Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  -[228]-     -229-  
ArribaAbajo

Teoría y crítica literaria en los artículos periodísticos del dramaturgo romántico José María Díaz

José Luis GONZÁLEZ SUBÍAS


Universidad Complutense (Madrid)

En el Primer Coloquio celebrado por la S. L. E. S. XIX, hace ahora tres años, tuve ocasión de hablar por primera vez, ante un selecto grupo de estudiosos de la literatura decimonónica, sobre un desconocido dramaturgo romántico del que, hasta ese momento, bien poco se sabía. Hoy puedo felicitarme de que el nombre de José María Díaz, autor al que he dedicado el grueso de mi afición investigadora, suene quizá algo más entre los críticos más próximos al ámbito de la literatura romántica española. Diversos artículos y comunicaciones dedicados al escritor, así como una Tesis Doctoral478, han servido para que hoy el estudioso que pretenda acercarse a la obra de este dramaturgo no encuentre ante sí un árido, desértico y solitario camino.

En esta ocasión, me propongo dar a conocer nuevos aspectos sobre la trayectoria profesional de este escritor, no estrictamente ligados a su labor creadora, sino como crítico y teórico de la literatura y del teatro de su tiempo. Dicha actividad fue llevada a cabo por José María Díaz desde su atalaya de «periodista de teatros», como él mismo gustó de calificarse en alguna ocasión.

El poeta Díaz inició su actividad periodística en 1839, en una revista teatral madrileña nacida dicho año con el título de El Entreacto. Aunque Hartzenbusch cita al dramaturgo como director de la publicación, junto a Juan del Peral479, y no mucho después, a comienzos del siglo XX, Manuel Ossorio y Bernard insiste en tal afirmación480, lo cierto es que en ningún momento, a pesar de un detallado estudio de la   -230-   publicación, he podido constatar con certeza el dato. En cualquier caso, sí fue redactor de esta revista durante los primeros meses de su publicación (en la primavera y el verano de 1839) y en ella compartió su pluma con la de otros destacados literatos del momento, como el propio Hartzenbusch, Ventura de la Vega, Escosura, Juan del Peral, Zorrilla, Ramón de Navarrete o García Gutiérrez.

En las páginas de El Entreacto, encontramos por primera vez un breve artículo de crítica literaria firmado por el autor, con las siglas «J. M. D.», dedicado al dramaturgo don Antonio Gil y Zárate. No es excesivamente original ni profundo nuestro literato en el análisis de la obra de aquél ni en el tono de su escrito. Opina Díaz de su colega que «es uno de los primeros poetas dramáticos de su tiempo»; elogia sus conocimientos y sólida instrucción, y alude a las representaciones de Blanca de Borbón, Carlos II, Un año después y Rosmunda, obra esta última de la que destaca su bellísima versificación, la extremada sencillez de su argumento y su vivo interés. Incluye, además, dos extensas citas en francés, que nos indican el conocimiento que el escritor debía poseer de este idioma, del que llegó a traducir, con el tiempo, algunas producciones literarias.

Pero la gran aventura de Díaz como crítico teatral y literario se inicia con una publicación nacida tras el deceso de la anterior el 28 de marzo de 1841. Justo una semana después nacía la Revista de Teatros, con el objetivo principal, como le ocurriera a El Entreacto en su momento, de «propagar la afición al arte dramático». No sólo los intereses, también los protagonistas de esta aventura fueron prácticamente los mismos que habían dado vida a El Entreacto en sus comienzos: Juan del Peral, Hartzenbusch, Ramón de Navarrete, Zorrilla. Pronto se sumaron a la empresa Roca de Togores, Gil y Zárate, García Gutiérrez y, como era de esperar, José María Díaz.

Desde el 16 de mayo de 1841, el dramaturgo se hará cargo de una sección fija del periódico, la más importante del mismo, titulada «Revista Semanal», que estará dedicada al análisis y comentario de los estrenos teatrales en la capital. El 1.º de agosto de dicho año pasará, además, a asumir la dirección de la revista, sin dejar por ello de encargarse del examen de las producciones dramáticas. En el número en que Díaz toma el mando de la publicación, afirma que ésta «seguirá como hasta ahora analizando con absoluta independencia y noble imparcialidad las obras literarias que se publiquen, los dramas que se pongan en escena, y las cuestiones de literatura que al examen de los críticos se presenten»481.

La Revista de Teatros era seguidora de la línea del «justo medio» adoptada por la mayor parte de los literatos románticos españoles de renombre, y estas ideas fueron sostenidas igualmente por José María Díaz, así como la relación -e incluso identificación, en muchos casos- entre el teatro romántico y el del Siglo de Oro. Como crítico teatral, José María Díaz mostró, durante el tiempo que permaneció en la Revista de Teatros, un atinado juicio. Sus análisis suelen ser severos, pero razonados, y con frecuencia cargados de ironía y agudeza. El mismo autor afirma que el   -231-   sistema que sigue en el examen de las obras literarias se basa en la «rigidez» y en la «justicia». «Si la crítica ha de ser algo -señala con rotundidad- debe ser explícita y urbana; pero, al mismo tiempo, enérgica y razonada»482.

Ese talante razonador, muestra de madurez y de mesura en el juicio, lo veremos reflejado en cada una de las críticas que el dramaturgo vierta en las páginas de la revista, y será el tono que, en general, domine en ésta. No obstante, su pretendida objetividad se plasma, en la práctica, en una pluma peligrosa e hiriente que no deja títere con cabeza cuando se pone a ejercer su oficio. A veces con sutil elegancia, otras con descaro, Díaz dio un rapapolvo a muchas de las producciones que pasaron por los teatros de Madrid en esos meses.

Hábil manejador del lenguaje, sabía dar a sus críticas un tono lo suficientemente velado como para parecer comedido en sus alusiones, pero dejando transparentar una agudeza e ironía dignas de una gran satírico. Ya utilizando frases breves y directas, ya mediante largas perífrasis y subordinaciones, su dardo siempre estaba afilado y se dirigía donde más daño hacía al autor de la pieza, y a la obra misma, que pretendía comentar.

Aunque su arma favorita es la ironía, hay veces que Díaz olvida todo recato y es capaz de afirmar rotundamente de una nueva producción: «es una de esas comedias que no debieran aparecer jamás sobre la escena»483. O podrá hacer críticas tan lacónicas como ésta: «La solterona es cosa de poco valor en la literatura para que nos ocupemos de ella con más detenimiento»484.

Lo que resulta evidente es que, a pesar de la caballerosidad de su tono, Díaz muestra en sus escritos periodísticos no dorarle la píldora a nadie; manifiesta sus opiniones como las siente, sin dejarse llevar -como no cesa de insistir- por juicios que no sean estrictamente de índole literaria o teatral:

Cualesquiera que sean las opiniones que emitamos en nuestros juicios literarios, hijas son de nuestras convicciones, las más profundas y sin dependencia de ajenas influencias. Cualesquiera que hayan sido los juicios que hemos publicado sobre el mérito de la ejecución de algunos dramas y comedias, estamos prestos a repetirlos, porque los creemos ajustados a la verdad y a la justicia. Ni nos mete en cuidado el que disgusten a unos, ni nos envanece gran cosa el verlos aplaudidos por otros485.



Esta independencia de carácter da a sus críticas periodísticas, con frecuencia, un tono provocador y hasta agresivo, que debía resultar bastante molesto en el reducido círculo en que se movían los poetas y escritores del siglo pasado.

A través de los artículos del dramaturgo, podemos hacernos una idea de cuál era la situación teatral que se vivía en 1841 en la capital española. Durante buena parte   -232-   de su vida, José María Díaz fue un polémico y combativo defensor de la regeneración del teatro nacional. Sus juicios sobre el estado de la escena en ese momento son duros, y constantes sus denuncias de algunas de las causas que detecta como culpables de la delicada situación que, en su opinión, atraviesa el teatro en España. Aludiendo a la crítica teatral, tribunal que da su veredicto sobre la bondad o demérito de los dramas publicados y estrenados en el país, el dramaturgo denuncia «ese padrinazgo constante que ha dominado las más veces en el análisis de los dramas y en la censura de los actores»486.

Díaz achacaba igualmente gran parte de la penuria en que vivía la escena nacional a las circunstancias políticas que había atravesado el país en años anteriores. Una de las principales labores de la Revista de Teatros es «estimular los esfuerzos de nuestros actores y de nuestros poetas para levantar el teatro español del miserable abandono en que le han tenido las circunstancias del país»487. Para nuestro dramaturgo,

ya es tiempo de que no se fíe el triunfo de una obra dramática a las circunstancias políticas, a una palabra sola que si resuena grata en el corazón, se aviene mal muchas veces, casi todas, con la verdad de ciertos hechos, de ciertas olvidadas costumbres. Porque de ello resultan graves inconvenientes, y entre éstos no el menos pequeño ni menos insignificante, el atribuir el buen éxito a las circunstancias y no a la bondad de la obra488.



El teatro de aquella época debía luchar con diversos enemigos, no sólo ya desde la propia dificultad de la creación artística: Los empresarios teatrales estaban «cargados de obligaciones, que sobre ellos no debieran pesar, y que pesan sin embargo, merced a la ilustración de algunos más interesados que otros en suprimirlas»489; soportaban una serie de cargas económicas que obligaban a la empresas a buscar el mayor beneficio con el menor gasto posible, a costa por ende de la calidad en las obras representadas.

Basta echar un breve vistazo a la cartelera teatral de ese año de 1841 para comprobar el tipo de espectáculos representados en la capital. En lo que a obras dramáticas se refiere, éstas son en su mayoría traducciones o adaptaciones de comedias y dramas franceses; labor que resultaba mucho más gratificadora para los dramaturgos por la aceptación del público hacia éstas, la menor dificultad que entrañaba realizarlas y el beneficio económico que les reportaba. Ventura de la Vega fue uno de los más destacados especialistas en ese tipo de arreglos, pero casi todos los dramaturgos importantes cayeron en alguna ocasión en esta práctica.

Escribir un drama o una comedia original no sólo suponía un mayor esfuerzo creativo, sino un mayor riesgo de aceptación en los escenarios y no mucho mejor   -233-   pago que una traducción; es lógico, pues, que los autores siguieran volcándose en esto último, como venía ocurriendo ya desde hacía más de medio siglo. Así, si inicialmente desde la Revista de Teatros se lanzaban tímidamente las campanas al vuelo, en vista de la proliferación de dramaturgos que estrenaban obras originales en la segunda mitad de los años treinta, la década siguiente ofrecerá un nuevo panorama, dominado por un creciente pesimismo respecto a las producciones llevadas a escena.

En la «Revista Semanal» del 1.º de agosto de 1841, José María Díaz, insistente defensor del teatro nacional, se lamenta del número de traducciones representadas en el teatro del Príncipe; preguntándose en voz alta: «¿En qué consiste esto? ¿Se levanta así la literatura nacional?»

Esa es la razón por la que el dramaturgo muestra todas sus simpatías y preferencias hacia el teatro de la Cruz, al que en más de una ocasión felicita abiertamente por «el interés que se toma en el buen nombre de nuestro teatro»490. Frente al teatro del Príncipe, Díaz considera a la empresa del teatro de la Cruz «como más atrevida, más arrojada, menos analizadora en planes mercantiles»491.

La picaresca creada en torno al negocio de las traducciones no pasa desapercibida a los ojos críticos de nuestro autor, quien, en su comentario al estreno del drama Juan de Suavia, traducido del francés por los Sres. García Gutiérrez e Isidoro Gil, señala con el habitual tono que le caracteriza:

Modestos andan los Sres. Gutiérrez y Gil en el anuncio de Juan de Suavia, modestos en demasía, cuando en estos tiempos que alcanzamos se anuncian como refundiciones traducciones literales, y como producto del ingenio, comedias de otros climas que en ajenos entendimientos se concibieron492.



Por otra parte, la labor de José María Díaz como periodista de teatros no se limita a denunciar los defectos de las piezas llevadas a escena o a elogiar sus aciertos; como dramaturgo y buen conocedor del oficio teatral, juzga igualmente la puesta en escena de las obras, así como la interpretación de los actores; y, en sus escritos, encontramos frecuentes comentarios sobre cuestiones de teoría dramática y literaria.

En sus opiniones sobre el teatro, como señalamos anteriormente, Díaz se muestra partidario de ese justo medio tantas veces pregonado por la generación literaria a que el autor pertenece, al lado de figuras como Hartzenbusch, García Gutiérrez, Rodríguez Rubí, Roca de Togores o Zorrilla, entre otros. Feroces son sus juicios contra el aluvión de dramas que plagaban la escena española, «fruto de ese género bastardo que presagió el romanticismo». Se refiere el autor a ese «género furibundo»   -234-   que, ya desde las páginas de El Entreacto, dos años atrás, se creía dando «las últimas boqueadas»493.

Para tener una idea clara de qué es aquello a lo que Díaz llama «género bastardo», he aquí una descripción del mismo: «[...] ese género bastardo de los calabozos y de los subterráneos, de los asesinatos y de los hombres sin fe, sin creencia, rudos en sus maneras, negros en sus sentimientos [...]»494.

En el artículo en que alude a esta clase de género teatral, el dramaturgo propone sean trocados «el roto gabán y misterioso y siniestro semblante, y las lámparas sepulcrales, por la galantería de la sociedad, y la elegancia de los hombres de la corte, y la limpieza y aseo de los vestidos palaciegos»495.

Pero las anteriores palabras no son obstáculo para que el autor sea un rotundo defensor de la escuela moderna o romántica; esa escuela «que, con ligeras modificaciones, será dentro de un siglo la representación del colorido literario de la época actual»496. El teatro que Díaz rechaza es el drama romántico llevado a sus últimas consecuencias; la degeneración de dicho estilo teatral. Desde las páginas de la Revista de Teatros, José María Díaz aboga por el cultivo de un género teatral inspirado en la historia: «La historia de nuestro país es un monumento inagotable de sucesos eminentemente dramáticos», afirma; «los poetas, con preferencia a todo, deben tomar en la historia de su país el alimento de su imaginación, la causa y el objeto de sus más brillantes aspiraciones»497.

Y no sólo en lo que a teatro se refiere. En su crítica a los Romances históricos del Duque de Rivas, el autor sostiene creer «más conducente, más oportuno, más natural, más provechoso a las necesidades intelectuales de nuestra época el cultivo de romances puramente históricos»; y se basa para formular este aserto

en la gran relación, en la misteriosa influencia que ejerce la literatura, y especialmente la poesía, en la marcha filosófica, política y social del siglo. Los hechos de otros hombres y de otras edades pueden muy bien despertar sentimientos adormidos en el corazón, pero es cuando esos hombres y esos hechos tienen una relación directa con los hombres y los hechos que en la actualidad presenciamos498.



Es evidente que el poeta romántico encontró en la historia «un poderoso auxiliar», y viceversa. Así lo refleja Díaz con estas palabras:

  -235-  

[...] la historia y la poesía juntas pueden mucho: la historia es una lección severa para los hombres: los pueblos naturalmente incrédulos, honradamente ignorantes se dejan arrastrar por los encantos de la poesía, y sin percibirlo deben y pueden beber la lecciones de la historia499.



El poeta romántico acude al pasado no para alejarse de la realidad presente, sino para buscar modelos de conducta y comportamientos aplicables a dicha realidad. Por otra parte, ciertos temas era menos comprometido abordarlos desde esa distancia que facilita la ficción poética que hacerlo de un modo más directo.

La admiración que muchos poetas románticos sienten por el pasado nacional adquiere, en muchas ocasiones, un claro tinte de añoranza. Así, ante la profunda crisis que la nación española padece, José María Díaz ve con nostalgia

los primeros y más caballerosos y más dramáticos sucesos de aquellas edades remotas en que a la par que la gran nombradía del valor castellano, nacía, rústica, sí, pero robusta y elegante, esa poesía española que fue después en el siglo XVII gloria de propios, y admiración y estudio de extraños500.



Consideramos suficiente lo dicho hasta aquí como prueba y explicación del cultivo del drama histórico por los poetas románticos españoles, que veían por un lado como continuación del teatro escrito en los tiempos de mayor gloria del teatro nacional y, por otro, como medio de aleccionar al espectador sobre cuestiones políticas y sociales que, de otro modo, habría sido difícil llevar a escena.

Pero José María Díaz tuvo ocasión, durante los meses que ejerció la crítica teatral en la Revista de Teatros, de verter su opinión sobre otros géneros teatrales nacientes o a punto de nacer entonces. Las ideas que expresa en 1841 respecto a una comedia que refleje los gustos y el modelo de vida de la alta burguesía están en la línea de las nuevas producciones que preludian el estreno, en 1845, de El hombre de mundo, de Ventura de la Vega; obra que se ha visto como inicio del nacimiento de la alta comedia en España. Así se expresaba por entonces nuestro autor:

[...] no es cosa fácil de hacer una comedia de alta sociedad, de esa sociedad, tan impenetrable a muchos, tan ultrajada por gente que no la conoce, que conocerla no pueden: concebimos esa facilidad en un género más bajo, más inmediato, y que tiene mucha relación con nuestros sainetes: la alta comedia, y éste es el drama cómico de Dumas y de Casimire Delavigne, exige grandes conocimientos sociales y políticos en el autor: no basta manejar la sátira con oportunidad y chiste, es necesario que la sátira vaya envuelta en eso que llaman buen tono, y que no es posible aprender. Es indispensable conocer las etiquetas más pequeñas de la   -236-   sociedad en que se escribe: no es perdonable una desvergüenza con este género, pero es digno de elogio un elegante sarcasmo501.



En esta reseña, Díaz diferencia claramente ciertas producciones de Dumas y Delavigne, a las que denomina «alta comedia», de otro tipo de comedias destinadas a un público más popular, cercanas al sainete. José María Díaz fue de los primeros en ser consciente del nacimiento de este nuevo género que inundará los escenarios españoles en la segunda mitad del siglo XIX, y en describir sus principales características y el tipo de público a que iba destinado.

Abordó igualmente el tema de la «comedia de costumbres políticas», al comentar la comedia de Scribe El vaso de agua o Los efectos de las causas502. Díaz advierte que ya Larra «se ocupaba en los últimos tiempos de su vida en escribir una comedia de costumbres políticas, o por lo menos tenía el pensamiento de hacerlo»; pero, se pregunta el autor, «¿este género es la verdadera comedia, la comedia que todos conocemos, la que hemos aprendido?» «¿La comedia de costumbres políticas es la verdadera comedia, la comedia de Terencio, de Molière y de Moratín?»

Opina el dramaturgo que la obra del Sr. Scribe conserva el colorido de la época, «y por este lado vemos que la comedia de costumbres políticas tiene ya un punto de contacto con el drama histórico». La elevación y dignidad de los personajes la desvían de los rígidos principios del clasicismo respecto a lo que debe ser una comedia; «no hay un fin moral, no hay un vicio que corregir, no hay un error que disculpar»; ¿por qué se llama, entonces, comedia?, se pregunta el crítico. Sin embargo, conserva la unidad de acción, de tiempo y de lugar, «tres cualidades por cierto no muy en armonía con la libertad que en estos puntos se concede al drama histórico».

Frente a estas observaciones, Díaz destaca

la perfecta delineación de los caracteres dibujados en ese cuadro de costumbres políticas, modelo de gracias y de intención dramática. Los acontecimientos se suceden unos a otros, y en medio de la esperanza y del temor, luchando con el presente, aguardando el porvenir, cada personaje se conserva puro como la imaginación del poeta le concibió. Las situaciones son eminentemente cómicas, el interés progresivo, el desenlace natural y brillante.



Son éstas cualidades que el autor aprecia en la obra comentada, a la que le resulta imposible alinear con la comedia clásica ni con el drama histórico. La pieza de Scribe es otra cosa; un tipo de teatro cercano al drama histórico y lejos de la comedia tradicional, pero también es comedia; una comedia moderna, propia de los tiempos que corren503.

