si bien es verdad que en el último tramo de su vida casi resulta opacada por la desbordante actividad pública -pedagógica y de gestión política.
Los hechos son bien conocidos: en septiembre del 51, Sarmiento abandona Chile para unirse al ejército de Urquiza en el que militará con el rango de teniente y del que redactará el boletín. Después del triunfo de Caseros (1852), sus diferencias con Urquiza lo alejan de Buenos Aires empujándole a publicar en tres entregas la Campaña en el Ejército Grande (1852). Documento y alegato contra el general vencedor en el que, muchas veces, el sanjuanino vuelve a erigirse en protagonista descarado de la historia. El flujo narrativo, más esquemático y pobre que el de obras anteriores, encierra fragmentos de calidad. Pero el escritor no se resigna a perder protagonismo y eso es lo que subyace en su mordaz dedicatoria a Alberdi, quien desde Chile toleraba la actuación de Urquiza como mal menor necesario para el desarrollo del país. Surge, una vez más, la polémica violenta entre ambos: las Cartas quillotanas, de Alberdi y Las ciento y una de su contrincante, resumen el proceso.
Senador, gobernador, ministro, político muy discutido pero en ascenso, presidente de la nación durante seis años (1868-74); pedagogo, impulsor del progreso... Sarmiento pudo llevar a cabo en la recta final de su vida muchos de los sueños de su juventud; su ideario casi se trasmutó en planificación de comunicaciones, industrialización y comercio, planes educativos y apertura inmigratoria para un país que debería forjarse en la segunda mitad del siglo. Desde el punto de vista literario, en esta etapa deja una obra inconclusa que lleva por título Conflictos y armonías de las razas en América (1883). Es un análisis del fracaso parcial de los hombres del 37 que, desde presupuestos deterministas, achaca al peso del legado indígena. En el plano intertextual, este «Facundo de su vejez»
-como él gustada llamarlo- remite a una conferencia de 1858: Espíritu y condiciones de la historia en América. Las páginas que ahora titula: Prolegómenos. ¿Qué es América? se abren prácticamente con la misma pregunta por la identidad europea o indígena de una Argentina que ni siquiera está segura de ser nación. Para un hombre como él que, desde una óptica muy personal, ha reelaborado el evolucionismo positivista de Spencer, la convicción de la barbarie americana se afianza. La herencia blanca, signo de libertad y progreso, no ha podido vencer el lastre del indígena. La obra, inconclusa, no permite mas que vislumbrar las reiteradas «soluciones» de otras veces, quizá deslavazadas, farragosas y algo languidecentes.
(pp. 77-78) |
Estas palabras que Sarmiento coloca en la introducción a su obra pueden dar la pauta del derrotero que seguirá un texto tan complejo como éste. Para el lector autodidacta e indiscriminado que fue siempre el argentino, lectura y cultura son parte constituyente de un binomio que sitúa a cada ser humano en el lugar que le corresponde. Pero será la escritura el vehículo que lo conserve para la posteridad. De ahí su pasión por la biografía con valor ejemplarizante, que permite a sus personajes pervivir en la historia nacional. En este sentido, Recuerdos de provincia se presenta como la culminación de una trayectoria textual -la escritura de biografías- y de un itinerario histórico de grandes hombres, cuyo epígono sería Sarmiento. La autobiografía le dará un estatuto frente a la posteridad, al integrarlo en el devenir de la patria.
El proceso tiene sus fases y se inscribe en una dinámica de época. Como ha recordado May...: «esta irrupción irresistible de la historia en la autobiografía [...] se destaca sobre todo en los períodos de crisis políticas o militares»
27. Tal vez por eso, el turbulento XIX contempla una explosión de «memorias» y «recuerdos» -géneros de fronteras fluidas porque dependen de la subjetividad-, junto a un paralelo esfuerzo de teorización biográfica por parte de autores como Carlyle o Emerson. Bajo el reclamo utópico de la verdad o la sinceridad surgen textos presididos por la nostalgia o la vanidad, en los que entretejen presente y pasado. Muchos tienen un móvil apologético: en Argentina los hombres de Mayo -Agrelo, Posadas, Lamadrid, Pueyrredón, Varela, Belgrano, Berutti28...- sintieron pronto la necesidad de la confesión pública; tal vez porque no encontraron en sus contemporáneos el reconocimiento a su quehacer político. De ellos, sólo algunos como Berutti alcanzaron a comprender la trascendencia histórica del momento. En sus Memorias, prolongadas a lo largo de casi cuarenta años, hay una mirada sobre los sucesos de Mayo hasta Caseros; lo que avalaría la tesis mantenida por Adolfo Prieto de que vida pública y vida privada terminan por ser una sola cosa en la autobiografía argentina29.