  -237-  

Con el cambio de dirección de la revista, que a partir del 1.º de noviembre queda en manos de Antonio Ferrer del Río, quien pasará a asumir las labores ejercidas hasta entonces por José María Díaz, este importante período en la vida profesional del dramaturgo como periodista de teatros toca a su fin. Pero, para cerrar con broche de oro esta productiva etapa, aún tenemos ocasión de leer un último artículo que el autor dedicó al análisis y comentario del poema de Juan María Mauri titulado Esvero y Medora, en diciembre de 1841.504La extensa reseña surgió como réplica a un artículo publicado por el periódico granadino La Alhambra, en el que la composición salía, al parecer, bastante mal parada.

En opinión de Díaz, el poema de Mauri es «una gran novedad, una grande innovación, una trasgresión insigne contra las leyes y las costumbres antiguas». Se trata de una obra que «corre enteramente por rumbos desusados»; lo cual parece ser del agrado del dramaturgo. Respecto a la «acción oscura, marcha complicada, plan difícil de entender» de que habla el periódico granadino, Díaz ofrece a los lectores un vocablo que lo explica y resume: «MISTERIO»; al que define como «esencia de la ideada fábula y elemento de la parte maravillosa del poema».

Tras dedicar un sentido elogio a esta que el autor considera «brillantísima composición», a partir de ese número su firma no volverá a aparecer en las páginas de la Revista de Teatros.

El período de 1839 a 1841 es uno de los más fructíferos en lo que respecta a la labor de Díaz como crítico y teórico de la literatura de su tiempo; labor, como sabemos, ejercida desde la prensa. No obstante, su vinculación con el periodismo no terminó ahí; continuó viva durante muchos años más, hasta adentrarnos en plena década de los sesenta. Es posible que participara como redactor en El Laberinto (1843-1845); su pluma intervino en las páginas de la revista satírico-literaria conocida con el nombre de La Ortiga (1849), publicación que concedió suma importancia a los asuntos teatrales y desde la que se hostigó con dureza la figura del Comisario Regio del Teatro Español, don Ventura de la Vega; y en los años cincuenta se incluyen artículos del escritor, de variada índole, en El Museo de las familias.

Poco a poco, las inquietudes de José María Díaz se fueron decantando hacia un compromiso político activo, vinculado al partido progresista, y la mayor parte de sus escritos en la prensa son proyección de tal postura ideológica. En agosto de 1860, «tras largos años de calculado silencio y voluntario retiro»505, Díaz reiniciaba su labor periodística encargándose de la sección literaria de El Clamor Público, periódico liberal ligado desde sus comienzos en 1844 a la bandera del progresismo. Su nueva andadura se abre con un interesante artículo titulado «¿Cuál es el verdadero estado de la literatura y de las artes en España?», que sería publicado en tres entregas (15 de agosto, 1.º de septiembre y 13 de septiembre de 1860). En él conservamos un valioso testimonio de las ideas literarias del dramaturgo, del Díaz teórico de la literatura.

  -238-  

El autor hace un recorrido histórico por las artes, centrado básicamente en la literatura, desde la Grecia Antigua y el Imperio Romano (art. 1.º), pasando por la Edad Media y el Renacimiento (art. 2.º), hasta llegar a los siglos XVII, XVIII y XIX (art. 3.º).

El breve ensayo de Díaz no tiene excesivo valor; es sólo uno más entre los muchos artículos y escritos teóricos que se vertieron a lo largo de todo el siglo XIX en la prensa; aunque algunas de las afirmaciones sostenidas por el autor nos ayudan a completar y conocer mejor su obra y el pensamiento que subyace en ella. Partiendo de una idea de cuño netamente romántico, que se remonta a los primeros manifiestos del romanticismo en España; la de que «las letras y las artes son el reflejo de la sociedad y del siglo en que se vive»; el escritor, guiado por su pluma de escritor progresista, sostiene que éstas florecen en los tiempos en que la libertad de los pueblos se abre camino en la historia. La civilización avanza inexorable en su marcha hacia el progreso, y éste se encuentra en «el principio popular»; cuando este principio triunfa, «renacen como por encanto las letras, las ciencias y las artes». Y pone Díaz como ejemplo y justificación de su arenga la Atenas «jónica y democrática», que preparó el camino al siglo de Pericles; la república romana, sobre cuyas ruinas el emperador Octavio construyó el trono de los césares; la Florencia de los Médicis, el reinado de Luis XIV y la Francia revolucionaria.

Ahora bien, aparte de mostrar los conocimientos del autor en materia histórica, ¿qué tiene todo esto que ver con el título del ensayo? ¿En qué momento de los tres capítulos o entregas de que consta se ocupa Díaz del estado de las letras y de las artes en España? En ninguno. He aquí el primero y más manifiesto defecto del texto que estamos comentando.

En realidad, la visión que José María Díaz debía de tener sobre las artes y la literatura de su época no podía ser demasiado halagüeña, partiendo del principio sobre el que el autor había asentado el florecimiento de las mismas al comienzo de su ensayo. En la primera de las entregas, el autor vertía estas reveladoras opiniones:

[...] allí donde el sentimiento religioso ha trocado sus sagradas vestiduras por la máscara de la hipocresía; allí donde es obligatorio servir para medrar y lisonjear para merecer; allí donde el pensamiento sufre el torniquete de una censura apasionada y absurda; allí donde sobra presuntuosa ignorancia al que gobierna y falta de decoro al primer magistrado de la República; allí donde la conquista no siembra la semilla de la civilización, y se da por satisfecha con recoger la plata mugrienta de un pueblo vencido, allí la musa de Tirteo no abrasará el espacio con la llama de su divina inspiración, ni saldrá de las manos de Phidias la estatua de Minerva506.



Es innecesario señalar que estas palabras hacen alusión a una realidad que el escritor conocía bien, y van dirigidas precisamente a esa España de la que no volverá a hablar durante el resto del ensayo.

  -239-  

Nos encontramos ante el eterno tema sobre el que Díaz vuelve una y otra vez en sus obras: la crítica política y social de su tiempo, la reivindicación de la libertad y la soberanía del pueblo como base sobre la que se sustenta el progreso de la civilización.

El pensamiento político del autor y su creación artística caminan indisolublemente unidos.

Volvía, pues, Díaz con este escrito a su vieja labor periodística, para ocupar su puesto «en el palenque de los debates políticos y de las controversias literarias»; y lo hacía como siempre lo había hecho, sin tapujos y guiado por «la independencia de nuestro carácter»507.

Rastreando en las páginas de esta publicación periódica se hace difícil vislumbrar la mano de nuestro autor en ella, dada la costumbre que se tenía en la época de dejar la mayor parte de los artículos sin firma. Aunque muchos de los escritos de esta publicación parecen estar tocados con la huella del dramaturgo, tan sólo tenemos plena certeza de la existencia de un folletín del periódico escrito por José María Díaz, pues en esta ocasión el escritor se digna a estampar sus iniciales al pie del mismo, quizá por la importancia que considera tiene la obra que va a analizar. Con el repaso a este último artículo de contenido literario, daremos asimismo fin a nuestro escrito, que ya empieza a exceder los límites espaciales que el decoro concede a este tipo de trabajos. Se trata de un extenso artículo publicado el 4 de julio de 1863, en el que Díaz hace un exhaustivo análisis de la tragedia de Ventura de la Vega que lleva por título La muerte de César.

Como es habitual en las críticas del autor, éste no se anda con tapujos para manifestar sus opiniones sobre cualquier materia. Ni siquiera la imponente figura de un consagrado literato, excelentísimo señor y académico de la Lengua Española, hace que Díaz modere su afilada lengua; y, así, comienza precisamente su artículo denunciando la alabanza y la adulación hipócritas que tanto se prodigan entre «ciertas gentes», a quienes califica de «pretorianos de este siglo», para las cuales «no hay más emperador que el emperador que ellos levantan, ni otra religión que la por ellos escrita, ni más Dios que el Dios para sus medros ensalzado». Estos «doctores de la ley», «organizados en cofradías», dirán

el libro es bueno, porque se ha escrito en el refectorio de su convento, la comedia es moral, es ingeniosa, porque es su autor, según ellos dicen, muy honrado y oye misa en San Pascual; el drama en su forma es inmejorable, en su esencia filosófico y profundo, porque el padre de aquel engendro literario esconde bajo un título de Castilla su nombre de bautismo; la tragedia, en fin, es un último esfuerzo del ingenio humano, la obra que más honra al siglo XIX, porque es el moderno Sófocles hermano de ellos en Cristo y en la Academia, en el banquete y en el estrado, en la imprenta y en el Gobierno508.



  -240-  

Por tanto, todo lo que se escriba fuera de las directrices de éstos «será, cuando más, el parto de una imaginación calenturienta o de una osadía imperdonable».

Decir que Díaz denuncia la parcialidad de la crítica literaria de su tiempo es poco para lo que encierran estas contundentes palabras.

Sin temor de aquellos a quienes acusa, el dramaturgo vuelve a hacer acto de fe, desde su humilde condición de periodista, de su independencia de carácter y su rectitud de conciencia, para pasar a continuación a analizar la producción del Sr. Ventura de la Vega. Tras destacar el acontecimiento que supuso para la historia del pueblo romano la muerte de César, señala que el suceso ya había sido recogido en el pasado por tres célebres plumas: Shakespeare, Voltaire y Alfieri; y dedicará un amplio espacio de su artículo a manifestar lo que estas obras supusieron en la historia de la literatura dramática y concretar el enfoque que, en su opinión, dieron los insignes autores a las mismas, así como sus aciertos y carencias.

Tras mencionar a otros dramaturgos que han escrito alguna tragedia sobre el mismo asunto (Mlle. Barbier, lord Buckingham y el abate Conti), sin olvidar otra versión «que duerme y dormirá justamente en el olvido, escrita por uno de nuestros compañeros de redacción509, Díaz realizará una breve introducción en la que pasará a expresar su opinión sobre lo que Ventura de la Vega ha representado y representa en la república de las letras españolas, para centrarse después definitivamente en su última producción dramática.

La tragedia del Sr. Vega, escribe Díaz, «no se ha inspirado en la historia, como Shakespeare, ni en la rigidez de sus creencias liberales, como Alfieri»; el Sr. Vega no ha hecho un estudio detenido de la historia, «falseada a su voluntad en los caracteres de los personajes principales», sino que se ha dedicado a estudiar lo que otros han escrito sobre el acontecimiento. Lo que ha conseguido el insigne literato es, quizá, realizar «un cuadro de costumbres romanas, más o menos exacto, pero no una tragedia»; por lo que la obra «carece de interés dramático».

Para Díaz, en la obra de Ventura de la Vega, el personaje de Bruto es una «falsificación imprudente de la verdad, en mal hora concebida y con timidez trazada»; Julio César es pintado como «la representación legítima de lo bueno, de lo digno, de lo útil, de la clemencia y de la gloria, de la justicia y la necesidad»; Cicerón es «un personaje de comedia»; y, en cambio, Servilia, «la mujer adúltera, la matrona cortesana, la madre licenciosa de Bruto, ha merecido que el señor Vega escoja para su retrato los más brillantes colores de su paleta», sin dejar por ello de ser «una creación inútil, que nada hace, que para nada sirve, que a nadie interesa».

Lógicamente, el dramaturgo hecha de menos en la obra del académico ese patetismo y desbordamiento sentimental y efectista que caracteriza a sus propias producciones. Sabemos que Díaz fue uno de los más obstinados cultivadores de la tragedia española en el siglo XIX -aproximadamente por esas mismas fechas escribió,   -241-   incluso, una tragedia con el mismo título que la de Vega-, por eso no es extraño que manifieste opiniones como ésta:

Durante cinco actos de palabrería rimada y de pensamientos rebuscados, no hay una situación, un momento siquiera de ansiedad o de ternura; y una tragedia que en esto pasa se parece mucho a las comedias que hacen llorar y a los dramas que hacen reír.



En opinión de José María Díaz, «el primer acto es el mejor de la tragedia»; en concreto, la pintura de los banquetes romanos que hace Marco Antonio en la escena primera le parece «inmejorable». Pero ni siquiera este escaso mérito le concede abiertamente a su autor, y exclama el crítico: «¡Lástima que esa escena nos recuerde la del acto segundo de Isabel la Católica, drama de don Tomás Rodríguez Rubí».

Tras lamentarse, por último, de los «versos flojos» en que abunda la pieza, concluirá Díaz su apreciación de la tragedia de Ventura de la Vega con estas palabras, en las que se trasluce una velada justificación del porqué de una crítica tan severa:

Hemos combatido las tendencias políticas de la obra del Sr. Vega, porque las consideramos peligrosas en estos tiempos de influencias subterráneas y de monjas milagreras; y hemos censurado su forma dramática, con más severidad que de costumbre, porque es hora ya de atacar y destruir esa oligarquía literaria, que dispone a su capricho de la imprenta y de la Academia, de la fama y del galardón.

[...] el reinado de los hipócritas y de los compadrazgos toca a su término510.



Es evidente, por ésta y otras muchas manifestaciones del autor, el resentimiento de éste contra los círculos y personas consagrados de la literatura de su tiempo. Su dedicación a las letras durante treinta años no se había visto recompensada con el reconocimiento unánime de sus colegas; por el contrario, el escritor se había granjeado profundas enemistades por el talante de sus obras, el tono abierto y descarado de sus escritos en la prensa, sus ideas políticas y su carácter contestatario, que le llevaron en distintas ocasiones a enfrentarse con los grupos de poder y sus más afectos allegados.



  -[242]-     -243-  
ArribaAbajo

Hacia el modelo de novela regional: El sabor de la tierruca de José María de Pereda

Raquel GUTIÉRREZ SEBASTIÁN


I. B. «El Astillero» (Santander)

En la novela El sabor de la tierruca (1882), José María de Pereda inicia un modelo literario- el de la novela regional- cuyos presupuestos teóricos indicará, aunque de modo un tanto vago, en algunos de los pocos documentos estéticos en los que trata sobre su quehacer artístico: el Discurso que pronunció como Mantenedor de los Juegos Florales en Barcelona en mayo de 1892 y el de su ingreso en la Real Academia Española en 1897.

Sin embargo, aunque la explicitación teórica de este canon literario no se produce hasta los años noventa del pasado siglo, el autor de Peñas arriba llevaba más de una década ensayando las fórmulas narrativas que habrían de dar lugar a ese modelo, e incluso podemos rastrear los presupuestos teóricos del mismo en varios documentos que resultan particularmente esclarecedores en el caso del escritor de Polanco, como las cartas que dirige a sus amigos en las que da cuenta de su labor literaria, las aclaraciones metanarrativas que apostillan sus discursos novelescos y, particularmente, las opiniones de la crítica contemporánea al escritor511.

Por razones evidentes de extensión nos ceñiremos en este caso a los documentos relacionados con su relato El sabor de la tierruca y al propio texto de esta novela, pues consideramos que marca el inicio de un nuevo modo de escribir en Pereda, tras sus primeros libros costumbristas y las denominadas novelas de tesis, Don Gonzalo González de la Gonzalera (1879) y De tal palo, tal astilla (1880).

En esta exposición trataremos por tanto de mostrar cómo el concepto que a posteriori esbozaría Pereda teóricamente sobre la novela regional estaba implícito en el texto de El sabor, narración que cumple todas las características de este modelo literario que encuentra en el autor de Sotileza a uno de sus más insignes cultivadores.

Indicaba Pereda en su Discurso de Ingreso en la R. A. E. a modo de definición de la novela regional que:

  -244-  

Se ha convenido en dar este nombre á aquélla cuyo asunto se desenvuelve en una comarca ó lugar que tiene vida, caracteres y color propios y distintivos, los cuales entran en la obra como parte principalísima de ella; [...] se nutre de amor al terruño natal, á sus leyes, usos y buenas costumbres; [...], á sus consejas y baladas, al aroma de sus campos, á los frutos de sus mieses, á las brisas de sus estíos, á las fogatas de sus inviernos; á la mar de sus costas, á los montes de sus fronteras; y como compendio y suma de todo ello, al hogar en que se ha nacido y se espera morir512.



En definitiva, desarrollaba la idea de que la ambientación de los relatos que se calificasen como regionales debía ser por fuerza una determinada región o comarca española, de cuyas particularidades y peculiaridades pintorescas, tanto en paisaje como en costumbres, se convertía en fotógrafo el novelista. Pero, además, Pereda indicaba que los asuntos costumbristas y paisajísticos habían de entrar en la novela no únicamente como elementos decorativos o ambientadores, sino que tenían que ser -reiteramos las palabras de su Discurso de Ingreso en la Academia- «parte principalísima de ella»513. Quedaban claros pues algunos de los elementos esenciales que habían de integrar una novela regional: un escenario preferentemente rural, o al menos provinciano, en ocasiones fuertemente idealizado hasta llegar al bucolismo, un punto de vista retratístico mediante el cual el novelista se convertía en un testigo de excepción de hechos, personajes o lugares pintorescamente diferenciadores, descritos en la obra para dar color local a la misma, y un interés por diluir la trama argumental en esa pintura de ambientes, interés que fue determinante en la proliferación de escenas costumbristas dentro de las novelas de este autor.

Plenamente ejemplificadora de todos estos aspectos es El sabor, que desde su génesis se concibe como una simple pintura de la vida cotidiana en un pequeño pueblo montañés. Así lo muestra una epístola de su autor a Galdós, fechada el 26 de marzo de 1881, carta en la que le da cuenta de su nuevo proyecto narrativo:

Tengo, efectivamente, el proyecto de hacer una noveleja, y aun algunos capítulos escritos, sin pies ni cabeza. Será aldeana montañesa de pura casta sin sabios heterodoxos, ni jóvenes escrupulosas, ni políticas corruptoras514. Pura aldea, con sus tipos y resabios congénitos. Mucha naturaleza, mucho viento sur... y nada entre tres platos...515



  -245-  

La realización del proyecto que Pereda tenía fijado coincide con estas intenciones iniciales, ya que efectivamente, el asunto de esta obra no es otro que la citada pintura de la vida en la aldea de Cumbrales, pintura salpicada con algunos conflictos narrativos de naturaleza diversa, como los amorosos, bien entre personajes de distintos estratos sociales, como el conato de declaración amorosa del aldeano Nisco a la hidalga María, o bien entre personajes de la misma clase social. Además aparecen conflictos políticos, centrados en las desavenencias entre los dos hidalgos del pueblo, don Juan de Prezanes y don Pedro Mortera, partidario el primero de los liberales y proclive el segundo a un sabio apartamiento de las aldeas respecto a las grandes luchas políticas nacionales, conflictos políticos que tienen su máxima expresión en la figura caricaturesca de don Valentín, un liberal de tintes quijotescos que muere al final del relato tras haber pasado el mismo esperando la llegada de los facciosos ultramontanos. También aparecen lo que podríamos denominar conflictos mágico-tradicionales, que son los que giran en torno a la Rámila, bruja del pueblo a la que se achacan todas las desgracias y hechos sobrenaturales acontecidos en él, como los misteriosos sonidos nocturnos, las peleas entre los mozos de Cumbrales y Rinconeda o incluso la llegada del ábrego y los desastres que trae aparejada.

Otra prueba inequívoca de que el narrador perediano pretendía casi únicamente pintar de un modo verosímil el paisaje y costumbres de su tierra natal son las palabras con las que cierra el relato la voz del autor implícito dirigiéndose a los lectores:

¡Qué suerte la mía si con este librejo, ya que no lo haya logrado con tantos otros informados del mismo sentimiento, consiguiera yo, lector extraño y pío, darte siquiera una idea, pero exacta, de las gentes, de las costumbres y de las cosas; del país y sus celajes; en fin del sabor de la tierruca516.



Como era lógico, la crítica contemporánea tomó buena nota de que una de las características más acentuadas de la novela era su fuerte localismo y la pintura de lo rural, y que el narrador hacía hincapié además en un deseo de diferenciar por sus ambientes y cuadros pintorescos, la región nativa del escritor respecto a otras. Uno de los críticos que subrayó esta idea fue Miquel y Badía, en un artículo publicado en el Diario de Barcelona:

[...] hay en sus páginas, sin embargo, una atmósfera que lo envuelve todo, una fragancia que todo lo aromatiza, un calor que todo lo anima, y gracias á cuya atmósfera, fragancia y calor, pueblos y casas, bosques y sembrados, gentes de levita y gentes de chaqueta, [...] presentan un aire propio de la tierra montañesa, aire que no se confunde con el de ninguna otra de las comarcas de España aun cuando ofrezca con algunas de ellas marcados puntos de semejanza517.



  -246-  

La visión del mundo rural que desde la dimensión regional propugna Pereda no está exenta en la mayor parte de sus novelas y en El sabor particularmente, de un sesgo bucólico fuertemente idealizador, rasgo que también se consolidará en relatos posteriores como caracterizador del modelo narrativo regional518. De hecho, así sucede en la mayor parte de los pasajes descriptivos del texto que nos ocupa, entre los que destacamos la pintura de los animales en la escena de la derrota de las mieses519 que se encuentra en el capítulo XVII:

Desaparecieron como por encanto los portillos y seturas de las mieses; y cada una de las brechas resultantes fue vomitando en la vega el ganado a borbotones,[...] ¡Válgame Dios, qué triscar el suyo y dar corcovos y sacudir el rabo! ¡Qué mugir los unos, y relinchar los otros, y balar aquestos, y rebuznar por allí, y bramar por el otro lado! [...] Faltaba el tiempo para recorrer la blanda y fragante alfombra de la vega; y el loco y desacorde vocerío y el sonar incesante de esquilas y cencerros, enardecía las bestias, y túvolas sin juicio ni sosiego cerca de una hora520.



Junto con la pintura idealizadora en ocasiones y siempre localista del terruño natal, un segundo elemento tiene interés en la caracterización de El sabor como novela regional. Nos referimos al costumbrismo, cuyos procedimientos sirven al escritor cántabro, entre otras cosas, para lograr esa ambientación pintoresca a la que venimos aludiendo. Como ha señalado González Herrán:

Si hay un tópico crítico unánimemente admitido en relación con la novela perediana es el que la considera un paradigma de la llamada novela regional (o más exactamente novela costumbrista regional) en la narrativa del último tercio del siglo XIX; en efecto, exceptuando unos pocos títulos (La mujer del César, La Montálvez, Pedro Sánchez, en parte), todas sus ficciones están situadas en su Cantabria natal, y la ambientación (escenarios, tipos, habla, trabajos, fiestas...) está conseguida a través de mecanismos propios del género de costumbres521.



  -247-  

El costumbrismo en este relato no solamente está, como acabamos de indicar, en la base de los procedimientos empleados por el narrador, ya sea para la construcción de los personajes, o para la ambientación o la composición novelesca, sino que es fundamental su relación con la tesis ideológica que es causa y efecto del quehacer estético de Pereda, aspecto al que aludiremos al final de esta intervención. Por ello resultará de interés precisar, aunque sea someramente, cuáles son los ingredientes costumbristas en El sabor de la tierruca.

La primera referencia costumbrista la encontramos en la caracterización de los personajes, pues uno de los rasgos más llamativos del texto es la convivencia en él de los tipos costumbristas, que en ocasiones retoma Pereda de sus primeros artículos, con los personajes novelescos. Pero es que, además, estos últimos están elaborados a partir de fórmulas del costumbrismo.

En realidad, si estudiamos con algún detenimiento los personajes secundarios del discurso narrativo advertiremos que la mayor parte o son tipos genéricos colectivos- a veces constituyendo verdaderas galerías y designados como los viejos, las mozas, los muchachos- o bien son prototipos individuales levísimamente caracterizados de los que conocemos poco más que su nombre (generalmente simbólico), su vestimenta y su fisonomía, y lo que será determinante para el retrato, su modo de hablar. Dentro de estos tipos individuales escogeré para ejemplificar estas afirmaciones dos personajes diferentes: el del jándalo y el del aldeano, bien personificado en el alcalde de Cumbrales, Juanguirle.

El primero de ellos, el jándalo, conocido con esa designación entre sus coterráneos por ser uno de tantos montañeses emigrados a Andalucía que regresaban a su aldea con las costumbres y el modo de hablar de aquella tierra, lo encontramos en el relato bajo el nombre de El Sevillano. Este tipo había aparecido en el cuadro titulado precisamente «El jándalo» perteneciente a Escenas Montañesas (1864) y volverá a encontrarse, de un modo más semejante al de un personaje novelesco encarnado en el Berrugo de La Puchera (1889). Si su filiación es inequívocamente costumbrista, no lo es menos el modo en el que el narrador lo describe, deteniéndose con un detallismo cercano a lo pictórico en lo pintoresco de su vestidura:

Vestía el uno un traje entre andaluz y de la tierra (ancha faja de estambre negro a la cintura, calañés, chaleco desceñido, y en mangas de camisa); andaría rayando con los treinta y cinco años [...]; ostentaba en la cara anchas patillas negras; miraba gacho y hablaba ceceoso y lento, más por alarde que por natural disposición. Había estado, de mozo, en Andalucía, como tantos otros conterráneos suyos; y era casi el único resto del antiguo jándalo, de los que volvían a caballo, entre rumbo y alamares, escupiendo por el colmillo y, a creer lo que ellos mismos aseguraban, sembrando el camino real de pañuelos de seda y onzas de oro522.



  -248-  

El segundo tipo en el que me detendré es el del alcalde de Cumbrales, apodado por sus vecinos a causa de su «enguirle» o estrabismo ocular como Juanguirle, quien responde al paradigma de aldeano montañés, honrado y trabajador. Probablemente se fijara en él Galdós cuando indicó en el prólogo a El sabor que Pereda como narrador:

Si no poseyera otros méritos, bastaría a poner su nombre en primera línea la gran reforma que ha hecho, introduciendo el lenguaje popular en el lenguaje literario, fundiéndolos con arte y conciliando formas que nuestros retóricos más eminentes consideraban incompatibles523.



Precisamente es el lenguaje lo que diferencia a Juanguirle de sus vecinos y a la vez el elemento que revela el origen inequívocamente cántabro del personaje y el estrato social aldeano al que pertenece. Esto se debe a que dentro del sociolecto montañés recreado por el narrador, éste dota de un idiolecto propio y particular al alcalde de la aldea. Así a los rasgos fónicos, morfológicos y léxicos con los que el narrador perediano hace hablar a cualquiera de sus rústicos lugareños, hay que unir en el caso de Juanguirle unos detalles lingüísticos individualizadores como la reiteración de ciertos tics verbales, refranes o frases hechas, entre los que resultan particularmente célebres «¡voto al chápiro verde!» o «voto a briosbaco y balillo!»524, estribillos que repite a cada paso en su conversación.

Pero junto con estos tipos costumbristas que proporcionan el color local al texto, aparecen también técnicas y procedimientos del costumbrismo en la caracterización de los propios personajes de El sabor. Quizá uno de los ejemplos más llamativos sea el de don Valentín, el liberal, personaje emparentado con otros de la primera obra costumbrista de Pereda525. En el retrato de éste proliferan procedimientos caracterizadores abundantemente empleados por los escritores costumbristas, como la insistencia en lo fisonómico, el detallismo, y la relación del retrato literario con lo pictórico y lo fotográfico. Como botón de muestra baste aducir la descripción inicial de don Valentín:

Comenzando a describirle por la cúspide, pues no había un punto en todo él de desperdicio para el dibujante, digo que la tenía coronada por un sombrero de copa alta, con funda de hule negro; seguía al sombrero una carita pequeñita y rugosa, [...], sobre una boca desdentada, dos mechas cerdosas, separadas entre sí, formando lo que se llama, vulgar y gráficamente, bigote de pábilos526.



  -249-  

Junto con los procedimientos costumbristas en el retrato de los personajes, hemos de incidir en la importancia de lo costumbrista en la composición narrativa de la obra, rasgo que tiene como consecuencia la inclusión de escenas pintorescas o cuadros al servicio de la ambientación novelesca en la propia materia narrativa. De hecho, en la parte central del relato el narrador encadena varias escenas costumbristas: una deshoja, en el capítulo XVI, un concejo, una derrota y la recreación del juego popular de la cachurra en el capítulo siguiente, la pintura detalladísima del mercado en una villa en el capítulo XVIII, y una magosta en el XXI. Esto en cuanto a escenas de cierta extensión, por no hablar de las alusiones más o menos largas pero siempre abundantísimas a fiestas y entretenimientos populares como las romerías, los bolos, los juegos de cartas, o las peleas entre los mozos, sin detenernos en las alusiones a bailes y cantos populares o cuentos tradicionales que pueblan el discurso narrativo. Si bien es cierto que algunos de los cuadros citados poseen una fuerte ligazón con el argumento de la obra, y tienen además la función de ambientar los diferentes encuentros amorosos entre personajes, no es menos cierto que el narrador perediano es demasiado detallista y prolijo a la hora de realizar estas pinturas, y este hecho propició diversas opiniones entre los críticos contemporáneos sobre el carácter novelesco o no de su creación literaria. El debate que se suscitó es sumamente interesante para arrojar alguna luz sobre la siempre controvertida relación entre costumbrismo y novela. Quienes consideraron que El sabor no era una verdadera novela, entre los que sobresalía Clarín, afirmaban que carecía de todos los ingredientes novelescos. Censura Alas en las dos reseñas que publica sobre la obra que en ella: «no suceda nada de particular, no haya acción, ni composición, ni caracteres, ni estudio analítico de costumbres, ni nada más que una colección de paisajes»527. Y añade que un texto que se calificase de novelesco debía ser más que «una serie de cuadros excelentes, pero deshilvanados, sin fondo dramático, de puro paisaje»528. Lo más curioso es que los temores de Pereda en este sentido se habían manifestado antes de la conclusión del relato en una carta a Menéndez Pelayo, al informarle de que estaba terminando una nueva obra de la que indicaba que sería una novela: «novela, si tal nombre merece una serie de cuadros enlazados con un hilván»529. El propio Menéndez Pelayo intentando, como siempre, defender a su paisano argumenta ante los ataques de Clarín que «la novela es aquí un pretexto para que aparezca en acción la vida rústica de nuestra comarca»530, pero también indica que «Novela es, aunque sencilla, y llámese así o de otro modo, no deja de ser un libro excelente»531.

  -250-  

El verdadero problema era la dificultad del encasillamiento genérico de la obra, problema existente también en otras de Fernán Caballero o Alarcón, y prueba de ello es que algunos críticos como Duque y Merino achacaron a Pereda el haber desperdiciado semejantes materiales elaborando un tipo de texto que no era una buena novela, pero que pudo haber sido una colección excelente de artículos de costumbres532.

Era lógica pues la desorientación de la crítica que no sabía cómo calificar este híbrido entre novela y cuadro costumbrista, esta manera de narrar que resulta uno de los elementos distintivos de la novela regional frente a otros subgéneros narrativos, como bien ha indicado Anthony H. Clarke:

[...] la novela regionalista de esta época [...] es irremediablemente una sucesión entremezclada de novela y cuadro, desde Fernán Caballero hasta Peñas arriba, pasando por Los pazos de Ulloa y cientos de ejemplos menos importantes533.



Pero el costumbrismo no proporciona a la narrativa regional de Pereda únicamente estos procedimientos narrativos que venimos analizando en El sabor, sino que, sobre todo, vertebra la tesis ideológica de este y todos los relatos peredianos, puesto que gracias al costumbrismo la novela deja de ser únicamente un elemento artístico y se convierte en un documento que recoge de modo verosímil usos, costumbres y tradiciones de un mundo arcaico que está desapareciendo y cuya superioridad moral frente al mundo moderno defiende el novelista534. Este mundo agonizante todavía se conserva primigeniamente en los pequeños núcleos campesinos, como el pueblecito de Cumbrales en el que Pereda desarrolla El sabor. En palabras del novelista:

[...] cuando los pueblos y las gentes pierdan sus peculiares rasgos fisonómicos; cuando el vastísimo cuadro de la humanidad no tenga más que un color,[...] quédeles, por misericordia de Dios, el refugio del arte de estos tiempos, como fiel archivo de las olvidadas costumbres nacionales, donde hallen los desesperados algo en que poner los ojos del espíritu y emplear las fibras del corazón aterido y ocioso, y que este noble y puro deleite se difunda y circule por sus venas, como germen de más levantados estímulos y savia de una nueva vida535.



  -251-  

El regionalismo perediano y su pilar insustituible, la pintura de esas viejas costumbres que la civilización burguesa y sus centros difusores (con Madrid a la cabeza) están a punto de destruir536, se convierten en una justificación extra estética de la narrativa de Pereda, como certeramente planteaba Laureano Bonet:

Pereda esgrime [...] la defensa de una literatura cuya justificación no se halla en sí misma, en sus propios tejidos estéticos, sino en su mayor o menor compromiso documental, arqueológico casi, en favor del rescate de una iconografía tradicional y étnica en vías de extinción por culpa del movimiento imparable de la Historia: y un cierto rictus melancólico, desesperado, en la mejor línea del romanticismo reaccionario, aflora en este planteamiento de un quehacer literario que se alimenta parasitariamente de las ruinas y los cadáveres537.



A modo de breve conclusión, podemos indicar que la ambientación rural fuertemente localista, el bucolismo, el empleo de técnicas y procedimientos narrativos del costumbrismo, y la consideración de la novela como documento, rasgo presente también en el ideario costumbrista, son algunos de los aspectos definitorios de la novela regional perediana que, como hemos pretendido demostrar, estaban presentes en sus primeras obras narrativas, concretamente en El sabor de la tierruca, relato que presenta todos los caracteres de la novela regional cuyos presupuestos teóricos detallaría Pereda en los escasos documentos en los que explica su modo de concebir el regionalismo literario.



  -[252]-     -253-  
ArribaAbajo

El Florilegio de poesías castellanas del siglo XIX de don Juan Valera, ¿ejemplo de anti-canon literario?

José M.ª MARTÍNEZ CACHERO


Universidad de Oviedo

El director de La Ilustración Española y Americana tuvo la idea de encargar, recientemente concluido el siglo XIX, la confección de unas series de artículos panorámicos acerca de lo que había sido la cultura española durante ese tiempo; de la serie correspondiente a la poesía se ocupó don Juan Valera, quien esbozaría un panorama en once artículos que, no tardando, se convirtieron en el arranque y fundamento de la antología titulada Florilegio de poesías castellanas del siglo XIX, cinco nutridos tomos que vieron la luz en 1902 y 1903, realizándose de este modo la posibilidad sugerida por Menéndez Pelayo en carta a Valera (21-VII- 1901)538:

Se me ha ocurrido que con estos artículos, algo ampliados si acaso, tiene usted hecha la introducción a los líricos del siglo XIX y puede usted y debe encargarse del tomo o tomos -dos han de ser por lo menos- que a este género se dediquen en la Nueva Biblioteca de Autores Españoles, que, por lo visto, va de veras. Yo ayudaré a usted, si quiere, en la corrección de pruebas, en la elección de los textos y en todo lo demás que usted encargue.



No sería en la NBAE, que dirigía don Marcelino, donde encontraran acomodo editorial esos posibles tomos pero sí fue verdad que el remitente de la carta cumplió generosamente su ofrecimiento al destinatario de la misiva. No se hizo esperar la respuesta de éste que ocho días después y al tiempo que aceptaba la ayuda ofrecida, proyectaba ilusionadamente sobre el caso:

Acaso me atreva yo a hacer lo que usted me indica, encargándome de la inclusión, reunión y coordinación en dicha biblioteca de los poetas líricos y épicos del siglo XIX; mas para ello tendría yo que modificar, ampliar y ordenar mejor los artículos en La Ilustración publicados. Tales como están, y acompañados de una advertencia preliminar, pueden servirme antes como introducción para una obrita enteramente popular y muy barata, que contenga, en dos tomos o tres lo más, a dos pesetas cada uno o a peseta y media, si cabe, lo más selecto,   -254-   ameno, fácil y grato de leer, hasta para las mujeres más evaporadas y menos literarias, de cuanto en España se ha compuesto en verso desde fin de 1800 hasta fin de 1900. [...] Entre tanto, en ratos de ocio en que nada pierdan los útiles y agradables trabajos de usted, le agradeceré yo que me indique los versos que le parezcan más a propósito para mi colección selecta, en la inteligencia de que han de ser pocos, de los que pequen menos contra el gusto más acendrado, y de los que sean más ligeros que graves y más amorosos o graciosamente descriptivos que filosóficos, políticos o llenos de pompa exuberante539.



Y no vuelve a tratarse del asunto hasta que, sorprendentemente, Valera anuncia a su corresponsal que la obra proyectada está en marcha pues «dentro de cuatro o cinco días, o de una semana a lo más, aparecerá el primer tomo de mi Florilegio, que irá a escape a manos de usted por correo y en paquete certificado», de acuerdo con un plan ya definitivo que también le participo:

El Florilegio constará de cinco tomos y no de cuatro, y aunque la introducción y las notas casi llenarán dos tomos, siempre me quedará muchísimo espacio para poner versos en abundancia. Quiero yo que todos los versos sean buenos, pero me conformaré con incluir en la colección algunos medianos y hasta menos que medianos, cuando sean sus autores o hayan sido famosos, empingorotados o populares. Así, por ejemplo, ¿qué cree usted que debo poner del Conde de Cheste?540



Esta mención va seguida de una larga lista de nombres de cultivadores de la poesía que plantean diversos problemas acerca de su posible inclusión, habida cuenta de que:

mi colección ha de ser selecta; pero que, a pesar de esto, no quiero excluir de ella las muestras [...] de los que fueron muy aplaudidos y celebrados, si no como líricos, como oradores, políticos, dramaturgos, periodistas, literatos, eruditos, etc, etc.541



En las cartas cruzadas entre don Juan y don Marcelino encontramos otras noticias, debidas a uno y otro y relativas a las ayudas concretas que Valera pide y a las que, bien como respuesta a ellas, bien por propia iniciativa, le presta Menéndez Pelayo -véanse las cartas número 399, 400, 404, 406, 411, 417, 422 y 423 (de don Juan) y las 398, 401 y 405 (de don Marcelino), escritas entre diciembre de 1901 y enero de 1904, cuando el tomo quinto y último del Florilegio está a punto de aparecer-. En las ocho cartas valerianas hay, además de peticiones y dudas del antólogo, varias aclaraciones sobre ciertos extremos del contenido de su antología como la inclusión -personificada en Balmes- de composiciones debidas a gentes de relieve en otros dominios, o la casi forzosa benevolencia en la selección de nombres:

  -255-  

[...] el tomo [IV] tendrá que ser desmesuradamente grueso o yo tendré que desdeñar y por consiguiente ofender a no pocos vates. Preferiré, pues, que sea muy grueso el tomo con tal de contentar a muchos, ya que no a todos.542



Valiosísima, sí, la ayuda que Menéndez Pelayo prestó a Valera en la preparación del Florilegio, compromiso harto pesado para su autor quien «para cumplirle siquiera medianamente es menester que usted me dé algún favor y me sostenga»543; indicaciones diversas acerca de poetas y composiciones, opiniones para resolver dudas, libros o copias de muchos textos facilitados por don Marcelino y, en todo momento, sus palabras de ánimo en la tarea emprendida por su amigo en condiciones personales más bien penosas: la casi ceguera y, finalmente, la ceguera total que le obligaba a dictar sus textos y a corregirlos sobre la lectura que le hacían su secretario o algunos familiares:

Yo no estoy muy allá de salud, pero lo que más deploro es hallarme casi ciego. La scribendi cacoethes no me abandona por eso, y la satisfago escribiendo cosas ligeras y para las que no es menester consultar libros, sino dictar lo que buenamente se me ocurre a mi paisano y amigo don Periquito de la Gala544.



Otros amigos a los que recurrió en alguna ocasión fueron Juan Luis Estelrich -a quien pidió datos «sobre dónde y cuándo nació y murió» Juan Francisco Carbó 545- y Teodoro Llorente -que le facilitó referencias sobre sí mismo y sobre algún otro autor valenciano546-. Otro tipo de ayuda, también informativa pero prestada desde las páginas de un libro, fue la de Leopoldo Augusto de Cueto, marqués de Valmar, -los tres tomos de la Biblioteca de Autores Españoles dedicados a los Poetas líricos del siglo XVIII, «trabajo estimable», cuyo contenido traspasa los límites del siglo XVIII y llega hasta mediados del XIX, y del que se sirvió Valera para documentar la inclusión de varios poetas dieciochescos (Meléndez a la cabeza) y de otros de transición al Romanticismo (caso de Lista y Quintana)- y la del agustino Francisco Blanco García, malogrado y discreto autor de La literatura española en el siglo XIX, obra que Valera comentó favorablemente aunque no compartiera todas las opiniones expresadas en sus páginas.