Lo cierto es que la biografía -que procede de la laudatio romana, es decir, la oración fúnebre que se acostumbraba pronunciar a la muerte de un gran hombre- se vuelve a poner de moda a fines del siglo XVIII con una fuerza que escapa a los limitados ámbitos -el eclesial y el del aprendizaje del latín- en que se había mantenido durante la Edad Media y el Barroco30. El Romanticismo, al volver los ojos al pasado, resucitó para la escena literaria al hombre de pasión y sentimientos que encarna el destino y los ideales patrios. Tanto la novela como el drama histórico se apoyaron en el género biográfico. Por la década de los cuarenta, cuando Sarmiento comienza a introducirse en este terreno, había toda una tradición francesa de escritura biográfica: Federico de Rusia, de Voltaire; Oliverio Cromwell, de Villemain; las Vidas de Bossuet o Washington, escritas por Beauzée y Guizot, respectivamente... Pero además lo biográfico como intrahistoria cotidiana -costumbres domésticas, hábitos operativos- estaba empezando a ser considerado por Sainte-Beuve y algunos otros como método de crítica literaria. Sainte-Beuve había planteado el interés de conocer la intimidad de los grandes hombres para acceder a un conocimiento profundo de su obra. De ahí los retratos, portraits, que comenzó a publicar en 1829 y fueron difundidos en América por la Revue de Deux Mondes (1831), antes de recogerse en volumen (1832).
La biografía apasionó a Sarmiento desde la adolescencia: la Vida de Cicerón, de Middleton y la autobiografía de Franklin fueron sus libros favoritos. A partir de 1841 cita las Vidas paralelas de Plutarco cuya lectura le acabó de confirmar en su atracción por los personajes singulares, que marcan la historia de una época31. Desde este año también empieza a esbozar su futura tesis según la cual la biografía es la materia prima de la historia. El 20 de marzo de 1842 y como prefacio a la publicación de una serie de éstas, expone más sistemáticamente el concepto que tuvo del género y su eficacia pedagógica:
«Tan convencidos estamos de esta poderosa influencia que en el ánimo de los hombres ejerce la narración de los hechos que constituyen la vida de un valor ilustre, que por largo tiempo hemos meditado sobre la necesidad de hacer popular en nuestros pueblos americanos la vida de un hombre célebre en los fastos de la humanidad»32. |
La intención edificante responde al viejo adagio de «enseñar deleitando»
; y su importancia estriba en que el gran hombre nunca es un ser aislado, sino que de alguna forma sintetiza la historia contemporánea. En resumen, las biografías entretejen el curso de las civilizaciones y el espíritu que las anima:
«La biografía de un hombre que ha desempeñado un gran papel en una época y país dados, es el resumen de la historia contemporánea, iluminada con los animados colores que reflejan las costumbres y hábitos nacionales, las ideas dominantes, las tendencias de la civilización y la dirección especial que el genio de los grandes hombres puede imprimir a la sociedad»33. |
Aquí está perfectamente explicitado el andamiaje teórico con que construirá su Facundo34, tres años después: el gran hombre es el instrumento de la historia y su personalidad jamás podrá desvincularse del medio que lo rodea35. Como soporte ideológico, Hegel y Cousin, que ya no han de olvidarse. La adaptación que se realiza de ellos supone que, a partir de la exhaustiva exploración del pasado, podría preverse el porvenir; es decir, esta escritura tiene una proyección visionaria y profética.
En el conjunto de las obras completas, las biografías elaboradas por el argentino ocupan tres volúmenes; son su pasión declarada, una dedicación que se desborda por el deseo de reescribir la historia argentina, cubriendo el país con letras... En muchos casos Sarmiento remite a los orígenes romanos al escribirlas como notas necrológicas que se convierten en obligado panegírico, al ensancharse en el relato de las gestas del hombre de bien. Aquí se inscriben las biografías de los amigos, los hombres ejemplares como Aberastain, víctima del tirano; Vélez Sarsfield, destacado jurista, o el educador Horace Mann. Hay una relación personal que justifica la escritura. En esta línea habrá que resaltar la Vida de Dominguito (1886), el hijo muerto en la campaña militar. Páginas líricas que se entrelazan con la propia autobiografía.