El título completo que ostenta la portada de los cinco tomos es el de Florilegio de poesías castellanas del siglo XIX con introducción y notas biográficas y críticas por Juan Valera, impresos en Madrid por Ricardo Fe (Olmo 4) y vendidos por la librería de Fernando Fe (Carrera de San Jerónimo 2); llevan como año de salida el   -256-   de 1902, los cuatro primeros, y 1903, el último, y por las alusiones contenidas en algunas de las cartas a Menéndez Pelayo podemos saber casi la fecha exacta de su salida a los escaparates; por la misma fuente de información aprendemos que el editor estableció la posibilidad de suscribirse a la obra y que a su autor le preocupó siempre que fuese muy barata. Como quiera que el Florilegio parecía crecer fácilmente en las manos de Valera, éste llegó a pensar en un tomo sexto que vendría a completar las notas biográfico-críticas de los poetas seleccionados, notas interrumpidas a la altura de Gertrudis Gómez de Avellaneda, y de semejante necesidad habla tanto en el remate del tomo quinto -«Ni con mucho he tratado de la mitad de los mencionados poetas. Necesito, pues, escribir y publicar un Apéndice, a fin de dar por completo cima a mi tarea»- como en carta a su amigo Estelrich:

El mismo tomo VI del Florilegio temo que ya no ha de llegar a escribirse. Todavía, al menos, no he escrito de él una sola cuartilla. Bueno será, con todo, que V. y otros amigos me envíen los apuntes que sin gran molestia pueden reunir y enviarme. Esto me estimulará a escribir el tomo VI, como mucho lo deseo: tomo que ha de tener más de quinientas páginas, si han de entrar en él notas críticas y biográficas de alguna importancia sobre los noventa poetas que hasta ahora se me han quedado en el tintero547,



tomo que no llegó a ver la luz548.

Dejando a un lado las «Advertencias» a cada tomo colocadas al final del mismo, éstos se reparten el contenido de la obra del modo siguiente: en el tomo I, después de la introducción general, van los artículos publicados tiempo atrás en La Ilustración... acerca de «La poesía lírica y épica en la España del siglo XIX», once en total, doscientas cincuenta y cinco páginas, un panorama que se completa con las dichas notas biográfico-críticas del tomo V; comienza a continuación la antología propiamente dicha que continúa avanzando en el curso del tiempo en los tomos II, III y IV, el cual, aunque se cierra con los versos de Núñez de Arce, da entrada a poetas más jóvenes y recientes, modernos y algunos modernistas: Manuel Reina, M. R. Blanco Belmonte, Salvador Rueda, Arturo Reyes, Eduardo Marquina, Vicente Medina y Miguel de Unamuno. Un total de ciento cincuenta y dos poetas y de sesenta y dos notas biográfico-críticas.

Lo mismo en la introducción que en el panorama histórico-crítico de nuestra poesía decimonónica da Valera algunas indicaciones acerca de su propósito y modus operandi en la confección del Florilegio. Ciertamente la enorme abundancia de cultivadores del género -«trescientos poetas [si aceptamos el catálogo ofrecido por Blanco García] de alguna importancia, memorables y dignos de la historia. Demasiado me parece»- supone dificultad no pequeña para quien se meta a antologarlos   -257-   pues ¿cómo «entresacar de dicho número los verdadera y legítimamente inmortales; los que tienen algo de esto que llaman genio»? Él cumplirá la tarea valiéndose de dos «criterios»: «uno, el de la popularidad, falible, aunque bastante autorizado; otro, «el mío propio, falible también y sin autoridad alguna»; así ayudado piensa que le será posible ofrecer «las más bellas composiciones poéticas del siglo que terminó hace poco» o, con otras palabras, un muestrario de indudable utilidad puesto que acaso anime al lector a conocer más y más poemas de algunos autores. Entre éstos, los hay cuyos nombres destaca ya de entrada el antólogo habida cuenta de «la fama y buen nombre» que tienen, como sucede con Quintana y Juan Nicasio Gallego (antes del Romanticismo), el duque de Rivas, Espronceda y Zorrilla (durante el Romanticismo), Bécquer, Campoamor y Núñez de Arce (después del Romanticismo), nombres ¿indiscutibles? representados con alguna extensión en la antología, ocho autores que son una breve lista segura para constituir el canon, riguroso en cuanto al número de sus integrantes correspondiendo así al propósito de Valera de «un Florilegio no muy extenso», propósito que se quedó en deseo porque otros nombres podían ser incorporados inmediatamente a éstos en razón de que su poesía presenta cualidades dignas de reconocimiento: la corrección formal, «una exquisita sensibilidad», «una grande elevación de pensamiento» o bien «la fecundidad, lo fácil y espontáneo del estilo, el chiste, la gracia y la ligereza de muchas de sus obras». Emprendido este camino ampliatorio surgirán otros nombres buscando acomodo propicio para su obra y como nunca han de faltar razones (¿o sinrazones?) para su aceptación, el número de los elegidos se disparará con detrimento e incluso ruptura del ansiado canon; la benevolencia fue un rasgo distintivo de la crítica valeriana de actualidad y por eso confiesa don Juan que a veces en mi predilección entra por más la amistad que la justicia y que en otras ocasiones actúa como crítico «exagerando el mérito de algunos porque la amistad puede cegarme, o rebajando el de otros por espíritu de contradicción o por el prurito de luchar contra la corriente del favor público pero, por lo general, yo soy más idólatra que iconoclasta»549.

En lo que atañe a la ubicación de los poetas en la antología Valera -que no sigue el orden cronológico (año de nacimiento de los poetas)550, ni el alfabético- recurre, más o menos, al utilizado en los once capítulos del panorama previo a la antología y tiene en cuenta tres grandes bloques que forman algunos poetas dieciochescos -primer bloque-, los poetas románticos, así los de la primera generación como los posteriores -segundo bloque- y los más recientes, vivos si no activos cuando el Florilegio se preparó y publicó -bloque tercero, en el que figuran junto a Campoamor y Núñez de Arce otros más jóvenes y distintos-; las dificultades sobre el particular   -258-   asaltarían al antólogo dentro de cada bloque y tomo, de lo cual queda constancia en una carta a Menéndez Pelayo551:

El orden -si orden puede llamarse- en que irán los poetas del segundo tomo es el siguiente: Reinoso, Lista, Burgos, Bretón de los Herreros, Serafín Estébanez Calderón y algo de las Tres toronjas del Vergel de Amor, de Durán. De aquí adelante, o sea en los albores del romanticismo, quiero poner primero los que escribieron dentro de España y luego los emigrados. Algunos catalanes, como Cabanyes, Arolas, Piferrer, Milá, Quadrado y algún otro, así como Ventura de la Vega, el Duque de Frías y tal vez Nicomedes Pastor Díaz y el propio Molins, irán antes de los emigrados, los cuales serán el punto culminante del romanticismo; primero, Mora; luego, alguna composición de D. Antonio Alcalá Galiano luego, dos o tres cosas líricas del Duque D. Ángel y un par de romances completos, quizá El solemne desengaño y El cuento de un veterano. Como casi emigrado pondré luego a Espronceda y, siguiéndole, a los que pueden considerarse como discípulos y satélites suyos. Así, Miguel de los Santos Álvarez, Ros de Olano y Julián Romea. Aquí quisiera yo encajar algo de Cheste y también de otros menos que medianos poetas, célebres por otros títulos, como Pacheco, Ríos Rosas, Balmes y ya veremos quién más, tal vez Salvador Bermúdez de Castro, Bueno y Amador de los Ríos, terminando el tomo segundo, si tantas cosas caben en él, con versos de Gabriel García Tassara, siendo el trueno gordo o final del dicho segundo tomo el Himno al Mesías.



Semejante «trueno gordo» o remate efectista parece ser una preocupación de Valera pues cuando (agosto de 1902) traía entre manos el tomo cuarto también pensaba en ello, conseguido ahora merced a los dos poetas y medio que había dicho «Clarín» años antes:

El tomo cuarto [le escribía a Menéndez Pelayo552], así como los fuegos de artificio terminan con el trueno gordo, terminará con los poetas de mayor cuantía, ya por su mérito real, ya por la fama adquirida con razón o sin ella, pues yo no puedo menos de contar para esto con dos factores: mi propio criterio y lo que el público ha tenido a bien decidir y sentenciar. Terminará, pues, el tomo cuarto con versos de usted, de Campoamor, de Balart, de Manuel del Palacio y de Gaspar Núñez de Arce.



Dentro de los tres bloques antedichos Valera señala unos períodos más breves o momentos que muestran características peculiares, relativas por lo común a la calidad estética de su poesía: es el caso del principio del reinado de Isabel II -que fue «como repentina primavera que de improviso derrite la apretada capa de nieve bajo la cual ha crecido misteriosamente la hierba, y nos la muestra lozana y verde, cubriendo los campos y prometiendo la próxima aparición de mil lindas y tempranas   -259-   flores»-, del decenio 1840-1850 -en el que culminó «la poesía española como sol espléndido en su fervoroso meridiano» para entrar después en su declinación553.

Si entramos ya en el contenido de la antología encontraremos algunos casos ilustrativos sobre lo pensado y realizado por el antólogo, tal: la inclusión al lado de «nuestros más egregios poetas» de otros «olvidados hoy o que tal vez no salieron nunca de una oscuridad relativa», situación de la que son culpables la «mala ventura, la poca afición que hay a los versos, la estupenda y viciosa abundancia con que se producen y [el] extravío o mengua de la facultad estética que se llama buen gusto, algo pervertido con frecuencia entre nosotros»554; al incluirlos, trata Valera de reparar lo que se le antoja una injusticia pero también quebranta el rigor necesario para la fijación de un canon. En la misma línea está el caso del filósofo Jaime Balmes (su poema El genio figura en el tomo segundo), explicado así:

[...] no ya porque los versos que compuso aumenten la alta fama de que goza, sino para mayor honra de la misma poesía, que bien puede ufanarse de contar a tan ilustre personaje entre sus enamorados y humildes cultivadores. / Los versos que de Balmes publicamos están mejor sentidos que expresados, haciéndonos entrever el tesoro de poesía que encerraba su alma sin que llegara a manisfestarse con lucidez completa por la poca maestría en el manejo de la palabra rítmica555,



lo cual constituye nueva muestra de quebrantamiento del posible canon. Algo por el estilo ocurre con dos grupos de autores admitidos en el Florilegio: el de los literatos eruditos (o viceversa) -Milá y Fontanals, Aureliano Fernández Guerra, Quadrado, Rodríguez Zapata, Amador de los Ríos, Revilla, Cañete y Rodríguez Marín-, ocasionalmente componedores de versos pero cuya nombradía tiene como fundamento primero y principal el trabajo de investigación; el grupo de los nobles -duques de Frías y de Almenara Alta, condes de Cheste, de Liniers y de Torrijos, marqueses de Molins, de Valmar, de Cerralvo, de Heredia-, para quienes componer versos y publicarlos resultaba un timbre más de nobleza. Valera justifica la presencia de unos y otros porque lo escrito por ellos presenta valores como corrección formal, sentimiento sincero, dignidad e importancia de los asuntos; en cualquier caso quiere Valera destacar la limpieza de su intención y método no viciados por «ningún interés extraño a la poesía [...] Podrán notarse en mi crítica muchos errores de entendimiento, pero la imparcialidad ha sido y será el objeto constante de mi aspiración y de mi deseo»556.

Claro está que Valera no poseía algo como una marca -así la llama- «para apreciar la altura de los poetas que han de entrar en él [Florilegio], rechazar a los que no lleguen y aceptar sólo a los que lleguen a la marca o suban por cima de ella»557, y por   -260-   eso su opinión y su elección están expuestas a error. Los poetas que considera mayores o más relevantes, aquéllos cuyos versos le satisfacen más y hasta le llenan de entusiasmo: Zorrilla, de una parte, y el Himno al Mesías, de Tassara, por otra, cuentan entre sus preferidos pero también el Rivas narrativo, el lírico Bécquer o el «amenísimo, original y fecundo Campoamor» entran en su canon personal. No menos irónico o burlón que el autor de las Doloras fue el autor de Pepita Jiménez y algunas veces -léanse las páginas que dedica a la poesía de Grilo en el tomo primero- no es fácil distinguir si sus palabras van dichas en serio o si bajo ellas alienta segunda intención. Puesto que a Campoamor aludimos cabe cotejar la opinión vertida por don Juan en el Florilegio, opinión favorable, con la que, más libremente y entre amigos, manifiesta en sus cartas a Menéndez Pelayo; Valera sostiene entonces que alguno de sus Pequeños Poemas «muerde de cursi, de falso sentimentalismo y de prosaísmo ridículo en la expresión, que quiere pasar por sencilla y es afectada»; llama a las Humoradas «simplezas», «frialdades vulgarísimas y ultrapedestres» y lamenta que «en tal mezcla de vulgaridad, prosaísmo y sensiblería vea la obra de un egregio genio poético nadie que esté en su juicio y le tenga sano»558; semejante mantenido varapalo, en el seno de la confianza y con todo sigilo, contrasta con los elogios públicos que le tributara. ¿A qué carta nos quedamos?


Final

Entiendo que canon -de acuerdo con la acepción novena registrada en el DRAE- significa «modelo [literario en nuestro caso] de características perfectas», perfección relativa o, mejor, en la que son posibles y admitidos grados diferentes. ¿Quién fija y cómo el catálogo de modelos? Un crítico de la literatura contemporánea y coetánea -como lo era Valera- y una antología -como su Florilegio, relativo a la poesía española decimonónica- son o parecen personalidad e instrumento abonados para esa labor; el gusto propio, siempre falible; el propósito de imparcialidad y la eliminación de cualquier prejuicio favorable o adverso son factores que ayudan a su mejor desempeño pero en el caso que nos ocupa hay otro factor que actúa en sentido contrario: falta la conveniente perspectiva histórica pues el asunto de la obra es un siglo muy recientemente concluido y vivos, y en algún caso activos, estaban bastantes de sus protagonistas lo que podía suponer la existencia entre ellos y su antólogo de vínculos de amistad o de enemistad no siempre fáciles de superar. Añádase que a Valera le anima el deseo de ofrecer un conjunto nutrido para el que en ocasiones le falta espacio y ha de recurrir para paliarlo a aumentar las páginas de los tomos o a prometer algún apéndice complementario, y aún así se lamenta de algunas forzosas no-inclusiones; otras que sí pudo hacer suponen una ruptura con el canon. Por eso me he permitido, acaso temerariamente, considerar el Florilegio valeriano como un ejemplo de anti-canon.





  -261-  
ArribaAbajo

El canon a la violeta. Normas y límites en la elaboración del canon de la literatura femenina

Marina MAYORAL


Universidad Complutense de Madrid

No existió para la literatura escrita por mujeres en España en el siglo XIX una obra específica de preceptiva literaria. En principio parece que eso significa que debería regirse por las mismas reglas y cánones que informaban la literatura escrita por hombres. Pero no fue así. Recordemos que para el romanticismo francés es decisivo el prefacio de Víctor Hugo a su Cromwell, o para el inglés de el de Wordsworth a las Baladas líricas, o para el español el prólogo de Alcalá Galiano a El moro expósito. De igual modo, a las reglas a las que debía someterse la obra de las mujeres hay que buscarlas en los prólogos de sus libros, escritos por ellas mismas o por autores que avalaban con su autoridad a las escritoras; en los artículos periodísticos en los que se orientaba y adoctrinaba a las autoras o se las reprendía por su atrevimiento y rebeldía; y también en cierto modo en las ausencias, en el silencio en torno a ciertos nombres. Que Rosalía de Castro no figure en la Antología de escritoras hecha por Valera es significativo de su ruptura con el canon impuesto; que el nombre de Gertrudis Gómez de Avellaneda no aparezca en el artículo de Gustave Deville559 sobre las escritoras españolas también lo es, y por la misma razón.

¿En qué consistía el canon de la literatura femenina? En una serie de normas que se derivaban de la condición femenina, o mejor dicho, de lo que en la época se pensaba que era la naturaleza de la mujer y su función en la sociedad. La literatura escrita por las mujeres debía reflejar las mismas virtudes morales y cívicas que la sociedad exigía a las mujeres.

El origen remoto puede que esté en el retrato de la «mujer fuerte», la mujer vinculada a las labores del hogar y al cuidado de su familia, ensalzada en el libro de los Proverbios en la Biblia; el modelo perduró en el mundo occidental a través de obras como la Institución de la mujer cristiana de Luis Vives o La perfecta casada de Fray Luis de León. En el siglo XIX ese modelo ha adquirido en muchos aspectos el carácter de norma inmutable: la mujer que no responda las leyes del canon no es una mala mujer sino que, más radicalmente, no es mujer. Recordemos en este   -262-   sentido las reiteradas ocasiones en que la Avellaneda fue calificada de varonil, tanto en su obra, como en su comportamiento560.

Veamos algunos ejemplos de esta actitud. Vicenta Maturano nos presenta en su novela Sofía y Enrique a una hermosa joven incómoda por la expectación que despierta su belleza cuando la presentan en sociedad y se pregunta: «¿Cómo puede una mujer honesta desear ser objeto de la atención general?». Su madre le da la razón: «Nuestro sexo, como la modesta violeta, ha nacido para la oscuridad»561.

De la misma opinión es María Josefa Massanés, que considera inútiles los intentos de emancipación femenina u de igualdad social entre hombres y mujeres, y lo razona así:

Aún cuando, trastornado el orden establecido de las leyes y costumbres, se confirieran indistintamente a los dos sexos todos los cargos de las repúblicas, siendo como es la mujer tan tímida, dócil y resignada por naturaleza, cedería pronto e insensiblemente a la voluntad varonil, cuyo valor, energía y fortaleza de ánimo arrastrarían la suya562.



La modestia es la virtud femenina más ensalzada y debe estar presente en su obra literaria, que a lo sumo puede aspirar a realizarse a través del sentimiento pero no de la inteligencia. Así lo mantiene el crítico francés Gustavo Deville: «La mujer deber ser mujer, y no traspasar la esfera de los duros e ímprobos destinos reservados al hombre sobre la tierra. Sea enhorabuena poeta, artista, pero nunca sabia». Según este autor la mujer no debía cultivar el drama ni la epopeya ni la novela histórica. Lo razona de este modo:

No intente, pues, la española retratar los fantasmas delirantes del drama, ni los cuadros sangrientos de la epopeya y la novela histórica; pues le falta fuerza para sostener sus melodiosos acentos en el enfático diapasón del primero, y entiende poco de las cosas de la vida real, necesarias para el buen análisis y las descripciones rigurosas de la segunda.



Se podría pensar que se trata de una cuestión de costumbres y que una adecuada instrucción capacitaría a la mujer para cultivar esos géneros, pero no es así. Se trata, según Deville, de una incapacidad derivada de su propia naturaleza: «Ha existido siempre entre las mujeres una especie de debilidad orgánica, que vendría a paralizar en este punto sus más loables esfuerzos»563.

Algunos años más tarde, en 1866, Ángela Grassi al escribir sobre Cristina de Suecia, vincula la naturaleza femenina a determinadas cualidades, cuya ausencia implica la negación de esa naturaleza femenil. Según la autora, las notas que definen   -263-   a la mujer son «el candor, la modestia, la bondad, la persuasión, la timidez y la dulzura [...] La mujer que, por orgullo o insensatez, se despojase de estos naturales e invencibles atractivos, dejaría de serlo»564.

Todavía veinte años después, en la obra de Concepción Arenal, podemos encontrar reiteradamente mantenida la opinión de que la mujer es por naturaleza dócil, dulce y piadosa y cuando no se dan estas cualidades tiende a verlo como un extravío, como una enfermedad:

La mujer que no ama y que no cree, la que no tiene ningún afecto en este mundo y alguna idea del otro, es un ser tan extraño y tan monstruoso que casi me parece ver allí algún transtorno físico, algún estado nervioso semejante a una enfermedad, y tengo impulsos de decir: hay que llamar al médico para esta mujer que no cree en Dios565.



El canon de la violeta no sólo abarcaba al hecho de la escritura sino a la actitud que la escritora debía mantener en la sociedad si no quería convertirse en piedra de escándalo como Aurora Dupin en Francia o Tula en España. Lo canónico consistía en disimular su talento en público, donde debía actuar siempre como mujer, es decir, mantener la boca cerrada, y guardar para la intimidad sus dotes artísticas. Así recomienda la Massanés:

La mujer debe presentarse en el [mundo] con las virtudes y costumbres de tal, si anhela ser sinceramente apreciada. En la soledad de su retrete adorne su mano con la pluma o el pincel, en la sociedad con el abanico y las flores. En su gabinete vierta raudales de elocuencia sobre unas hojas que la inmortalizarán tal vez, en la sociedad olvide que su nombre está impreso al frente de aquellas obras566.



Honestidad, modestia, recato, son al mismo tiempo cualidades y condiciones necesarias para que la sociedad admita a la escritora y a su obra. Teodoro Llorente se lo advierte a la sobrina de Tula, la joven Elena Gómez cuando le escribe un prólogo para su libro de poesía:

Nunca he sido partidario de la mujer escritora. La poesía ha de estar siempre en el corazón de la mujer, en sus labios algunas veces; pero nunca en su pluma. La mujer que abre su corazón a los lectores está muy expuesta a perder lo que constituye el mayor atractivo de su sexo567.



  -264-  

Estas ideas sobre la naturaleza femenina influyen como era de esperar en su producción literaria. La mujer no habla, no escribe con sinceridad lo que piensa y siente, sino que ofrece en la mayoría de los casos una imagen estereotipada y falsa de sí misma y del mundo entorno. Lo dice claramente Rosalía en el prólogo a La hija del mar: «Todavía no les es permitido a las mujeres escribir lo que sienten y lo que saben».

Sólo las mejores se atrevieron a romper esas normas, como la misma Rosalía o la Avellaneda o a esquivarlas con astucia y habilidad como Carolina Coronado y Cecilia Böhl de Faber. Pero la mayor parte de la producción femenina quedó confinada en los estrechos moldes de una literatura moralizante y bobalicona, reducida a un estado de infantilismo perpetuo del que nos habla la Pardo Bazán568, a una falsa «edad de la inocencia» que critica Edith Warton o bien se llegó a una postura de hipocresía, de disimulo del propio talento, que sin embargo no impedía sacar provecho de él. Un buen ejemplo de esta última postura es la de Cecilia Böhl de Faber, que ocultó su identidad bajo el pseudónimo masculino, «Fernán Caballero», y su superioridad intelectual bajo un velo de aparente modestia. Veamos como por boca del Abad, personaje de su novela autobiográfica Clemencia, recomienda el disimulo del talento a las mujeres:

No hay nada en el mundo, hija mía, que se deba disimular más que una superioridad, porque es lo que menos se perdonan los hombres, y sobre todo no perdonan las superioridades adquiridas [...]. Persuádete bien de esta verdad: la superioridad es una carga, como lo es para el gigante su estatura: gozar de ella y disimularla con benevolencia y no con desdén es la gran sabiduría de la mujer569.



Muchas de las escritoras interiorizan estos preceptos sociales y los convirtieron en preceptiva literaria. Incluso una poetisa de talento como fue Carolina Coronado exigía la virtud como condición indispensable para acercarse al altar del arte. En el poema «Cantad, hermosas», después de recordar los tiempos en los que la mujer no podía expresar por escrito sus sentimientos, exhorta a sus colegas a poner en práctica sus dotes poéticas, pero insiste en la necesidad de los valores morales y en el repudio de las que no puedan ser ejemplo de virtudes:

  -265-  


   Dichas, amores, penas, alegrías,
lloros, melancolías,
trovad, al son de plácidos laúdes;
más, ¡ay de la cantora
que a esa región sonora
suba sin inocencia y sin virtudes! [...]

   Cante la que mostrar la erguida frente
pueda serenamente
sin mancilla a la luz clara del cielo;
cante la que a este mundo
de maldades fecundo
venga con su bondad a dar consuelo.

   Cante la que en su pecho fortaleza
para alzar con pureza
su espíritu al excelso templo halle;
pero la indigna dama
huya la eterna fama,
devore su ambición, se oculte y calle570.



Estas limitaciones llevaron a Carolina a inventar toda una historia en torno al destinatario o inspirador de sus poemas amorosos, un misterioso y nunca identificado Alberto, al que ella mata literariamente antes de dar a luz sus poesías571, ya que otra cosa sería incorrecta e impropia de una dama digna. En la edición de 1852 las palabras de la autora que encabezan sus poesías de amor dejan clara esta postura:

Las siguientes composiciones están dedicadas a una persona que no esiste ya. Por eso me atrevo a publicarlas. Una mujer puede sin sonrojo decir a un muerto ternezas que no quisiera que la oyesen decir a un vivo.



La nota lleva implícita una censura a la obra de Gertrudis Gómez de Avellaneda, que sí escribía ternezas a los vivos, y es un ejemplo de las sinuosidades a las que tenían que recurrir las escritoras para no sufrir el rechazo de la sociedad.

El verdadero talento rompe todas las barreras y supera todos los obstáculos, ahí está la obra de Rosalía para demostrarlo, pero creo también evidente que el canon al que se sometió la literatura femenina malogró algún talento, como es el caso de carolina Coronado, que pudo llegar a escribir mejor y más. Carolina tira la toalla y   -266-   abandona la palestra literaria en el momento en que contrae matrimonio. Su obra da un vuelco, se hace más conservadora y finalmente deja de escribir, con la excepción de algunas composiciones aisladas y de compromiso. Tengo la sospecha de que lo hace porque lo que quería escribir lo sentía incompatible con el papel que tenía que desempeñar en sociedad como esposa de un diplomático. Ese abandono de la literatura lo había anticipado ya en su poema «Ultimo canto», donde expresa la angustia que le produce la lucha entre su naturaleza de poeta y su naturaleza de mujer:



   Tal ansiedad me consume,
Tal condición me quebranta,
Roca inmóvil es mi planta,
Águila rauda mi ser...

   ¡Muere el águila a la roca,
por ambas alas sujeta;
mi espíritu de poeta
a mis plantas de mujer572.



También Rosalía expresó su desazón ante esa ruptura interior que sufría la escritora que no se sometía a las reglas:


   Daquelas que cantan as pombas i as frores
todos din que teñen alma de muller,
Pois eu que n'as canto, virxe da Paloma,
¡Ai!, ¿de que a terei?573



En Rosalía triunfó la poesía. En Carolina el papel social. Quizás sea el caso más claro en la literatura española de un talento limitado por un canon que atenazó férreamente a las escritoras del siglo XIX.



  -267-  
ArribaAbajo

Nuevos horizontes: el canon decimonónico y la nueva crítica de 1900

Patricia McDERMOTT


University of Leeds

La nota publicitaria de un libro recién publicado por la editorial Cambridge University Press que se titula Making the English Canon. Print-Capitalism and the Cultural Past, 1700-1770 (Elaborando el canon inglés. El capitalismo de imprenta y el pasado cultural) promociona el libro como una intervención importante en el debate «quizás el más importante en las humanidades y las letras de hoy»; eso es, cómo se hace el canon. Cito las palabras del autor Jonathan Brody Kramnick en su introducción La modernidad del pasado porque el proceso que él ubica en el siglo XVIII con respecto a la literatura inglesa puede identificarse en el siglo XIX con respecto a la literatura española y reconocerse todavía vigente con respecto a la literatura occidental del siglo XX:

El que hemos aprendido a llamar «el canon» -un panteón de obras de la alta cultura del pasado- nació como una contradicción. La modernidad genera la tradición. El crecimiento del comercio del libro, la desaparición de la autoridad aristocrática, el aumento del alfabetismo, la importancia de escritoras y lectoras, la profesionalización de la crítica, provocaron juntos durante el curso del siglo el recurso a obras del pasado como patrimonio nacional. Entonces como ahora, la elaboración del canon tomó parte en debates de gran alcance sobre la naturaleza de la comunidad cultural. Los críticos evaluaron las obras antiguas y ponderaron su relación con la escritura moderna. Contemplaron el carácter del lector moderno, y estudiaron cómo en el transcurso del tiempo habían cambiado la educación, la clase y el género del público lector. El paradójico establecimiento de la tradición originando en un sentido de la modernidad ocurrió cuando la cultura literaria se vio bastante coaccionada, incluso en crisis574.



La elaboración del canon es tema candente en el mundo académico de lengua inglesa a causa de la polémica suscitada por la publicación en 1994 del libro de Harold Bloom The Western Canon (El canon de Occidente). Su Conclusión elegíaca   -268-   algo milenaria anuncia la muerte del estudio de la literatura qua literatura, quejándose de que en la universidad norteamericana de hoy el estudio de la literatura escrita en inglés deja paso a los estudios culturales (por ejemplo, el estudio de los comics chicanos)575. Según la confesión final de su estética crítica, una versión post-Emersoniana de Walter Pater y Óscar Wilde (p. 527), clara herencia de fines del siglo pasado, Bloom declara que todo canon es elitista (p. 37), insistiendo en contra de las propuestas de los multiculturalistas en que ni es servidumbre de la clase dominante (p. 32) ni puede convertirse en programa de salvación social (p. 28). Según Bloom, para el lector un texto canónico es un encuentro con la fuerza o dignidad estética (p. 36), una confrontación en la soledad con la mortalidad humana (p. 30); en cuanto al autor, el miedo a la muerte se transmuta en la búsqueda egoísta de la canonización, o sea, la unión en la memoria comunitaria (p. 19). El canon será entonces el arte de la memoria literaria (p. 17), un tipo de lista de supervivientes (p. 38). Para Bloom, el valor estético resulta de una lucha intertextual: lo canónico es intercanónico (p. 54), un combate continuo entre textos, centrado en el proceso de individuación (p. 27). No puede haber una literatura canónica sin el proceso de la influencia literaria, la ansiedad de la influencia según su famosa fórmula anterior, la mala lectura o interpretación equivocada creativas de textos precursores (p. 8). La prueba de que un texto sea canónico es que exige la re-lectura (p. 30) y la gran escritura es una re-escritura o revisión de una lectura que abre espacio para el yo o que re-abre la obra antigua para la experiencia de un dolor nuevo (p. 11). Aunque dice que ningún original es original, sino un saber tomar prestado por parte del inventor (p. 11), declara que toda originalidad literaria fuerte llega a ser canónica (p. 25). Y a su pregunta inicial: ¿qué hace canónico a un autor o un texto?, contesta: la rareza o la novedad, un modo de originalidad que o no puede asimilarse o nos asimila de modo que deja de parecernos extraño (p. 3). Menospreciando la crítica feminista afro-americana (lo políticamente correcto), Bloom proclama un triunvirato (europeo, blanco y masculino) en el canon de Occidente: Dante, Shakespeare y Cervantes, quienes, según él, especialmente Shakespeare, nos inventaron (p. 17). Siguiendo los ciclos de Vico, les sitúa en el segundo ciclo la Edad Aristocrática (pp. 534-539), e identifica el tercer ciclo, la Edad Democrática (pp. 540-547), en el siglo XIX post-Goethe cuando, según él, las literaturas de Italia y España bajan, la literatura de Inglaterra y en grado menor las de Alemania y Francia suben, a la vez que salen las literaturas de Rusia y América. En su lista canónica (selección de figuras cruciales) del siglo XIX, Bloom reúne a Portugal (Eça de Queirós) y España, nominando a Bécquer, Galdós (Fortunata y Jacinta) y Clarín (La Regenta). En un nuevo ciclo que llama la Edad Caótica (el siglo XX), Bloom brinda su profecía canónica (pp. 548-567), reconociendo que se necesitan dos generaciones para confirmar el   -269-   proceso de canonización y que su selección representa los accidentes del gusto personal y el acceso a traducciones; de manera tentativa, en el caso de España, nombra a tres novelistas y diez poetas: Unamuno, Cela, Goytisolo, Machado, Jiménez, Salinas, Guillén, Aleixandre, Lorca, Alberti, Cernuda, Hernández y Otero.

El crítico académico judío del siglo XX Bloom, trabajando en un mundo académico norteamericano antes dominado por la cultura WASP (blanca, anglo-sajona y protestante), señala el origen religioso del término canon, término crítico de moda en el debate político-cultural. Sin embargo, para el escritor y el crítico literario españoles a finales del siglo XIX en el contexto de una época de transición en una cultura católica, la secularización del término y su uso en el debate literario nacional ya era corriente. Manuel Machado, en su artículo «El modernismo y la ropa vieja» que salió en el primer número de la revista Juventud (I, 1.x.1901), defensa de los novadores ante la acusación de imitación extranjera hecha por la generación dominante en la crítica académica, utiliza el concepto y un término afín:

Y esa misma generación que se queja del olvido de los jóvenes, esa generación, quizás la más estéril, vacía e insípida de todos los tiempos, ¿fue acaso menos influida que las anteriores? Estos viejos de hoy, a quienes nos hemos saltado por inútiles y rémoras, entre los cuales no hay siquiera un maestro amable, escépticos sin ideas, odiosos pedantes al revés, que alardean de no saber nada porque nada aprendieron y nada enseñan, inventores de comodines y recetas caseras para medrar y durar. Esos, ¿no visten también a la moda francesa del año 70?

[...] La nuestra no cuenta quizás aún con una verdadera y completa figura. Rusiñol, Benavente, Darío, Unamuno y otros más que son muy jóvenes, trabajan con fruto. Cada uno de ellos vale mucho, pero no pretenden hacerse canonizar576.



Aceptando la definición de la Academia («Compañía Arrendatoria de la Lengua») del modernismo: «es el amor de lo nuevo con menosprecio de lo antiguo»,   -270-   Machado da su propia definición: «La novísima escuela estética que funda la moral en lo bello», y termina con una profecía irónica de su destino académico:

[...] la mayoría gusta del paso tardo y descansado, por el cual dentro de veinte años tragará todo lo que hoy se le resiste, girará en torno de los soles á quienes hoy ladra, erigirá en dogma los axiomas artísticos que hoy les parecen disparates... y que probablemente lo serán entonces; se pondrá en fin, la ropa nueva de hace diez años y venerará á sus académicos liliales y decadentes.



Lo que me interesa hacer aquí es señalar la revisión del canon decimonónico con respecto a los escritores, llamados sin excesivo rigor, de la Generación del 68, hecha por los escritores, llamados también sin excesivo rigor, de la Generación del 98 o modernistas: el proceso de continuidad y discontinuidad, de convergencia y divergencia, en cuanto a la ética y la estética, de los jóvenes contra los viejos en la llamada por Manuel Machado «guerra literaria» finisecular. Carlos Bousoño nos ha indicado cómo un cambio de cosmovisión, cuyo foco para él es siempre el contexto histórico-social, produce un cambio de estilo. El fin de siglo fue una época de transición: en filosofía del positivismo al idealismo, en literatura del naturalismo al simbolismo. Lo que sigue debe situarse en una lectura de la tesis de Bousoño sobre el desarrollo de la literatura española (y occidental) con relación al desarrollo del individualismo, explicada en su estudio magistral Épocas literarias y evolución577.

Ramón Pérez de Ayala, quien llegó a ser en España uno de los filósofos de la crítica e historia literarias más lúcidos, ya antes de Bousoño había formulado una teoría evolucionista muy de su época del artista y del estilo en relación a la tradición y la modernidad. En una de sus Divagaciones literarias (que abarcan temas tales como «La ley del mercado [editorial] en España», «El periodismo literario» y «Sobreproducción y periodismo»), titulada «Literatura», comienza haciéndose eco de Taine -Hemos dicho que en la sustantividad del estilo coinciden inevitablemente tres factores: el ambiente o época, la raza o tradición y el artista u hombre- para enfocar de manera más espiritualista en el alma individual como el secreto último del estilo en el proceso histórico de las generaciones:

[...] En el alma individual hay cierta constitución íntima, formada y reformada por la herencia. En este sentido, el alma individual es una cristalización del alma de su raza, y lleva en sí latentes todas las generaciones de los antecesores, el espíritu de la tradición. El alma individual, asimismo, despierta a la conciencia de la realidad en un momento determinado del tiempo, y a lo largo del tiempo va desarrollándose, afirmándose; de suerte que para ella la realidad, su realidad, es la de su tiempo. En este sentido, el alma individual es una cristalización del espíritu de la época.

  -271-  

El alma o genio de la raza es una supervivencia de todas las generaciones pretéritas y se conserva incorruptible en el lenguaje.

El espíritu, en cada época, enfoca el universo desde un vértice de óptica diferente. Bien que los problemas esenciales de la vida y la conciencia sean en todas las épocas los mismos, están en cada época planteados en términos nuevos y la eterna incógnita recibe diversas denominaciones.

Así como hay un lenguaje exclusivo de cada raza, semejante en todas las épocas, hay un vocabulario de cada época, semejante en aquella minoría de hombres, pertenecientes a todas las razas, que componen la comunidad culta internacional y el verdadero espíritu consciente o conciencia de la época.

Y así, el artista genuino (no hay artista genuino sin estilo), de una parte, es producto de su raza, y de otra parte es producto de su época; pero, recíprocamente, de una parte, influye sobre el ambiente y lo modifica, y de otra parte, constituye un paso más avanzado, una edad nueva en el desarrollo vital de su raza y seguirá viviendo en el espíritu de las generaciones venideras578.



Como escritor novel en Madrid a principios de siglo, Pérez de Ayala se había presentado como apologista de la literatura moderna interpretada como expresión de la transición de una edad de prosa a una edad de poesía. En el primer número (abril de 1903) de la revista del modernismo que iba a triunfar en España Helios, bajo el título sencillo de «Poesía», Pérez de Ayala dictó el manifiesto de ese modernismo poético en términos del renacimiento del idealismo frente al realismo caducado (la cita es larga porque sirve como muestra del nuevo idealismo y de la nueva retórica):

En las altas regiones de la especulación inteligente es diáfana la atmósfera, y las vagas nubes inmaculadas de los anhelos espirituales se deslizan por lo azul del idealismo puro, algo abstracto quizá. Las almas de los poetas modernos abandonan los antiguos asuntos baladíes y poco nobles, la contemplación impersonal limitada, de lo externo en el cosmos, para seguir con ritmo de arrobamiento, en sus estrofas místicas el vuelo de la Sophia santa. A la antigua concrección [sic] machacona y vulgar en la métrica, de un pensamiento prosaico, ha sustituido el poema simbólico que tiene iniciaciones de sentimientos inefables, nebulosidad evocadora de música, y entraña bajo las gráciles ondulaciones rítmicas conceptos universales, no por abstrusos menos poéticos. El aparato formal, el juego externo de la rima y de las unidades métricas, todo lo que antaño caía bajo el imperio cominero y meticuloso de Polymnia, ha sufrido honda renovación y se muestra en fragante florecimiento. Los fuegos de artificio se   -272-   oscurecen ante la luz interior de las almas videntes: al pueril entretenimiento de la difícil facilidad, perniciosa por lo acomodaticia, sigue la concienzuda producción, atormentada, fecunda, el parto laborioso de una obra viable y que ha de perdurar. Una concepción estética, más íntima, más humana, anima los generosos espíritus que aman a la Belleza, y en el solemne renacimiento que alborea se unen todas las Bellas Artes, como rosas gemelas que al impulso de un viento blando se unen para besarse579.