En otros casos es el hombre público, como O'Higgins, San Martín y algunos militares de la Independencia, quien focaliza su atención. El binomio hombre ejemplar-patria se funde sin dificultad en una sola historia.
El proceso es idéntico en algunos personajes vivos como Montt, sobre quien redacta varios artículos en 1851, con motivo de su candidatura a la presidencia chilena: el texto se convierte en biografía ejemplar por las sobresalientes virtudes cívicas del candidato36.
En el polo opuesto, como corresponde al dualismo generado por la República Argentina, están las biografías de los genios malos, fundamentalmente los caudillos Aldao, Facundo y El Chacho. Figuras arquetípicas del entorno, como se vio al hablar de Facundo, determinan el funcionamiento nacional. Sarmiento se siente románticamente fascinado por ellas y lo demuestra al dedicarles el mayor y más cuidado número de páginas37.
Recuerdos de provincia se inscribe en esta trayectoria biográfica, amplificándola y utilizándola en provecho propio: los antepasados son los hombres de la patria que le precedieron y al rememorar su historia va, poco a poco, inscribiendo su propia biografía en la estela que dejaron.
Como dice Gusdorf38, en el estilo romántico vida, trabajo y autobiografía constituyen una sola afirmación. Esto es lo que sucede en esta especie de «cajón de sastre», fruto de motivaciones convergentes. Altamirano y Sarlo han resumido, a mi entender de modo ajustado, la diversidad subyacente a lo «uno» de la escritura. Dicen así:
«Autoconciencia historicista y providencialismo, afición por las vidas ejemplares, ya como forma didáctico-moral, ya como forma de conocimiento histórico, intención política deliberada, compulsión a vindicarse: es en el juego de una determinación plural donde hay que colocar la operación autobiográfica de Recuerdos. La construcción del texto amalgama esas instancias sin disolverlas. También el personaje resulta de la intersección de líneas dispares: es el protagonista de un relato de doble faz. Por un lado, la historia del descendiente de una vieja familia colonial; por el otro, los trabajos de la formación de un autodidacta»39. |
Como autobiografía vindicadora del honor ultrajado, Recuerdos tiene su precedente en Mi defensa, folleto de unas treinta páginas publicado en Chile (1843). La génesis de este opúsculo es bien conocida: el periodista Domingo Santiago Godoy lanza contra él una campaña de calumnias en la prensa, acusándolo de haber cometido un crimen durante su juventud en San Juan y de ser un hombre despreciado y oscuro. El polémico Sarmiento, que se jacta de haber excitado siempre grandes animadversiones y profundas simpatías, acude a la palestra. Agradece a Godoy la posibilidad de salir del oscuro anonimato y se dispone a la «humillante -dice él- tarea de describirme a mí mismo»
40. Se presenta con la vitola romántica del luchador siempre acosado para quien la «vida entera [es] un largo combate»
(p. 24); y concluye:
«Voy a recorrer las épocas de mi vida, porque necesito salvar de un naufragio mi reputación, que hace ya mucha agua, en fuerza de las andanadas que me disparan...». |
(p. 25) |
A una calumnia, pues, responde con el texto de su vida, dividiéndola en tres partes: 1.- Infancia; 2.- El militar y el hombre de partido; y, 3.- El hijo, el hermano y el amigo. El relato que se brinda es el resultado de una selección de noticias, que lleva a cabo un narrador imbuido de mesianismo y capaz de distorsionar la realidad por la distancia cronológica del recuerdo y el prisma deformante de la exageración romántica. La voluntad, apuntalada en la disciplina y el estudio, se enfrenta a una reiterada adversidad que, en último término, remite a las determinaciones de un orden natural: el atraso de la Pampa. Voluntad y adversidad se refractan en dos haces estilísticos sustentadores de todo el texto. Anderson Imbert (1967) ha señalado la complacencia estética del sanjuanino en la rememoración de su lucha contra las circunstancias hostiles. Una y otra vez se confronta un destino personal patético al resto de la nación. El patriotismo y el deseo de bien social dan sentido a la esforzada tarea. Hay muchos datos sobre su persona, vida y ambiente, engarzados siempre por una aguda conciencia de sí mismo. En cuanto a la forma, está ya presente el narrador apasionado que se yergue en el texto, en primera persona, increpando al lector mediante continuas interrogaciones y desbordando sus sentimientos a través de oportunas exclamaciones... Todo ello se intensifica en la introducción; pero tanto en ésta como en el resto del escrito hay un destinatario explícito: Godoy, a quien se pretende rebatir como si se tratara de una de las tantas polémicas en que se enzarzó el sanjuanino.
Este primer esbozo autobiográfico de quien fue llamado «don Yo»
por sus contemporáneos, hartos de la eterna ansia de protagonismo del argentino, pone sobre el tapete un problema psicológico profundo, cierto complejo de inferioridad señalado por Cymerman, quien dice:
«Sus reiteradas alusiones personales son una muestra más que probable de una duda y una inseguridad que lo habitan constantemente, por lo menos en la primera parte de su vida»41. |
Necesitará compensarla con esa inmensa amplificación personal que culmina siete años después en el texto de Recuerdos... La mayoría de los críticos no han dejado de ver las relaciones entre los dos textos autobiográficos sarmientinos. Para Jitrik, «Mi defensa es no sólo el embrión de Recuerdos de provincia sino también su protorrelato y aún su genotexto concreto»
42. No obstante, sin olvidar jamás esta conexión real, hay que tener presentes las abismales diferencias que las separan: corresponden a distintos períodos de la vida en el exilio, lo que determina finalidades y destinatarios diferentes; y además entre ambas median dos libros decisivos, Facundo y los Viajes, con una incidencia importante en el libro de 1850. Trataré de explicar brevemente las consecuencias que todo ello tiene en este último texto.
Si Mi defensa fue el fruto de la indignación y la protesta ante una campaña difamatoria, Recuerdos surge, teñido de afectividad y con un tono más reposado, del deseo sarmientino de presentarse como hombre providencial nacido con la patria y destinado a ser la alternativa a Rosas43. Para ello deberá desplegar una triple identificación: 1.- Con una genealogía «decente», ilustrada y de sólida tradición de servicio a la colectividad; 2.- Con la patria a la que queda ligado, ya que su epopeya personal -dirá en la introducción- «es parte integrante del voluminoso protocolo de notas de los gobiernos argentinos»
(p. 77); y, 3.- Con su momento histórico, que fija la oportunidad de la publicación y justifica la estructura textual: un cuadro genealógico de personajes integrantes de la historia de San Juan, cuya presencia no es arbitraria, porque cada uno de ellos establece un nexo con el autobiografiado. La galería de eclesiásticos, definida por la excepcionalidad romántica, está integrada por hombres de bien, cristianos progresistas de fuerte personalidad y compromiso político. Entre ellos emerge su educador, don José Oro, que toma el papel paterno en el destierro y lo forma en libertad con un sistema pedagógico empírico, apoyado en el diálogo. El gusto por la geografía y el afán por construir escuelas están ligados a este personaje definido por el gen de la locura y las rarezas. Su sobrino, Domingo de Oro, intelectual y gaucho a la vez, profundamente interesado por los acontecimientos públicos, es el antecesor eclesial del propio Domingo F. Sarmiento, que lo admira por su patriotismo y el poder de seducción de su discurso.
Puesto que son biografías escritas para consumo nacional, le interesa incorporar a los dignatarios ilustres: Fray Justo de Santa María de Oro y el historiador Funes son ya parte de la historia por su participación legislativa en los sucesos independentistas. En este caso, la descripción adolece de mayor frialdad, el tono es menos lírico44. Todo lo contrario a la evocación de la figura materna, boceto tejido sobre la imagen de la mujer fuerte de la Biblia, sostén del hogar y ejemplo de dignidad ante la pobreza. En el hogar paterno ella es el centro, debe asistir al cambio de tradiciones, fruto de los tiempos. Curiosamente en este capítulo, Sarmiento se convierte en un nostálgico cultor de los valores provincianos, rememorados con añoranza y sentida emoción45.