Aquí, como en otras publicaciones580, reitero la importancia de las revistas dentro del capitalismo de la imprenta, para seguir el desarrollo de la carrera del crítico literario y para captar la dinámica del cambio de gustos y criterios: el reto a lo viejo y la promoción de lo nuevo y en el proceso la revelación de la lectura selectiva de autores y textos precursores. En el número 3 de la misma revista Helios, presentando la publicación de las cartas escritas por Ángel Ganivet a su amigo Navarro Ledesma, colaborador en la revista, el equipo editorial declaró: «Ganivet ha sido un precursor: nosotros, los recién llegados a justas de belleza, debemos no poco a la impulsión luminosa por meridional, serena y firme por virtud de alto intelectualismo de aquel que compuso Granada la bella»581. Según Rubén Darío el andaluz Juan Ramón Jiménez, promotor de Helios, es el heredero poético de su paisano Bécquer; Jiménez a su vez, estableciendo una lista canónica de la poesía romántica española en el primer número de la revista, proclama a Darío el más grande poeta que escribe en castellano desde los tiempos de Espronceda, Zorrilla y Bécquer582. Su compañero/a en la empresa poética de Helios Gregorio/María Martínez Sierra añade un cuarto nombre a este triunvirato decimonónico, el de Campoamor, en una revisión de la obra del recién muerto Núñez de Arce. En «Algunas consideraciones sobre los versos de Núñez de Arce», sigue a Bécquer en su división de los poetas en dos categorías, los imaginativos y los cerebrales:

[... los imaginativos] grandes enamorados de la naturaleza y esclavos de la vida; sus versos o sus prosas son como espejos de sensaciones, y en ellas, si existe una acción, es acción   -273-   sin tendencias ni rumbos prefijados, incoherente y vaga como la vida misma. A veces se desprenden de sus obras sorprendentes lecciones morales y metafísicas, tanto más potentes cuanto que no están expresadas en la obra misma, sino que nacen al contacto de ella en el espíritu del lector. Estos poetas imaginativos son siempre grandes sugeridores.

[... los cerebrales] no ven las cosas; las miran a través de las ideas, y las ideas - vidrios de colores - tiñen la vida con matices falsos y le hacen perder el supremo encanto de la ingenuidad. La vida calla implacablemente ante quien intenta escudriñarla para buscar en ella un sentido que él fijó de antemano583.



Según este criterio de la superioridad implícita de un arte de sugestión, la idea de la duda fracasa en la poesía del cerebral Núñez de Arce, mientras la duda nunca mencionada por Baudelaire se induce sutilmente en el alma del lector por la lectura de Les fleurs du mal. El joven escritor finisecular considerado más iconoclasta José Martínez Ruiz, escribiendo en la revista coetánea Alma Española, rechaza a los autores que tienen éxito con el público burgués:

[...] hay en el fondo de todos estos espíritus una recia levadura de oradores populacheros. Recordad las odas de Quintana, los «gritos» de Núñez de Arce, las peroratas insoportables de Echegaray584.



Esto continúa el tono de su protesta publicada en El Globo contra la propuesta de un homenaje oficial dedicado a Echegaray cuya obra según su juicio elitista no va a perdurar:

[...] como en arte sólo prevalece lo raro y exquisito, que es patrimonio de unos pocos (recordad a Góngora y a Gracián, ayer; y hoy a Baudelaire y a Verlaine), viene a suceder que, pasadas esas formas de emoción popular, la obra se derrumba y acaba para siempre585.



Echegaray llegó a ser piedra de toque frente a Galdós en la campaña entre generaciones y tendencias para proclamar uno de los dos como héroe de la literatura nacional. Rodrigo Soriano, en una reseña de Mendizábal que salió en Vida Nueva el día de Navidad del annus horribilis 1898, contrasta la recepción de héroe otorgada en Rusia a Tolstoy y la falta de tal en España para Galdós quien Soriano considera el emblema de la España viva586. El 17 de marzo de 1904 se publicó en El Imparcial (CLXI) una lista de los que habían asistido a una cena en Fornos en honor de Galdós   -274-   y de los que habían formado un comité para organizar un homenaje nacional «A Galdós». Entre su director, Ortega y Munilla, y su hijo, Ortega y Gasset, se encontraron Palacio Valdés, Grandmontagne, Tapia, Moya, Ramos Carrión, Chapí, Palomero, Troyano, Bello, Bueno, Burell, los hermanos Quintero, Nogales, Morote, Ugarte, Picón, Laserna, Almagro, Pérez Zúñiga, Carretero, Pérez de Ayala, Martínez Sierra, Pérez Triana, Maeztu, Sawa, Baroja, Martínez Ruiz y Valle-Inclán, reunión de los progresistas entre jóvenes y viejos. El reportaje termina: «Todo será poco para honrar a quien en la hora más triste de nuestra historia continúa ésta en su antigua grandeza por la voluntad y por el genio».

Los jóvenes de la tradición liberal laica buscaron el patronazgo de Galdós en una serie de revistas como Electra (1901) y Alma Española (1903-1904), publicando en primera plana en su primer número un mensaje de Galdós que servía como manifiesto del espíritu de la empresa587. En las relaciones del los jóvenes con el viejo maestro se ve el doble proceso de convergencia ética y divergencia estética. Martínez Sierra, por ejemplo, en un estudio titulado «Galdós» que se publicó en el segundo número de Helios, aprecia el contenido humano de sus novelas pero lamenta su falta de poesía; reconoce a Galdós poeta algunas veces en su teatro y es en ese género donde le incluye preeminentemente entre los modernos: «Autor dramático, es en la concepción potente, firme en el desarrollo, muy personal y de entre los modernos -en todos los sentidos de la palabra- el único que a veces resulta genial»588.

El primer artículo que abrió fuego en Helios se dedicó a la lectura de la novela de Palacio Valdés La aldea perdida por medio de la cual Pérez de Ayala hizo el manifiesto de la nueva crítica de los modernistas basada en «acoplar el estado de ánimo al autor; entonar el espíritu conforme al suyo»:

Soy partidario de la crítica subjetiva, voluptuosa -dice Lemaitre- ondulante como la vida misma. [...] No he inventado ninguna teoría crítica, no sigo un criterio dado, mi espíritu se rebela contra la estrechez de las fórmulas dogmáticas y de las retóricas oficiales. Ya sé yo que es fácil y acomodaticio aferrarse a una idea y juzgar por modo escolástico; pero lo considero absurdo, sobre todo en una época como la nuestra, de tan grande diferenciación de tendencias, en todas las cuales late un espíritu interior de anarquismo estético. En la novela, sobre todo, se ha llegado al triunfo completo del individualismo atómico, a partir de la bancarrota de la escuela naturalista589.



  -275-  

Lo que le atrae al joven asturiano en las últimas obras de su paisano es la nueva corriente de misticismo en su obra:

Sin duda influido por la corriente de idealismo que en los últimos tiempos llegó de las altas regiones de la filosofía a despertar las almas, Armando Palacio Valdés ha refinado su manera de sentir, y a través de las páginas de sus últimos libros se adivina que su espíritu se abreva en las puras fuentes de los anhelos místicos.



La conversión del naturalismo al espiritualismo garantizó la adhesión de los escritores jóvenes al culto de la patrona-mecenas Doña Emilia Pardo Bazán. El equipo editorial de Helios en su colectivo «Glosario del mes» alabó su artículo «La Sangre» leído en la edición de Semana Santa de El Globo:

Tesoro de esencia, tesoro maravilloso de forma... los artistas del futuro vendrán a las páginas de sus libros para descifrar el enigma sagrado de la letra y para depositar sobre tanta belleza la corona de oro590.



En una reseña de La Quimera (ab)usando del mismo lenguaje de devocionario se declaró:

Reverenciamos a esta peregrina mujer y quisiéramos decirle el himno de nuestro entusiasmo en rimas perfectas como su prosa, en rimas que fuesen también de cristal. Joven entre los jóvenes, su arte -milagro perenne de remozamiento- es como floración de claveles en otoño. Yo, a cada libro de esta mujer que es poeta, recuerdo el mensaje de flores que las Santas Cristeta y Dorotea enviaron, en el corazón del invierno, a Teodoro el retórico, para hacerle creer en la existencia de los jardines del Esposo591.



La trayectoria semejante de Leopoldo Alas/Clarín le acercaría también a los escritores jóvenes. Su discípulo asturiano Pérez de Ayala reconoció a su maestro de Oviedo en el título y epígrafe sacados de la novela de éste Su único hijo que introducen una suite de poemas sobre la inmanencia en la naturaleza que aquél publicó en Helios bajo el título de «Almas paralíticas»592. No es de sorprender después del estudio de Antonio Vilanova que, a pesar de su censura del abuso de un subjetivismo a ultranza, fue el autor de los Paliques quien introdujo en España en el curso de su ensayo sobre Baudelaire esa crítica impresionista subjetiva basada en una lectura simpática, método formulado según Clarín por Jules Lemaitre y Paul Bourget que él bautizó en español la crítica sugestiva:

  -276-  

[...] pero sí me atrevo a sostener que en poesía no hay crítico verdadero, si no es capaz de ese acto de abnegación que consiste en prescindir de sí mismo, en procurar, hasta donde quepa, infiltrarse en el alma del poeta, ponerse en su lugar. Sólo así se le puede entender del todo y juzgar con justicia verdadera. [...] En la crítica, la de buen propósito, debe haber su religión del deber, y en esta religión su misticismo, y este misticismo consiste en transportarse al alma del artista.

Es claro que éste es el ideal; después se hace lo que se puede; pero no tengo duda que la justicia absoluta de la censura sólo se dará allí donde se dé completa esa transformación deseada593.



Este ideal crítico no se evidencia en la crítica satírica de muchos Paliques que le otorgaron la fama y le llevarían en conflicto con otros jóvenes especialmente en las páginas de Madrid Cómico. En abril de 1898 Clarín (en Oviedo) fue invitado a hacerse director in ausentia de la revista madrileña594, pero Benavente fue el efectivo redactor-en-jefe. A finales de año Benavente suspendió la publicación de Madrid Cómico para inaugurar en enero de 1899 una revista sustituta La Vida Literaria, la primera revista modernista de Madrid. En julio Clarín mandó su primera colaboración a la nueva revista, un Palique en el cual expresó su apoyo a la juventud con reservas en cuanto a sus exageraciones595. La Vida Literaria dejó de publicarse en agosto (10.VIII.99) y en octubre (7.X.99) se reactivó Madrid Cómico bajo el control de los viejos, Los Inmortales cuyas caricaturas figuran en la portada (entre otras las de Leopoldo Alas y, única mujer y extranjera, Sarah Bernhardt). Clarín celebró el retorno de la vieja guardia en un artículo triunfalista titulado «La Reconquista» que proscribió a los «decadentes, regeneradores, esteticistas, jóvenes párvulos de las letras azules» y que provocó la respuesta de Ramiro de Maeztu publicada en Revista Nueva bajo el título de «Clarín, Madrid Cómico and Co. Ltd.»596. Igual que el artículo de Manuel Machado a principios del siglo nuevo, el artículo finisecular de Maeztu es una defensa de la sangre nueva en contra de la sangre vieja del equipo restaurado de Madrid Cómico ensalzado por Clarín:

Aceptemos las manos liliales, las torres ebúrneas y demás letanías de nuestros pseudodecadentes, naturistas y estetas, como un anhelo indefinido, como un vago vislumbre de otra   -277-   literatura, como un preludio cuatrocentista de un renacimiento; no como una obra hecha, acabada, completa, que sólo aguarde la formación de un público entendido para recibir los loores y los logros... que no ha sabido conquistarse.

Pero ¿vale más acaso la golfería citada por Clarín? Exceptuemos dos o tres nombres, por ejemplo: los de Valera, Dicenta, Galdós y Pereda; ¿es que la obra de los restantes puede compararse con la de ese Jacinto Benavente, contra quien dirige sus tiros de manera insidiosa el crítico asturiano?



Luego viene el palo contra Clarín crítico:

El mal estriba en que, además del crítico cominero, hay en Clarín, y así se reconoce, un espíritu curioso, reflexivo y leído, de verdadera altura, que por desgracia sólo de tarde en tarde se muestra tal como es y se complace en emplear armas de mala ley, bien porque un falso instinto de conservación le predispone contra la avalancha literaria que de donde quiera va surgiendo, bien -y esto es lo probable y lo sensible- porque es más fácil, mercantilmente hablando, dar valor a la firma haciendo chistes y arrancando a túrdigas el pellejo del prójimo, que no mostrando al ignorante público cómo ha de leer un libro.



Maeztu le acusa a Clarín de negligencia en el cumplimiento del deber de educar el gusto del público lector no sólo en España sino por todo el mundo hispanoparlante.

La vanguardia rechazó la crítica satírica de los Paliques como poco seria, basada en chismes dirigidos ad hominem y expresada en frases hechas vulgares (la práctica del mismo Maeztu no siempre fue irreprochable en este sentido). Sin embargo, el ideal de una crítica poética propuesta por Clarín dio su fruto en la crítica modernista de su discípulo Pérez de Ayala y sus compañeros de la revista Helios y en las relecturas de los clásicos canónicos del ex-iconoclasta convertido en «pequeño filósofo» Azorín. A la larga los jóvenes escritores que llegarían a ser los clásicos modernos del siglo XX reafirmaron el canon decimonónico establecido por la España liberal. Los jóvenes del nuevo siglo continuaron el espíritu progresista de la ética krausista, mientras marcaron su diferencia por la vía estética en la exploración de un nuevo estilo que al principio pareció raro, pero que terminó asimilándose en la escritura canónica. Algunos entre los viejos y los jóvenes, por los accidentes de la traducción, la promoción en el mercado editorial y los intereses del mundo académico, sobrevivirían en el extranjero en la lista canónica de Harold Bloom. Pero dejemos la última palabra a Pérez de Ayala, al valorizar la labor crítica de su generación por ser heredera de esa espiritualidad secular, la ética humanista, identificada con la conciencia de la raza, cuya figura máxima en el panteón de la literatura española del siglo XIX según el escritor del siglo XX es Don Benito Pérez Galdós:

Busquemos, seleccionemos, con la crítica más clara y reverente, aquellos grandes hombres hispanos - hechura de Dios, que no hechura nuestra - que a lo largo de la historia han formulado y cumplido mejor el deber trascendental de nuestra raza sobre la tierra. Formemos la   -278-   cohorte de nuestros héroes, a quien hemos de rendir culto constante; la iconografía de nuestros hombres genuinamente representativos, en cuyo ejemplario nos hemos de inspirar. He aquí la imponente labor que (aunque algo imprecisa, y quizá no exenta de yerros, como tarea en punto de iniciación) emprendió, acaso por temperamento y circunstancias, más que por reflexión finalista, la generación del 98. ¿Qué ha hecho la generación del 98?, leo con frecuencia. Aun concediendo que los hombres del 98 no dejen obras de creación (que las dejan, y admirables), solo con haber iniciado la selección por crítica, el sentido de reverencia, la emoción religiosa de plenitud humana, ya con eso señalan un hito miliario en la historia de España. Autores cuya obra está envuelta y bañada por una atmósfera religiosa total en el siglo XIX no hay sino dos: Galdós y Clarín. Pues esta atmósfera gravita sobre la obra de todos los escritores del 98, sensiblemente, evidentemente: Unamuno, Azorín, Maeztu, Grandmontagne, Valle-Inclán, Baroja. Todos ellos (sé que esta afirmación todos ellos me la repudiarán) son la prole fecunda y diversa del patriarca Galdós. El sentido de reverencia ante la vida (superación de la literatura amena) y la conciencia ética de España frente a la Humanidad (como conocimiento de sí propio y como deber) que representan ante todo los del 98, son herencias galdosianas y en nuestra literatura aparecen por primera vez con Galdós597.





  -279-  
ArribaAbajo

Las teorías de la traducción teatral en la prensa romántica

Piero MENARINI


Università di Bologna

Frente a la invasión, al diluvio, a la plaga, etc., de traducciones de obras francesas, los críticos teatrales que reseñaban los estrenos casi siempre acababan sus comentarios con unas observaciones acerca de la traducción. En principio se trata de notas cortas, algo furtivas, que prueban más bien que, pese a que el escribiente no tiene ni idea del original, su oficio le obliga a ostentar lo contrario sin comprometerse demasiado. Un ejemplo: en la reseña anónima del estreno nacional de Angelo, tirano de Padua (1835), de Víctor Hugo, se lee esta escueta frase, que parece totalmente inadecuada al acontecimiento: «La traducción nos ha parecido bastante bien escrita»598.

A pesar de este aspecto, lo que todos los críticos tienen en común es su sincera preocupación por el bajo nivel de estas traducciones, en general tan apresuradas, aproximadas y redactadas en lenguaje tan poco castellano que extraña que el público las soportara (si es que las soportaba).

Lo interesante de muchas de estas reseñas consiste sobre todo en que están escritas por periodistas que son al mismo tiempo autores o traductores teatrales. Por lo tanto, aunque sólo ocasionalmente se encuentren artículos explícitos sobre el tema de la traducción, en especial a partir de 1833 los comentarios son en general cada vez más detallados, y reflejan un intento teorizante implícito que nos permite llegar a algunas definiciones.

Está claro que no es el romanticismo el que primero intenta reflexionar sobre este asunto, pero sí parece evidente que si en los decenios anteriores el interés principal atañía a la traducción de ensayos, novelas o poemas, a partir de los años treinta el objeto principal de la atención parece ser el teatro, de donde llega una de las expresiones más importantes de la revolución romántica.

Ya a principios del siglo XIX estalla una violenta polémica acerca de la traducción de Hamlet realizada por Moratín. En el año 1800, cierto C. C. (alias Cristóbal Cladera) publica el conocido folleto difamatorio Examen de la tragedia intitulada   -280-   «Hamlet»599. El señor C. C. -que por cierto tiene razón con respecto a muchos de los defectos que censura- utiliza un enfoque que en los años treinta sería o muy viejo o muy nuevo, pero en ningún caso actual. En efecto Cladera analiza la traducción de Inarco Celenio esencialmente desde el punto de vista lingüístico, y en este sentido detecta justamente errores, incomprensiones, quid pro quos, etc. Es decir, que el autor especula sobre centenares de casos y pormenores preocupándose tan sólo de un criterio, el de la fidelidad textual, como si analizara una de esas traducciones que se realizarán en la segunda mitad del siglo por encargo de una editorial, y destinadas sólo a los lectores. Por otro lado, C. C. no tiene perceptividad alguna hacia el factor teatral, que en cambio será determinante durante el apogeo romántico, cuando las obras se traducen para las tablas y se juzgan a través de sus puestas en escena600. Es decir que en ningún caso, o quizá en uno sólo601, C. C. se preocupa de que es la traducción de una obra para escenificarse y no para leerse, de lo que en cambio se preocupó Moratín.

En efecto, el Hamlet de don Leandro no gustó mucho, pero creo que no hay que buscar las razones tan sólo en la traducción, sino sobre todo en el hecho que al público español -a pesar de que todos los días se le fastidiara, con algo de hipocresía, «glorificando» el nombre de Shakespeare en los diarios- francamente no le agradaba el gran dramaturgo inglés, ni en aquella época ni en todo el siglo XIX, ni en las adaptaciones francesas de Doucis e Soulié vertidas al castellano ni en las traducciones elaboradas directamente del inglés. Recuérdese, por ejemplo, que la encomiable traducción del Macbeth, realizada en 1838 por José García de Villalta, a pesar de los elogios inmediatos de todos los críticos, se mantuvo en cartel apenas 4 días. Interesante es la reseña que hizo Enrique Gil y Carrasco en dos partes; en la segunda de ellas se ocupa casi exclusivamente de la traducción, sin olvidar, naturalmente, el   -281-   antecedente de Moratín. Elogia a García de Villalta por haberse mantenido «siempre fiel al original», respetando incluso «las faltas mismas del grande (sic) hombre, sacrificándole a ciencia cierta probabilidades no mezquinas de buen éxito para con el público». Además Carrasco le reconoce a Villalta el mérito de haber sido el primero en dar a conocer a Shakespeare en España, donde aún

era desconocido [...] más allá del reducido círculo de los hombres de letras, porque la manca y descabellada traducción del Hamlet, que debemos al ilustre Moratín, no da idea siquiera aproximada del género sublime del Eschylo (sic) inglés602.



A lo largo de los años se sigue, pues, aprovechando la traducción de Moratín como modelo de cómo no hay que traducir; pero esto se afirma utilizando aún los criterios de C. C., y sin que nadie haya adelantado en el conocimiento ni de Shakespeare ni de su obra ni mucho menos de su idioma, puesto que el mismo Carrasco declara de antemano su ignorancia del inglés. El año siguiente (1839) también Antonio M.ª Segovia, El Estudiante, se aprovechará de Moratín para ilustrar las dos actitudes entre las que, según su opinión, cada traductor debe escoger:

o dar a conocer aquel autor y aquella obra de la manera más aproximada posible a los que no entiendan el idioma en que se escribió [...], o bien aprovecharse de un pensamiento feliz para expresarlo del modo más conveniente y análogo a la índole del idioma al que se transmite, y a la del pueblo para quien se escribe: operación que comúnmente no se llama traducir603.