Esas historias personales reflejan la marcha de la civilización -aquí se inserta el enfoque historicista sarmientino:
(pp. 178-179) |
Y finalmente esa marcha de la civilización culmina en Sarmiento; por eso dirá al abrir el capítulo que titula Mi educación:
(p. 252) |
Comenta Jitrik que, a pesar de ser «presentado como bisagra histórica, diría que sólo indica una voluntad, en este caso de contenido historicista, de dar racionalidad a un discurso»
46. No tanto marcar un corte, como insistir en la continuidad, que el sanjuanino refuerza al recrear su niñez con una dimensión histórica: es el narrador adulto quien compara las escaramuzas del niño Sarmiento a las de la historia clásica -Leónidas en las Termópilas- o a las gestas argentinas -Acha en Angaco- (p. 269). Su destino es histórico, su vida es un reflejo de la vida de América del Sur y tanto biografías como autobiografía no son sino el cauce para descifrar enigmas históricos, porque son signos de época:
(pp. 252-253) |
En cuanto al destinatario, «las páginas que siguen -dirá en Recuerdos con un artificio común a las autobiografías- son puramente confidenciales, dirigidas a un centenar de personas»
(p. 75). La dedicatoria está reservada «a mis compatriotas solamente»
, frente al destinatario chileno de Mi defensa: es obvio que la precampaña política con la presidencia como objetivo último, prevalecen en esta elección. El horizonte de expectativas no tiene nada que ver en ambos casos. Sarmiento cuenta con ese pacto con el lector del que habló Lejeune47, que establece una vía de entendimiento implícito entre ambos. En el tono más atemperado, en la prosa más discursiva frente al desbordamiento anterior, influye además su experiencia de los viajes por Europa y América. La cultura francesa tal vez no sea tan civilizada y su liberalismo no se ha demostrado tan eficaz como receta política -piensa ahora48. En cambio, Estados Unidos se propone como ideal por la continuidad histórica (p. 203), que le ha permitido gozar de una política estable; por haber sido capaz de elegir y pagar la educación a una juventud valiosa -en contra de lo que hizo el tirano Benavides en San Juan (p. 304)- y, en consecuencia, por su capacidad de generar riqueza, como fruto de las inteligencias cultivadas (p. 117).
En cuanto a la selección del molde formal, es decir la estructura del texto, es obvio que también pesan detrás libros como Viajes o Facundo. Jitrik llega a decir -aunque creo es exagerado- que «en verdad Facundo y Recuerdos son tan sólo dos capítulos de un solo texto, vinculados a un único gesto explicativo»
49. Tal vez lo que los ligue y supere la especificidad de cada uno es que en ambos «el género funciona como modelo conceptual; y entonces lo que evoluciona es el paradigma mental, compuesto generalmente de algunas obras canónicas, mientras al propio tiempo las imitaciones individuales del modelo obedecen a su propio ritmo de evolución»
50. Por lo tanto, de acuerdo a nuevos tiempos y nuevas realidades, Sarmiento introduce «anticuerpos» en la estructura más o menos clásica de la biografía, del libro de viajes e incluso del incipiente ensayo, combinándolos de forma absolutamente personal. No en vano «los géneros -dice Guillén acertadamente- son los signos más notorios de ese entrecruzarse y superponerse de lo continuo y lo discontinuo, que marcan el itinerario peculiar de la literatura»
51. Y ésta fue una época de cambio y gestación de una nueva literatura.
La mentalidad jurídica que lo había llevado a desarrollar en Mi defensa una estructura basada en la laudatio -es decir, glosar la familia y antepasados, carrera pública y hechos notorios y, por último, la carrera familiar, entresacando las virtudes por las que su memoria merece perpetuarse- se dispersa en un mosaico de esbozos genéricos52. Todo cabe, desde el discurso histórico que manipula los viejos y escasos documentos coloniales que transcribe y extiende a biografías como la de Fray Justo de Santa María; hasta la narración ficcional, intensificada en vidas románticas al modo de la de Domingo de Oro... Sin olvidar nunca el prioritario interés autobiográfico al servicio de sus fines. En definitiva, la libertad de composición es mucho mayor ahora que en el protorrelato anterior y avala la tesis del influjo de la escritura de Facundo.
Hay también abundantes coincidencias en planteamientos de fondo, propuestas sarmientinas que se reiteran en Recuerdos y remiten al lector a un planteamiento intertextual: el influjo del suelo en la fisonomía de los hombres (Introducción, p. 78) apunta al primer capítulo de Facundo, según el cual el medio argentino tiene un papel determinante en la problemática nacional. Es un leitmotiv que lo lleva a plasmar en la biografía de los caudillos la idea de que los hombres perversos contaminan la atmósfera nacional. De igual modo -dirá- «yo creo firmemente en la trasmisión de la aptitud moral por los órganos, creo en la inyección del espíritu de un hombre en el espíritu de otro por la palabra y el ejemplo»
(p. 221). Una adaptación de las fisiologías francesas tan de moda, que lo lleva a indagar qué circunstancias y personas influyeron en la formación de su ejemplar madre, de la que realiza un encendido elogio.