Como ejemplo, abortado, del primer caso, Segovia toma la traducción moratiniana de Hamlet -tentativa fracasada de hacer una traducción literal y ajustada («saben cuantos pueden juzgar de esto, que plagó de miserables errores su desdichada versión»)-; para el segundo caso toma otra traducción de Moratín, la de Le médecin malgré lui, de Molière, que considera acertada porque empieza «con mucho tino sus variantes desde el título [El médico a palos]». Parece evidente que tampoco Segovia conoce el idioma de Shakespeare y que la frase «cuantos pueden juzgar de esto» remite a Cladera604. También queda claro, si bien entre líneas, que el crítico juzga muy distintos los problemas que comporta trasladar al castellano a Shakesperae o a Molière: el primero, por su esencia de maestro fuera del tiempo, exige una traducción «respetuosa», es decir «literal y ajustada» al texto original, sin injerencias; para traducir el segundo, en cambio, hace falta transformar, adaptar, modificar   -282-   el modelo francés del siglo XVII en un texto castellano del siglo XIX. En otras palabras, hacer esa «operación que comúnmente no se llama traducir», sino adaptar a la escena.

La aserción de Segovia, que se encuentra en un artículo «teorizador», titulado «Traducciones y traductores», es importante pues remata el primer decenio romántico de meditaciones sobre este tema, y por lo tanto sintetiza (aunque a veces de manera poco original) las principales cuestiones que se han venido planteando, sobre todo con respecto al teatro. En efecto, a los románticos se debe una revisión radical del concepto de fidelidad y, además, la introducción de criterios muy concretos que difieren según lo que se traduce. Es decir que ya no se arguye en abstracto acerca de traducción o arte de traducir, sino en concreto de traducir qué y para quién605.

Siendo principalmente en las reseñas teatrales o en artículos de la prensa diaria donde se producen los progresos más significativos en torno a los aspectos teóricos-prácticos que atañen a la traducción de obras dramáticas, a continuación intentaré establecer, en lo que cabe, algunos puntos que, una vez recopilados, pueden dar lugar a una especie de canon de la traducción teatral en los años treinta.

1.° La traducción canónica, la que debería mantenerse fiel a toda costa y al pie de la letra al texto original, se considera por defectuosa en el teatro. La fidelidad que se le exige ahora al traductor se refiere al pensamiento, a la idea, al plan de la obra original, pero de ninguna manera a la forma -que en teatro es todo: caracteres, tipos, situaciones, diálogos-, puesto que la manera de expresar un pensamiento es algo nacional, privativo de un país y no de otro.

Ejemplos. Enrique Gil y Carrasco, al reseñar la representación de La segunda dama duende, de Scribe, anota:

Está escrita la traducción [de Ventura de la Vega] en un lenguaje castizo, correcto y puro, y, sin embargo, se trasluce por entre ella, como a través de un velo, el colorido del original y sus formas propias; rara delicadeza de tacto que presenta las bellezas nativas de una creación al desarraigarla de su país para aclimatarla en otro de tan diversas condiciones606.



  -283-  

Lo mismo opina José de la Revilla en su reseña de La mujer de un artista:

La traducción de esta pieza original de Scribe es del Sr. Ventura de la Vega. El público sabe cuanto gana cualquier obra engalanada por la pluma florida de este escritor. Digamos en su elogio que no hay una palabra ni una frase en el drama que hiciera sospechar que es traducción a quien acaso lo ignorase607.



Por lo tanto, una traducción es buena si el público no nota que la obra no es original. Es evidente que el problema no es simplemente lingüístico (conocer tanto el idioma francés como el castellano), sino escénico (conocer las costumbres y el gusto teatral del nuevo público a quien se dirige la puesta en escena).

2.° Para comunicar el mismo pensamiento a un público/destinatario diferente no es suficiente adaptar/arreglar el texto original tan sólo en cuanto al lenguaje, los nombres de los personajes y de los lugares, etc., sino que también hay que variar determinadas situaciones que ya no corresponden ni al gusto y cultura del público español, ni a los criterios teatrales de la nación. La traducción sólo de los aspectos más «superficiales» o «exteriores», puede ser que sea fundamentalmente «fiel» o «literal», pero constituye la forma más torpe de traición, porque al introducir elementos sociales y culturales específicos (franceses) en un ambiente diferente, no produce sino un disfraz inverosímil.

Perentoria es con respecto a este asunto la postura de Segovia: «Toda traducción literal es mala. [...] hay que variar casi de todo punto la expresión para lograr el efecto que el autor se propuso»608.

Escribe Enrique Gil y Carrasco en la reseña de La abuela, de Scribe, traducida por Ramón de Navarrete:

La traducción a lo que pudimos juzgar en la representación nos pareció bien hecha, pero a propósito de ella daremos al traductor y a los demás un consejo que tenemos por acertado. Trocar los nombres y contentarse con ello no es ni traducir ni acomodar una pieza dramática al gusto del auditorio. Vale infinitamente más dejar a los personajes y lugares sus nombres de bautismo que no introducir en una sociedad que se quiere hacer pasar por la nuestra, usos y costumbres que le son de todo punto ajenos. Harto aprisa corre por el camino de una transición que no sabemos si alabar, para extraviar así el criterio del público y alterar la índole dramática de aquélla. Todo esto decimos a propósito del partido que el autor saca del contrato matrimonial, y que el traductor pudo tener por inverosímil, o por mejor decir, falso entre nosotros609.



Con estas palabras queda muy claro que Carrasco está enjuiciando una traducción puesta en escena, y no simplemente editada, y se refiere a un público de espectadores, y no de lectores.

  -284-  

3.° La consecuencia de los puntos anteriores es que, si es el arreglo el que asegura la «fidelidad» teatral, se llega a una paradoja: cuanto más modifica el traductor el original para españolizarlo, tanto más su traducción consigue respetarlo. Dicho de otra manera, tanto menos se desprende de los personajes, de los diálogos y de las situaciones que es traducción, tanto más perfecta ha sido la labor del traductor. Muchas son las aseveraciones de los críticos en este sentido y referidas a diferentes traductores.

Ejemplos. En la reseña de Lucrecia Borgia, de Víctor Hugo, Bretón de los Herreros escribe: «No acabaremos este artículo sin elogiar la traducción, que [...] está hecha con tal conocimiento del teatro y en tan castizo lenguaje, que parece obra original»610.

En la reseña de Los hijos de Eduardo, de Casimire Delavigne, firmada J. M.*, se lee:

El traductor, adoptando la variedad de metros antiguos dramáticos, ha podido plegarse maravillosamente a todos los movimientos del original, y reproducir todos sus rasgos. Gracias a esa elección feliz, gracias al fácil versificador que tan bien ha sabido aprovecharla, podemos asegurar que nada de Casimir (sic) Delavigne hemos perdido ni en la rapidez del diálogo, ni en la fuerza de la expresión, ni en la elegancia y gala del estilo. Reclamamos el voto imparcial de cuantos han podido cotejar el original con la traducción [...]. Aún más que por todas esas dotes, merece el traductor nuestra admiración por el color propio que ha sabido dar a la pieza. Cualquiera la creería originalmente escrita en castellano leyéndola sin prevención; y nosotros, expresando francamente nuestro dictamen, la consideramos como una de las más bellas flores de la corona del señor Bretón de los Herreros611.



Nótese que el periodista enfatiza el hecho que la traducción ha conseguido mantenerse fiel a Delavigne exactamente por las sustituciones métricas realizadas por Bretón: gracias a ellas no se ha modificado el plan del original, pero sí su fisonomía, trocándola de francesa a perfectamente castellana en la puesta en escena madrileña.

Más clara aún parece en este sentido la ya citada reseña de La segunda dama duende hecha por Gil y Carrasco:

Los trabajos del traductor [Ventura de la Vega] no se han limitado a una mera versión en nuestro idioma de Les masques noires, de Scribe, sino que ha hecho al mismo tiempo alteraciones de la mayor importancia y que han contribuido no poco al brillante éxito del drama. El portugués que ha sustituido al inglés del original es una creación atinada y feliz, llena de color y de chiste; un tanto en caricatura si se quiere, pero de prodigioso efecto. Es muy de alabar en nuestro entender semejante mudanza, porque el autor no ha visto desvanecerse con ella ningún pensamiento filosófico y trascendental, como suele acontecer con las inconsideradas   -285-   correcciones de ciertos refundidores de obras maestras, y por otra parte, es el lazo más poderoso, el único quizá que ata la obra al país en que se supone. El diálogo, en general, es vivo, picante y animado, y considerada esta comedia con relación a nuestro país y nuestro gusto, puede asegurarse que ha ganado mucho en la traducción612.



En sus muchas reseñas Gil y Carrasco insiste repetidas veces en este concepto de las variantes que puede/debe introducir el traductor para «arraigar» un texto francés en el teatro español. Al censurar la mala traducción de Dos padres para una hija, por ejemplo, afirma:

Si, por lo menos, la mano hábil y delicados gustos de un traductor distinguido la hubiese desnaturalizado lo bastante para acercarla a nuestros ojos, como sucedió con la Segunda dama duende y otras varias, en que tan exquisito criterio han lucido sus respectivos acomodadores, esta pieza hubiera quedado honrosamente clasificada entre las adquisiciones [...] que ha hecho nuestro repertorio dramático de las obras extranjeras613.



Los ejemplos en este sentido son evidentemente un sinnúmero. Lo que nos interesa es hacer resaltar que la lógica romántica es pues la del varietur ne varietur.

4.° Al traductor se le exigen habilidades y talentos extraordinarios y además muy variados. En opinión de casi todos los periodistas el traductor debe tener conocimientos literarios, conocer la índole o el genio del público español, escoger para la traducción sólo obras teatrales que se conformen a esa índole, tener el valor de cortar las escenas que no tendrían sentido (o tendrían otro) en España, y finalmente negarse a traducir ciertas obras cuya moral es contraria a la española.

Ejemplos. Escribe Larra en su reseña de El expósito de Londres, de Desforges, traducido por el actor Andrés Prieto:

Con respecto al traductor, de lo dicho inferimos [...] que no ha probado en la elección de su original el más fino discernimiento. [...] consideramos los conocimientos literarios indispensables, de primera necesidad [...]614.



En cuanto a la censura (cortes) de los textos traducidos, necesarios para adaptarlos a la nueva situación socio-teatral, valga como ejemplo el remate de la larga reseña anónima de María Tudor, de Víctor Hugo, probablemente en la traducción de José González de Velasco615:

María Tudor [...] ha muerto a la primera representación en medio, no de chicheos, sino de una silba que no diría mal en la plaza de toros. ¿A quién debemos culpar de esto?... No   -286-   seguramente al pueblo de Madrid, que sabrá apreciar el mérito de una obra como María Tudor... Toda la responsabilidad debe recaer sobre el traductor [...]. Y un cargo, y cargo muy severo, tenemos que hacerle además. Si Víctor Hugo cometió la falta reprensible de insultar a toda una nación con palabras verdaderamente imprudentes, ¿por qué no las suprimió el traductor? ¿No se le ocurrió que habían de desagradar altamente? Otras supresiones y otras modificaciones por el estilo debiera haber hecho, y quizás se le hubieran perdonado entonces los innumerables defectos de la traducción616.



Segovia, aunque se da cuenta de que los requisitos que se requieren como indispensables a todo buen traductor ya son muchos y trascendentales, añade otro que es quizá el de más peso desde un enfoque literario, es decir que a él le toca decidir qué obras se pueden traducir a otro idioma:

[...] ciertas cosas no deben de modo ninguno traducirse. ¿Qué significaría por ejemplo poner el Quijote en alemán, o las poesías de Byron en castellano? Quien no pueda ver en su original las bellezas del primero, y los rasgos extravagantes de la imaginación del segundo, ¿podrá formar una idea, ni en dos mil leguas aproximada de lo que el nadador del Bósforo o el manco de Lepanto quisieron decir?617



Labor pues muy importante la del traductor, porque se le presenta, o más bien se desea que sea un asesor/orientador omnisciente cuya función sería al mismo tiempo literaria, moral, social y cultural.

5.° Y si no fueran suficientes los requisitos antes señalados, de lo dicho se deduce otro más, es decir que el traductor, para ser realmente tal, debe ser él mismo no sólo literato, sino también autor teatral.

En su conocido artículo titulado «De las traducciones», Larra nos ofrece una auténtica teoría de la traducción, aunque sólo esté referida a las comedias. En su opinión:

el traducir en materia de teatro casi nunca es interpretar; es buscar el equivalente, no de las palabras, sino de las situaciones. Traducir bien una comedia es adoptar una idea y un plan ajenos que estén en relación con las costumbres del país a que se traduce, y expresarlos y dialogarlos como si se escribiera originalmente; de donde se infiere que por lo regular no puede traducir bien comedias quien no es capaz de escribirlas originales. [...] no se necesita ser Víctor Hugo para comprender a Víctor Hugo, pero es preciso ser poeta para traducir bien a un poeta618.



  -287-  

En efecto es fácil darse cuenta de que en las reseñas casi sólo se encuentran elogios para los mismos traductores, que son al mismo tiempo autores cómicos: Ventura de la Vega, Bretón de los Herreros, Pedro de Gorostiza, etc.

6.º De todo ello se infiere el elemento más importante de la teoría romántica de la traducción teatral: es decir que para adaptar un pensamiento o una idea o un plan francés, el traductor debe preocuparse en primer lugar de la teatralidad de la obra en España, es decir conocer el gusto teatral del público español y verificar el efecto de la puesta en escena de la obra traducida. Por ello traducir es cambiar (metro, situaciones, personajes, diálogos, etc.).

Ejemplos. En la reseña de Ricardo Darlington, de Alexandre Dumas, el anónimo periodista escribe: «La traducción no nos ha parecido mala, y a lo menos tiene el mérito de no verse en ella ciertas escenas del original que hubieran producido muy mal efecto»619.

Más claro aún es Larra quien elogia la traducción realizada por Ventura de la Vega de Retascón, barbero y comadrón, de Scribe, por haber original y castizamente modificado el texto no sólo con sustituciones, sino también añadiendo escenas:

Arreglada a nuestra escena por mano maestra, comenzamos por hacer justicia al traductor, quien no sólo la ha adaptado bien, sino que la ha salpimentado de gracias propias y picantes, entre las cuales no es la menos oportuna la coplita alusiva al Estatuto, que dice en las primeras escenas Retascón620.



También merece la pena citar la reseña de Gil y Carrasco de El abuelo, de Laurencin, que, siendo de finales de la década, recoge todas las instancias hasta ahora mostradas:

La traducción nos parece de un desempeño merecedor de los mayores elogios [...]. La dicción del abuelo es pura y castiza; sus giros, fáciles y sueltos, y hasta las variantes con que el señor [Isidoro] Gil [y Baus] ha procurado arraigarlo a nuestro teatro nos parecen bien imaginadas y oportunas621.



  -288-  

Las conclusiones que se pueden sacar de esta lista de opiniones sobre la traducción teatral parecen no dar lugar a dudas respecto a las novedades introducidas por la crítica romántica, que se pueden sintetizar de la siguiente manera: 1) No existe una teoría generalizada para toda traducción teatral, porque hay que distinguir entre comedia, drama y tragedia: cada género exige criterios diferentes622. 2) Tampoco existe identidad cultural entre Francia y España, así que para mantener los atractivos y la significación del texto original, hay que modificarlo en todo lo que no tiene consonancia en España. 3) Quizá por primera vez se plantea el problema desde un enfoque no meramente textual, sino esencialmente teatral, es decir con vista a la puesta en escena. 4) Las críticas que dirigía Cristóbal Cladera el 1800 a la traducción de Hamlet realizada por Moratín, con las que hemos empezado nuestro recorrido, aunque acertadas no tienen ya nada que ver con los requisitos de treinta años después. Los románticos tienen muy claro que los destinatarios tanto de la obra original como de la traducida no son lectores sino espectadores, lo que modifica completamente el enfoque de la labor del traductor.



  -289-  
ArribaAbajo

El canon de las revistas bilingües

Enrique MIRALLES


Universitat de Barcelona

Procede por lo general la historiografía del periodismo español del siglo XIX a separar la prensa madrileña de la del resto de la geografía peninsular, por razones obviamente justificadas: su alcance nacional y su relevancia literaria. Resultado de ello es que las publicaciones de provincias han quedado postergadas a un lugar muy secundario en el estudio de los medios, quitándoseles indebidamente su importancia. Su existencia parece que hoy día sólo interesa a eruditos, cronistas o amantes de lo local. No pretenderé ahora alterar estos términos, ni romper tampoco una lanza a favor de lo periférico, pues es tema que sobrepasa el problema sobre el que quiero detenerme: el de la configuración de las revistas bilingües, algunas de ellas de notable interés para nuestras letras, sea por la calidad de sus contenidos, sea por su diseño, como, por ejemplo, Euskal Erria; La España Regional; Galicia. Revista Universal de este Reino; El Museo Balear, o la Revista de Valencia, ejemplos fehacientes de un tipo de publicación periódica, cuyas especiales características exigen una previa reflexión: los límites de su identidad frente a la de la prensa monolingüe. Esta última, me refiero a la escrita en lengua no castellana, se circunscribe por su propia naturaleza a los lectores de una región, impone inevitablemente unas fronteras y nace con clara intención reivindicadora del idioma autóctono, primero, desde una instancia cultural, más tarde, política. Revistas de esta clase, como La Renaixensa, La Ilustració Catalana, L'Avenç, Lo Rat Penat y O Tío Marcos da Portela, por mencionar algunas entre las más sobresalientes dentro de sus márgenes territoriales, operan, sin embargo, con un centrifuguismo que se ahoga en sus estrechos límites, no sólo por el vehículo lingüístico utilizado, de precisa audiencia, sino por sus repetidas confrontaciones con la prensa o los órganos de poder de la capital de España, autoexcluyéndose así de un buen número de lectores de dentro y fuera de su comunidad. Desde tal premisa, parece presumible que la fórmula del bilingüismo supone una alternativa que salvaría estas carencias, una especie de estrategia por conquistar el centro cultural desde los flancos peninsulares. Así fue, en efecto, en la mayoría de los casos, pero no en todos, si reparamos en el curso de su existencia, sobre todo por lo que se refiere a sus orígenes.

  -290-  

Las primeras publicaciones, donde se da acogida, aunque sea fugazmente, a textos en la lengua regional, aparecen, si no me fallan los datos de que dispongo623, en la década del 40 en la provincia de Valencia. La más antigua presumo que es El Liceo Valenciano (1841-42)624, una revista que primero fue semanal y luego pasó a mensual. Surgió como órgano de una institución local, el Liceo, y en ella figuran algunas composiciones poéticas en la lengua de Ausias March. Se trató de una experiencia aislada, pues en Cataluña, por ejemplo, pionera en la restauración lingüística, las primeras muestras que cabría citar son los diarios El Catalán, de 1849625, y La Violeta de Oro, de 1851626, ambos fundados por Víctor Balaguer, cuyas páginas acogieron algunas poesías, charadas y aforismos sueltos en catalán. Los siguientes proyectos periodísticos de este político y escritor, impulsor de la Renaixença, como La Corona de Aragón, de 1854627, o El Conceller, de 1856628, dirigido conjuntamente con Luis Cutchet, se mantuvieron en la misma línea, tímida, en comparación con el espíritu catalanista que lo animaba, y que por ello ha merecido el juicio negativo de los historiadores de la prensa catalana J. Torrent y R. Tasis: «Faltaba a aquellos hombres -comentan en su estudio- la fidelidad a la lengua»629.