En el capítulo dedicado a los huarpes establece un paralelismo, mediante repetidas exclamaciones románticas, entre la total desaparición de este pueblo y la decadencia de los criollos, que amenaza con un desierto cultural, al forzar el exilio de los ilustrados y no admitir la inmigración. La violencia -insistirá Sarmiento en el episodio de los Sayavedra- fuerza que las cualidades guerreras de los padres degeneren en el vandalismo de los hijos53. El resumen de la historia argentina que Domingo de Oro hace en 1842 a su sobrino (p. 164) confirman la tesis de éste sobre civilización y barbarie. De hecho este pasaje constituye el traspaso de la antorcha generacional de un patriota a otro. Permiten a Sarmiento inscribirse en una dinámica de progresismo; para lo cual necesita proyectarlas en un antepasado y no «recordar» ahora que contribuyeron a la génesis de un texto propio publicado cinco años atrás.
La visión de una Córdoba clerical y letrada es afín en Facundo y Recuerdos (pp. 179-204). Si en la obra de 1845 esa cultura se consideraba excesivamente conservadora frente a la civilizada Buenos Aires de cuño francés, ahora vuelve a repetirse esa dicotomía en el episodio del progresista Deán Funes, según el cual la actuación de la ciudad del interior es contrarrevolucionaria, conforme a su tradición. A pesar de ello, la provincia tiene valores que en absoluto deben perderse: se percibe ya una interesante novedad óptica.
Por último, y sin afán de exhaustividad, la obsesión del sanjuanino por poblar -presente también en Alberdi- está recogida en su trayectoria intertextual por el autor de Recuerdos, al hablar de una anécdota de fines del 36... La propuesta se hizo explícita en Facundo, pero es anterior e interesa dejar claro «cuán antigua es la manía de mi espíritu por continuar la obra de la ocupación de la tierra, que paralizó la guerra de la Independencia, y despueblan hoy la ignorancia e incapacidad de aquellos gobiernos»
(p. 282).
Todas esas tesis se ponen en boca de un narrador que junto al autor y al protagonista constituyen los tres yos sustentadores de la escritura y entre los que existen continuos trasvases. La ironía es que este «cuento» que refiere un «loco»
-según el epígrafe de Shakespeare que no corresponde a Hamlet sino a Macbeth- es la verdad, la única alternativa de salvación. Por eso esta obra que, según se asegura en el prólogo «pertenece al número de publicaciones que deben su existencia a circunstancias del momento»
, exhibe un plan; más allá del apresuramiento de la tarea del que siempre se jactó el autor. Un plan textual que se identifica con el proyecto de toda una vida y que el narrador necesita justificar reiteradamente ante el lector.
Barrenechea (1956) ha dicho alguna vez que «la prosa del sanjuanino se despliega en un doble juego de tensiones: Sarmiento-lector, Sarmiento-personajes»
(p. 285). En efecto, hay que persuadir al destinatario de que la epopeya de los antepasados prefigura la del propio autor. La ininterrumpida contienda que desplegaron contra el atraso y la injusticia no es más que el primer estadio de su actitud vital de luchador en defensa de la patria. No obstante, la identificación va más allá; el lector debe saber que en ese destino colectivo está incluido él mismo, el porvenir de la República. Si Sarmiento fracasara en su tarea civilizadora como parcialmente fracasaron algunos de sus antepasados, no habría salvación para el país. De ahí la importancia de la prolepsis o anticipación, con la que proféticamente, desde la mente de un Domingo de Oro, se otea el futuro:
(p. 174) |
Palabras que en el texto han sufrido un desplazamiento cronológico y personal, en pro de una mayor efectividad: no es Oro quien habla tiempo ha, sino Sarmiento radicado en un hoy urgente. La suya es una apasionada advertencia al lector ingenuo para que tome conciencia de la desgracia que se cierne sobre Argentina si desoye su propuesta. Por eso le increpa para que despierte de su letargo, se lamenta con desgarradoras exclamaciones, a veces algo retóricas; le urge mediante construcciones asindéticas que le impulsan a la acción. Otras veces opina de manera más pausada; pero siempre está ahí, intentando captar su atención. Desde la espontaneidad de una estética libre, apoyada tanto en galicismos como en criollismos, su mente nunca olvida a dónde quiere llegar. Y ahí lleva a su lector, recordándole una y otra vez su propósito para que no pierda de vista esa cadena que entrelaza fatalmente las biografías de los antepasados, al sanjuanino y a su tierra. Para eso selecciona los hechos, alterna una y otra vez enunciados literarios e ideológicos, salvando la distancia entre pasado y presente. El narrador se funde con los personajes, sigue su trayectoria con vehemencia, trasvasando en ella lo que será su propia aventura como protagonista; y al final se destapa impúdicamente porque él es el elegido de los dioses.
En esta tarea utiliza la memoria, la evocación personal y de sus deudos para reconstruir la historia de la patria. Una historia que se rehace a través de la escritura, no sólo por la apelación a las fuentes, al documento escrito en el caso de la historia lejana; sino porque es la escritura lo que debe conferir a Sarmiento un lugar en la historia y en la literatura54. En un San Juan empobrecido culturalmente por la pérdida de las letras, la escritura es una restitución y el recordar se transforma en algo eminentemente textual. Es lógico: la narración de un autodidacta, por inseguridad o por exhibicionismo -recalcar las tempranas dotes de lectura y la cultura adquirida después- necesita apoyarse en textos escritos. Los documentos relativos a la historia nacional ceden progresivamente su lugar a las lecturas sarmientinas; porque recordar es también rememorar esas lecturas que ayudaron a configurar la personalidad. Por eso, a partir del capítulo titulado Mi educación, Sarmiento reitera, siguiendo la pauta de Mi defensa, las dificultades del aprendizaje de las letras y vuelve a dibujar su figura definida por el titanismo romántico: la fatalidad le sale al paso en forma de constantes obstáculos para estudiar, sólo superados por la precocidad y las lecturas ejemplares. De nuevo relata el deslumbramiento que le supuso la llegada en el 38 de Quiroga Rosas con los libros europeos puestos de moda por los románticos porteños; lecturas que se irán ampliando con el conocimiento de varios idiomas y que, en definitiva, desembocarán en la iniciación chilena narrada como el nacimiento de un escritor55. Episodio romántico con cuya exageración disfruta el narrador, pero imprescindible para justificar la estructura textual de Recuerdos de provincia. En efecto, si recordarse es recordar las lecturas, obviamente también será recordar la propia escritura: a la progenie sucede el yo y al yo sucede el texto. Silvia Molloy ha resumido con claridad el desplazamiento textual:
«Recuerdos recoge ese preciso momento en que el individuo que ha venido apuntalándose con lecturas, con citas, con letras, cede el lugar a esas letras mismas, desaparece en favor de sus textos. No otro final podía tener Recuerdos que los seis capítulos dedicados a los escritos de Sarmiento, escritos que lo dicen igual o mejor que las propias páginas autobiográficas, escritos a cuya lectura invita el autor como continuación de un proyecto autobiográfico permanentemente entretejido con la letra»56. |
El guante arrojado por el argentino fue recogido por la posteridad. Sarmiento ha sido un personaje permanentemente recreado desde las letras patrias: Ricardo Rojas, Lugones, Gálvez, Martínez Estrada... y un largo etcétera en el que sobresale Borges, cuya deuda con el sanjuanino es inmensa. No sólo escribió dos prólogos -uno para Recuerdos de provincia (1944) y otro para Facundo (1974)- sino que sintió la fascinación paralela del autor (Sarmiento, poema incluido en El otro, el mismo, 1974) y sus personajes (El coronel Quiroga va en coche a la muerte, publicado en Luna de enfrente, 1925). La avidez de Sarmiento por conocer es el modelo de la capacidad omnívora de Borges. Uno inaugura la cultura del libro; el otro la erige en ídolo. La traducción y la intertextualidad en las que se apuntala la agitadísima vida sarmientina, se transforman en la única geografía borgiana. El espacio textual se metamorfosea en espacio vital. Ambos revolucionaron la vida a través de la literatura; en ambos se confunden ficción y realidad. Sus textos hablarán por ellos.