No sería muy apropiado tachar de bilingües estas primitivas manifestaciones, donde la lengua vernácula apenas se deja notar dentro de un dominio exclusivo del castellano. Para ello, resultaría más exacto remitirnos a otras dos publicaciones, valencianas también: El Sueco (1847)630 y La Gaita (1849)631, ambas de carácter jocoso, en la línea satírica del semanario madrileño Fray Gerundio, de Modesto Lafuente,   -291-   escrito con estilo pseudopaleto y anticipo de una familia de Frays632. La fórmula de las dos publicaciones valencianas no obedece, en consecuencia, a ningún propósito de defensa de la lengua e historia de la región, sino que responden a la expresión de una literatura desenfadada, frente a circunstancias sociales o políticas, a cuyo servicio se pone el instrumento lingüístico distorsionado. Lo atestigua la trayectoria de sus redactores: en el caso de El Sueco, el libretista fallero, Josep Bernat y Baldoví, junto con el versificador en latín macarrónico Pascual Pérez y Rodríguez; o los apodos con que se revisten los del dominical La Gaita: Cheròni (Mariano Suay), El Sacristán (José Puig y Caracena), El Lego (Marcos González), Fray Engracio (José Zapater y Ugeda), El Gaitero (Francisco Domínguez) y El Moscardón (Miguel Domingo). El encabezamiento del «Acta Solemne», que figura al frente de El Sueco, pone de manifiesto el valor del instrumento lingüístico [sic] «no más escrevirá en sus ocas, por lo que ase reverensia a la parte valensiana, asuntos liqueros de poco más o menos, encaminados a formentar la lustracion de sus amigos y edictos, y a pormover por todos los medios importunos la fasilidad de esta nasión desaventurada».

Es a partir de la década siguiente, cuando, al tiempo que el regionalismo empieza a cobrar vigor, hacen ya una firme aparición publicaciones en lengua vernácula, monolingües y bilingües. De estas últimas destaca Galicia. Revista Universal de este Reino, una de las más importantes en su género, editada en La Coruña entre los años 1860 y 1865633. Salía quincenalmente y orientaba sus objetivos, de orden estrictamente cultural, a ofrecer una imagen de la región distinta de la habitual, con vistas a «preparar el brillante porvenir de esta preciosa tierra». «El amor a Galicia nos conduce de un modo irresistible a crear una publicación en que se reflejen nuestro pasado y presente y se adivine nuestro porvenir», señalaba el Prospecto publicitario, tarea que requería del esfuerzo de toda la colectividad. En la presentación del primer número figura el siguiente mensaje: «Venid, venid todos a unir y estrechar en una sola voluntad, las voluntades más dispersas de nuestra gente. Venid, que amanece el gran día de la resurrección». Respondieron a la invitación, cubriendo un amplio abanico de temas -Antigüedades, Bellas Artes, Crónicas, Biografías, Botánica, Mejoras materiales agrícolas y comerciales y Literatura-, los pioneros del Rexurdimento gallego: Alberto y Antonio Camino, Juan Manuel Pintos, Rosalía de Castro, Francisco Añón, Manuel Murguía, Benito Vicetto, Antonio María de la Iglesia, Ramón Segade Campoamor, José López de la Vega, José Pérez Villaamil y Castro, Marcial Valladares, García Mosquera, Antonio San Martín, Nicomedes Pastor Díaz, Pintos, Francisco Añón, Vicente Turnes, Juan López Muñiz y Santiago Somoza.   -292-   Al principio, la presencia de textos en gallego era muy parca, pero a partir de la publicación de los Cantares Gallegos de Rosalía, en mayo de 1863, aumentó considerablemente el espacio destinado a la poesía en esta lengua, hasta el punto de que después de la citada fecha apenas ocupan lugar las creaciones poéticas en castellano. Es síntoma muy claro del proceso de revitalización del idioma autóctono, aunque su cultivo se circunscribiera al ámbito de la lírica. El periodismo aspiraba así a convertirse en la principal plataforma del movimiento en bien de las señas de identidad regionales, tal como lo vaticina el fundador y director de la revista, Antonio María de la Iglesia: «El periodismo en Galicia hará que surja de sus tareas la historia, la lengua, la literatura, la ciencia patria radiante y hermosa que ennoblezca más y más el país»634.

En 1859 se habían celebrado en Barcelona los primeros Juegos Florales, creados con el fin de dar carta de naturaleza a una literatura en lengua catalana. Ya he señalado los tímidos intentos que desde los medios periodísticos habían empezado a surgir años antes; lentamente se empieza a conquistar ahora más terreno. En 1861, sale en la Habana el semanario Lo Catalá635 y al año siguiente, en Barcelona, la Revista de Cataluña636. Se anunciaba el primero como una revista dedicada «a la literatura, ciencias, artes y en particular a los intereses materiales, e industriales de España y especialmente de Cataluña», acompañándola de una expresiva declaración editorial, donde, tras asumir el mérito de considerarse el primer periódico redactado en catalán, lanza la proclama patriótica de «aixecar de la postracio que es trova la nostra llengua», para que «vegia tot lo mon que encara lo poble catalá te son amor patri; que son esperit no ha mort; que no s'han perdut las gloriosas y nobles rasas dels Entenzas, Tamarits, Pau Claris y tants altres, honor y gloria de Catalunya; y finalment qu'els catalans de avuy dia son dignes fills dels Almogavars, com regant ab sa sang los camps de Africa ho han provat los VOLUNTARIS CATALANS»637. Este sentimiento propio no se contradice, sin embargo, con la profesión de fe hacia la nación española, de que hace gala el temprano regionalismo: «So un verdader espanyol; y Castella y Catalunya unidas, son bastant per ferse admirar y omplir lo mon ab los genis que contenan» (ibid.). De la otra publicación mencionada, la Revista de Cataluña, también quincenal y con miras culturales, resalta el hecho de que a partir del núm. 16, en que pasó a semanal, dejó de ser bilingüe, para limitarse al castellano, sin abandonar por ello el interés prioritario hacia los temas relacionados con Cataluña638.

  -293-  

La corriente popular que caracterizaba El Sueco y La Gaita, encuentra nuevo cauce de expresión durante los años prerrevolucionarios en más revistas bilingües valencianas, como el pequeño semanario El Papagall, título con que se designa humorísticamente al «Animal americano -Calent y verdós-. Picotecha a tots- Y no coneix al amo», salido a la luz pública el 28 de abril de 1864639, y El Gall640, que apareció el 25 de marzo de 1868. Las circunstancias sociales y políticas de una España envuelta en una crisis fomentan este tipo de prensa satírica de efímera existencia, que desplaza temporalmente a la de marcada tendencia cultural. Otro ejemplo significativo lo tenemos en La Campana de Gracia641, aparecida en mayo de 1870, de tono republicano y anticlerical, cuyos 26 primeros números fueron bilingües, pero los siguientes, hasta el final de su larga vida, se redactaron en catalán. El debilitamiento del poder central y las aventuras federalistas propiciaron, sin duda, el desarrollo irreversible del plurilingüismo peninsular. Las leyes de prensa de la Restauración terminaron, finalmente, por consolidar este proceso, incrementándose el número de las revistas bilingües y monolingües existentes en las regiones donde ya se cultivaban y favoreciendo la aparición en el resto de los territorios que carecían de antecedentes: las Islas Baleares, el País Vasco y Asturias. Como no hay espacio aquí para extenderme en un examen detallado del amplio muestrario, me conformaré con citar algunas cabeceras importantes.

En el ámbito balear una de las revistas más tempranas fue la Revista Balear de Literatura, Ciencias y Artes, que apareció en Palma en 1872 y se mantuvo vigente tres años en su primera época642. De periodicidad quincenal, estuvo dirigida por el catedrático del Instituto de Palma José Luis Pons y Gallarza, auxiliado en estos menesteres por Mateo Obrador. La publicación poseía un carácter preferentemente literario, pero incluyó también artículos de divulgación científica, declarándose ajena a los intereses políticos y a las presiones religiosas. Sus miras regionalistas se ceñían a un terreno estrictamente cultural:

  -294-  

estamos íntimamente convencidos de que la regeneración nacional ha de empezar por la regeneración de la provincia. La historia balear, el arte balear, las ciencias y las letras baleares, esos son y será nuestros más caros objetos; y como la lengua se halla invenciblemente unida al arte, a las letras y a la historia del país, también su idioma aparecerá aun con más frecuencia en nuestros escritos, sin que le concedamos el exclusivo privilegio de interpretar nuestras ideas643.



Propósitos en los que se reafirma al tercer año de su salida: la Revista Balear debe contribuir a la restauración del gusto literario, al renacimiento del idioma del país, y, si es dable, a la reforma de las costumbres»644. Sus responsables asumieron una posición equidistante entre la tendencia más radical, que encarnaba, por ejemplo, La Renaixensa de Barcelona, la cual les reprochó su formato bilingüe, y en el otro extremo, de quienes excluían de sus páginas la presencia de la lengua autóctona. Ellos prefirieron la convivencia entre ambos idiomas y, por consiguiente, entre las dos culturas: no participamos del exclusivismo celoso que convierte en adversarios a los hijos de una misma patria [...] Toleremos si queremos ser tolerados [...] seamos mallorquines y españoles, al menos al escribir en la REVISTA, ya que no sabemos serlo en la vida política y social»645. El esfuerzo de esta Revista no fue en vano, pues gozó de feliz continuidad en la más señera del periodismo balear del siglo XIX, el Museo Balear de Historia y Literatura. Ciencias y Arte (1884-1888)646.

En el País Vasco, las publicaciones bilingües aparecieron tardíamente, por razones fáciles de adivinar, dada la falta de desarrollo y conocimiento del euskera en el medio urbano. La primera fue la pamplonesa Revista Euskara647, Órgano de la Asociación Euskara de Navarra. En el primer número, de 9 de febrero de 1878, se anuncia que nace con el objeto de propagar la lengua vascongada y la historia de este país así como sus tradiciones. Así fue, en efecto, pues tanto su Programa, como varios de sus textos literarios, se editaron en la doble versión, euskera y castellana. Aparecía mensualmente y tuvo como directores, primero, a Nicasio Landa, y luego, a Juan Iturralde y Suit, actuando de secretario el poeta e historiador Hermilio de Oloriz, figuras relevantes, al igual que la mayoría de los colaboradores, en la historia del nacionalismo vasco-navarro. Entre las incidencias que rodearon su corta existencia, merece consignarse para la cuestión que tratamos, la de su fugaz traslado a Madrid, después de una suspensión temporal en abril de 1880, para servir mejor los intereses de nuestra raza, pues en ningún sitio mejor que en la Corte puede combatir   -295-   con los que tan en duda ponen nuestros méritos»648. Apenas duró, sin embargo, esta alternativa, pues el equipo volvió al lugar de origen, donde permaneció hasta su desaparición, no se sabe si en 1882 o 1883.

Con la prestigiosa revista Euskal Erria649, editada en San Sebastián a partir de 1880, llega a su más alta expresión la prensa cultural bilingüe del País Vasco. Su promotor, José de Manterola, antiguo director del Diario de San Sebastián e iniciador de los Juegos Florales de la capital donostiarra, saludaba su aparición con un artículo de título harto significativo: Nuestra misión, en el que, tras subrayar la diversidad de las regiones españolas, con sus diferencias de costumbres, lengua, cultura, historia, etc., critica la imposición del centralismo en su programa político de conseguir una uniformidad para todo el territorio español. Hasta ahí llega la expresión del rechazo, sin aventuras independentistas; el bilingüismo de la revista nos confirma sobre su tono moderado: nosotros creemos que España, sin desatar los lazos que pueden contribuir a hacer de ella una nación fuerte y poderosa, debe tender a la conservación de los antiguos rasgos que determinan el sello especial de cada una de sus variadas y heterogéneas comarcas. Es decir, los que conforman, su patrimonio cultural, del que forma parte privilegiada la lengua. Hacia él se encaminarán los esfuerzos de los colaboradores:

A recoger y trasmitir los rasgos peculiares de la vida propia de estas siete provincias, que forman lo que podemos llamar la HEPTARQUIA EUSKARA, a dar a conocer su antiquísima lengua, su especial literatura, sus originales cantos y tradiciones, su historia, sus leyes y sus costumbres, reuniendo cuanto de más curioso se ha dicho de ellas, reproduciendo los trabajos de más interés, inéditos, agotados ya o poco conocidos de nuestros antiguos y más distinguidos escritores, y buscando el apoyo de cuanto (sic) prestan hoy culto y nombre a las letras bascongadas, para hacer así de nuestra revista un verdadero Álbum, un archivo manual de curiosidades del país650.



Y lo lograron, a la vista de los 81 tomos que cubrieron su existencia.

En Asturias, la modalidad lingüística del bable apenas encontró hueco en los medios periodísticos, recluida como estaba a un fenómeno prácticamente folklórico. No obstante, hubo algunos lanzamientos de revistas que dieron cabida ocasional a composiciones en verso de un limitado número de bablistas, bien reconocidos por los lectores. La primera publicación que nos consta es la revista ilustrada Ecos del Nalón (1877), junto con su continuación, Revista de Asturias651, portavoces de un   -296-   grupo de asturianistas afiliados a La Quintana, «avanzado centinela de los intereses provinciales como se autocalificaban652, donde se dio acogida a varios poemas en bable de Juan María Acebal y de Teodoro Cuesta. Parecido fue el intento del semanario El Oriente de Asturias653, editado en Llanes (1885) y de más larga vida, con los versos de Ángel de la Moría (seud. de Ángel García Peláez) y nuevamente de Teodoro Cuesta. En cualquier caso, ninguna de estas publicaciones sintió la necesidad de defender o justificar ante sus lectores el uso de la lengua regional. Pocos titulares más de formato bilingüe se sucedieron en el Principado en lo que resta de siglo y ninguno logró mayor resonancia fuera de sus límites locales, salvo La Ilustración Gallega y Asturiana (primeramente, La Ilustración de Galicia y Asturias; posteriormente, al cuarto año, La Ilustración Cantábrica)654, editada en Madrid y dirigida por Manuel M. Murguía, máximo exponente del regionalismo gallego. Al igual que las anteriormente citadas, bien se merecería esta publicación un estudio aparte, por su calidad literaria y valor artístico. Bástenos, para nuestro propósito, con apuntar el hecho de que surgió al amparo de un utópico deseo por hermanar las dos regiones limítrofes (Galicia y Asturias), de cara a su unión territorial y política, a semejanza de las provincias vascongadas655. Entusiasmo no les faltó a sus promotores: llevados -con palabras de su director- únicamente del amor exaltado, casi místico, que asturianos y gallegos profesamos a nuestra patria»656, y siendo conscientes del papel fundamental que ejercía la prensa en el desenvolvimiento del movimiento regenerador, en el que se enmarcaba su proyecto. Como no podían valerse del arma poderosa del dominio lingüístico, tuvieron que conformarse con el de la raza y el de la territorialidad. De ahí que un cierto número de los trabajos aparecidos en sus páginas desarrollaran este cometido, mientras que los textos en gallego y en bable (poesías y breves narraciones en prosa) no pasaron de asumir un valor testimonial.

En Galicia, Valencia y Cataluña la fórmula ya estaba consolidada en las dos últimas décadas del siglo, con resultados muy irregulares en los que ahora no cabe entrar. Piénsese que su número raya casi en el centenar de títulos. Entre todos, destacaría, no por su alcance lingüístico o su calidad tipográfica, nada especiales, sino   -297-   por su relevancia en el fenómeno regionalista, a la revista La España Regional657, publicada en Barcelona entre 1886 y 1893.

Tal como expresa su cabecera, surgió como órgano señero del movimiento regionalista, el catalán y el extensivo al resto de la geografía española. El espíritu que animó las reivindicaciones del llamado Memorial de Greuges, en marzo de 1885, decidió a Francesc Romaní y Puigdengolas, a mantenerlo vivo a través esta publicación de carácter mensual, cuyo objetivo principal consistía en conservar y perfeccionar la variedad de vidas regionales españolas dentro de la común soberanía: restituirles su influencia, cohesionadora del poder supremo, restauradora del poder representativo, y vivificador del ejecutivo, a fin de robustecer el españolismo dentro y fuera de la Península»658. Desde esta amplitud de miras contó con un equipo de colaboradores, dispuestos a abordar un amplio abanico de temas distribuidos en secciones: Política, Jurídica, Histórica, Económica, Literaria, Bibliográfica y del Movimiento Regional. Los autores habían de afrontar cuestiones concernientes a sus lugares de origen, de modo que la revista pudo congregar a firmas influyentes del protonacionalismo: los vasco-navarros Iturralde y Suit, Arturo Campión, Hermilio de Olóriz, Fidel de Sagarmínaga, Arguinzoniz, Eduardo de Velasco y Domingo de Aguirre; los gallegos Aureliano J. Pereira, Pazos García, Waldo Álvarez Insúa, Aurelio Ribalta, Manuel Murguía, el marqués de Figueroa y Leandro Saralegui; los mallorquines Jerónimo Forteza y M. de los Santos Oliver, y, por supuesto, un cierto número de catalanes. Dada esta participación tan plural, la Revista tuvo que utilizar una lengua común, la castellana, quedando las autóctonas circunscritas a una modesta sección que lleva por título «Literatura española no castellana ni flamenca(!)», donde encontraron lugar composiciones poéticas significativas de los renacimientos regionales, en su versión original y traducción castellana o catalana: de los gallegos Eduardo Pondal, Rosalía de Castro, Francisco Añón, Nicomedes Pastor Díaz y Aneiros Pazos; del valenciano Vicente Wenceslao Querol; de los isleños Tomás Aguiló, Costa y Llovera y Jerónimo Forteza; del asturiano José Caveda; el canto de Aztobizkar vasco, junto a un elenco de catalanes, como Jaime Collel, Adolfo Blanch, Coll y Vehí, Francisco Pelayo Briz, M.ª Dolors Moncerdá, Víctor Balaguer y Ramón Masifern, entre otros.

Tras este breve recorrido por la historia de las publicaciones bilingües, podemos abocar ya a unas mínimas conclusiones, aunque sólo sean a título provisional:

1) Las revistas bilingües tuvieron por lo general un alcance cultural, que sobrepasa al meramente literario, debido al objetivo regionalista de dar a conocer cuanto estuviera relacionado con la historia y la problemática socio-económica de la región. La creación literaria se integra en este espacio común, aportando un   -298-   material de contenidos poéticos de carácter local y doméstico y escritos folklóricos, con el propósito de constituir una escuela propia de autores consagrados del lugar y de nuevas generaciones. De ahí que figuren en casi todas estas publicaciones, desde las que se editan en la capital de la región hasta las de los rincones más modestos, las firmas de los más reconocidos regionalistas.

2) El bilingüismo queda circunscrito, salvo excepciones, a las creaciones poéticas. Para los trabajos y textos narrativos en prosa se prefiere el castellano. Hay pues, una disglosia en el uso de las dos lenguas, por lo que en todas estas cabeceras, que son la mayoría, la aplicación del término bilingües resulta inexacta.

3) El talante regionalista se mantiene dentro de unos márgenes de moderación política, en comparación con las monolingües en lengua vernácula, que operan con criterios de autonomía y hasta de independencia territorial. En las declaraciones de principios, los directores dejan bien sentado que defienden para su región unas señas de identidad propias, apuestan por su desarrollo y expresan su oposición al centralismo estatal, sin que esta disconformidad les impida, sin embargo, considerar a su patria parte integrante de España; por ello no resulta infrecuente que surjan discrepancias en cuestiones polémicas, como por ejemplo, a propósito de la norma lingüística dentro del dominio catalán, con las posiciones adoptadas por las revistas monolingües de tendencia más nacionalista.

4) Esta línea de moderación que asumen tales publicaciones en el seno del movimiento regionalista no es obstáculo para la libre participación del cuadro de colaboradores, pues las mismas firmas de periodistas y escritores, salvo contadas excepciones, figuran indistintamente en las revistas monolingües como en las bilingües.

5) La fórmula del bilingüismo encontró buena acogida entre los lectores. Si la existencia de estos medios fue breve no se debió a razones políticas o culturales, sino a las económicas de fuentes de financiación, propias del género periodístico, al competir con los diarios y revistas nacionales, de mayor difusión.

6) Por último, conviene reparar en los esfuerzos de algunas de ellas por establecer lazos interregionales, acogiendo a colaboradores de otros ámbitos y a escritores no regionalistas afines a la causa, pero apenas lograron eco satisfactorio, dadas las limitaciones comerciales en la geografía de estos medios. Basta con acudir a las Hemerotecas locales para constatar la ausencia de fondos que no sean los propios o los impresos en la capital de España.



Arriba